ARGENTINA |
Me perdieron justo en medio de la crisis que llamaron Segunda Devastación. Me perdieron, me perdí la perspectiva puede ser un poco oblicua, pero el resultado es el mismo. Recién me doy cuenta de que sus ambigüedades son las mías, aunque siempre supe que tenían modos muy persuasivos de volvernos reconocibles unos para otros. Lo que nunca supuse es que llegarían a impregnarme hasta las palabras. Eso va a llevar tiempo que me lo extirpe, bastante más de lo que me llevó arrancarme el spike de la ceja para que no pudieran localizarme.
Me perdieron, me escurrí. La Segunda Devastación, por más que quieran adornarla de catástrofe inevitable y parte del ciclo natural de la Cloud, fue causada por alguien que conocí. Ahora, dicen, está muerto. Lo cual es bullshit porque lo acabo de ver pedir un shot de absenta.
Hasta que lo vi, creía que no había mejor escondite que este pantano del norte, con excepción, quizá, del Margen D, redil desértico emplazado en el antiguo Medio Oriente donde abundan los tecnócratas y expatriados de oscura reputación y donde los mercenarios de toda estirpe han hecho su nido. Hasta que lo vi, tampoco me preocupaba demasiado tener una guarida. No se me pasaba por la cabeza que se molestaran en buscarme, ciertamente tienen cosas más importantes que resolver, acá, en el Nodo Oriental y en cualquier otra parte.
Parece que no le intriga saber cómo le preparan el trago porque va al baño, pero tal ha sido siempre su costumbre. Lo que apuesto conmigo mismo es si en ese interregno se la hará chupar o será él quien quede de rodillas. Me encojo de hombros, supongo que dependerá de su estado de ánimo, aunque sé por experiencia que siempre se ha inclinado más por ser sumiso.
Me queda todavía una medida de destilado en el vaso pero hay algo en mí que se resiste a tomarlo, será la huella marcial que me imprimieron, que siempre ha odiado las excusas. Lo desconcertante es que tampoco siento deseos de irme, y no tengo más remedio que aceptar el hecho de que estoy a punto de ponerme en una situación en verdad riesgosa. Me friego la sien porque necesito aquietarme. En el camino mis dedos tropiezan con la cicatriz fresca que dejó el último spike, símbolo del elevado escalafón que alcancé dentro de la Fuerza Cent y expresión del mínimo control y seguimiento correspondientes a ese rango. La única forma de atemperar mi confusión es tragarme el último sorbo de destilado.
Está acá, pienso, y mi tiempo acá se acaba. Puedo optar por desembolsar los exo-bits que cuesta salir por el sub cuatro y, de ahí, seguir el canto de la muralla hasta el canal congelado del sur y después al continente, pero sé que tengo menos tolerancia a la curiosidad que a otras sustancias, y que a pesar de todo volveré para seguir buscándolo. ¿Acaso no fue buscarlo lo que estuve haciendo todo este tiempo?
En eso lo veo venir por el corredor, la iluminación confidencial del sitio rehúye su rostro pero se ensaña con su cuerpo esmirriado y bello. Camina sereno, tan cuidadosamente como si se aplicara en dar cada paso y con un aire absorto que, en un escondrijo como este, resalta todavía más que su exclusiva vestimenta antediluviana. Se restriega la boca y se lame la comisura de los labios y sé que gané mi propia apuesta. Lo observo deglutirse el shot de absenta, la bebida de los césares de la Cloud, y recuerdo que la última vez que nos vimos casi terminé llorando.
No puedo creer que haya sobrevivido, los primeros en llegar a la escena declararon haberlo encontrado en un sillón, despatarrado y desnudo, con un estilete clavado en el cuello y H en las venas. Cuando se reiniciaron las funciones Cloud que su acción terrorista había minado, se emitió el informe pertinente. Por Protocolo, decía, lo había destruido uno de otra bandeja. El Cinco, para ser más específicos, que administraba desde Cupertino y siempre le había tenido ganas. Ése, indicaba el comunicado, también estaba muerto; pero la causa nunca se sabría.
No puede ser que esté vivo, pensé mientras hacía girar los exo-bits en mi bolsillo y calculaba si alcanzarían para ambos. No puede ser. El azar y yo nunca hemos tenido otra cosa que desencuentros. Pasé un rato confabulando silenciosamente con otras dos medidas de destilado, mientras el bullicio de la música me retumbaba dentro. No sé si me costaba más entrar en razones con su inesperada comparecencia, o con la sensación vertiginosa de haberlo creído extraviado para siempre. El caso es que algo que no parecía del todo mío terminó arrastrándome hasta su nuca para hablarle al oído.
Cómo no estás muerto qué estupidez de saludo, después de tanto tiempo.
Lo conozco tan bien que sé que me miró por sobre el hombro porque mi aliento es tan rugoso como mis palabras. La mueca que se trepó a la mitad de sus labios fue efímera como un espejismo pero sus ojos tenían una tristeza distinta. Su perfume no entraba en ninguna de las categorías de mis recuerdos.
No soy respondió, fijando su mirada en la marca de spike en mi ceja, que el impacto de mi conmoción, al revolverme el cabello, había dejado momentáneamente al descubierto. Después sus ojos se deslizaron hasta quedar suspendidos de mi boca.
Entendí que estaba jugando en más de un sentido y no supe si retirarme o hablarle de usted, como solía hacer cuando recién nos conocimos. Seguía teniendo esos asombrosos dones de nigromante, porque me retuvo gravitando sus dedos sobre los míos como si creyera que su mirada tentadora podría no ser suficiente.
¿Puedo preguntarle a quién busca?
No, no era, su acento tenía una cadencia demasiado luctuosa. Me recliné para observarlo más de cerca y después parpadeé, avergonzado porque otra vez me despediría llorando, aunque en esta ocasión no fuera, en rigor de verdad, una despedida. Me alivié diciéndome que al menos podría seguir pernoctando en ese enclave pero enseguida entendí que no, que ahora tenía que huir todavía más aprisa.
Él se entretuvo contemplando todas las volutas de mi semblante, como mesmerizado por el modo loco en que se relevaban mutuamente. Sin que me diera cuenta, se había engullido un segundo shot de absenta.
Me llamo Ryô dijo con el sesgo de quien le habla a un idiota, remarcando ligeramente la o y abriendo bien los párpados.
Entendí que Siete estaba muerto y ya no tuve ningún deseo de estar ahí, ni con él ni con nadie. Temblé de arriba a abajo queriendo diluir la lágrima que se mezcló con mi pupila.
¿Llora por Siete? me interrogó ladeando el rostro igual que lo hacía aquel.
Nunca creí que me asistiera el derecho a extrañarlo y por eso no dije nada.
Ryô me miró con los ojos calmosamente encrespados de Siete pero con un temple todavía más sombrío, y por un momento no supe decirme por quién se sentía más apenado: si por él mismo, o por mí. Tampoco yo sabía muy bien qué hacer con mi pena, acababa de percibir lo mucho que la venía llevando a cuestas.
Siempre quise encontrar a alguien así. Por favor no se vaya.
No sé qué estás haciendo acá, pero prefiero retirarme antes de que llegue la cuadrilla de Cents.
Sí, la marca en su ceja indica que lo están buscando.
A vos más que a mí, seguramente. No querría caer por la insensatez de estar hablando con…
Iba a decir «un plagio», pero por alguna razón no lo hice. Salí de la onda expansiva de su perfume a sabiendas de que en la operación dejaba jirones invisibles de piel y memorias. Me abrí paso bruscamente por entre las luces estroboscópicas y los hologramas que se despegaban de las paredes para rellenar los huecos y darle una tonalidad festiva a los consumidos y los desahuciados de costumbre. Debí suponer que me seguiría. Después de todo, era de la misma bandeja que Siete, es lo que él habría hecho.
Entenderá mi dilema esta vez fue él quien habló a mi oído. La infamia de Siete me precede, ha marcado mi vida desde antes de que fuera incluso mía.
La palabra infamia me hizo mirarlo a los ojos para gruñirle.
Serán de la misma batea, pero es evidente que no comparten el potencial cognitivo.
Hablé como un poseso de voz descarnada, con el alma turbia por la repentina conciencia del duelo. Pero adscribí la sensación de embotamiento a la mezcla de las luces que nos apuntaban por debajo del cuello y excesivas dosis de destilado de calidad paupérrima. No se me ocurrió que pudiera ser efecto de esa especie de espejo invertido que era Ryô.
Sebastian jamás habría sido tan descuidado como para presentarse en un lugar como este, para empezar. Además, lo que hizo… ¿Infamia lo llamaste?
Asintió.
Sé que tuvo la intención de desparramar las fichas. Pero no tengo idea de cuáles hayan sido sus motivos mentí.
Sus ojos azules me miraron con esmero.
Los motivos de Siete nunca fueron altruistas. Destruyó el tablero de intercambio llamado World Cloud solamente para ganarle la mano a los que supuestamente lo habían tiranizado. Subrayo el supuestamente.
Se encogió de hombros.
Quería medir fuerzas, nada más se estaba entreteniendo.
Le sonreí con amargura a su dialecto lúdico y su tono monocorde, y me respondió esbozando una mueca mucho más etérea de lo que recordaba haber visto en Siete. Era, lo supe sin dudarlo, tanto más peligroso que el que yo había conocido.
Insisto: son de la misma bandeja, pero la distancia entre los dos es lamentable.
Por alguna razón, mi comentario lo ensombreció del todo.
Por favor imploró. No sé quién soy realmente. Necesito que alguien como usted, alguien que no lo odia ni teme decir su nombre, me ayude. Hasta ahora sólo encontré denostadores y escépticos. Verá que soy uno de ellos.
Yo tampoco sé quién sos mi quijada tiesa destilaba un desprecio trepidante. Solamente sé que tu parecido con Siete es extraordinario y que algunos de sus gustos también son tuyos. Pero no sé si te estás adiestrando en sus apetencias voluntariamente o si te programaron. O si te programaron para adiestrarte. No importa. El punto es que Siete está muerto.
Los dos sabíamos que el verdadero punto no era ese.
Me extendió la mano y volvió a presentarse.
Soy Ocho.
No le respondí, tampoco acepté su mano. Ya había decidido pagar para usar el sub cuatro y hacía minutos enteros mi cabeza venía urdiendo planes que me llevaran al Margen D sin ser detectado por ningún registro. Me di la vuelta para dejarlo solo.
Su voz suave siguió hablándome por sobre el ruido:
Creo que Siete, o Sebastian, como se hacía llamar, no está muerto. Creo que sigue en Cupertino.
Colándose en el frío de mi estupor, sentí el repique de botas bajando por el deslizadero de concreto mohoso de la entrada, burdamente disimulado con hologramas de puertas-trampa. A las zancadas de los Cents las escoltaba un denso zumbido de drones, supe que habían mandado tres cuadrillas a buscar a Ocho. No pude decidir, sin embargo, si eso era poco o mucho, estaba demasiado confundido.
Aquel me seguía observando con una atención casi existencial y recién ahora entendí en qué punto eran distintos. Supe que no podría resistirlo y de este no quise despedirme llorando, así que le asesté una bofetada con el dorso de la mano. Su repliegue no estuvo acompañado por ninguna clase de sorpresa y eso bastó para reblandecerme por completo: su espíritu era increíblemente dócil, quizá más que el de Siete, si eso era posible. Acepté entonces que no quería resistirlo. Lo agarré de la nuca y lo llevé conmigo. Pagué por los dos al tipo con chaleco de pana y botas de goma que estaba siempre en la mesa más apartada, haciendo de cuenta que bebía un destilado que jamás modificaba su volumen. Bajamos los cuatro niveles siguiendo la rampa hedionda que alguna vez, decían, había sido un sistema de desagüe. Porque las superficies estaban revestidas de una sucesión holográfica de trampantojos muy parecida a un laberinto refractante, para transitar los recovecos se requería una lámina de dispersión de códigos adherida al occipital, que había costado todos los exo-bits de mi bolsillo.
En algún punto del trayecto le tomé la mano y creí que sus dedos temblaban por el encierro gélido. En ningún momento me pregunté si Ocho me había mentido.
Cuando salimos al filo de la muralla, un abanico de Cents nos estaba esperando. A algunos los conocía de haberles dado órdenes como las que los habían traído a este pantano, hubo un tiempo en el que yo también me dedicaba a recolectar fugitivos. Aunque el cuadro de mi detención fue lastimoso, no sentí ganas de enlodarme en esa decepción que me subió por la espina, muy emparentada con lo humillante, y tampoco intenté evadirme. Me arrasaba una aflicción enojosa pero no estaba seguro de a quién iba dirigida y no sabía actuar sin contar con un blanco concreto.
Ocho aprovechó mi desconcierto para escurrirse de mis dedos. Aunque se distanció unos cuantos pasos, no se alineó ni se refugió detrás de los Cents sino que permaneció en algún punto insípido, más próximo a la salida del sub cuatro que a la urbe abierta. Pareció no querer observar mientras me doblaban por la cintura y me sujetaban los brazos tras la espalda usando las bandas imantadas. En unos segundos procederían a clavarme una ristra de spikes desde la nuca y hasta el valle entre los omóplatos, tan profundos que difícilmente podría extirpármelos sin temor a arrancarme también cachos de médula. A pesar del suplicio del metal entrando en mis vértebras, el procedimiento sería del todo mudo porque jamás me permitiría gritar mi dolor, no me habían entrenado para eso.
Me contenté con insultarlo como último modo de resistencia:
Pobre copia, no le llegás ni a los tobillos qué cosa más estúpida de decir.
Ocho amagó llevarse las manos contra los oídos pero por alguna razón las dejó caer y terminó ladeando el rostro. Su postura era la de un muñeco destartalado y la expresión de su semblante se volvió ilegible. La iluminación anaranjada de los drones que flotaban vigilantemente sobre la escena le dio en el pómulo con la misma impronta con que yo le había asestado la bofetada y descubrió algo que la penumbra del antro me había escondido: tenía los rizos pintados de un violeta furibundo, tornasolado. Tenía, también, un neuro-slice justo debajo del ojo izquierdo, la silueta rectangular y los montículos que protruían de su piel blanca a intervalos precisos eran perfectamente reconocibles. Entendí entonces que lo controlaban más que a cualquiera, y que tal vez estaba de veras programado; supe que el pobre no había hallado otro modo de reconocerse a sí mismo más que tiñéndose el cabello. Qué consuelo más vano, pensé. Qué indigno.
Su desespero silencioso me llegó en oleadas, y sentí que sus ojos me observaban con una intensidad urgente. No se me ocurrió considerar que hubiera algo de verdad en las palabras que me había dicho, tampoco pensé que estuviera en su naturaleza arrepentirse.
Los preparativos para insertarme los spikes en las vértebras estaban listos. Apreté los dientes y volví a pensar en Siete. Decían en los subs de todos los Nodos que el objetivo último de su arremetida, dramática y excesiva como todas sus acciones, había sido abortar los incipientes desarrollos de neuro-transmisión por dispositivos cutáneos. Porque había padecido ese tipo de control él mismo, Sebastian jamás habría consentido que una depravación así se volviera pandémica.
Ocho, allí encorvado bajo un desconsuelo de procedencia inexacta y hablado por palabras ajenas, difuminado como una sombra cuya única posesión era el violeta de sus rizos, representaba todo lo vano del sacrificio de Siete.
Esta vez me alegré de que estuviera muerto. Brillante y testarudo como era, Siete jamás habría sido capaz de superar una derrota como esa.
Alejandra Decurgez vive en Buenos Aires, es lectora de historietas y libros de ciencia ficción, terror y fantasía. Estudia guión cinematográfico y acaba de terminar de escribir su primera novela.
Así, con este cuento, aparece en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con LA CLONACIÓN, de Cristian Cano; EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE, de Ricardo Gabriel Zanelli y MALA COPIA, de Laura Quijano Vincenzi.
Axxón 253 – abril de 2014
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Ciberpunk, Clonación, Doble : Argentina : Argentina).