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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

—¿Cuándo llega el doctor? —dijo Aguinaga. Caminaba de un lado a otro deslizando los dedos por las superficies del laboratorio B. Contempló su rostro reflejado sobre las celdas de helio, mientras tamborileaba con los nudillos sobre la unidad de fuerza auxiliar.

—Está viniendo —dijo Garnier—. No veo el momento de que entre por la puerta.

—Estás cortado por la misma tijera. En cuanto ingrese vas a tener que preparar café.

—Ni loco —dijo Garnier—. No voy a perderme esta discusión. Ya pagué el derecho de piso.

—Estoy por sobre lo que puedas opinar. Y ya sabés que me gusta el capuchino.

—Idiota —Garnier se sentó. Treinta años de investigación y tengo que aguantar a este crápula.

—Con bastante azúcar —aclaró Aguinaga—. Lo amargo no me cae muy bien.

Entreabrió las cortinas del tercer piso del Instituto y vio al doctor Fansi Carlon estacionando el descapotable. Deseó que mirase hacia arriba: esa conexión de las partes que están en pugna pero que se rigen por la admiración y el respeto. Terminó por alejarse de las cortinas cuando Carlon ingresó por la puerta principal sin despegar la mirada del suelo. Aguinaga se apoyó en la mesa de caoba para recibir al maestro.

—No vas a poder convencerlo —dijo Garnier—. Lo conozco. Cuando se le mete algo a la cabeza, es muy difícil que alguien logre distraerlo. Mucho menos un principiante con anhelos de hacerse cargo de la moralidad del mundo.

—¿Desde cuándo te interesan mis ideales? —preguntó Aguinaga—. Los burócratas están lejos de entender mis puntos de vista; además, me puedo cuidar solo. Estoy cansado de repetirles que hay límites. Esto está mal.

—Desde que estás en contra —dijo Garnier—. Las industrias privadas que nos financian, que aprueban la medicación y los métodos para contrarrestar las enfermedades, son las mismas que controlan, miden y definen la salubridad del hombre. Les conviene mantener las cosas como están. Ganan dinero.

—¿Cuando vas a aceptar que justamente esa es la raíz de nuestros problemas? Estamos en el camino equivocado.

—¿Equivocado? —Garnier subió los pies a la mesa de estar—. Para que sepas, la moralidad del mundo no necesita de un miedoso como vos para que la defienda. Se defiende a sí misma desde hace mucho, por si no lo sabés. El doctor no te va a escuchar.

—Eso lo vamos a ver.

Las puertas se abrieron y Fansi Carlon se zambulló en el laboratorio B con toda la autoridad que poseía. Aguinaga levantó el mentón, como para atajar cualquier contrariedad y se dispuso a luchar contra a los acérrimos ideales del doctor. Pero Fansi Carlon no miró a nadie. Se detuvo en medio de la sala y descansó los hombros con un movimiento personal. Se restregó los ojos y, sólo después, los miró como si se tratase de sirvientes.

Caminó hacia la pared y bajó el cuadro de Claude Monet, lo dejó en el suelo como si fuera una imitación. Donde colgaba la pintura, se veía una cerradura electrónica.

Aguinaga volvió a acomodarse sobre la mesa. La noche anterior había deambulado por su casa, buscando esa primera frase con que abordarlo. Ahora la tenía en la punta de la lengua mientras miraba la sonrisa de Garnier, sentado, con los pies sobre la mesa. Las palabras, sus propias palabras, le quemaban por dentro. Se apartó de la cómoda caoba y dio unos pasos hacia el científico.

—Me parece que se equivoca, doctor —le dijo—. Lo que pretende hoy no va a ser posible. No voy a permitir semejante atrocidad.

El doctor siguió de espaldas.

—Lo que va a suceder hoy —contestó—, va a hacer que el destino de la humanidad dé un vuelco. Nadie me va a impedir eso.

Y presionó un código.

—Doctor Carlon —dijo Aguinaga—, estoy apuntándole con un arma.

Garnier ya no tenía aquella sonrisa. Estaba de pie. Su compañero se había convertido en un inminente peligro, dejándolo estupefacto, con la boca abierta.

—No vas a disparar —observó Fansi Carlon—. Siempre te faltaron agallas para dar el último paso. Dejá ese arma y hacé lo que realmente tenés que hacer —se dio vuelta para mirarlo, después volvió a colgar la pintura—. Ayudarme con la clonación.

—Usted está loco. No pienso mover un dedo en su favor. Ya no. Le ruego que se aparte de esa puerta, doctor.

—Esa no es una opción, Aguinaga. Dejá de cometer errores, de una buena vez.

—No abra esa puerta —amartilló el viejo revólver—. Se lo advierto. Y vos, Garnier, la cara contra la pared.

Garnier hizo caso, se acercó al muro y dio la espalda a la situación. Muy dentro, pensaba que algo de suerte había tenido. Y que, si las cosas se salían de control, tendría la primerísima oportunidad de salir corriendo. O tal vez, arrojarse por la ventana. Un frío glacial le aseguró que también podría ser el primer postulante en la lista de ejecución sin previo aviso. Se pegó aún más a la pared.

Se oyeron correr las trabas de la puerta. A través de la mira del arma, Aguinaga contempló el deslizar de una gruesa placa acerada, y terminó por vislumbrar el brumoso recinto en el que había trabajado los últimos años. Al principio reinaba la penumbra, después, poco a poco, las luces cobraron vida.

Recordó que él siempre había ayudado a su mentor, al gran Fansi Carlon. En los últimos años había obtenido las credenciales adecuadas para trabajar como su ayudante dentro del Instituto, y eso a pesar del comportamiento de Garnier. Siempre le pedían más. ¿A este nivel cuánto más puede uno exigirse?

—Crápulas —dijo en voz alta, sin dejar de apuntar.

Garnier aplastó la mejilla contra el yeso.

Fansi Carlon se perdió de vista cuando Aguinaga se distrajo analizando la situación. Avanzó hasta la puerta sin bajar el arma. Garnier le rogó por su libertad y lloró desconsoladamente. El hombre fuerte. El científico de «temple» del equipo se terminaba de definir meando sus famosos pantalones Etiqueta Negra.

El revólver y el brazo de Aguinaga ingresaron en la sala más secreta del país. El parpadeo de las luces fluorescentes le marcaba un camino de imágenes detenidas. Al final de este, la luz era plena. Recordó el lugar. ¡Lo habían apartado del proyecto con tan poco esfuerzo! Después de tanto trabajo y soledad. No lo merecía.

—Doctor, todavía está a tiempo. Sigo teniendo ganas de hablar con usted.

—Ya no soy el hombre flexible que fui, Aguinaga. Es inútil.

—¿En dónde tiene el cuerpo, doctor Carlon? —revisó el arma, estaba cargada pero tenía que volver a asegurarse—. Hágame el favor.

—Querido compañero, sólo vengo a constatar que todo está como lo dejé. Hoy se sabrá la verdad. Lo que usted pretende defender es algo muy complejo y que no llega a comprender. Es, justamente, lo que nos está matando. La moral del hombre ya no seguirá resquebrajándose, ya no. Pase por acá, lo invito a conocer el futuro.

Aguinaga escuchó las corridas de Garnier al bajar las escaleras metálicas. Desfiló con cuidado por un ambiente abarrotado de híbridos sistemas diseñados para el mejoramiento físico del ser humano y la prolongación de su vida. Pocos habían estado inmersos durante tantos años dentro de esas instalaciones. Él era uno de esos. Fansi Carlon, parado a un lado del equipo criogénico, observaba a través del acrílico el novísimo experimento en contra de lo racional.

¿Qué tan malo es estar en contra de la clonación humana? Nunca van a tener el aval de la gente, están equivocados hasta los tuétanos, no hay ser humano que se desprecie tanto como para aceptar el reemplazo de un legítimo nacimiento. Ya no es como en el pasado lejano, cuando las enfermedades venéreas nos azotaban década tras década. O un poco más acá, con el SIDA. Ahora un conglomerado cosmético con los respectivos permisos puede redirigir y solucionar cualquier enfermedad. No, señor, de ninguna manera voy a permitir este despropósito. Esto no tiene nada que ver con las enfermedades que castigan al hombre.

Dentro del cubículo, el rostro de otro Aguinaga despertaba al mundo. Y el Aguinaga que sostenía el revólver trató de que eso no lo turbara.

—Desconecte el sustentador, doctor. Se lo advierto.

—Estás en presencia del futuro. Vas a tener que dispararme para que este nuevo hombre no cobre conciencia —Aguinaga reafirmó su puntería mientras Fansi Carlon seguía hablando—. Sé que en los últimos meses la confusión no te permitió trabajar de la mejor manera, estoy consciente de eso —se acercó al dispositivo criogénico—, pero no creo que un arma pueda cambiar lo que hemos hecho.

—¿Últimos meses? —dijo Aguinaga—. ¡Me dejaron afuera a principio de año! Puse mi sangre, de buena voluntad. Esto se termina acá, doctor.

Fansi Carlon levantó la frente.

—Recuerdo cuando luchabas, cuando estabas en contra de las enfermedades y vicios que nos someten día a día. ¿Cuándo cambiaste de parecer?

—No me distraiga, profesor. Apague el sustentador.

—¿Qué sucedió? ¿Fui yo? Porque nunca cambié mi punto de vista. ¡Yo no me vendo por nada ni nadie! Esto tiene otros motivos.

—¿Morales? —dijo Aguinaga— ¿Acaso son motivos morales?

—Siempre lo fueron.

—¡Mentira! —gritó Aguinaga—. ¡Mentiroso, igual que el hipócrita de Garnier, al que le importa un carajo lo que pasa en las calles! Corte la energía, doctor. Me estoy cansando.

—¿Mentira? ¿Terminar con el vicio y el desenfreno inmoral que nos están matando es mentir? ¿Con cuántas supuestas curas e infinidad de placebos nos han estado inundando? ¿Cuántas generaciones han tenido que soportar la manipulación de las empresas privadas que nos llenan de medicinas hasta el cuello? Nos están matando, Aguinaga. Vos lo sabés bien. ¿No estás a favor de la moralidad del mundo?

—Este no es el modo de reparar nada, doctor —dijo Aguinaga—. No puede extirpar lo esencial de la naturaleza. Es inhumano.

—Mirá, Aguinaga…

—¿En nombre de quién trabaja? ¿Quién se cree que es? Reemplazar la sexualidad humana por la partenogénesis es un error en el que nunca debí involucrarme.

—Aguinaga, vas a quedar en los libros de historia —replicó Fansi—. Tu sangre está circulando por las venas y arterias de este clon. Te recuerdo que fuiste el primero en ofrecerte como voluntario.

—El desarrollo de un nuevo individuo a partir de un huevo no fertilizado —parafraseó Aguinaga—, es una característica que le pertenece a los reptiles, a los insectos. No voy a permitir que utilice mi sangre para crear semejante monstruo. La evolución natural sabe lo que hace al mantenernos así, como machos y hembras.

—¿Naturaleza? ¿Evolución?—gritó Carlon—. ¡El PIA, la MAC y el SIDA son lo que la evolución normal nos trajo! ¡Abrí los ojos, de una buena vez!

—El humano no puede dejar de tener sexo, doctor —dijo Aguinaga—. No puede erradicar las enfermedades manipulándonos de esta forma. En esta habitación y en ese clon el mundo no va a encontrar la cura para sus enfermedades.

—¿La cura? Pensá —Fansi Carlon sonrió—: un ser que no necesita de la depravación para engendrar la vida.

—Usted está desquiciado.

—Es la única manera, Aguinaga. Esto va más allá de tus pretensiones. Este clon tiene tu cara, sí. Más aún, tu sangre late en ese corazón. Pero no te equivoques, las ansias por proteger al humano también están ahí, enraizadas en lo hondo. Vos también estás dentro de todo esto. Hay quienes sostienen que hay que ser severos en los momentos límites, y esta solución está plagada de severidad.

Aguinaga disparó y Fansi Carlon cayó sentado. Se arrastró hasta la pared y apoyó la espalda. Su respiración se transformó en un trabajo dificultoso. Poco a poco se fue desinflado como un globo. Burbujas rojas estallaban en las comisuras de su boca, los labios susurraban por lo bajo.

Aguinaga caminó hasta el sustentador criogénico y contempló su propio rostro detrás del acrílico. Recordó a Garnier corriendo, y cuánto le había costado reconocerlo. También reconoció el instante, ese mismo, en el que comenzaban a flaquear sus convicciones, y no quiso ni imaginarse en semejante situación. Dejó el arma sobre el tubo criogénico, se acercó a la palanca del interruptor y la envolvió con sus dedos. Antes de cortar la energía apoyó la frente sobre los puños cerrados. Intentando no escuchar el balbuceo de Carlon, se preguntó si el desesperado y mortal intento de este por frenar la decadencia de la moral humana había sido en verdad una deliberada injusticia.

 

 

Cristian Cano escribe en sus ratos libres, de a poco pasó de ser un hobby a convertirse en una parte esencial de su vida. Es miembro del Grupo Heliconia desde noviembre de 2012. Ha publicado Los Cielos Interiores (Editorial Tahiel — Bubok), Armario de cuentos (Antología de cuentos) y Almacén de brevedades (Editorial Andrómeda, antología en proceso compilada por Sergio Gaut Vel Hartman). Tiene además varias novelas en etapa de corrección, y recopilaciones y una antología en proyecto.

Es su primera historia en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE, de Ricardo Gabriel Zanelli; AUTOCLONACIÓN REVERSA, de Guillermo Vidal y MALA COPIA, de Laura Quijano Vincenzi.


Axxón 238 – enero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Experimentos : Clonación : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«La clonación», Cristian Cano”
  1. Ric dice:

    Por fin salió publicado, Cano. ¡Felicitaciones! Muy buen cuento.

  2. Hola, amigos. Quería dejar acentado acá, (en esta revista tan hermosa) que una adaptación de este relato fué finalista en su momento y forma parte de la serie antológica de ciencia ficción 2099 que edita Ediciones Irreverentes.

    Siempre los leo. Les dejo un saludo enorme a todos los lectores y a los que hacen posible esta gran revista de culto.

    Cristian Cano
    2021

  3.  
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