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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “283”

 

 

 ARGENTINA
Dos fuerzas pueden destruir al hombre:
una fuerza exterior y una debilidad interior.

—Kwai Chang Caine (Kung Fu)

El teléfono no dejaba de sonar, y Ray se despertó de mal humor.

—Hola, Ray, ¿me escucha? —apuró la secretaria del doctor Silver—. Llamo para avisarle que tenemos un turno disponible para mañana a las 8. ¿Lo toma?

—Sí, sí, por supuesto, señorita.

—Recuérdeme, por favor, ¿hasta dónde había llegado con su último viaje? Acá en la ficha tengo Plutón, pero es raro, usted viene hace más de un año, ¿no?

—Sí, pero voy despacio. Hice muchos viajes a la Luna.

—Ahora entiendo, necesita otros destinos. Lo esperamos entonces.

La conversación le levantó el ánimo a Ray. Entusiasmado, saltó de la cama y preparó café.

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Ilustración: Pedro Bel

Se quedó lucubrando en el sofá mientras lo bebía, pensando la historia que estaba escribiendo. Intentaba sacarle brillo a una trama aburrida. Quizás este nuevo viaje lo inspirara un poco. Últimamente dependía de ellos.

En su cuento lo esperaban dos personajes: el niño y el extraterrestre.

Fue al escritorio y releyó lo poco que tenía. Quería recordar el conflicto, apenas lo había desarrollado. Se ilusionó imaginando que volvería del viaje con alguna trama interesante para seguir. Y, sí: necesitaba un milagro para continuar entusiasmado con la escritura.

—Hola, Ray —atacó el doctor Silver—. ¿Vino preparado?

—Más o menos. Quería seguir viajando a la Luna, pero no importa. Sorpréndame, doctor. Los viajes me reviven. Sáquele jugo a esta cabeza vacía.

—No me tiente, Ray. Sabe que soy intrépido.

—Firme acá el consentimiento —cortó en seco la secretaria—. Póngase la máscara. Le leo rápido el itinerario que preparamos.

—No leas nada —interrumpió el doctor Silver—. No hace falta. Ray y yo tenemos otros planes para el viaje de hoy.

Mientras la secretaria acomodaba a Ray en la silla extática, Silver le hizo una seña para que salieran del consultorio. En voz baja le pidió que no grabara la sesión y que se tomara el día libre.

En el laboratorio y sin testigos, Silver le dijo a Ray que se irían a un lugar desconocido. Y fijó rumbo a un planeta acuoso que rodeaba la estrella Fomalhaut. Ese era el lugar exótico que tenía preparado para todos los viajantes desesperados.

Silver los llamaba “Los viajes del último suspiro”, porque muchos pacientes no lo resistían y morían en el intento.

Siempre, antes de morir, desarrollaban esa energía que Silver estaba tratando de cuantificar y que, no sabía por qué, sólo se generaba en esos viajes, sólo en los viajes a Fomalhaut.

—¿Ray, cómo se ve yendo a otro sistema estelar? —dijo Silver tentándolo con su plan, aunque Ray ya no pudiera decidir.

—Me vendría bien. Estoy atascado con un cuento sobre un niño y un extraterrestre.

—¿Ya fueron a la Luna? —adivinó el doctor.

—Ya veo que estoy siendo muy previsible —razonó Ray. Definitivamente necesito un viaje exótico, se aconsejó.

Silver suspiró. Y se quedó pensativo. Si lograba otro paciente que le durara lo suficiente, quizá podría probar su experimento.

Estaba convencido de que “Los viajes del último suspiro” eran más que experimentos mentales. Había algo más.

Y ese algo, pensó Silver, ¿sería emergente del propio cerebro? ¿Estaba en la trama mental que había armado para llegar a ese específico planeta? Dudó.

Y siguió cavilando: quizás esa energía era algo vivo que venía adherido a las ondas cerebrales que pensaban esa trama. Quizá las ondas cerebrales viajaban en el tiempo y el espacio, intentó seguir razonando, quizá llegaban realmente hasta Fomalhaut.

—¿Qué está pensando doctor? —preguntó Ray.

Y como el doctor no parecía escucharlo, Ray pensó que no podía darle más cuentos a su editor que incluyan alunizajes.

—Me vendrían bien otros horizontes —murmuró.

Silver estaba entusiasmado y sorprendido por esta oportunidad que se le había presentado y seguía pensando el plan.

—Iremos a viajar por mucho tiempo —apuró el diálogo previo—. Lo voy a dejar vagando por ahí. Usted relájese, Ray —insistió ya exagerando—. Intente imaginar alguna comunicación con algo que vea, o alguien.

—Doctor, no es para tanto. No es necesario que incluya algo o alguien. ¿Y si me asusto? ¿Y si me da un infarto?

Silver volvió a dudar, ahora de Ray. Quizás era muy pronto para encaminarlo a esos viajes. Sin embargo, decidió ajustarlo a la silla extática e inició el experimento confiando en que resultaría. El también estaba jugando sus últimas cartas. Necesitaba tener éxito.

Tuvo que suspenderlo enseguida.

—¡Ray! ¡Ray! —gritó Silver desesperado—. ¡Despierte!

—¿Qué me pasó doctor? ¿Estoy vivo?

—Por supuesto. Cálmese, por favor.

—Doctor, sentí que me quedaba vacío. No vi nada, no pude ver ningún planeta. ¿A dónde viajé?

—Se rompió la máquina —mintió Silver—. Perdone, Ray. No pudimos viajar hoy. Lo tuve que despertar.

—¡Qué lástima! —se decepcionó Ray—. Necesitaba el viaje para terminar el cuento. A propósito…, no me acuerdo cuál.

—El del niño y el extraterrestre —le recordó Silver—. ¿No se acuerda? —Eso lo preocupaba.

—Ni una palabra.

—Venga mañana, y le preparo un lindo viajecito a la Luna como le gustan a usted. Con eso termina el cuento. Y va sin cargo, ¡eh!

Silver había notado que en el experimento Ray había arribado al lugar indicado y generó esa energía, pero sólo por un momento. En lugar de colapsar, volvió en sí. Pero había perdido la memoria y no recordaba la trama de algunos de sus cuentos. Algo tenía que idear para saber qué había pasado. Tal vez, pensó, mañana cuando vuelva Ray…

Ray desesperado y perdido volvió al consultorio al día siguiente.

—Pongase cómodo —dijo la secretaria.

—Hola, Ray —lo saludó Silver con apuro—. Ya tengo todo preparado. Hoy sí que viajamos.

—Eso espero. Estoy pensando en dejar el experimento —dijo Ray, sin pensar lo que decía—. Siento que dependo demasiado de estos viajes, pero todavía los necesito. Perdí toda la imaginación que me quedaba.

Eso Silver ya lo sabía. Comprendió que quizás esa sería su última oportunidad con Ray. Y se concentró en ese viaje.

—Ray le agradezco la valentía —se sinceró Silver.

—No me agradezca tanto —dijo Ray—, todavía no viajamos.

—Pero lo haremos. Y yo estaré mirándolo todo el tiempo. Voy a probar mi nuevo invento. La ciencia se lo agradecerá. —Y señalando una pantalla, que acercó a la silla extática, le indicó que el punto rojo en el monitor era la ubicación de su energía cerebral—. ¿Lo ve, Ray, el punto rojo está en la Tierra? —Y le siguió aclarando que si él viajaba, la máquina podría seguir sus pasos por toda la Vía Láctea. Y con un lápiz luminoso le iba marcando cada constelación cercana, hasta llegar a las cercanías de Fomalhaut, donde se encontraba el pequeño planeta acuoso a donde llegaría.

—¡Doctor! —aclaró Ray, asustadísimo—. ¡Yo no quiero ir tan lejos!

—Es un ejemplo —mintió Silver, dándose cuenta que había sido demasiado sincero.

—Empecemos por la Luna. Lléveme a la Luna, doctor Silver.

—De acuerdo. Voy a probar mi máquina llevándolo a la Luna.

—Doctor, quiero alunizar sobre el mar de la tranquilidad.

—Deseo concedido —accedió Silver—. En unos minutos, el punto rojo será su mente sobrevolando el mar de la tranquilidad. Se lo garantizo.

En Somhra, el planeta acuoso que rodeaba la estrella Fomalhaut, vivía Silé: un joven curioso que se había comunicado con Ray en el supuesto viaje fallido. Y todo había sucedido gracias a Silver, el creador de la ruta de comunicación. Los somhranos cazaban las ideas de los humanos que viajaban gracias al doctor Silver.

Silé se había encontrado con Ray en su cacería meditativa, y como si fuera un manjar que lo dejó lleno de placer, se quedó extasiado al comer una de tantas historias, que había creado Ray sobre un niño y un extraterrestre.

Silé, como todos los jóvenes, estaba fascinado por la nueva moda de su generación. En su planeta, era la mutación.

Él soñaba con transformarse en un mutante para cazar ideas que viniesen hilvanadas como historias. No le gustaban las ideas aisladas, aunque fueran muy nutritivas. Y necesitaba más espacio en su cabeza para las tramas encadenadas.

A su amigo Nolé le daba lástima verlo tan obsesivo.

Meditaban juntos y cuando volvían de cazar siempre conversaban un rato.

—Sos muy exquisito, Silé. Yo si veo algo, me lo como. No doy tantas vueltas como vos.

—Yo soy distinto, Nolé. No puedo comer cualquier cosa. Quiero ideas unidas.

—Dejate de embromar —dijo Nolé—. Hay que agarrarlas desprevenidas y solas. ¿Seguís con ganas de mutar?

—Sí —dijo Silé, moviendo sus rulos plateados para aseverar—. Aunque su gesto denotaba más un “no” que un “sí”. Todavía le daba miedo la mutación.

—Vos estás loco. No estarás pensando en ser conejillo de indias de la nueva moda…

—Sí. Quiero probar esa pócima que inventó Nosé.

—Vos estás loco. Nadie se anima y si nadie se arriesga…, por algo será, ¿no?

—Yo me voy a arriesgar. Necesito más espacio. Quiero tener las ideas de Ray siempre conmigo, que no mueran. Yo puedo mantenerlas vivas para siempre adentro de mi cabeza.

—No vas a poder vivir así: comiendo siempre de lo mismo. ¿Ya les pusiste nombre y todo? ¿“Ray”?

—Sí.

—Escuchame, Silé. No te encariñes tanto. Una vez que te crezca la cabeza, se te va a agrandar el corazón. Vas a querer más y más. ¿Vos pensás que sólo te van a gustar esas ideas, cuando puedas traerte todas las historias que quieras?

—Las de Ray son únicas, son las únicas que yo quiero. Y no les puse nombre, yo sé su nombre. Yo las voy a esperar. Quiero esas, aunque las haya visto una sola vez.

—Hacé como quieras. Te regalo este pedazo de idea que me sobró. Comé algo, por favor.

—Gracias, Nolé. Sé que sos un buen amigo. Sos el único que me acepta como soy y me cuida.

Silé odiaba el mundo donde había nacido. Y se aborrecía a sí mismo por ser tan distinto al resto. Su cuerpo era más delgado que lo normal. Apenas soportaba la carga del desplazamiento.

Cuando llegaba a su cueva se dejaba caer en ese agujero diminuto, tratando de que todas sus extremidades tocaran el agua del piso. Recuperaba fuerzas para la próxima meditación moviendo sus rulos plateados.

Ese día se consoló buscando percibir alguna esencia de las ideas de Ray, que quizás habían quedado adheridas a sus pelos. Se ilusionaba con volver a encontrarlas, pero cómo hacerlo.

Acaso era momento de mutar. Tenía que visitar a Nosé, quizás fuera cierto lo de la pócima…

—¿Hay alguien en la cueva? —dijo en voz baja Silé, como si no quisiera ser escuchado.

—Pasá, pasá. Estoy acá al fondo —gritó Nosé.

Silé aspiró el olor a silicio y ya se sintió mareado.

—No te asustes —dijo Nosé revolviendo un brebaje humeante—. Acá está todo controlado.

—¿Esa es la pócima de la que hablan todos? —intentó hacerse el simpático, sin darle la entonación adecuada a la pregunta.

—Así es. Esta es la maravilla.

—¿Sirve para conservar ideas vivas? —preguntó Silé, yendo directo al grano.

—Con un pocillito de esta delicia, te traes a cincuenta millones.

—Y…. si sale mal. ¿Qué es lo peor que me puede pasar?

—A lo sumo te quedarás pelado —rio Nosé—. Mientras le tocaba con una de sus extremidades sus rulos plateados.

Eso casi lo hizo dudar. Pero no podía dejar pasar esa posibilidad. Tenía que intentar la mutación y arriesgarse.

—¡Aceptoooooo! —gritó, poniéndole la fuerza de todas las “o” que le quedaban en la cabeza.

—No te vas a arrepentir —dijo Nosé.

Sirvió un poco de la pócima en una jarra y se la dio a Silé para que aspirara el vapor.

Él sintió que sus poros se abrían, y cayó al suelo.

Cuando despertó, le costó darse cuenta donde estaba. Intentó sentir su cuerpo, su cabeza y sus extremidades. Cuando pudo percibir un hormigueo en dos de sus apéndices, pudo pararse.

Buena señal, pensó.

Antes de extender sus otras extremidades, rezó un mantra de bienvenida para sí mismo, como era su costumbre cuando volvía de la caza meditativa: un suspiro para celebrar que seguía vivo.

Avanzó despacio y trastabillando. Le dolía todo.

De los cambios corporales que esperaba, la calvicie fue lo primero que le molestó. Y aunque estaba tranquilo porque se sentía bien, lo sorprendió el desarraigo: amaba sus rulos plateados.

Temió una tragedia, porque quedarse pelado era lo más grave que podía esperar y ya había sucedido.

Mientras intentaba seguir avanzando, se tocó la calva, y notó que su cabeza se extendía gigante y ovalada hacia atrás, y que su cuello se había transformado en un canal ancho para sostenerla.

También se dio cuenta de que se había vuelto más petizo. Sus extremidades colgaban arrastrándose por el suelo. Eran mucho más delgadas y largas que las dos: regordetas y cortas, que lo sostenían. Todos los cambios eran necesarios para nivelar el balanceo de su nueva cabeza tan pesada.

Nosé lo vio venir y no pudo evitar ir a su encuentro emocionado.

—¡Despertaste! ¿Te sentís bien?

—Sí. Pero mis rulos noooooooo están —gritó y descubrió que tenía más “o” en su cabeza nueva.

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Ilustración: Pedro Bel

Nosé se arriesgó a tocarle la cara, como quien examina con orgullo su trabajo.

Lo miraba tan atento, que Silé se tocó la frente. Y advirtió que tenía un agujero. ¿Había desarrollado otro ojo? ¿Era el primer somhrano con tres ojos?

Ray confiaba en volver a la Luna de la mano del doctor Silver.

Todo parecía estar bien. Disfrutaba el viaje, ya alunizando sobre el mar de la tranquilidad.

Esta vez, Ray tendrá su viaje del último suspiro, pensó Silver, un tanto triste, mientras lo miraba dormir en la silla extática.

Se había encariñado con Ray. Pero necesitaba esa energía, y como sólo la había podido generar en la ruta a Fomalhaut, se dispuso a sacarlo rápido de la Luna y terminar de una vez por todas con el experimento.

Pero Ray, además de sostenerse sin morir, se resistía a salir de la Luna. Su mente no se encausaba por el camino que el doctor Silver le quería imponer.

Lo que Silver no podía adivinar era que esa fuerza y esa resistencia se la estaba dando Silé desde Fomalhaut, gracias a la mutación que lo había hecho evolucionar.

El tercer ojo le dio a Silé la visión de toda la mente de Ray. Y no dudó en estrenar sus nuevas capacidades yendo hasta la Luna a comerlo. Meditó por la ruta de caza que ningún somhrano había usado. Ningún somhrano había cazado tan lejos.

Ray se sostenía sobre el mar de la tranquilidad atrapado por alguien, o algo, que lo inmovilizaba.

El doctor Silver se daba cuenta de que había algo más fuerte que Ray sosteniéndolo en la Luna. Captaba esa energía, que era igual a la que había registrado en los otros viajantes del último suspiro, pero en ese caso la fuerza tenía voluntad propia y se resistía a desaparecer. Y además el viajante permanecía vivo. ¡Ray estaba vivo!

En la Luna, Ray se dio cuenta que algo o alguien estaba con él. Pensó en el consejo que le había dado el doctor Silver, e intentó comunicarse.

Pero no hay nadie en la Luna, pensó.

No se veía a sí mismo, como siempre, como un avatar con traje espacial.

En esa visión ni siquiera estaba él mismo.

Ray se percibía sobrevolando el espacio. Como si fuera sólo ojos que miran una pantalla sin final. Esa pantalla lo rodeaba y adquiría la forma de unos tentáculos plateados que intentaban apoderarse de lo que él veía; después, de lo que él pensaba. Más tarde, Ray se percibió como si fuera parte de esos tentáculos, o directamente como si estuviera adherido a esos tentáculos.

Y esa sensación no podía ser asimilada por su cuerpo que parecía muerto en la silla extática del doctor Silver, que intentaba reanimarlo.

Ray se dejó ir. Y volvió a sentirse vacío, pero en paz. Como si hubiera encontrado un camino para seguir o un compañero para visitar.

Ese camino que se abría y ese compañero que lo esperaba, Silé, lo estaba saboreando sin que Ray muriera. Estar en Silé no era un fin, era un paso más allá. Ray disfrutaba ese nuevo camino.

Por alguna razón, ese viaje lo había cambiado. Se sentía pleno de capacidades para imaginar. ¿Seguía vivo? ¿Quizás, eso era morir?

Silé, ya insaciable, percibió otros manjares fuera de su presa. Se sentía tan poderoso por las visiones que le ofrecía su tercer ojo, que dejó de interesarse por Ray.

Ese manjar que lo había hecho mutar y llegar hasta la Luna ocupaba apenas un pequeño espacio en sus alargados tentáculos que ya eran ondas interminables de pegajosas necesidades de otras historias.

Toda la Tierra estaba llena de otras presas. Y Silé supo que no le alcanzaría el espacio que había creado al mutar, para disfrutar de todo lo que había para elegir. Comió lo que pudo, para traer varios trofeos, y decidió volver a Somhra con las noticias de su descubrimiento.

Y el doctor Silver pudo registrar el periplo de Silé, que al tener a Ray adherido a sus ondas, lo acompañó en el viaje por la Tierra.

Silver tenía la prueba de su invento. Había registrado esa energía y la seguía monitoreando, creyéndola viva. Según su investigación, era probable que hubiera podido separar la mente y el cuerpo de Ray. Y registrar la vida de la mente fuera del cuerpo.

Nunca se hubiera imaginado que lo que en realidad estaba registrando, era a Silé, recorriendo el planeta Tierra, en búsqueda de zonas de caza y comida.

—¡Hay vida después de la muerte! —gritaba el doctor Silver.

Ray ya era una minúscula partícula intentando pensar y comunicarse con las otras pobres ideas que flotaban adherías a Silé sin enterarse de que les había pasado.

Mientras tanto, Nosé corría por Somhra anunciando el triunfo de su pócima. Y juntaba somhranos para que vinieran a comprobar su éxito y a ver la cabeza mutante y el tercer ojo de Silé.

Los habitantes del planeta llegaron en oleadas.

También Nolé, fiel compañero de Silé, quien, al verlo, se sobresaltó. Y enseguida le hizo un gesto como preguntándole por su nuevo ojo.

Silé salió de la cueva erguido y se dispuso a ofrecer un discurso para explicar el éxito de su caza.

—¿Cuándo volverás a meditar, hermano Silé? —dijo Nolé muy entusiasmado por la idea de presenciar la meditación de un mutante de tres ojos.

—¡Nunca más! —aseguró Silé imitando su gesto egocéntrico de mover sus rulos plateados, aunque ya no los tenía—. Yo ya puedo viajar por el universo sin meditar.

El murmullo se generalizó. Nadie podía entender tal arrogancia.

—¡Nadie viaja por el universo, Silé! —dijo un somhrano, levantando un apéndice hacia el cielo como si anunciara una tragedia. El universo se escucha. No podemos ir a buscar las ideas. Tenemos que esperar a que nos encuentren en el camino de la meditación.

—¡Nunca más! —repitió con firmeza Silé—. Tuve una revelación. Mi tercer ojo me ha guiado hacia los creadores de las ideas. He visto el camino.

—¿Podemos seguirte por ese camino? —preguntó su amigo Nolé, acaso imaginando una cacería que los alimentaría para toda la vida.

—Sí. ¿Quién me acompaña? —preguntó Silé, sintiéndose un conquistador arengando a su ejército. Intentando, por otro lado, digerir algunas ideas humanas que le pinchaban la cabeza sugiriéndole lo contrario.

—¡Viajaremos todos! —gritaban los somhranos, aceptando el desafío, mientras coreaban su nombre.



Isabel Santos es una participante habitual de las Tertulias de CF y Fantasía de Buenos Aires que se organizan mensualmente en el Café Los 36 Billares con el auspicio de Laura Ponce. Es miembro del taller Clanes de la Luna Dickeana y habitualmente corrige sus cuentos con Claudia Cortalezzi, quien le sugirió que nos presentara su texto. Esta es su primera publicación en Axxón.