«Cuatro perversiones de cuentos infantiles», Ariel S. Tenorio
Agregado el 1 agosto 2018 por richieadler en 284, Ficciones
ARGENTINA |
1. Caperucita y el Necrolobo de tres cabezas
El bosque era sombrío, más sombrío de lo que Caperucita podía recordar. Era como si esos árboles y esas plantas trepadoras y esas matas de arbustos espinosos y esas hileras de totoras silvestres hubieran estado sumergidos bajo el agua durante un largo tiempo y que luego, al descender la marea, el sol no hubiera sido capaz de revivir el follaje, dejándolo abandonado y enfermo hasta que se muriera.
Cuando Caperucita llegó a la casa de su abuela, un poco estremecida pero también aliviada, el Necrolobo de tres cabezas ya estaba allí. La ropa humana apenas disimulaba la forma grotesca que se ocultaba debajo. Caperucita dejó su canasta en el suelo y corrió a abrazar a la anciana. Pero enseguida notó que algo no iba bien.
Aún sin desprenderse del abrazo, dijo:
−Abuelita, que olor tan horrible tienes.
El Necrolobo de tres cabezas ensanchó su sonrisa y dijo:
−Oh. No te preocupes por el olor, querida. Eso es porque soy un depredador en tres dimensiones diferentes y en dos de ellas me alimento exclusivamente de carne en descomposición.
Con un horrible sonido de vértebras, el cuello del Necrolobo giró como si fuese a partirse en dos y entonces la segunda cabeza asomó y dijo:
−Y este hocico es para olfatear a las hembras en los campos negros del cortejo, allá donde las niñas como tu jamás podrían refugiarse.
Casi sin aliento, Caperucita intentó librarse del abrazo que la oprimía, pero sus esfuerzos fueron en vano.
Justo frente a su cara, la tercera cabeza emergió como lo haría una pesadilla. El pelaje era negro y lustroso y estaba apelmazado contra el cráneo. Los ojos eran amarillos y los dientes muy largos.
−Y bien querida, ¿No vas a preguntar para que sirven estos labios?
2. Hansel y Gretel y la Mantícora moribunda
Las cosas no eran amables en ese costado del mundo. Para los supersticiosos, eran épocas de brujerías y herejes. Para los desheredados, era una época en que un saco de arroz costaba lo mismo que la vida de un niño, o dos. Cuando la pareja de granjeros cerró las ventanas, la mujer lloró, pero el hombre frunció el ceño y acarició su crucifijo.
−No desperdicies tus lágrimas, mujer. Aún nos quedan tres hijos que alimentar.
A muchas leguas de allí, en esa misma luz mortecina, Hansel y Gretel descubrieron el sendero que conducía al claro y la casita de chocolate que se erigía en él. Los dos estaban famélicos, con los ojos saltones y sucios como engendros. Habían vagado por el bosque durante cuatro días, sobreviviendo a base de raíces, bayas silvestres y unos insectos rastreros cuyo sabor no era mucho mejor que su aspecto. Por eso, les hubiera dado lo mismo que la casita estuviera hecha de chocolate, mazapán, o carne podrida. Se abalanzaron sobre la construcción gritando y gruñendo y comenzaron a arrancarle pedazos y a engullirlos casi sin pensar.
Fue entonces cuando les pasó algo curioso; a medida que comían, en vez de sentirse satisfechos, comenzaron a sentirse más y más hambrientos.
Sin dejar de masticar, se miraron consternados.
−Hansel −dijo Gretel con la boca llena de bizcochuelo −, tal vez deberíamos irnos.
−¿Irnos? −preguntó Hansel enojado −¿Irnos adonde? ¿Volver al pueblo?
−No…claro que no, no hablo de regresar al pueblo pero…parece que esta comida no está hecha para nosotros.
Hansel enarcó una ceja, pensativo.
−¿Y qué comida lo está?
−¿Quien anda ahí? −preguntó una voz desde el interior de la casa.
Los niños sintieron una punzada de miedo, pero también curiosidad. Hansel, que era el más valiente, rodeó la casita hasta encontrar la puerta, y Gretel se mantuvo pegada a él sin decir una palabra. Hansel giró el picaporte y comprobó que la puerta estaba sin llave.
−Tal vez…
−Sí. Es probable…
Entraron juntos.
En el interior, la casa no era más que una guarida pestilente. La Mantícora yacía sobre un colchón de plumas con el rostro pálido y los brazos extendidos al costado del cuerpo. Era una bestia enorme, pero su luz parecía a punto de extinguirse. Cuando los niños se acercaron giró la cabeza y los miró con expresión borrosa.
−¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo encontraron mi nido? −preguntó, las notas de su voz eran altas y denotaban un temor jugoso y refrescante.
−Solo la encontramos −dijo Hansel y con un chasquido dejó ver un par de colmillos puntiagudos.
−No es justo… –alcanzó a decir la Mantícora y agitó su aguijón para defenderse pero ya Gretel había volado hacia él, y clavó sus garras en la blanda carne de la garganta, desgarrándola como si fuera de papel.
3. El flautista de Hamelín en los márgenes del Aqueronte
Algo parecido al sol cayó sobre el páramo como un cordero degollado. Hacia el este, sobre las negras edificaciones de piedra, pequeñas salpicaduras de cobre destellaron y se apagaron hasta desaparecer.
El hombre de la capa raída atisbó el horizonte y escupió una flema sanguinolenta. Pronto se empezarían a oír los aullidos de las bestias y habría que encender antorchas y buscar cobijo, pero por ahora tenía tiempo. Caminó junto a las pestilentes aguas y pateó algunos cráneos renegridos como si fueran piedras.
Llevaba prisa, pero se detuvo en un recodo del río y observó un burbujeo a unos metros de la orilla. Sabía lo que era. No tardó en ver emerger una silueta que se debatió y chapoteó para mantenerse a flote. La figura estaba cubierta de brea y sus rasgos eran ilegibles, y aun así, por unos breves segundos, las dos miradas conectaron. Había en aquel desgraciado un horror insondable y antiguo. Lo había visto un millón de veces. Más por piedad que por regocijo, extrajo una vara de sus ropas y silbó tres notas, como un trino, que rebotaron sobre el agua y sobre las piedras y surtieron el efecto deseado. El niño cerró los ojos y dejó de luchar. Las aguas oscuras lo engulleron y la superficie volvió a nivelarse con una cualidad viscosa.
El hombre continuó su marcha. Se sentía triste y cansado como si pudiera dormir por una eternidad. El sendero se separó del río y se adentró en un terreno pedregoso. Más adelante, una arcada rústica señalaba el camino hacia el templo. Ahora la oscuridad era total, pero ya no temía a las bestias. Estaba en territorio consagrado y no se atreverían a atacarlo. Trepó por unas grandes escalinatas de piedra hasta que llegó a un peñasco cubierto de líquenes. En la cima del peñasco, se encontraba el templo, y dentro del templo, el ídolo de piedra.
Llegó a él y contempló su fiereza, la corona de hueso sobre su cabeza y las ofrendas de carne a sus pies.
−Salve, Muriel. Aquí estoy −dijo el hombre.
El ídolo posó sus ocho ojos sobre él. Cuando habló su voz fue a la vez un zumbido y un trueno.
−Se aproxima una guerra sobre la faz de la tierra. La madre sombra de la que hablaban las escrituras.
El hombre asintió y tragó saliva.
−¿Cuántos pequeños serán esta vez?
La respuesta tardó en llegar. Pero cuando lo hizo, notó que había regocijo en ella.
−Todos ellos.
4. La Bella Durmiente conoce a Freddy Krueger
Habían pasado una espléndida tarde de sol correteando por los jardines del castillo pero ahora estaba cansada. Se sentó en el banco de piedra bajo una glorieta florecida y procuró recuperar el aliento antes de que el príncipe la alcanzara. Seguramente tendría las mejillas arrebatadas y no quería causarle una impresión errónea. La duquesa le había explicado lo importante que era resguardar ciertos aspectos de su virtud.
Pero el príncipe no llegó.
En cambio, un viento helado le alborotó el pelo y unas nubes grises ocultaron la luz del sol, oscureciendo súbitamente la tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el jardín perdió todo su color y se volvió mustio bajo la extensión de la sombra. Sobre su cabeza, los rododendros y las glicinas se marchitaron y murieron, dejando caer sus pétalos, exponiendo unas ramas retorcidas y nudosas.
Aguijoneada por el miedo, se levantó del banco y miró a su alrededor. No era una tormenta. Fuera lo que fuera, era muy extraño. A través del fino vestido de seda sintió que se le ponía la piel de gallina y se abrazó para darse calor ¿Dónde se había metido el estúpido príncipe?
En los contornos difusos de su visión, sobre una hilera de sauces lejanos, unos cuervos grajearon y chillaron como horribles monstruos.
Decidió que ya era suficiente. Regresaría a los iluminados salones del castillo y se olvidaría de todo. Con paso decidido avanzó por el sendero central del jardín, pero enseguida notó que el lugar había cambiado. Los prolijos setos y arbustos recortados parecían ahora ensortijadas matas de espinillos, las inmaculadas estatuas de ángeles y querubines estaban ahora sucias, llenas de verdín, con expresiones hoscas y burlonas. Vio que uno de los ángeles sostenía un extraño artefacto entre sus manos, lo que en un primer vistazo le pareció un instrumento de viento, se le rebeló como una burda imitación de un miembro masculino.
−Uno, dos –canturreó la estatua y exhibió una sonrisa lasciva −Ya viene por ti…
Con un nudo en el estómago se obligó a ponerse en movimiento. El pánico era un combustible espeso pero efectivo. Corrió a toda velocidad por el sendero y todo a su alrededor cobró una nueva dimensión de formas y texturas. Lo que antes era un sendero recto, con rotondas centrales coronadas con fuentes de piedra y salidas diagonales perfectamente delineadas, se había convertido en un laberinto de zarzas y enredaderas llenas de espinas. El laberinto se replegó sobre sí mismo y desembocó en un sector oscuro donde unos grandes tanques metálicos estaban emplazados sobre una red de tuberías que bufaban y exudaban nubes de vapor.
A sus espaldas escuchó un chirriar de metal contra metal.
Entonces giró sobre sus talones y lo vio.
Un hombre con la cara quemada le sonrió y practicó una reverencia a modo de saludo.
En un país muy lejano, el príncipe abrió la puerta y entró en la habitación en penumbras. Con el corazón precipitado, se inclinó sobre la cama para besar a la doncella. Primero escuchó el zumbido de las moscas, luego percibió la fetidez, pero solo cuando acercó el candelabro…
Bueno, los cuentos de hadas te contarán otra historia.
Ariel S. Tenorio es argentino y vive en Garín, provincia de Buenos Aires. Se ha dedicado a la creación de relatos de terror y ciencia ficción desde su adolescencia. Muchos de sus relatos han sido publicados en revistas especializadas, antologías y fanzines. Su relato “Plasmatrón” fue traducido al francés para la antología de Ciencia Ficción “Hola Babel” dedicada exclusivamente a autores noveles latinoamericanos. También es miembro fundador del grupo de horror experimental “The Wax”.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «SUNNY ROSE Y EL VENDEDOR DE ESPEJOS», «LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS», «¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN», «EL NANABOUSH», «LA RAZÓN DE LAS ESTATUAS», «EL RECIPIENTE», «LOS JUGUETES DE GAUMONT», «MAJESTUOSO DIOS PÚRPURA», «PASTORES DEL CREPÚSCULO»