URUGUAY |
La veo entre medio de la gente. No es como tantas veces he imaginado. El tiempo no se detiene ni la peina el viento. Pero en mi pecho, como una maquinaría antigua y oxidada, un latir descontrolado se activa y me arrastra hasta el resoplido.
¡Es ella! Sacude el pelo que ya no es del mismo color y pierde la mirada entre la gente con gesto displicente. No viste de oscuro, pero han pasado diez años y el tiempo cambia hasta a las rocas más duras. Todos los recuerdos, retenidos como un valor preciado y excepcional, por sobre todas las otras cosas que se deslucen, vuelven en un instante. Todo se ajusta, ocupa su lugar. Como un proceso tácito e ignorado, pequeñas piezas se van acomodando en mí interior. La transformación ordinaria en la que la percepción se ajusta al recuerdo cumple su cometido. Pero la información y su caudal es tan fuerte que el proceso rebota y se invierte, como si los recuerdos comenzaran a adaptarse a lo que ven mis ojos. ¿Cómo saber hasta dónde llega la contaminación del deseo?
No me ha visto. No sospecha la forma en la que está por cambiar su día. Luego de todo este tiempo no sé qué esperar y, cuando un pequeño atisbo de duda parece asomar, camino a su encuentro con decisión e intentando no pensar en el abanico de posibilidades. Tan sólo una de ellas debe ser la correcta.
¡Es ella! Gira el rostro, el perfecto perfil tantas veces soñado, la sutil arquitectura, la mágica alineación de cada uno de sus detalles. Cuando nuestras miradas se cruzan me detengo. Pero su mirada es un lazo, siempre lo ha sido, y me atrapa y me arrastra por entre medio de la gente.
—¡Sos vos! —exclamo.
—No lo puedo creer —responde y se lleva las manos a la cara, en ese gesto tan característico.
—No digas nada —le digo y la abrazo.
Me mira con gesto sumiso.
—Hace diez años que espero este momento. Llegué a pensar que después de tanto tiempo la multitud amortiguaría el encanto y que seguiríamos perdidos aunque nos cruzáramos a cada rato. A veces la gente se pierde en el mismo dormitorio. Y en una ciudad tan grande… Pensé que nunca volvería a verte. Decime algo.
Sonríe.
—Siempre me enamoraron tus contradicciones —dice.
Y es cierto. Siempre dijo que amaba mis contradicciones. Y yo amaba las suyas, aunque no entendiera qué quería decir con eso.
Tomamos un taxi hasta su apartamento, mirándonos en silencio durante todo el trayecto casi como si las palabras pudieran ser un pretexto que anticipe el fracaso. Nos besamos con pasión en el ascensor, y apenas nos desprendemos para que abra la puerta. Sonrío al ver un cuadro que confunde las caras de Dylan y de Calamaro, cada una de ellas como un reflejo difuminado. Tiene plantas junto a las ventanas y una gran biblioteca llena de polvo en donde se asoman varios discos de vinilo intercalados. Adivino en la confusión entre las sombras de los muebles y las luces que se filtran por las ventanas la presencia de un gato.
Caemos en el lecho como en cámara lenta. La voy tomando fingiendo cierta delicadeza, y luego me deslizo dentro de ella con fuerza. La tomo con firmeza desde los hombros de manera que no puede salirse. Gime y se queja, la química amenaza desbaratarse. Los años han pasado y ella está más grande, más pesada; se ha alargado, se ha teñido, ha adquirido el agrío olor del tabaco; pero es ella, al fin y al cabo ella. Y eso tal vez sea lo único que importe. Deshace mi abrazo y se aparta. Me gustaría poder decirle que no importa, que es evidente que las cosas tantas veces pensadas pocas veces salen como planeamos y que diez años de fantasía nada pueden contra un instante real. Pero me callo. Respeto este silencio que ha establecido. Supongo que ese otro momento fantaseado en el que nos contamos cómo hemos llegado hasta acá, los picos altos y los no tanto, todo, vendrá más tarde, cuando baje la ansiedad del encuentro y se enfríen las cosas.
Enciende un cigarro y me ofrece otro.
—No, gracias,
Me mira por sobre el hombro, con esa mirada que sólo saben hacer las mujeres sin ropa y desilusionadas.
—¿Lo dejaste? —pregunta.
La miro sorprendido.
—Nunca fumé.
Se ríe.
—Sí, claro.
Sospecho algo. Presiento la conversión del río en catarata.
—Que loco, Julio, vos y tus contradicciones.
Me aparto hasta el borde de la cama. Y como si un pudor fuera de encuadre se hubiera apoderado de mí, estiro la sábana hasta cubrir mis genitales.
—¿Julio? ¿Qué querés decir con Julio?
Y veo como detiene el movimiento de su cabeza, el humo queda a medio camino dentro de su boca y no sale. Es como si mis palabras hubieran armado un embrujo gracias a una impensada pronunciación y a otras combinaciones irreproducibles y ya ignoradas. Permanece petrificada, sentada en la cama y de espaldas.
—Julia, ¿qué queres decir con Julio? —insisto.
Reacciona. Se levanta de un salto y durante un instante luchamos por la sabana.
—¿Quién sos, hijo de puta? —dice y siento como si fuera a desmayarme. Porque la transformación de su rostro es tal que ya no me cabe duda: ¡esa no es Julia!
—Pensé que eras Julia —tartamudeo—. Mi nombre es Alberto.
—Y yo soy Inés. ¿Quién sos? ¿De dónde saliste? ¡Me violaste, hijo de puta!
—¿Cómo? —exclamo.
Y arroja el cigarro por la mitad, con tanta dramática puntería que me pega en el ojo izquierdo. Retrocedo aturdido por el dolor y el aroma a pestaña quemada. Manoteo el pantalón, un zapato, el otro, la camisa. Ella continúa arrojándome cosas e insultos. Intento argumentar algo ridículo mientras me pongo los pantalones. Toma el teléfono y dice que va a llamar a la policía, insiste en el delirio de la violación. Camina apresurada y abre el primer cajón del ropero junto a la cama. Sacude la mano en gesto amenazante.
¡Dios mío, ésta loca está armada!
Abro la puerta y corro por el pasillo. Aprieto nervioso el botón del ascensor y me pongo uno de los zapatos. Escucho los gritos desde la puerta entornada de la habitación a diez metros. Me siento en medio de una película de terror. La puerta del ascensor se abre justo cuando ella, en ropa interior y con gesto de poseída, sale al pasillo. Me termino de vestir en el ascensor y abandono el apartamento como si me persiguiera la muerte. Escucho golpes, portazos, o tiros, ¿cómo notar la diferencia? Me pierdo entre la gente, me mezclo, intentando parecer alguien normal, disimulando lo mejor posible que en realidad me persigue una demente armada. ¿No nos ocurre esto a todos alguna vez en la vida? ¿Cuántos como yo disimulan cosas por el estilo, caminando entre otras gentes y fingiendo?
¿Cómo pude ser tan estúpido? Haber confundido su pelo del color del otoño con ese otro, su sonrisa, su mirada profunda y reflexiva, su olor, su sabor, todo. Haber pensado que ese caminar…, ese que veo ahora mismo, esa cintura, el vaivén de su cadencia, esos pasos que en este preciso momento veo adelante en la acera repleta de paseantes y turistas, esas piernas, el paso firme y decidido…, el caminar, que sin dudas ahora reconozco.
¿Será posible una casualidad similar?
¿Puede ser que esa que va allí adelante sea otra vez Julia?
Álvaro Germán Morales Collazo nació en Uruguay a fines de los 70 y es licenciado en Psicología. Relatos de su autoría han sido seleccionados en alrededor de treinta publicaciones, entre ellas: Alcublas 2013; Ruido Blanco 3 (2014); Ruido Blanco 4 (2015); Convocatoria Emergencias Kodama Cartonera, Tijuana, México; Escritores Acrónimos; Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «REGRESO A ALBA», «STRASS DE ESTRELLAS»