«En el principio fue el verbo», Felipe Alonso Pampín
Agregado el 2 diciembre 2018 por richieadler en 287, Ficciones
ESPAÑA |
El crucigrama le dio la primera pista.
No fue nada dramático; no encontró un mensaje oculto en las palabras cruzadas, ni una amenaza explícita al estilo de «hoy empieza el fin». La advertencia llegó en forma mucho más sutil. Durante la pausa para el café — reducida a diez minutos por culpa de ese bohemio de Ed—, Martin prescindió de los titulares del periódico y se zambulló en el crucigrama, su única pasión ahora que la temperatura de sus amores con Lena rondaba el cero absoluto. Había completado más o menos la mitad de las casillas cuando se detuvo, perplejo.
Había algo extraño en aquel crucigrama.
Repasó la definición del 7 horizontal: «Junta de los cardenales de la iglesia católica para elegir papa». Solo podía ser «cónclave». Además, la primera ce de «cónclave» era la ce de la segunda palabra de la cinco vertical, «encurtido», y la uve coincidía con la de la once vertical, «desvanecerse».
¿Dónde estaba el error?
Más tarde comparó aquella sensación en la boca del estómago con la de morder una ciruela y descubrir que una parte de la fruta está más madura que el resto, momento en el cual se esfuman tus esperanzas de poder comértela sin que el jugo se escurra por la comisura de tu boca y te manche la camisa.
Desdeñó sus temores con un gesto de cabeza y completó el crucigrama. Atribuyó al agotamiento su extraña reacción. La inexplicable baja de Eddie —el muy cerdo ni se ponía al teléfono y nadie en la oficina parecía haberse hecho digno de conocer sus señas— les había dejado con un hombre menos en plena fase de alegaciones del Expediente Villamil, así que ahora había trabajo extra para todos, las horas de descanso se habían reducido a la mitad y el cansancio comenzaba a jugarle malas pasadas a su mente.
Un par de días más tarde, concluida la tramitación de alegaciones, el jefe de departamento les restituyó a todos sus galeotes cinco de los diez minutos para el café confiscados y el crucigrama proporcionó a Martin una segunda pista.
La palabra era «repulsión», y, ya antes de terminar de escribirla, identificó la naturaleza del problema.
Aquella no era su letra.
Se detuvo. Releyó la palabra, enjaulada en nueve casilleros, y la definición: «rechazo, aversión». Repulsión.
No era su letra.
Intentó escribir la palabra, con su letra de siempre, en un margen del periódico, despacio. Le costó más de lo esperado y abominó del resultado. Su mano le estorbó, acuchilló los trazos de cada signo y produjo solo una versión tullida, corrupta de su caligrafía. Sin embargo, cuando dejó de esforzarse y permitió a las líneas fluir sin tutoría, escribió otra «repulsión» casi idéntica a la que había enjaulado en el crucigrama.
«Repugnancia, aversión».
«Repulsión».
Dejó el bolígrafo y tomó aire.
¿Qué estaba pasando?
Descartó un infarto o un derrame cerebral. No tenía el menor síntoma físico, más allá de aquel peso en el estómago que no era sino una reacción al estrés, la respuesta de su cuerpo a un fenómeno incomprensible.
¿O estaba exagerando la transformación de su letra? Rescató de su cartapacio algunas notas manuscritas sobre el expediente Villamil. Las copió en un folio en blanco y las comparó con las originales: parecían obra de dos manos diferentes. Intentó de nuevo forzar su antigua caligrafía y otra vez obtuvo garabatos alienígenas, un híbrido grosero casi ilegible.
Se pasó la mano por el pelo.
En el nombre de Dios, ¿qué demonios estaba pasando?
Se tomó el resto de la mañana libre y acudió a la consulta de su médico de cabecera, que abrió unos ojos de batracio al oír sus explicaciones.
—No tiene sentido —dijo—. En mi vida había oído nada semejante.
El galeno le hizo un chequeo completo, le tomó muestras de sangre y encargó una batería de pruebas clínicas.
—Si tuviera que deducirlo de tu reconocimiento, diría que nunca has estado más sano. Veremos qué opina el laboratorio.
Mientras Martin se vestía, el doctor se dispuso a actualizar la historia clínica, y frunció el ceño, perplejo.
—¿Cuándo viniste por última vez?
Martin hizo memoria: debió de ser en las Navidades pasadas, justo antes de la discusión con Lena. Había ido a buscar tratamiento para una erupción en las ingles resistente a todos los remedios caseros; ¿por qué?
—Olvidé anotarlo. No hay nada en tu historia desde hace dos años.
Martin observó la estilográfica del médico arañando su expediente y sintió de nuevo un puño de hielo en el estómago.
—Vuelve en cinco días y tendré listos tus resultados. Hasta entonces procura no fatigarte y pasea un poco. El ejercicio físico siempre es beneficioso.
De regreso a casa, Martin se zambulló en el silencio de una relación fracturada. Le habría gustado desahogar sus preocupaciones con Lena llevaba días sin verla siquiera. Además, ella había dejado de escucharle. No recordaba cuándo habían canjeado las últimas palabras. Evocó la discusión de Nochebuena, el paladar afrutado de aquella última botella de vino que jamás debieron abrir y que había roto los puentes entre ellos. Lena no mostraba ningún entusiasmo ante el desafío de reconstruir el vínculo arruinado. Se había mudado al cuarto de invitados el mismo día de Navidad y dormía con la llave echada por dentro. Si por casualidad se cruzaba con Martin en el pasillo o en el cuarto de baño, no le miraba ni respondía a su voz, pero rechazaba su contacto si él intentaba tocarla.
Martin se sentó en la cocina vacía, en su apartamento silencioso e intentó descifrar el comportamiento de su pareja. Eso alejó de su pensamiento todo lo referente a su letra alienígena y su visita al médico. ¿Qué pretendía Lena? Si todo se había acabado ¿por qué seguían compartiendo piso? ¿Por qué imponerle la tortura del ostracismo si no quedaba posibilidad alguna de reparar lo que la lengua de Martin, embrutecida por aquella última botella de Shiraz, había roto? Lena había dejado pasar todas sus tentativas de hacerse perdonar. Ni las flores, ni los regalos, ni las notas de mortificado arrepentimiento la habían conmovido. La recompensa a todos sus esfuerzos era un muro de desprecio. Ya ni se molestaba en informarle cuando había acabado un determinado comestible o un artículo de higiene. Martin se había marchado más de una vez en ayunas al Ministerio porque no quedaban té ni tostadas y recordaba con dolido rencor todos los episodios en los cuales se descubrió, a traición, sin agua caliente para la ducha o privado de papel higiénico.
La noche de su visita al médico, Martin cenó solo, como siempre, se acostó temprano, se durmió tarde, espiando sin éxito la llegada de Lena al apartamento, y no tuvo sueños.
A la mañana siguiente, fue incapaz de encontrar nada con lo que vestirse. Las perneras de los pantalones le quedaban largas y la cintura holgada. Los calzoncillos se le deslizaban hasta los tobillos. Sus calcetines bailaban alrededor de sus pies. Las camisetas le asfixiaban y abotonar las camisas exigía un triunfo de esfuerzo que una simple inspiración profunda amenazaba con malograr. Furioso, llegó a considerar la posibilidad de que, en una escalada de sadismo, Lena hubiese saboteado su guardarropa. Pero no. Conocía bien todas y cada una de aquellas prendas, algunas de las cuales acusaban el desgaste de años de uso. Y sin embargo ya no le servían. Una mirada al espejo le devolvió la estampa de un fantoche: inflado por encima de la cintura, exprimido por debajo del ombligo. Volvió a desnudarse y estudió su cuerpo, pero no detectó ninguna transformación en él. No se había convertido durante el sueño en un Sansón de piernecitas entecas. Seguía teniendo la misma apariencia, mas ya no encajaba en su ropa de siempre.
Llegó a la oficina vestido de carnaval y torturado por unos zapatos que le rozaban con saña, susceptible a las burlas de sus compañeros. Le sorprendió que ninguno de ellos, ni siquiera el siempre inoportuno Fran, hiciese un chiste de su atavío. El ujier que le llevó una providencia del expediente Villamil le dedicó una mirada harto curiosa mientras Martin firmaba el recibo, pero no despegó los labios.
Aquel día no tuvo tiempo que dedicar al crucigrama. Consagró la pausa del mediodía a procurarse un vestuario digno. En el colmo de la fatalidad, el datáfono de la tienda no reconocía su tarjeta de crédito. Martin tuvo que acudir a un cajero automático, que solo aceptó su clave al segundo intento, y expoliar su espartana cuenta corriente, ya quebrantada a quince días del fin de mes, pero al menos abandonó la boutique llevando puestos un traje, una camisa y unos calcetines de su talla. Paró en una zapatería y reemplazó sus botas malayas por unos cómodos mocasines.
Al volver a casa oyó música saliendo del dormitorio de Lena, pero por más que llamó a la puerta nadie acudió a abrir, y cuando probó el pestillo descubrió que estaba cerrado por dentro.
Antes de salir en dirección al trabajo, Martin había dejado un filete descongelándose en el fregadero. El filete había desaparecido. Supuso que Lena lo habría cenado. Encargó comida china y se acostó temprano.
Al día siguiente, Martin no pudo completar ni la mitad del crucigrama. Las definiciones parecían escritas en chino y los términos permanecían sumergidos en su mente. Desengañado, dedicó el resto de la pausa a elaborar un estudio sobre su nueva caligrafía. Comparó los caracteres encasillados en el crucigrama de aquella mañana con sus viejas anotaciones manuscritas. Sus enes y emes («inane», «macilento») eran antes como arcos románicos y ahora parecían horquillas y tridentes. Los ojos de sus pes («peligro», «pantano») ya no estaban cerrados, sus erres, que siempre recordaban sillas de montar («caletre», «traslación»), se habían transformado en zapapicos, y sus eses («asíntota», «diéresis»), antaño afiladas aletas de tiburón, se alzaban ahora como sinuosas cobras preñadas de veneno.
Martin sospechaba un misterio tras la evolución de su letra. Se convenció de que, si comprendía por qué sus trazos habían cambiado en aquella forma, y no en alguna otra, descifraría el origen y propósito de aquel fenómeno y sería capaz de revertirlo. Dibujó en su cartapacio la posible genealogía de cada símbolo, con creciente esfuerzo a medida que retrocedía hasta el trazado original, e intentó descodificar el mecanismo responsable de su metamorfosis. Embebido en su tarea, perdió la noción del tiempo y acabó alzando la cabeza de su mesa, alarmado: el teléfono, que siempre interrumpía sus tareas, había enmudecido. También, en toda la mañana, un colega se había aproximado a su mesa con alguna reclamación. Espió las inmediaciones de su cubículo: todos sus compañeros trabajaban concentrados en sus respectivas tareas. Nadie miraba en su dirección ni se daba por enterado de su presencia. Se había formado un pequeño grupo junto a la fotocopiadora y otro alrededor de la máquina del café. Sus ojos se cruzaron con los de Fran, que, taza en mano, despotricaba contra los aires de diva de cierto delantero de determinado equipo de fútbol, desvelados en una entrevista reciente —¿por qué demonios permitían a los futbolistas conceder entrevistas?—. Martin le saludó, pero Fran no aparentó verle ni le devolvió el gesto.
Al término de la jornada, Martin sintió miedo por primera vez desde que el escepticismo de la adolescencia decapitó el terror a las sombras, los monstruos de cuento y los ruidos nocturnos.
No encontró el camino a casa.
Estaba seguro de haberse apeado del autobús en la parada correcta, pero recorrió ambas aceras, calle arriba y abajo, sin reconocer su bloque. Presa del pánico, se sentó en el banco de la marquesina y luchó contra su respiración desbocada. Apretó sus llaves, convertidas en amuleto.
Pero ¿cómo no iba a recordar el camino a su propio apartamento, por el amor de Dios? Llevaba diez años viviendo en aquel barrio. Logró poner riendas a su inquietud mediante varias inspiraciones profundas y, sin soltar las llaves, confió en que su cuerpo encontrarse la ruta correcta y se dejó guiar por él.
Dio con su edificio y su puerta, pero todo parecía distinto. Miró largo rato la llave antes de atreverse a introducirla en la cerradura y descubrir, estupefacto, que hacía girar el cilindro. Se detuvo en el umbral, todavía con una pierna en el rellano, y estudió largo rato su propio zaguán con ojos del explorador atónito que se asoma a las ruinas de una cultura desconocida. El reconocimiento de las otras dependencias no le reportó seguridad alguna. El contenido de sus propios cajones y alacenas le resultaba extraño, y lo olvidaba tan pronto como volvía a cerrarlos. La cocina, corazón del apartamento y escenario de la discusión con Lena, le inspiró el rechazo de una morgue. No lograba imaginar a ningún ser vivo vigilando aquellos fogones. Y sin embargo Lena había encendido llamas de sal y afilado guadañas de especias en aquellos mismos hornillos.
Lena.
Maldita sea, necesitaba hablar con alguien, contarle a otra persona lo confuso y asustado que se sentía. Corrió al dormitorio de invitados. Llamó con los nudillos. Pronunció el nombre de Lena y cayó en la cuenta, espantado, de que ya no recordaba su rostro ni el sonido de su voz. Con mano trémula, probó el pomo.
Giró sin resistencia. Martin empujó la puerta y se asomó a una habitación vacía y oscura.
La cama estaba desnuda, el colchón expuesto, el armario abierto, otoñadas las perchas y colgadores. La lámpara, el despertador y cualquier otro rastro de Lena había sido erradicado del dormitorio.
Eso fue más de lo que su organismo, socavado por la tensión, podía gestionar. Martin se tendió en la cama, boca abajo, y cayó en un sueño semejante a la muerte.
A la mañana siguiente, le sorprendió no amanecer en su propio cuarto. Registró las alacenas de aquella cocina desconocida hasta encontrar lo necesario para prepararse el desayuno. Dedicó casi diez minutos a intentar descifrar qué cita con qué doctor era ésa que había anotado en el calendario y no salió de dudas hasta encontrar una tarjeta de visita del médico en su billetera.
Entonces pudo concentrarse en sugerir razones por las cuales tendría aquella tarjeta de acceso del Ministerio y cómo habría entrado en posesión de ella.
Antes de salir del apartamento, dejó un billete de cinco para el propietario, por el café y las magdalenas que había consumido. Luego averiguó qué autobús le dejaba cerca del Ministerio, se presentó allí e intentó usar la tarjeta en la cerradura electrónica, pero lo único que consiguió fue un mensaje de error en la pantalla. Repitió el intento y obtuvo el mismo resultado. Tras él se formó una cola de personas impacientes, encabezada por Fran, que le miró sin reconocerle. Él musitó una disculpa, se hizo a un lado, y Fran desbloqueó el torno empleando su propia tarjeta. Al otro lado del control de seguridad, esperó a un compañero.
—¿Este tío trabaja aquí? —les oyó susurrar.
—No le había visto en mi vida.
Le echó un último vistazo a su falsa tarjeta de acceso —¿quién le habría gastado aquella broma estúpida?— y la tiró en la papelera más cercana.
Le quedaba una hora hasta su cita con el médico. Se metió en un café y entretuvo el aburrimiento leyendo la sección de deportes del periódico. Su equipo seguía cayendo en picado hacia las categorías inferiores y eso merecía un análisis de de ocho páginas a seis columnas.
En la consulta del médico, tuvo otra experiencia misteriosa. La recepcionista no le había anotado en su agenda. Tampoco halló su historia en el archivo. El doctor en persona salió a atenderle y le dirigió una mirada dubitativa, como si tratase de entender por qué debería rememorar su cara.
—¿Para qué era la cita?
—Algo sobre unos análisis.
—¿Seguro que era para esta clínica?
—Creo que conozco mi propia letra.
El médico negó con la cabeza.
—Me temo que no es usted paciente nuestro. Tiene que haber algún malentendido.
Él se disculpó y abandonó la consulta.
Puesto que el día se había ido al infierno, decidió volver a casa. Nada más entrar por la puerta le dio un cachete a Maura en sus orondas nalgas —mira que se había abandonado, desde el último embarazo— y esquivó con gesto entrenado la camisa húmeda que ella estaba refregando en el lavadero. Vio un poco la televisión —si tan solo los puñeteros críos aprendiesen a estarse callados cinco cochinos minutos—, acostó a la pequeña Alicia —su favorita— y se metió en la cama temprano.
Amaneció el primero, como cada mañana. Tomó un café bien cargado, se puso la faena azul, moteada de grasa, y tomó la caja de herramientas. Rubén ya le esperaba en la calle, al volante de la camioneta. Salía por la puerta cuando Maura, todavía pitañosa, apareció en el corredor. La besó y se fue al trabajo.
A mediodía encargaron unos bocadillos y unas cervezas frías en el establecimiento de costumbre. Pidió el periódico en la barra, con idea de hojearlo mientras esperaba, y le dijeron que otro cliente lo había cogido. Al fondo, sentado en una mesa, donde tal vez tenía esperanzas de no marearse con el tufo a proletario transpirado, sorbía su amariconado té con limón un alfeñique de gafitas redondas y suaves manos de pianista.
El muy imbécil estaba haciendo el crucigrama. Como todos los gilipollas.
Nos cuenta Felipe Alonso Pampín: “En cuanto a la pequeña reseña biográfica, baste decir que soy licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y biblioadicto desde que tengo uso de razón. He colaborado en el pasado con pequeños fanzines de más bien escasa notoriedad y desempeñado diversas actividades profesionales mientras dedico, en mis horas muertas, a perpetrar relatos como el que les ofrezco y novelas que reciben casi tantos elogios como rechazos editoriales (a menudo, y valga la paradoja, de las mismas fuentes)”
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: CLUB PRIVADO (nº 249), LA MANO DE LUCIFER (nº 255), RUIDO BLANCO (nº 266), DEFECTO DE MASA (nº 278)