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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “289”

 

 

 ARGENTINA

A Mario Levrero

I

El día comenzó despertándome apurado. Era tarde, muy tarde, por lo que al ver las acusadoras agujas del despertador me puse a hacer malabares para vestirme adecuadamente según el día (un desafío para un grupo muy selecto de personas, teniendo en cuenta el estado climatológico del universo). Al tiempo que calentaba el agua para un café bien cargado, acomodaba el portafolio decidiendo qué papeles llevar e intentaba atarme los zapatos, preguntándome por qué no había comprado mocasines. Se hizo aún más tarde y, con el café a medio tomar y bastante desalineado, dejé la casa corriendo hacia la estación de trenes.

En lugar de tomar el camino de siempre, opté por otra calle que, suponía, serviría de atajo. En otras oportunidades, al intentar atravesarla, algo difícil de expresar en palabras me lo impedía, una sensación mezcla de extrañeza y desconcierto. Pero la situación de apuro, esta vez, anuló mis reparos.

Cuán equivocado habré estado con las ideas sobre el atajo que me tomó otra media hora encontrar las vías.

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Ilustración: Pedro Bel

En la estación debí buscar nuevas monedas porque la máquina expendedora de pasajes no reconocía ninguna de las que le daba. La insistencia, o la terquedad de mis gestos, terminaron por convencerla de que escupiera el trozo de cartón que me permitiría viajar. Comenzaba a irritarme pero, al tener el talón en mis manos, recuperé mi pasividad habitual.

El pasaje tenía un diseño nuevo, diferente, mucho más colorido y festivo pero, como era sólo un pasaje, no le di importancia. Al andén debí mirarlo varias veces para reconocerlo. Estaba limpio, cosa por demás rara. No había ni un papel en el suelo, ningún periódico abandonado al viento, ningún envoltorio de golosinas, ni siquiera proclamas políticas desechadas; los bancos se encontraban reparados, e incluso parecía que hubieran agregado algunos nuevos y la gente no enviciaba el aire con sus cigarros (incluso, creo, porque el recuerdo cambia por momentos, algunos sonreían).

Me senté a esperar la llegada del tren en uno de los mullidos asientos mirando, no sin sorpresa, las novedades.

Antes de que lograra acomodarme un hombre se acercó a mí y con un rústico francés, u otro idioma similar, me habló. Mi expresión de desconcierto le indicó que no entendía sus palabras, por lo que lo intentó dos veces más, pronunciando cada sílaba con un tono más perentorio.

—Yo no hablo francés, no entiendo —dije mostrándole mis palmas extendidas.

El hombre miró hacia arriba, hacia el techo del andén y repitió su frase señalando algo.

Negué con la cabeza y me señalé el oído.

—No comprendo lo que dice.

Exasperado por la falta de compresión y porque no hacía el mínimo esfuerzo por entenderlo, el hombre me tomó por el cuello del saco con fuerza (tanto que temí que lo rompiera), me levantó del asiento y me arrastró unos metros hacia un costado.

Comencé a gritar que me atacaban, que querían robarme, para que alguien me ayudara y llamara a la policía, o algo parecido. Un terrible estruendo, como si varias cosas se rompieran y cayeran al mismo tiempo, me hizo volver la cabeza hacia donde había estado sentado. Una de las vigas de madera del techo había caído directamente sobre el asiento vacío. El francés me soltó la ropa y me dejó ir, un poco atontado, hacia otro sector del andén. Escuché que decía algo más en voz alta pero no quise mirarlo, a él ni a nadie.

La suerte me acompañó haciendo que el tren apareciera en ese momento; todavía mirando el suelo, subí en la primera puerta que encontré. Los asientos estaban ocupados, así que me quedé de pie.

Al apoyar el portafolio en el suelo, mi reloj pulsera se desprendió y rodó bajo un asiento, cosa extraña para un reloj rectangular, pero así fue.

Tanteé sin ver, buscándolo entre papeles de caramelos y chicles viejos. Antes de encontrarlo, saqué de allí abajo varias cosas disímiles. Un libro que, como supuse que sería de alguno de los pasajeros, volví a colocar en su lugar; una daga cuyo mango estaba engarzado en amatista y esmeraldas (sabía qué rocas eran pero no sabía cómo lo sabía), que guardé disimuladamente en el interior del portafolios para inspeccionarla en otro momento; un objeto indefinido que no reconocí, ni por su forma ni tamaño y que dejé allí, por las dudas (mis ojos se negaban a mirarlo directamente, así como mi cerebro evitaba procesar esas imágenes); por último, apareció mi reloj, con el vidrio roto y las agujas desprendidas.

Volví a colocármelo, sin saber qué otra cosa hacer con él, mientras me levantaba. Miré por una ventana, el estupor me invadió ante semejante visión, el tren avanzaba por medio del campo y… ¡Era casi mediodía!

Los otros pasajeros que ocupaban el vagón parecían dormitar, no había nadie a quién preguntarle dónde estábamos.

Escuché la voz del guarda desde el otro vagón.

—Pasajes, por favor. Pasajes —decía con voz aflautada.

Caminé hacia él porque, sin dudas, allí encontraría alguien con más y mejores conocimientos de la situación que los míos, y podría explicarme qué sucedía. Debo aclarar que a partir de este punto no describiré el miedo, la extrañeza ni las demás sensaciones de este tipo que experimenté a medida que el día avanzaba; el relato será despojado pero más rápido, menos colorido pero más fácil de comprender. Por otro lado, mi capacidad literaria nunca fue lo suficientemente buena como para escribir algo tan extenso sin cometer todos los errores posibles, y algunos imposibles también, como sin dudas descubrirán.

El guarda, con su uniforme reglamentario, con el escudo del ferrocarril en el pecho y la gorra de la Secretaría de Transporte, era el hombre con los colmillos más grandes que viera nunca. No sólo le sobresalían por entre los labios, sino que, de tan largos, giraban sobre sí mismos a la altura del mentón, volviendo aquel el rostro, en apariencia tranquilo, algo de temer. Su blancura era tan perfecta que o bien eran del marfil más puro del mundo, o se los había hecho pulir hacía muy poco tiempo.

Tuve que juntar fuerzas para no correr despavorido ante tal visión, reponerme y preguntarle:

—¿Dónde se dirige éste tren?

—A la estación —respondió el guarda—. ¿Dónde más?

—Sí, pero ¿cuál?

—Vamos rumbo a Juncal, ¿por qué?

—Yo quería llegar al centro —respondí.

—¿Al centro? —preguntó con sorpresa—. Muéstreme su pasaje, por favor —dijo en un tono de voz tan seco que ni siquiera dudé en hacer lo que se me pedía.

Le entregué el trozo arrugado de cartón pero antes de mirarlo sacó una lupa de uno de sus bolsillos, la cual colocó muy cerca de sus ojos.

—No sé por qué los hacen tan pequeños, son difíciles de leer estando quietos, más todavía en movimiento. Aquí está su problema — dijo regresándome el pasaje.

Volví a guardarlo y esperé el resto de la respuesta pero, como ésta no llegaba, me vi obligado a preguntar cuál era el problema.

—Se confundió de tren, mi amigo —dijo chasqueando la lengua—. En verdad no sé cómo, porque están muy bien identificados. El tren que a usted debía tomar era el que pasaba por la misma vía, misma estación, un minuto después.

—Es la primera vez que escucho algo semejante.

—¿Qué?

—De la existencia de éste tren, es la primera vez que lo veo, que escucho hablar de él y, claro, que viajo en él. Y, como en toda primera vez de cualquier cosa, me siento perdido, desorientado, sin saber cómo continuar. ¿Qué se supone que debo hacer?

—Para empezar, debería bajar en la próxima estación. O le cobraré una multa.

—¡Fue un error! No puede cobrarme por ello —exclamé indignando.

—Déjeme terminar, por favor. En la misma estación tomará el tren en dirección opuesta, para regresar a la estación de origen y esperar allí el tren correcto. ¿Entiende?

—Sí —dije—. ¿Cuánto falta para la estación?

—Unos minutos nada más, pero no puedo decirle cuándo pasará el próximo tren, no tengo los horarios conmigo.

—Pero será hoy, ¿cierto?

—¿Eh? —dijo el guarda tomando el pasaje de un hombre sentado a mi espalda—. Claro, hombre. Hoy mismo. Le aseguro que llegará a horario a su destino. Todos lo hacen.

Miré por la ventana, algunas nubes interrumpían el azul puro y profundo del cielo, sin el menor rastro de humo o smog. Pensé que me encontraba muy lejos del centro. Pero no podía asegurarlo, no sin saber en qué dirección avanzaba.

Al llegar el tren a la estación sin nombre, descubrí que la luz del atardecer, las nubes que poco antes había observado, el paisaje y todo lo demás, no eran como se los veía desde arriba del tren. Al bajar descubrí que era de noche, y la oscuridad escondía los árboles, las casas, la gente, o lo que allí pudiera haber; la estación era apenas un andén en medio de la nada, con un techo a dos aguas sumamente dañado y una oficina de la que provenía toda fuente de luz, calor y bullicio.

Sosteniendo con fuerza el portafolio, y quitándome el polvo del tren, me acerqué a la puerta de la oficina. Tenía la fría sensación de que allí no encontrarías respuesta pero no había otro lugar dónde dirigirme.

La luz de la oficina provenía de un farol a benceno que colgaba de un trozo de alambre enroscado en una de las vigas del techo. Oscilaba lentamente por la brisa y daba una luz verdosa, haciendo que todo allí luciera enfermo y cercano a la muerte. El bullicio nacía de una vetusta radio a galena encendida en una emisora que, de seguro, cortaría su transmisión durante la noche. Sólo estática llegaba a mis oídos, a pesar de la cual, el hombre sentado bajo el resplandor del farol dormía sin la menor preocupación en el rostro y aún enfundado en su uniforme de Oficial de Transporte.

Ensayé un hola en voz queda para demostrarme que mi inseguridad no se reflejaba en ella. Luego carraspeé y, golpeando la puerta con los nudillos, dije:

—Buenas noches —esperando un rápido despertar y una respuesta. Pero, iluso como siempre, no recibí nada, por lo que repetí—. ¡Buenas noches!

—Lo escuché la primera vez —dijo el hombre moviéndose apenas.

—¿Y por qué no respondió?

—No preguntó nada, sólo dijo, y cito: Buenas noches. A eso no se responde, sólo se lo escucha.

Pensé en discutir lo que decía pero recordé que no me importaba, que mi único interés era regresar a la ciudad.

—¿Sabe cuándo pasará el tren hacia el centro? Y eso sí es una pregunta.

—Claro que lo es, pero ¿a qué se refiere? —hablaba sin siquiera abrir los ojos, lo que comenzaba a molestarme.

—Acabo de llegar en el tren que sigue en aquella dirección —señalé con el brazo el lugar por el que había visto alejarse el tren—. Y ahora quiero ir hacia allá —señalé hacia el otro lado—. Me dijeron que pronto pasaría un tren es ese sentido.

—¿Quién le dijo eso? —preguntó con sorna.

—El guardia del tren del que me bajé.

—Ja —rió tajante el hombre antes de continuar—. ¿Y qué sabe ese sobre horarios si nunca se baja del tren? Debería verlo asomándose por la ventanilla del último vagón intentando convencer a alguna mujer de que suba para alegrarlo un rato. Pero, usted sabe, con esos colmillos…

Notaba que no me había respondido, por lo que volví a preguntar.

—Entonces, ¿cuándo pasará?

—Si tiene suerte, en dos días, tal vez cuatro. No puedo asegurarle nada.

—¡¿QUÉ?! No puedo pasar cuatro días aquí, sea donde sea que estemos. ¡Debo regresar a la ciudad! —exclamé.

—Lo siento mi amigo. No se puede. Pero, si quiere, le puedo prestar uno de mis caballos para que lo acerque al pueblo. Una vez que llegue, déjelo con las correas sueltas que volverá solo, ellos conocen el camino mejor que nadie.

—Pero… no sé montar a caballo…

—¿Quién dijo que necesita saber?

—Es que…, pero…

El hombre se levantó con rapidez, al hacerlo chocó su cabeza contra el farol, que acentuó su movimiento; él, en cambio, no pareció notarlo.

—Vamos al establo —dijo haciendo una ridícula seña con los hombros—, le mostraré los animales.

Descolgó el farol con cuidado y salimos de la oficina.

Atravesamos el andén, cruzamos las vías y llegamos a un pequeño cobertizo cuyo olor delataba la presencia de los animales. Apoyada contra una de las paredes, una bicicleta descolorida y vieja esperaba el momento en que alguien la notara.

—Por qué mejor no me presta la bicicleta —dije señalándola en la oscuridad.

—¿Qué cosa?

—La bicicleta.

—¿Qué cosa? —volvió a preguntar.

—Eso que está allí.

—¿Y usted sabe utilizar eso? —preguntó acercando el farol.

—Claro, ¿usted no?

—No sólo no sé utilizarla, sino que es la primera vez que veo algo similar en toda mi vida. Pero, por lo que veo, usted sabe lo que es.

—Si, por supuesto, aprendí a utilizarla a los ocho años. Si deja que me la lleve, se la devolveré cuando regrese a tomar el otro tren —estaba resignado a pasar la noche allí, por lo que me parecía mejor dormir bien a simplemente acurrucarme en un banco de madera a la intemperie sin más abrigo que el saco de mi traje y las medias cortas que me pusiera en la mañana—, sólo dígame cómo llego al pueblo.

—¿Pueblo? —preguntó riéndose el hombre—. Pueblo, quien dice pueblo dice también aldea, caserío, villorrio. No se desilusione cuando llegue si sólo encuentra dos o tres casas. Y ni hablar de que si son o no son casas…

—Hacia dónde —pregunté sin hacer caso a sus palabras.

—Siga recto hasta donde vea una tranquera. No la pase, tiene que doblar antes hacia el este, y dele que va a llegar.

—¿No hay camino? ¿Ni un sendero? —pregunté sorprendido.

—¡Pero por favor! No hay de esas cosas por estos pagos. Gracias que los del ferrocarril me traen un poco de matayuyos para descubrir el andén una vez al año.

—Espero no caerme y quedar inconsciente. ¿La tranquera está señalada de alguna forma?

—Está pintada de verde oscuro —respondió.

—¿Y cómo la veo si es de noche?

La pregunta cayó en oídos sordos, no sólo no me respondió sino que me miró sonriendo con sorna con cara de haberme entendido pero no querer responder. Me saludó con algo parecido a la venia militar y se fue.

En medio de la noche y los árboles, sosteniendo con una mano la bicicleta, pude oír el movimiento de los animales en el cobertizo, el murmullo del viento, el tambor de mi pecho y varias cosas más sin identificar.

Pero hay algo que desde entonces no puedo olvidar, la sensación de pequeñez que me envolvió en ese momento, solo, en medio de tanta oscuridad.

II

Tal y como dijera el hombre de la estación, la acumulación de casas era demasiado pequeña para denominarla pueblo. Un simple caserío sin importancia perdido en medio de la oscuridad, adivinándose sólo por algunas ventanas mal iluminadas.

El sólo pensar en tener que referir mi historia a quien me recibiera en aquel lugar me hacía desistir en mi intento por acercarme. No me sentía cansado, por lo que el sueño no me preocupaba, pero el hambre comenzaba a dejarse sentir. Y tal vez ni siquiera encontraría allí un almacén, o un kiosco, ni cosa similar abierto a esta hora. Por lo que debía depender de la buena voluntad de las personas del pueblo para con los forasteros que golpean a su puerta en medio de la noche con una historia increíble como única excusa.

Quedarme en el descampado, esperando a que un sol desconocido iluminara la tierra que de modo alguno me resultaría familiar, no parecía ser una opción. Decidí golpear la puerta más cercana, en una casa en la que hubiera una ventana iluminada; el que aún brillara una luz me daba la idea de que había alguien despierto en su interior, y lo que menos quería era molestar.

Para generar, también, un poco de dramatismo, caminé entre las casas haciendo el mayor ruido posible, marcando mi presencia en aquel lugar, acercándome a la vida que, imaginaba, esperaba detrás de esas paredes.

Llegué a la primera casa iluminada y dejé que mis nudillos azotaran varias veces la madera ajada y húmeda de la puerta.

Del interior llegaba un rumor similar a un ronroneo, como si un gato durmiera sobre un amplificador de sonido. Por sobre el ronroneo, escuché pasos acercándose.

Inspiré profundamente preparándome para comenzar el discurso mentalmente estudiado, breve pero explicativo, conciso y directo, sobre mi situación. Se abrió la puerta, una mujer mayor, muy mayor, dejó ver su rostro y sus canas por la rendija y, en medio de un suspiro, dijo:

—Otro. — Y cuando pensé que cerraría la puerta, preguntó—: ¿Lo dejó el tren? —Sin dejarme responder, abrió la puerta por completo—. Entre, siéntese si quiere.

El interior era, cuando menos, un hogar; una mesa, una viejísima cocina a leña, dos sillones, junto con una cama de una plaza, un farol colgado en el techo, dos pequeños cuadros con frutas y cereales en las paredes.

El aroma de lo que estuviera cocinándose terminó de despertar mi apetito. La saliva llenó mi boca y mis ojos se abrieron evidenciando mi situación, junto con los inocultables sonidos de mi estómago.

—Tiene hambre —dijo la mujer—. Pobrecito. Vaya una a saber hace cuánto que no come. Tal vez días, o apenas horas. Pero si no le pregunto no me sacaré la duda. Y seguiré pensando en ello.

—Sí. Tengo un poco de hambre —dije.

—Ya le alcanzo un plato —dijo la mujer—. ¿Has visto? Te dije que tenía hambre. Todos tienen hambre cuando llegan. Silencio, que lo asustarás y se irá, como los otros.

En verdad comenzaba a asustarme. Decidí hablarle para que sólo tuviera que responderme a mí en lugar de responderse ella misma.

—¿Qué hay para cenar, abuela?

—Abuela… ¿abuela? ¿Ya tienes nietos? ¿Cómo es eso? —y en voz un poco más alta, dijo—. Guiso, nene, como siempre. ¿Quiere?

—Sí. Un plato bien lleno, por favor.

—Claro, claro, los jóvenes siempre tienen hambre. Todo el tiempo. ¿No es así? Sí, sí que lo es. ¿Le damos el plato grande? Silencio. Sí, el plato grande. Pero en silencio.

La idea de cenar con tranquilidad se esfumó escuchándola hablarse de ese modo. De seguro, además de la edad, la enfermaba la soledad, pensé, sin saber si las manchas en su piel podrían, también, indicar algo.

—Tenga, tenga. Aquí está a cuchara —dejó un rebosante plato de guiso sobre la mesa, con un aroma tan delicioso que debí recurrir a toda mi voluntad para no abalanzarme sobre le plato.

—Gracias —dije mientras tomaba la cuchara.

—Ves, ves. Agradecimiento. ¿Le gusta? ¿Qué ves? Sí, parece que sí. Porque no deja de engullir. Y, seguro. Andá a saber cuándo llegó.

—Hoy a la mañana —dije en voz alta—, desayuné antes de tomar el tren.

—Todo el día con el estómago vacío. Pobre criaturita. Pobre, pobre, pobrecito.

—Pero por suerte la encontré a usted, ¿no? —dije sonriendo.

—Claro, claro. Porque si iba a otra casa tal vez no le abrían hasta que saliera el sol. Y vaya una a saber cuándo sucede eso.

—¿Cómo? —pregunté.

—Sí, coma, coma tranquilo. Tengo más en la olla.

—No, eso no. ¿Qué dijo sobre el sol? ¿Qué no sabe cuándo saldrá?

—Ah, sí. Él no sabe nada; nada de nada.

—¿Puede explicármelo? —pregunté.

—No hay nada que explicar. El sol sale cuando quiere, como un adulto, sí señor.

—Eso es imposible —dije antes de recordar dónde me encontraba—. El sol recorre siempre el mismo trayecto.

—Sí —dijo la anciana—. El sol aparece cuando quiere. Así son las cosas aquí. No le digas nada, lo espantarás y no se quedará. Sí se quedará. ¡Desinfla su bicicleta!

—Pero, sin sol no se puede hacer nada —dije.

—Claro que no, por eso aquí todos se encierran. ¿Se quedará? No, no lo hará. ¿No lo ves en sus ojos? Se irá. ¡Desinfla su bicicleta!

—¿Nadie sabe cuándo saldrá el sol?

—Sí. Alguien lo sabe. ¡No se lo digas! Silencio, silencio.

—¿Quién? —pregunté comenzando a fastidiarme.

—El sol, por supuesto. Ya tuviste que hablar. ¡Cállate mujer! ¿Pero por qué?

—Habla como si el sol tuviera voluntad. Es sólo una estrella. No piensa, se mueve por allí y la Tierra lo sigue —dije.

La mujer guardó silencio, sentada frente a mí. Esperé a que dijera algo más, pero no volvió a hablar. Aproveché su mutismo para terminar la comida antes que se enfriara y aguardé, aún, un poco más.

Esperé y esperé. Hasta que, por su respiración entrecortada, suspiros y ronquidos, descubrí que se había dormido. Haciendo el menor ruido posible, me levanté y caminé hacia la cocina con la intención de servirme un poco más de aquel brebaje. Encontré la olla vacía aún calentándose sobre la ardiente estufa. Busqué con la mirada algo qué beber, para que mitigar un poco el salado sabor, sin la menor suerte.

La puerta estaba sin trabas, la bicicleta me esperaba del otro lado; el tiempo que pasara en el interior de aquel lugar fue más que suficiente para borrar cualquier vestigio de orientación. Tomé la bicicleta por el manubrio y caminé hasta la casa siguiente, produciendo otra vez todo el ruido posible y llamando en voz alta, intentado no parecer amenazador, sino ameno y agradable.

Un esfuerzo por completo en vano, porque nadie respondió a mis llamados. Nadie me dirigió la palabra ni dio señales de escucharme en ningún sitio. Incluso allí donde el ruido en el interior era indiscutible, se me ignoraba.

Rechazado, y con principios de soñolencia, pensé en regresar a la estación. Pensamiento fútil, lo sé. Pero pensamiento al fin. Buscando un refugio, un simple parapeto donde esconderme del frío y el viento que comenzaba a levantarse, di con un camino. Bien delimitado y con huellas de reciente uso (tal vez del día anterior), completamente liso, como si esperara que lo recorriera, de un extremo al otro sobre la bicicleta.

Cosa que hice, sin preocuparme por si me alejaba o no de la bendita estación de trenes. Ansiaba hallar un lugar donde me recibieran, donde poder intercambiar algunas palabras coherentes, observaciones y, por qué no, dormir un poco. Los ojos comenzaban a cerrárseme mientras pedaleaba.

Horas, o tal vez minutos, después (pero no días, porque no vi salir el sol), ya no distinguía las escasas luces de la aldea. Eran muy pocas para señalar, en el cielo, su ubicación. Avanzaba casi a paso de hombre, porque no tenía más fuerzas para pedalear. A la somnolencia le siguió el peso del cansancio y, al rato, me dormía sobre el manubrio poniendo en peligro mi integridad física y con la posibilidad de perder el portafolio que colgaba de uno de los frenos bamboleándose todo el tiempo. El que se cayera en aquel lugar, en medio de tanta oscuridad, significaría que no volvería a verlo (suponiendo que quisiera buscarlo, claro).

Con ese temor en mente decidí desmontar y caminar, acarreando las ruedas que deberían estar llevándome. Así y todo, no avanzaba más rápido que antes sino, aún más lento. Mis pies se enredaban entre ellos haciéndome trastabillar a cada paso, pisar mal, sobre tierra floja que se metía en mi zapato y molestaba luego al pisar. Toda una serie de dificultades que se sumaron para llevarme a tomar la decisión de dormir a la intemperie, rodeado de plantas desconocidas, tendido junto a la bicicleta y con el portafolio como almohada.

Recostado boca arriba mirando el cielo pensé en mis compañeros de oficina. Pensaba en ellos como en algo distante y difuso en el pasado. Me resultaba imposible fijar los rasgos de alguno de ellos, mucho menos recordar sus nombres. Sabía que ayer mismo los había visto y hablado con ellos, ¿por qué no recordaba nada al respecto?

Lo pensé, e intuía que habría alguna explicación para ello, pero, antes de alcanzarla, me dormí.

III

Desperté tiritando, cubierto por el rocío de la madrugada. Con frío y hambre, había regresado a la situación de la noche anterior. El tiempo no había pasado para mí.

La única diferencia era la coloración rosada del cielo que amenazaba con el alba. No sabía cuánto había dormido pero, sin dudas, parecía haber sido bastante. Mi estómago lo evidenciaba casi tanto como mis huesos quejándose por la mala posición (más que nada mi cuello por la calidad de su improvisada apoyatura).

Levanté la bicicleta y encontré pinchadas ambas ruedas. Entendía ahora por qué me costara tanto avanzar; antes de lanzarme otra vez al camino me quité los zapatos para acomodarme las medias y sacar la arenisca de su interior. Una vez acomodado mi calzado, retomé el camino.

Continué en la dirección que llevaba la noche anterior, hacia un lugar indefinido en el horizonte. Esperando encontrar algún indicio de presencia humana, un poste, un letrero, un trozo de alambrado caído. Lo que fuera.

Todo en vano. Mi único consuelo era que el camino no se bifurcaba en ningún sentido, por lo menos hasta ese momento. Temía que, si lo pensaba, terminaría por suceder. Tan inverosímil resultaba aquel lugar que el mínimo pensar parecía modificarlo desde el fundamento mismo de su existencia.

Mi estómago hacía ruido. Las monedas en el bolsillo del saco tintineaban rítmicamente. El sordo latir de mi corazón retumbaba en mis oídos. Sentía la sed junto con un dejo de amargura en lo profundo de la garganta, un indescifrable sabor que iba y venía junto con el aire que respiraba; la misma acidez que me atacaba en las mañana en que olvidaba desayunar.

La vegetación raleaba poco a poco mientras avanzaba. Seguía aguardando a que el sol abandonara por fin su lecho, pero parecía no querer hacerlo. Se demoraba y demoraba cada vez más. El portafolio comenzaba a pesarme, era una molestia de la que me negaba a deshacerme para no perder nada de lo que allí guardaba. Aunque ya no recordaba qué era. Sabía que contenía papeles y documentos importantes en algún sentido, pero carentes de valor por sí mismos en aquel lugar.

Me preguntaba por qué no me había quedado con la vieja loca cuando una roca me hizo tropezar y caer cuan largo era entre la tierra y los yuyos amarillos.

Al levantarme contemplé, bajo el resplandor que comenzaba a notarse, un brillo que no podía ser más que el de un trozo de vidrio, en lo alto, como si fuera un techo, el techo de un invernadero.

Dejé el camino para internarme entre la vegetación que crecía a mi izquierda, sentía las caricias de las hojas en mis tobillos por sobre la gruesa tela del pantalón. Aquel brillo hipnótico me atraía como a un insecto.

No presté mucha atención a mi entorno, sólo sabía que caminaba. Los ruidos que adivinaba entre la vegetación y los movimientos furtivos los atribuí a liebres y faisanes asustados por mi paso; negándome a considerar otras opciones más peligrosas para mi integridad.

Al acercarme al invernadero fui descubriendo los signos del evidente abandono. Vidrios rotos y sucios, plantas crecidas sin control, puertas desvencijadas. Parte del alambrado que lo separaba del resto del campo estaba caído; por allí pude pasar para continuar acercándome, me picaban las piernas y había perdido un zapato en algún lugar, a cada paso me lastimaba el pie descubierto.

Tan acostumbrado estaba a la soledad, y al silencio de aquel sitio que pasé caminando junto a un hombre que, sentado en la tierra con sus piernas cruzadas, en pose clásica de meditación, me miraba avanzar. Incluso dijo haberme llamado en voz alta y que yo ignoré sus palabras cuando, en verdad, no recuerdo haber escuchado nada.

Sin verlo allí sentado, me asomé al interior de un invernadero. Un aroma rancio, pesado, que picaba en mi nariz, me lanzó hacia fuera tan rápido como lo percibí. Tosí varias veces con fuerza para alejar aquel olor de mi garganta. Fue entonces que noté al hombre que me miraba, sin decir nada, desde su improvisado asiento.

Me acerqué a él despacio, temiendo espantarlo o que fuera parte de mi imaginación. Caminé clavándome piedras y pequeñas ramas en los pies y saltando con disimulo, para no hacer movimientos bruscos.

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Ilustración: Pedro Bel

Tenía los ojos abiertos y me miraba con una media sonrisa en los labios (no sé si se reía de mí, de la situación, de él o de alguna otra cosa), parecía una persona pacífica, aunque, la pose en la que se encontraba, es cierto, ayudaba a la confusión.

—Hola —dije.

—Hola —dijo.

—Me han pasado muchas cosas —dije mirando el entorno.

—Se nota.

—Eres la primera persona que encuentro hoy. No sé cuánto llevo caminando, pero si sé que me alejé bastante del tren.

—¿Del tren? —preguntó en voz baja.

—Sí, ¿por qué?

—¿Sabe desde qué estación?

—Eh… no, no tenía, o si lo tenía no lo vi, cartel con el nombre.

—Aha —dijo el hombre—, entonces será más difícil que regrese.

—¿Por qué lo dice?

—Por esta zona pasan varios ramales de trenes, incluso algunos de ellos por completo olvidados, hay que saber en cuál viajó usted para saber en cuál debe regresar.

—Cualquiera que me deje en la ciudad me queda bien. Una vez que llegue allí voy a saber moverme, es una ciudad.

El hombre me miró a los ojos en silencio.

—¿No es así? —pregunté.

—Puede estar seguro de que no —contestó.

—¿Cómo es posible? ¿No llevan todos los trenes a la ciudad? No van todos los caminos a…

—No —fue su seca respuesta.

—¿Y qué debo hacer ahora? —pregunté en un tono de voz que, incluso para mí mismo, sonó lastimero en extremo.

—Si nada recuerda del lugar en el que estuvo tendrá que recurrir a otro medio.

Pensé un poco en la noche anterior, entre el frío, el hambre y el dormir entre plantas, pero, en ese momento, no pude recordar nada de lo que había pasado.

—La verdad que no —dije abatido—, no recuerdo nada —me arrodillé en el suelo junto al hombre que seguía en la misma posición—. ¿No puedo regresar por el mismo camino?

—¿Qué camino?

—Ese, el que está allá —señalé una dirección indefinida.

—Usted llegó caminando por allí —señaló una dirección opuesta a la que marcara antes—, y puedo asegurarle que por allí no hay camino alguno.

—¡No puede ser! Yo vine por ahí, en bicicleta, pero se pinchó y la dejé abandonada para caminar más rápido.

—¿Ha visto el sol? —preguntó.

—¿Qué? —miré al cielo, donde la aurora aún ocupaba las alturas—. Sólo desde el tren, cuando bajé no había nada más que noche. Dormí y caminé, supongo que el sol ya tendría que haber salido. Pero aquí todo es extraño.

—Si aún no ha visto salir el sol, puede que tenga una posibilidad de regresar.

—¿Cuál? ¿Cómo? ¿Qué debo hacer? Porque haría cualquier cosa por regresar a la oficina, al trabajo, a la ciudad, a bañarme, a… ¿Qué hago?

—Tiene que caminar bordeando los invernaderos, por afuera, no por adentro, hasta el último. ¿Me entiende?

—Por afuera, hasta el final.

—Recién entonces se va a encontrar con la casa de Mitra. Él sabrá que hacer.

—¿Mirta?

—Mitra. M-I-T-R-A. Le dice que lo envié yo.

—¿Tengo que decirle algo más? —pregunté.

—No, no hace falta.

—Y cómo le digo que me manda usted.

—Le dice: ‘me mandó él’ —respondió

—Sí, pero, ¿quién es usted?, ¿quién me envía?

—¿Acaso no es obvio?

Ante la inquisitiva mirada del hombre, y temiendo una reacción violenta de aquel, dije que sí, que claramente entendía, que me disculpara pero quería irme ya. Por lo que me alejé en la dirección que me indicara antes, pasando junto al invernadero. Al primer invernadero a decir verdad, ya que se extendían, luego del primero, varios más en línea recta hasta llegar al horizonte, o poco menos, la perspectiva resultaba engañosa.

Como me molestaba cada vez más para caminar, opté por quitarme el zapato que aún conservaba e ir descalzo en la tierra, que allí parecía menos propensa a las piedras. Caminé un largo trecho sin detenerme, acarreando aún el portafolio y mi sucio traje. Miraba hacia el cielo de vez en cuando para cerciorarme de que continuaba igual y la aurora, apenas más rojiza, aún ocupaba el firmamento, eternizándose en mi recuerdo.

Tuve que abandonar las medias también y dejar que mis pies se hundieran, desnudos, libres, en la cálida tierra arcillosa. Sin notar ya lo largo, monótono e idéntico del camino; sin otro sonido que mis pasos, el viento entre los árboles y las ventanas rotas de los invernaderos; como si las hojas murmuraran para mí, avanzaba en un estado cercano a la tranquilidad.

Cuando llegué al final del trayecto, tras el último invernadero, vi la pequeña cabaña que debía encontrar. Hacia ella me dirigí con presteza, deseoso de que aquel fuera el último tramo de mi innecesario viaje.

Aunque la casa parecía vacía, llamé a viva voz:

—¡Mirta! ¡Mirta! ¡Mirta!

—¡Es Mitra, perejil! —fue la respuesta que recibí desde el interior, antes de que la figura dueña de la voz apareciera frente a mí. Un esbelto hombre, de cabello rizado y fuerte musculatura, me miraba apoyándose en su puerta, con los pies sucios y la ropa asquerosamente desprolija—. ¿Qué quiere?

—Me dijeron que hable con usted, que puede ayudarme a volver al centro, a la ciudad, en tren.

Volvió a mirarme en silencio por casi un minuto, estudiando mi persona; su cuerpo parecía tener brillo propio bajo el resplandor de aquel amanecer infinito.

—¿En qué tren viajó? —preguntó como si escupiera las palabras.

—En el que pasa cerca de mi casa, no recuerdo qué ramal es.

—¿Cómo quiere que lo ayude si no sabe de dónde viene ni dónde quiere llegar?

—Pero me dijeron que usted podría —dije con desesperación—. ¿No puede inventar algo? Tal vez si le digo qué vi en el camino, o si hablé con alguien más, o lo que hice antes… algo…

Mitra me miró una vez más, atendiendo, ésta vez, a mis manos.

—¿Qué tiene allí? —preguntó señalando el portafolios.

—Papeles —dije—, papeles y cosas que necesito para el trabajo. Ah, sí, y esto —apoyé el portafolios en mi pierna, lo abrí en parte y saqué del interior la daga que levantara del suelo del tren se lo entregué—. Esto estaba en el tren.

—¿Y por qué levantó eso en lugar del libro? ¿O aquel otro objeto indefinido?

—Para no dejarlo allí. Un objeto peligroso como éste no debería estar en el suelo… ¿Cómo sabe de eso? —pregunté con sorpresa.

—¿Cómo pensaba utilizarlo? —continuó sin responderme.

—Oh, no iba a usarlo. Se lo entregaría a alguien con autoridad. ¿Por qué? ¿Significa algo?

—Sí —dijo solamente, para agregar después—: De haber optado por el libro usted habría regresado a su hogar sin problemas. De haber optado por lo indefinido la historia también sería otra, y no estaríamos aquí hablando. Pero, como prefirió la daga, señal de aventuras, le ha sucedido todo esto.

—No entiendo, nada, de lo que me está diciendo —dije mirando como colgaba la daga de su pantalón.

—Verá, el universo es un acordeón, y nosotros navegamos lentamente sobre sus cuerdas, que nos llevan a puertos ines…

—Un momento —interrumpí—. Los acordeones no tienen cuerdas, son instrumentos de fuelle.

Mitra me miró en silencio. Negó con la cabeza varias veces, se llevó una mano a la frente y se volvió hacia el interior de la cabaña. Mientras se alejaba le escuché decir:

—Era una bella metáfora…

No volví a verlo.

Llevo tres meses perdido aquí -según la cuenta de las veces que me quedé dormido-, sea donde sea este aquí. He buscado a Mitra en el interior de la pequeña cabaña que resultó ser mucho más grande por dentro de lo que aparentaba desde afuera. A pesar de mis esfuerzos, no he dado con su persona en la oscuridad total del interior y la sucesión de habitaciones rectangulares y vacías. Me atreví solamente a penetrar en unas pocas de esas habitaciones, hasta donde la luz exterior llegaba a iluminar el suelo de madera mientras permanecían abiertas las puertas que comunicaba cada habitación con la siguiente. Tenían la terca costumbre de cerrarse poco a poco, como si la construcción se encontrara a falsa escuadra y algo, como la gravedad, o alguna otra fuerza incomprensible, las obligara a cerrarse. Temía perderme allí dentro y no recordar, luego, el por qué de mi búsqueda.

Ese fue el límite de mi esfuerzo; prefiero quedarme, de momento, en el exterior de la cabaña mientras veo como, allá lejos, en lo que supongo ha de ser el este, los primeros rayos del sol ganan intensidad jornada tras jornada.


José A. García (Buenos Aires, 1983), escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) con Textosintrusos y como guionista los libros de historietas Cómo armar tu primer CV (2012) y Las aventuras de Franco Salvatierra (2013) con Editorial Noviembre. Participa en diferentes publicaciones independientes de España, Ecuador, Cuba y Argentina con cuentos, artículos e historietas realizadas con diferentes dibujantes. Cree fervientemente que el conocimiento se demuestra haciendo y no acumulando diplomas, premios y menciones como si fueran condecoraciones o títulos de nobleza.

Su sitio web es http://www.proyectoazucar.com.ar.

Navegando las cuerdas del acordeón fue publicado originalmente en el número 34 de revista Próxima (2017).