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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “291”

 

 

 CHILE

En mi niñez, la mañana del primer domingo de todo mes, el abuelo Angus acostumbraba llevarnos, a mis hermanos, mis primos y a mí, al zoológico metropolitano. Allí paseábamos entre jaulas y rugidos, arrojábamos frutas y vegetales a los animales y, en ocasiones especiales, el patriarca nos permitía comprar helados de agua, que lanzábamos a los osos polares. Se trataba de paletas costeadas por nosotros, con nuestra escasa y cuidada mesada, no por el anciano, aunque éste se beneficiaba cobrando un refrigerio para sí. En aquellas visitas no hubo ni una sola oportunidad en que no marcháramos cerro abajo durante el trayecto de regreso y, en cada una de esas caminatas, el patriarca nos deleitó con una historia desbordante de terror y misterio. Solía darse de la siguiente forma: uno de los nietos apuntaba a una vieja residencia incrustada en la perspectiva, por lo general derruida y abandonada, y preguntaba ¿Quién vive en esa casa tan fea?, a lo que el veterano exhalaba un gran Aaah, con su voz ronca y fuerte, y añadía, con su fuerte acento escocés, un digno comienzo; algo como: Ese era el hogar de… La mano; o Ahí se ocultaba el Conde Christopher; o En esa casa vivía el ogro que mantenía prisionera a su abuela, hasta que yo la rescaté y… mmm, quizás si lo visito ahora y le pido disculpas, la acepte de regreso.

En una de estas bajadas, mi prima Selena inquirió acerca de una hermosa casa, sobresaliente sobre una de las laderas del monte. La contestación consistió en un Aaah, la morada de Larry, el licántropo, frase pronunciada con un tono tan débil y temeroso, que logró nuestra completa atención; en especial la mía, pues nunca olvidé esa leyenda. El abuelo, ante nuestras miradas, miró hacia su derecha y luego a su izquierda, comprobando que nadie se hallara cerca, agachó su cabeza y nos murmuró.

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Ilustración: Pedro Bel

—Lo que les voy a narrar a continuación no deberán compartirlo con nadie más, pues ocurrió hace pocos años y los hombres lobo siempre saben cuándo alguien habla de ellos. Por su propio bien, deberán guardar el secreto hasta…

El veterano detuvo la oración, consiguiendo que uno de mis primos, muy temeroso, expusiera la duda que todos profesábamos.

—¿Hasta que muramos?

—Así es —dijo, en tanto se enderezaba y sacaba su pequeño saco de tabaco del bolsillo derecho de su chaleco—. O hasta que contraigan matrimonio —añadió, mientras comenzaba a rellenar su pipa. Nosotros observábamos en silencio aquel ritual, más que por lo general predecesor de alguna de sus historias. Una vez lanzadas las primeras argollas de humo, y ya impregnados del característico y personal aroma de la mezcla de tabacos del abuelo, éste arrojó la primera frase de otra de sus leyendas.

—Esto aconteció pocos años atrás, en una soleada y hermosa mañana, en la que…

Larry despertó plácido, con la creciente luz del sol acariciando su rostro, envuelto entre las sábanas de algodón y las cuerdas de Las cuatro estaciones, procedente de su radio, sincronizada para despertarlo de tal forma todos los días. El descanso había sido reparador y, ya sin rastros de sueño, aún mantenía sus ojos cerrados; para deleite del instante. Sara, su cónyuge, muy tierna a su lado, acarició los pies de su pareja con los propios, se estiró y… ¡sucedió! Lo habitual en cada celestial madrugada en casa de los Talbot, tras una noche de luna llena.

—¡Larry! ¿De nuevo te acostaste con los pies ensangrentados?

La mujer lanzó la queja, sentándose con un salto sobre la cama y golpeando con fuerza el hombro de su marido. Y extendiendo los lamentos.

—¿Qué acaso no te dije anoche, antes de que salieras, que no te metieras a la cama en cuanto regresaras?, ¿Que esperaras el amanecer? ¿Tú piensas que lavar la sangre de las sábanas y del piso es cosa fácil? ¿O muy agradable?

Más que la manotada en su brazo, el varón sintió la aguda y punzante voz atravesarle la cabeza, lo que le hizo reaccionar de manera casi instintiva; piel erizada, mirada de cazador dispuesto, dientes a la vista, entre los que sobresalían dos colmillos con rastros de sangre, y el comienzo de un gruñido que acabó en un…

—Pero conejita, sólo son unas manchitas. Debe ser fácil limpiarlas.

Tal comentario fue lo peor que pudo ocurrírsele. Con ello su consorte tuvo la oportunidad de espetarle la oración con la cual, desde hacía diez años, le daba a entender lo torpe que a menudo parecía.

—¡Já! ¿Qué crees tú?

Siempre que Larry proponía una solución o acotación, ya fuese pertinente o no, respecto a un problema, Sara cruzaba los brazos y le contestaba de la misma forma: un ¡Já! y un ¿Qué crees tú?, a los que él jamás alcanzaba a contestar. Por lo menos, no en forma adecuada o completa.

—Bueno conejita, yo creo que…

Un almohadazo en la cabeza cortó la frase. Y otro agudo chillido hecho perorata inhibió cualquier vislumbre de continuar el discurso de defensa.

—¡Y acaba con eso de conejita! Diles eso a las alimañas y los borrachos a los que atacas, cada vez que se te ocurre salir aullando y corriendo como idiota. Porque créeme…

Larry entrecerraba los ojos ante la penetrante voz, que no cesaba.

—…yo no voy a desperdiciar mi vida aquí, limpiando la suciedad que vas esparciendo desde la entrada hasta la cama, ni las porquerías que traes como recuerdo.

La mujer complementaba sus dichos negando con la cabeza y mirando hacia arriba.

—Sólo Dios sabe que inmundicia habrás dejado anoche en casa; ¿Un brazo? ¿Una pantorrilla? ¿Otra oreja con pendiente de malaquita, para que haga juego con la que ya tenemos?

Como buen licántropo, Larry era la mayor parte del tiempo un homo sapiens. Ergo, de manera constante repetía ciertos errores. Cabizbajo y jugueteando con sus dedos, le susurró a su pareja.

—Pero Sarita, ¿en realidad piensas que es para tanto?

Y la característica contestación, con cruce de brazos incluido, volvió a escucharse.

—¡Já! ¿Qué crees tú?

El pobre individuo fue bombardeado por una batería de palabras a gran velocidad y, ante el ataque, sólo atinó a guardar silencio y cubrir su cabeza con la almohada, aminorando el volumen de la voz de conejita; lo más parecido a un flautín jubilado y muy desafinado, en su tesitura más alta e interpretado por un sordo aquejado de Parkinson. Al poco rato la dama, que se mantenía sentada en el lecho nupcial y con los brazos cruzados, cambió a la técnica que solía venir luego de las críticas y quejas; el sollozo.

—¿Es que acaso no podemos disfrutar de una romántica velada con luna llena, sin este resultado? Todas las mañanas posteriores a una hermosa noche de plenilunio, lo mismo; charcos de sangre, miembros amputados, manchas por todas partes y ropa desgarrada que yo ¡no tú, sino yo! debo reparar. Creo que…

Larry no soltaba el cojín que protegía sus oídos, pese a que su esposa, ya de pie, comenzaba a asear la cama, retirando las frazadas. Por supuesto, manteniendo siempre a flote su alocución y cambiando, de la técnica del sollozo, a la queja pura.

—Bueno, por lo menos ya no eres tan desubicado como para traer una pierna con portaligas. Porque una cosa es abordar perros, gatos y vagabundos, y otra muy distinta es comerte una callejera.

Conejita empezó a retirar las sábanas de la cama, provocando la caída de su marido y su posterior lugar en el suelo; con un puño bajo el mentón, cual Pensador de Rodin. Con la otra mano continuaba aferrando el almohadón, tapándose una oreja. La realización del aseo no era impedimento alguno para el desenvolvimiento de la recalcitrante lengua de su compañera.

—Puedo comprender lo de los asesinatos; por exceso de energía, doble o triple personalidad, influencia del rock satánico y el cine fantástico, infancia traumática, frustración vocacional y profesional o lo que quieras. Sin embargo, no voy a aceptar la excusa de la licantropía para que te metas con prostitutas. ¡Y sácate ese cojín de la cabeza, para que me escuches de una buena vez¡

La última frase había sido chirriada con fuerza y con el ya tradicional palmetazo en la espalda de su consorte.

El sujeto, que como siempre aparentaba escuchar, meditaba toda su extraña y bastante poco común existencia. Durante tal ejercicio su ceja derecha se alzaba, como si dispusiese de vida propia, y los dientes se mostraban en perfectas hileras, sólo sobresaltadas por dos colmillos esquinados. La aguda voz no terminaba de rebotar en la habitación, cuando un único, y casi inaudible balbuceo, brotó de los labios de Larry: Esta maldición debe acabar. ¡Debe acabar!

La tarde de ese sábado Larry se encontraba en el living de su nido matrimonial, en plena faena de un típico fin de semana; con su delantal azul, un paño húmedo en una mano y una lata de limpia muebles en la otra, deambulando entre el sofá (con Sara sentada sobre éste), los sillones y la mesa de centro. Ya casi acababa (la cocina y las habitaciones se hallaban impecables y el césped cortado), por lo que consideró sería un buen momento para anunciar que saldría. Su pareja, todavía ubicada en el diván, hablaba por teléfono con su hermana. El hombre se plantó frente a ella, jugando con sus dedos y esperando a que advirtiera su presencia, lo que ocurrió al cabo de algunos minutos, cuando Sara pidió a su pariente que esperase un poco y, tapando el auricular, se dirigió a su cónyuge. Con su característica voz de silbato y la confianza y cariño que sólo se consiguen con muchos años de matrimonio.

—¿Quieres algo? ¿Por qué te paras ahí como idiota?

El hombre, sin abandonar el jugueteo con sus dedos, habló con un tono suave.

—Conejita, creo que anoche regresé sin uno de mis zapatos, así es que saldré a ver si puedo encontrarlo por ahí. ¿Quieres que antes te lleve donde tu hermana?

Ella lo miró, levantó su mano del receptor y despidió a su hermana, recordándole que más tarde le iría a ver. Colgó, volvió a dirigir la mirada sobre su marido y le contestó:

—¡Já! ¿Qué crees tú?

—Bueno, yo pensé que…

Sin abandonar el sofá, y con los brazos cruzados, la dueña de la voz aflautada no desperdició la oportunidad.

—¿Qué pensaste? ¿Qué yo me iría caminando hasta el otro lado de la ciudad? A veces creo que tu desagradable patología te carcome el cerebro, por eso es que no se te ocurren las cosas más simples y lógicas que…

A pesar de que los clamores se esparcían por la habitación, Larry, consciente de haber conseguido su objetivo, hojeaba el directorio telefónico que, de manera previa y estratégica, había colocado sobre la mesa del comedor. Desde este sitio, y sin quitar los ojos de la guía, dialogaba.

—Mmmm, tienes razón, conejita.

Y conejita, viendo que los lamentos no provocaban suficiente dolor (como en los viejos buenos tiempos), intentaba con las odiosas comparaciones.

—¡Já! Apuesto a que si mis amigas estuviesen en mi situación, ellas ya te habrían dado cuatro o cinco tiros con balas de plata.

—Mmmm, claro, querida.

Sin apartarse del libro de direcciones, el marido mantenía el formato de sus respuestas, por lo que su compañera, viendo que no producía la atención necesaria en su pareja, volvió al sollozo.

—Pero yo, la estúpida, siempre dejándome llevar por mi corazón de oro. Y por el apego que, reconozco no debiera, te he tomado en estos años.

Mientras hablaba, Sara se aferraba a una cajita de pañuelos y su esposo traspasaba algunos datos a una pequeña libreta negra. Y lanzaba, casi de manera automática y sin mirarla, frases simples y condescendientes.

—Mmmm, yo también te quiero conejita.

Ya erguida y a sólo un paso de su compañero, la esposa cambió de técnica una vez más; del llanto al enfado.

—Mi madre tenía razón, debí aceptar a Hannibal. A pesar de terminar sus días en la cámara de gas, por lo menos sí se hizo famoso. Y se preocupó de dejar en una muy buena posición económica a esa estúpida de Clarisa.

Por el contrario, Larry dialogaba conservándose fiel a su único, breve y conciso estilo.

—Mmmm, claro, tu pretendiente. El psiquiatra. Buen muchacho.

Otra cajita de pañuelos y algunas anotaciones más tarde, ambos se dispusieron a salir.

Habiendo encauzado a Sara hasta el domicilio de su cuñada, Larry inició la búsqueda de las direcciones registradas. Dentro de una amplia gama de ofertas del directorio examinado, optó por tres candidatas para lo que, él consideraba, podía ser la única ayuda a su maldición: una auténtica zíngara bruja.

La primera se anunciaba a sí misma como Madame Channel, lo que demostraba una innegable tendencia hacia el glamour, aunque, más que por el nombre en sí, fue el apartado que la indicaba como gitana experta en quiromancia y otras artes, lo que llamó la atención del buscador.

Arribó a la dirección mostrada en el anuncio a eso de las cinco, encontrándose en un barrio de clase media, en una casa ídem y, tocado el timbre, con una anfitriona de iguales características. Si no hubiese sido por el aviso, jamás habría imaginado que ése era el entorno de una de las pocas expertas que, según su propia teoría, podría auxiliarle a extirpar la maldición que arrastraba; una verdadera descendiente de gitanas y hechiceras, cuyos conocimientos de las artes oscuras proviniesen de miles de relatos heredados entre susurros y fogatas; una mujer con nociones milenarias y cuyas raíces sólo podían provenir del corazón de la supersticiosa Europa central y, las más primigenias, del hermético Egipto.

Al abrirse la puerta, el recién llegado saludó.

—Buenas tardes, ¿Madame Chanel?

—La misma. Adelante, está usted en su casa.

—Gracias.

La madame, de unos cincuenta años no muy bien conservados y un notorio cabello mal teñido de rubio, lo recibió con una mueca colmada de dientes. Ya habiendo accedido, Larry quiso confirmar si la anfitriona era en realidad lo que él buscaba.

—Antes que nada, quisiera saber si es usted una verdadera zíngara bruja, tal como lo anuncia en su aviso publicitario.

Y ella, sin perder un átomo de su contorsión dental, le confirmó.

—Pues… sí. ¿Por qué lo pregunta?

—Es que… Yo necesito una gitana bruja.

Siempre sonriendo, la referida corroboró su naturaleza.

—Yo lo soy.

Larry le miró de arriba abajo y esbozó una leve sonrisa.

—Puede ser, sin embargo, su ropa es burguesa y tradicional.

—Porque trato de asimilar la cultura en la cual vivo, ya que…

Sin permitirle que acabase la frase, el dubitativo cliente le lanzó otra observación.

—Y su hablar no revela ningún acento romaní.

Escuchado este punto, la señalada carraspeó, llevándose la mano a su boca y excusándose, con un notorio, y novedoso, acento gitano.

—Disculpe, lo que sucede es que no me he sentido bien de la garganta, y eso afecta un poco mi voz. ¿Gusta una bebida?

—Sí, gracias.

Larry, no muy convencido por las contestaciones recibidas y el repentino y notorio cambio de acento, accedió al living, en donde tomó asiento. El lugar se exponía en total desorden; muebles antiguos y en mal estado, con manchas de cien comidas y otras tantas batallas infantiles; trozos de juguetes y revistas abiertas por doquier; ceniceros repletos de cenizas y colillas en cada esquina y una mesa de comedor con notorio declive y llena de trastos sucios.

La autoproclamada pitonisa, mientras preparaba unas bebidas, le hablaba acerca de sus poderes como adivina, mas el escenario, y la apariencia de la supuesta hechicera, no convencían para nada a Larry. De hecho, la mediocre entonación romaní y las burdas explicaciones habían terminado de convencerle que no se trataba de una verdadera zíngara. La dueña de casa ingresó desde la cocina con una bandeja en sus manos, sobre la cual descansaban dos vasos, no muy limpios, desbordantes de jugo artificial. De manera intempestiva fueron interrumpidos por un grupo de niños pequeños, los que se entrometieron en el lugar, jugando y persiguiéndose unos a otros. Madame Channel reaccionó, gritando y correteándoles.

—¡Salgan de aquí! ¿Cuántas veces debo repetirles que este no es sitio para jugar? Hablaré con tu padre Juan. Y con el tuyo Enrique. Ah, y con el tuyo Julieta.

La mujer, guiando a los infantes hacia fuera y luciendo su gesto facial habitual, se explicaba.

—Son mis hijos, discúlpelos usted.

El invitado no pudo evitar el comentario ad hoc y una consulta.

—Veo que le atrae la variedad de genes. Dígame, Madame Channel, ¿le duele la garganta?

—¿La garganta? Bueno, no. ¿Por qué me pregunta eso?

—Porque su acento acaba de desaparecer; una vez más.

Con el rostro petrificado, la anfitriona se mantuvo en total silencio por cinco segundos, luego de los cuales comenzó a toser y a pedir disculpas por la carraspera. Eso fue ya demasiado para el hombre, quien, colocándose de pie, se enfiló hacia la puerta de salida. Una sorprendida Madame consultó por lo obvio y la contestación no se hizo esperar.

—¿Se marcha usted?

—Así es. Creo que por ahora no necesito de sus servicios. No deseo hacerla perder su tiempo, como tampoco el mío.

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Ilustración: Pedro Bel

Contrario a lo sumiso que solía manifestarse con Conejita, Larry era un personaje de mucho carácter y decisión en su diario vivir; fuera de la biósfera matrimonial, claro está. Quizás por ser un licántropo afloraba en él una doble personalidad; o quizás resultaba ser el primer representante de una nueva especie, formada por entes que, en luna llena y fuera de su hábitat marital, depredaban de manera salvaje e insensible, pero en su ambiente más íntimo se revelaban como mansos corderos. Un licányuge. O lobo esposo. Como fuera, se dirigió a la puerta y, ya ahí, escuchó a su espalda la voz de la sonriente zíngara.

—Bueno, siendo así sólo le cobraré la tarifa mínima.

La primera reacción del hombre fue de sorpresa, seguida de una molestia reflejada en su rostro. De improviso sonrió, sacó su billetera del bolsillo trasero del pantalón y comenzó a extraer algunos billetes.

—Muy bien. No tengo problema en cancelarle, sin embargo quisiera dejar establecida otra cita con usted, para una futura oportunidad. Le pagaré el doble, siempre y cuando acepte que sea en un horario particular; en noche de luna llena. Ah, y que no haya niños presentes ni terceras personas.

Madame Channel, con la eterna sonrisa a flor de labios y cierta coquetería, no se hizo de rogar.

—No hay problema. Lo apuntaré en mi agenda.

Larry levantó su ceja derecha, la miró directo a los ojos, con tal fiereza contenida que la observada no pudo evitar el escalofrío recorriendo su cuerpo, y concluyó:

—Y yo lo anotaré en la mía.

Atravesó la puerta y se retiró.

La segunda postulante al cargo de gitana bruja vivía en un departamento, también bastante burgués, y respondía al nombre de Electra Minerva. Al llegar fue recibido por una joven de unos veinte años, de hermoso rostro y piel pálida como la leche, que contrastaba con un cabello negro azabache y liso, con un corte tipo Cleopatra, delgada y de bonita estructura y vestida con pantalones y blusa negros. La damisela le instó a pasar y Larry accedió, encontrándose en una sala de estar repleta de velas de diversos tamaños y colores, pequeñas pirámides y figuras de Buda, cuadros de ángeles y querubines, varios inciensos destilando un aroma muy fuerte y desagradable, y una televisión encendida. La muchacha invitó al recién llegado a tomar asiento, relatarle el motivo de su visita y charlar un poco.

—Bueno, es difícil de explicar: yo no soy un hombre común y silvestre y…

—Eso lo veo. Eres bastante atractivo y tienes un rostro con mucho carisma.

La chica le había interrumpido, al tiempo que encendía un cigarrillo y le observaba. El acaloramiento fue inevitable en Larry, quien, a sus cuarenta y cinco años, continuaba luciendo como un tipo de buen ver ante las miradas femeninas; alto, hasta el metro ochenta y tres, atlético y de espalda amplia, de cabello oscuro y en gran cantidad, además de ojos oscuros y penetrantes, y sobre éstos, quizás lo más característico de su faz, dos gruesos arcos por cejas. De todas formas, el comentario le había agradado; hacía bastantes años que no recibía halago similar. Y menos aún de una atractiva joven.

—Gracias por el cumplido. Como te decía, en cierta forma no soy muy normal y eso me ha traído consecuencias en mi vida familiar. Yo…

Larry se detuvo un instante, pensando si continuar o no con la confesión. Miró a la joven que le observaba con atención y se decidió.

—Arrastro conmigo una maldición y…

Electra Minerva le impidió acabar la oración.

—Para problemas familiares debes darte todos los días un baño, con agua en la cual hayas hervido planta de ruda, mezclada con pétalos de rozas azules. Esto debe hacerse en las noches de plenilunio, rezando el padre nuestro y repitiéndolo hasta que te seques. Ah, también debes tener encendida una vela calipso, que yo te puedo vender y…

Mientras más se explayaba la muchacha, más se convencía Larry de que ella no era lo que buscaba. Por lo menos, no como escapatoria a su maldición. Decidió retirarse y, levantándose de su asiento, extendió una disculpa.

—Te agradezco la explicación, pero no sirvo para seguir indicaciones diarias, de ningún tipo. Si me dices cuanto te debo, yo te…

—No te preocupes. No cobro por medias consultas; y menos a tipos interesantes y decididos como tú.

Muchos habían sido los inviernos transcurridos, desde la última vez que una atractiva mujer se le anunciara de una forma tan directa, por lo que Larry tuvo una reacción más instintiva que racional, y propia del género; mostrando una amplia sonrisa, una ceja levantada (en esta ocasión inspiradora de confianza, no de temor), y un disfrazado interés. Muy mal disimulado.

—Gracias. Y… ¿podrías darme tu número? Para llamarte, por si cambio de opinión y decido seguir tus consejos.

Y fiel a su género, la joven cambió de manera intempestiva hacia la indiferencia.

—Mi teléfono está en el mismo aviso que viste para llegar aquí.

Sorprendido, Larry creyó que podía haber sido malinterpretado. Sonrió y especificó:

—Me refería a tu número privado.

—Ese no se lo doy a los clientes.

El hombre, manteniendo la sonrisa y la ceja arriba, más por un acto reflejo que por felicidad, comenzó a dirigirse hacia la salida. Lo hacía con la faz congelada en la mueca descrita y mascullando. Entonces escuchó la voz de su no tan eficiente, aunque guapa adivina, la que, como buena representante de su especie y una vez más en forma repentina, había vuelto al notorio interés.

—En todo caso, si lo que quieres es llamarme, no como cliente, sino más bien para invitarme a salir, te lo doy.

El varón dio media vuelta y, con igual gesto en su faz, aunque esta vez proyectando gran dicha, registró en un papel los codiciados dígitos. Finalizada la anotación se despidió, para inmediato encaminarse hacia la tercera y última pitonisa, pues esa noche también habría luna llena; la última de ese mes. Debía darse prisa.

Atardecía, cuando Larry llegó a la dirección especificada en el recorte publicitario que portaba. En esta ocasión se trataba de un gran terreno baldío, sobre el cual descansaban varias casas rodantes. Se acercó a aquella que mostraba el número indicado en el aviso, empujado por un fuerte viento que empezaba a arreciar y, antes de que tocase a la puerta, ésta fue abierta por una mujer de unos cincuenta y cinco años, muy delgada y de rostro anguloso, con los ojos más celestes que hubiese visto en su vida y vestida a la usanza gitana: una falda y blusa muy holgadas y coloridas, un pañuelo de un rojo escarlata sobre su cabeza y otros tantos, de diversos tonos, atados a sus brazos y cuello, además de una gran cantidad de collares y pulseras, en su mayoría, con monedas tintineando. Con la seña de una mano, la zíngara le indicó que entrara al pequeño lugar; con la otra fumaba un cigarrillo sin filtro. El espacio interior resultaba muy reducido, repleto de prendas diseminadas, cofres de diversos tamaños, adornos y pósters de Sandro en las paredes y ningún mueble o sitio libre de alguna colilla o resto de cigarrillo.

Larry hizo caso y, ya adentro, fue invitado, una vez más con gestos, a que tomara asiento sobre un taburete, frente a la anfitriona que dejaba escapar una tos propia de un gran vicioso; por lo menos dos cajetillas diarias. Al tiempo que trataba de recuperarse, la vidente —la más cercana al ideal de gitana bruja de las vistas ese día—, le hizo nuevos ademanes a Larry con sus manos, quien comprendió; le pedía extenderse sobre el motivo de su visita, por lo que comenzó a hablar.

—No soy un tipo normal y eso…

Antes de que el visitante pudiese completar la oración, la mujer le interrumpió, con una voz carrasposa y oscura y con un notorio, y auténtico, acento romaní.

—Claro que no eres normal paisani. Tú eres un descendiente del pentagrama místico. Tú eres…

La gitana interrumpió la frase y, mirándolo fijamente a los ojos, hizo un movimiento circular con su mano izquierda frente a su cara y, luego de murmurar algo en un lenguaje desconocido para el hombre, terminó la oración.

—¡Un hombre lobo!

La acotación dejó helado y boquiabierto a Larry; se hallaba ante una verdadera gitana bruja. Por fin, frente a la única persona, quizás en todo el orbe, capaz de ayudarle.

—¿Cómo es posible que…

La vidente, sin retirar el cigarrillo de su boca y con una nube de humo encapuchando su rostro, tomó la mano de Larry y la volteó, dejando la palma hacia arriba.

—Oye paisani, tienes dibujado en tu mano izquierda una estrella de cinco puntas, con dos de ellas hacia arriba; el pentagrama místico.

—Bah, yo estaba seguro de que era una marca de familia —dijo Larry, mirando su extremidad—. ¿Así es que esta manchita se llama crucigrama mágico?

Negando con la cabeza y elevando la vista, la mujer le aferró ambas manos.

—Pentagrama místico, paisani idiota; pentagrama místico. Además, los dedos índices de tus manos son más largos que los medios.

Una sonrisa se dibujó en la faz del hombre.

—Esto es increíble. Lo de los dedos siempre lo consideré una bendición; para nada una maldición.

La gitana volvió a toser y a llevarse una mano a la boca y Larry alzó una ceja y extendió su sonrisa.

—Usted sabe; en el aspecto sexual, siempre es bienvenida cualquier ayuda.

Ante el comentario, su anfitriona entrecerró los ojos, negó con la cabeza y desgranó algo de la sabiduría que sólo se adquiere a través de décadas de experiencia; femenina, no gitana.

—Todos los machos están malditos. No importa si son hombres lobo o no.

Y volvió a lo suyo.

—Pero lo más importante…

La pausa realizada por la zíngara congeló el instante. Durante el silencio encendió otro cigarrillo sin filtro y prosiguió.

—El hedor a maldición te precede paisani. Lo arrastras en tu sombra, en tus pasos, en tus huellas; como los lobos salvajes que tiran de la muerte en los inviernos.

Larry se hallaba extasiado y ansioso; por fin alguien podría dar término a su eterno castigo. Las palabras escapaban ávidas de su boca, en un progresivo volumen.

—Dime, gitana bruja, ¿cómo puedo acabar con la condenación que me acosa? ¡Dímelo! ¡¿Cómo?!

Y la zíngara, imperturbable y con la seriedad como única mueca en su rostro —y la humareda a su alrededor—, le contestó.

—Debes buscar en tu corazón, sólo ahí encontrarás la respuesta y…

De manera sorpresiva la mujer dejó de hablar y lentamente empezó a girar la cabeza y a desviar la mirada hacia arriba y a su izquierda; una enorme y plateada luna llena, rodeada de nubes oscuras en movimiento, se apreciaba tras una ventana abierta. Larry también alzó su cabeza por un instante, para observar la misma escena, y luego de unos segundos ambos se miraron, en completa mudez. Ni ella ni él renunciaron a mirarse directo a los ojos por un breve lapso, durante el cual el ambiente se percibió saturado de electricidad y frío. De súbito, ella retomó la palabra.

—Busca paisani.

La puerta del remolque se abrió súbitamente y una fuerte corriente de aire tibio ingresó, arrastrando con ella algunos trozos de diarios viejos y algo de polvo. La mujer repitió con más fuerza.

—¡Busca paisani! ¡Busca!

A cada dicho de la gitana el viento parecía intensificarse, a la vez que Larry mostraba mayor tensión; de su cuerpo brotaban estertores, desde los pies hasta la cabeza, que aumentaban en intensidad, en tanto la zíngara repetía ya entre gritos.

­­ —¡Busca paisani!

La estructura de Larry Talbot no cesaba de sufrir violentas convulsiones; el sudor bajaba por sus mejillas, alcanzando los dientes, tan apretados que un fino hilo de sangre caía de los labios al mentón; su cuello se exhibía abultado por incontables venas a punto de estallar; sus manos, agarrotadas y trémulas, no cesaban de transpirar copiosamente. Repentinamente, se escuchó un enérgico y final chillido.

—¡¡Busca!!

Con el último grito de la zíngara pareció que Larry explotaría. Sin embargo, en vez de eso cerró sus ojos, detuvo el movimiento de su cuerpo y bajó la mirada. Sólo entonces el silencio y la tranquilidad se impusieron, incluso el rebelde y poderoso viento desapareció. La gitana, en absoluta calma, observó, encendió un cigarrillo, apagó los restos del anterior y esperó. Hasta que el sujeto en cuestión alzó la cabeza y, con la vista más allá de todo, habló. De manera suave, tan seguro y tranquilo como quizás nunca lo había estado en toda su vida.

—Lo encontré. Escudriñé en mi interior; mi conciencia, mi alma, mi corazón.

Entonces desvió la mirada hacia la gitana bruja y sonrió.

—Y encontré la respuesta.

La mujer lanzó una bocanada de humo, asintió con la cabeza y posó su mano en el hombro de Larry.

—Paisani, ¿tarjeta o efectivo?

La noche siguiente Larry se hallaba en el comedor de su casa, preparándose a partir el pastel de carne que reposaba sobre la adornada y romántica mesa; vajilla de plata, las servilletas con dibujos renacentistas de la tía Rebeca y copas de cristal de Bohemia. Todo iluminado, con la tenue luz que irradiaban tres hermosas velas calipso. Al enterrar el cuchillo sobre la masa, ésta se abrió con suavidad, dejando escapar un aroma exquisito. El hogareño chef acercó su rostro al platillo, inhaló con la lentitud propia del que sabe disfrutar y sonrió. Parecía perfecto, y por lo tanto, digno de ser compartido con su bienamada.

—Conejita, ven a sentarte. Te va a encantar.

A la mesa se arrimó la hermosa joven vestida de negro. Larry le colocó la silla y ella se sentó.

—Mmm, huele delicioso —le dijo, en tanto se acomodaba—. A todo esto, por lo contento que te ves, parece que lograste romper el conjuro que te perseguía.

—Así es —contestó Larry, el tiempo que le servía una porción del humeante pastel—. De hecho, eso es lo que celebramos.

La joven aproximó el plato recién servido a su nariz.

—Y este aromático platillo, y que se ve tan apetitoso, ¿cómo se llama?

—No lo sé —le contestó Larry, en tanto se servía una enorme ración.

—¿Qué te parece Maldición al horno? —dijo ella, mientras llevaba un bocado a la boca.

—Creo que mejor lo bautizaré…

Larry se detuvo por un instante y levantó la vista, como si buscase una buena respuesta, hasta que sonrió y volvió la mirada a la joven.

—Lo bautizaré Pastel de Sara.

Electra Minerva llevó un dedo con salsa a su boca y, luego de probar la comida, volvió hacia él.

—¿Crees que sea el nombre más adecuado?

El hombre, quien acababa de descorchar una botella de champagne, levantó la cabeza, alzó la ceja derecha y proyectó una mueca tan sincera como cruel.

—¡Já! ¿Qué crees tú?


Milenko Karzulovic nació en Santiago de Chile en 1965, y fue primero músico, luego académico y posteriormente escritor y creador audiovisual. Actualmente, un poco de todo eso, pero con énfasis en la escritura: la fantástica, con toques de ironía y muchos halagos y referencias al cine de antaño.

Entre el 2009 y el 2015 escribió y dirigió dos cortometrajes, autoeditó y publicó dos novelas y un texto de teoría musical (El Libro de las Escalas), y, nos cuenta, «casi conseguí no quedar en quiebra. Luego de un par de años oscuros —incluidos la venta del otro riñón y un patético regreso a la prostitución—, publiqué en 2018 una novela de terror gótico, con una editorial española (Ediciones Camelot América). La obra se llama El Barón de Pest, Libro Primero de Los Padres de la Luna Llena, y se encuentra en librerías de México y Argentina (no así en Chile, curiosamente, mi propio país)».