«Tecnómadas: Primera parte – Prólogo, Capítulos 1, 2, 3», Víctor Conde
Agregado el 7 diciembre 2020 por richieadler en 296, Ficciones
ESPAÑA |
Para Thais, mi pequeña viajera.
Tengo la profunda sensación de que en cierta medida hay tantos universos como personas. De que cada individuo vive hasta cierto punto en un universo de su propia creación.
—Philip K. Dick
Cuando duerme, los mundos le pertenecen.
—Jan Delvian
PRÓLOGO: LA CANCIÓN DEL SILENCIO
Hubo un zumbido inaudible en el espacio profundo. Luego, un apelmazarse de la luz, unos grumos que aparecieron donde antes solo había oscuridad, como si unas anfractuosidades de espuma girasen en el espesor de un líquido, y el zumbido se convirtió en masa.
Había sido el último salto que el objeto podía dar por el Hipervínculo. Sus motores, exhaustos, no le permitirían hacer ninguno más, lo que significaba que la luz, esa antigua barrera, volvería a marcarle una frontera intraspasable. Estaba condenado a continuar su viaje a velocidades infrarrelativistas, lo que podía significar la ruina. No para él, pues era eterno: a menos que chocara contra algún objeto errante o lo atrajera el campo de gravedad de uno de esos sumideros cósmicos llamados estrellas, su cuerpo y su mente podían funcionar eternamente. Pero eso no era lo que él quería. Tenía prisa. Debía cumplir una misión.
El objeto que había salido del Hipervínculo era una nave. O más bien, la reconfiguración de un montón de materia y de recursos en forma de nave espacial, con capacidad de movimiento autónomo. Originalmente, antes de partir hacia el espacio profundo, no había sido eso. Ni siquiera había tenido nombre con el que llamarse a sí misma. Cuando viajaba en estado de reposo en la bodega de la Gran Nave no era más que una masa cúbica de mil ochocientas toneladas de sensometal en estado inerte, durmiendo un largo sueño a la espera de que lo llamaran para que se pusiera en manos de quienes estaban destinados a usarlo, es decir, los colonos de los lejanos asentamientos del Imperio Gestáltico. El sensometal era uno de los últimos gritos en la tecnología del Imperio, un sistema de computación sólida que eliminaba el desplazamiento de la energía y su degradación. El principio de no desplazamiento de la energía hacía que su mente estuviera a la vez en todos los lugares de su cuerpo y en ninguno en concreto. Así de eficiente era. Así de extraño.
En las sabias manos de los colonos se transformaría en lo que ellos necesitaran en ese momento: cuchillas para arados, paredes para graneros, motores para camiones, circuitería para antenas… lo que fuera necesario para aumentar el nivel de productividad de la colonia. Sus células hacían de anfitriones para bacterias arqueriotas y microorganismos extremófilos destinados a su uso en ambientes de cultivo extremos. El sensometal estaba contento con ese destino: había sido creado para servir, para hacer evolucionar cualquier otra tecnología atrasada con la que entrara en contacto hacia escalones superiores, volviéndola más moderna, más competitiva. Sus mejoras se extenderían como un virus por toda la materia inerte y por el software que encontrase en su camino. Era, a todos los efectos, un «actualizador» del nivel de vida de cualquier asentamiento humano.
Sin embargo, ese bello sueño nunca tuvo lugar. Porque por razones desconocidas, justo en mitad de la misión de la Gran Nave, esta fue destruida. Y su carga, incluyendo el montón de sensometal inerte, quedó flotando a la deriva en el espacio, a millones de kilómetros de ninguna parte.
¿Cómo cumpliría ahora su misión?
Recordaba muy poco del desastre. Sabía que había sido embarcado en Delos, la capital del Imperio, y que su destino final eran los mundos diamantinos de Nubia Sagitarii, allá en el borde exterior. No era un viaje muy largo, a pesar de los miles y miles de pársecs que separaban ambos sistemas solares: como todas las grandes naves de carga, la que lo llevaba a él contaba en su interior con unos navegadores mnémicos del Teléuteron, cuyas mentes enlazarían con la del supremo Emperador Gestáltico para teleportar la nave directamente a su destino —ellos decían «proyectar»—. El carguero desaparecería de la existencia en Delos y volvería a materializarse, instantáneamente, en la órbita del mundo de destino.
Por desgracia, un vuelo de rutina se convirtió, jamás supo por qué, en una debacle: los sentidos del sensometal, colocados en modo pasivo, despertaron al percatarse del caos que se desataba a su alrededor. Aturdido, vio cómo la bodega se desgarraba, todo su contenido expulsado al espacio. Los tripulantes gritaban de pánico, corrían a las cápsulas de salvamento, todo el mundo estaba muy asustado. Vio fuego en las bolsas de oxígeno contenidas por los campos de fuerza, las ondas expansivas de las explosiones, el metal de la nave madre desgarrándose y calcinándose a medida que unas gigantescas bolas llenas de fuerza cinética impactaban contra ella. Cuando el cubo de sensometal fue expulsado al vacío, pudo ver la terrible realidad: la nave había aparecido por error en las cercanías de una estrella —no sabía ni siquiera si era su estrella, Nubia Sagitarii, aunque no lo parecía—, en medio de un enjambre de asteroides que estaba siendo atraído hacia ella a enorme velocidad. Esas rocas estaban pulverizando el carguero, convirtiéndolo en un borrón de metal triturado que se sumaba a la inmersión en aquellos dantescos campos gravitatorios.
¿Cómo era posible? El Emperador jamás cometía esa clase de errores. ¿Cómo habían aparecido tan cerca de un pozo gravitatorio? ¡Era una locura, un suicidio! Aquel sistema solar ni siquiera parecía estable, sino que estaba lleno de polvo y caos: era un entorno muy primitivo en el que los objetos planetesimales todavía se agregaban para formar cuerpos mayores, y llovían sobre los planetas para alterar su forma y composición. Un entorno muy peligroso para cualquier objeto construido por el hombre.
Al cubo le quedaban pocos segundos para encontrar una solución y escapar, o se convertiría en otro asteroide engullido por el horno solar. Así que hizo lo que mejor sabía: evolucionar. Convertirse a sí mismo en otra cosa. Y su elección, obviamente, fue una nave estelar.
Se reconfiguró para adoptar un diseño de chalupa de corto alcance, toda motor y núcleo de empuje, sin espacio para pasajeros ni cabina. Le habría gustado salvar a alguno de aquellos desdichados que morían a miles a su alrededor, pero era demasiado tarde, pues la nave no tenía tripulación, solo mente y cuerpo. Cuando estuvo preparada, expulsó unas partículas con masa de reposo muy baja, pero que al moverse ganaban la suficiente inercia como para impulsarla hacia delante. Saltó al Hipervínculo. Era una forma de viajar muchísimo más lenta que a través de la conexión mnémica, pero al menos la sacaría de aquella trampa mortal.
Y así fue como empezó su viaje de varios siglos.
La capacidad de salto de la pequeña nave era muy limitada, por lo que usó todos los trucos conocidos por el hombre para acelerar, que ella podía rescatar de sus bancos de memoria: desde frenados aéreos a efectos de tirachinas electromagnéticos, todo lo que pudiera impulsarla en una dirección determinada sin tener que gastar su valioso combustible, destilado a partir de sí misma. La nave canibalizaba sus propias entrañas para saltar al Hipervínculo, lo cual implicaba que mientras más saltos ejecutara, menos cantidad de ella quedaría para llegar al destino final.
Sin embargo, la pregunta crucial seguía siendo cuál era ese destino.
Con la cantidad de detrito cósmico que había en aquel sistema era muy improbable que hubiese mundos colonizados cerca, así que hizo nacer en su proa una antena de leptones y sondeó con ella las luces cercanas, las estrellas del vecindario. Y, ¡oh, milagro!, encontró algo: un faro que le devolvió la señal. Un intervalo musical corto en la canción del silencio.
Contenta, la sensonave fue en aquella dirección. Atravesó campos vacíos, hectáreas de luz solar sembradas de partículas rutilantes. Una nebulosa, el cuento inacabado que una estrella interrumpió. El problema era que tardaría en llegar hasta allí: a la distancia a la que estaba de aquel otro sol y dada la poca velocidad que podía desarrollar su motor recién nacido, le llevaría un par de siglos en cómputo humano alcanzar su destino. A ella no le importaba, por supuesto, pues podía vivir eternamente, pero ¿qué pensarían los humanos a los que se debía en cuerpo y alma? ¿Qué opinión tendrían de ella si aparecía con cuatro o cinco generaciones de retraso, dispuesta a servir a los hombres actualmente vivos cuando fueron sus tatarabuelos los que más la necesitaban?
Ese problema estaba fuera de su alcance. No podía hacer más que lo que ya hacía, pues no fue culpa suya que la Gran Nave se destruyera. Así pues, con un encogimiento de hombros digital, aceleró rumbo a aquella baliza y rezó, si es que las mentes cuánticas rezan, por llegar a tiempo para resultarle útil a la colonia.
Lo que jamás pensó fue que cuando llegara allí, ya quedaría poca civilización a la que socorrer.
PRIMERA PARTE: ALLÁ DONDE EL TIEMPO PALADEA EL SABOR DE LA VICTORIA
1. EL PESCADOR
TELÉMACUS
Recuerdo una historia que solía contarme mi padre.
Hablaba de luces que no eran luces, más allá del cielo. Hablaba de otros mundos, y de lugares tan lejanos y hermosos que intentar comprenderlos podía ser dañino para nosotros, los que hemos nacido en la Frontera y no comprendemos las cosas más allá de una cierta simpleza. Hablaba de todo lo que hubo antes de la Caída, y del vacío que trajo el hecho de que nos quedáramos solos.
¿O quizá fueron los demás los que se aislaron? Siempre me he hecho esa pregunta. Si lo que cuenta mi padre es cierto, y no son solo los desvaríos de un viejo loco, hubo algo mucho más grande que esto en los tiempos del abuelo de su abuelo. Un universo tan grande y complejo que nos faltan palabras para abarcarlo. Tal vez hayamos borrado las expresiones que hacían falta para definirlo, pues el desuso crea olvido, y el olvido ignorancia. ¿Pero quiénes se separaron cuando todo se vino abajo: nosotros, los pobres que vivimos en este planeta desolado al que llamamos Enómena, que gira alrededor del sagrado ojo de Mia Tetis… o los supuestos habitantes de esos mundos increíbles, hijos de las mil luces escondidas tras el cielo?
Crecí temiendo que jamás encontraría una respuesta.
Crecí equivocado.
¿Cuál es el sonido del fin del mundo?
Para Radhus Sfilgam, guardaespaldas personal del Intérprete de los Muertos, fue la exhalación ventosa de una bestia Romy, recién salida de su guarida y con un enfado de mil demonios por haber sido despertada de su largo sueño. Pero eso, una hora antes, no lo sabía. Una hora antes, todavía estaba pilotando la barcaza de su amo por encima del Mar de Tradis, una de las extensas áreas de antigravedad del planeta. Una hora antes, aún se creía inmortal, pues su puesto de responsabilidad le granjeaba el respeto de los seres inferiores —entendidos como tales los enómenos que no pertenecieran al clan de su amo—. Y como todo aquel que se ha acostumbrado demasiado pronto a estar arriba, jamás pensó que su caída dolería tanto.
Pero es injusto comenzar esta historia por él. Si quiero contarla bien, debo empezar hablándoos del hombre que lo mató: Telémacus Olfhen.
En el momento en que sucedió lo que a punto estoy de relatar, yo aún no le conocía. Me enteré de todo —con mayor detalle del que me habría gustado— más tarde, cuando nuestros caminos al fin se cruzaron. Pero la historia de Telémacus empieza en el momento en que él pensó que se acabaría, es decir, el día que salió por última vez a pescar truchas cero-g con su hijo Veldram. Él llegaría a pensar, retrospectivamente, que no tuvo que haber sobrevivido a aquello. Que sería la última efeméride anotada en el libro de su vida, antes de cerrarse con un fuerte ¡plomp!
Estaba equivocado. Los finales tienen eso: que si se los mira desde el lado correcto, en realidad son la semilla de un nuevo principio.
Telémacus y su hijo en el pequeño catamarán, eso sí me lo puedo imaginar. Pertenecían por adopción a la etnia Lum, aunque no hubiesen nacido en ella. El hijo tal vez sí, pues la madre era una lumita que Telémacus había conocido al poco de pedir refugio en su aldea. Pero desde luego el padre no. Telémacus era grande y fuerte, y cuando salía a cazar, sus manos demostraban esa confianza y fluidez en los movimientos típica de los que han sido entrenados en el arte de la Muerte. No solía hablar de su pasado, y los de la tribu nunca le preguntaban nada por respeto a su intimidad. Pero sospechaban cosas. Y hablaban entre ellos compartiendo las más disparatadas teorías, como que era un antiguo mercenario entrenado en los escuadrones de castigo, por ejemplo, a sueldo del Intérprete. O que se había fugado cuando alguien de dentro había intentado traicionarlo. O que venía de las tierras que había más allá del mar, de algún pueblo guerrero que por fortuna aún no había descubierto aquellas costas… A partir de ahí, esa historia parecía una derivación de la anterior.
Lo único cierto era que Telémacus sabía luchar, y muy bien. Y que le había enseñado algunos de esos trucos a su hijo Veldram cuando era pequeño, «solo para que sepas defenderte en caso de necesidad». La gente iba a verlos entrenar muchas veces a su casa, porque les fascinaban los movimientos plásticos del padre: la seguridad en los golpes, la precisión cuando arrojaba cuchillos, la elegancia con la que se recuperaba de las acrobacias y dejaba sus pies flexionados, preparados para la siguiente llave. Era la horripilante belleza de lo funesto.
Su oficio, como el de la mayoría de los varones lumitas, era la pesca. O más bien la recolección, pues dadas las características de nuestros «mares», no había inmersión de redes para recoger las presas. Estas subían solas a la superficie, a lo que ellos llamaban familiarmente la piel invisible. Para que entendáis estos conceptos, quizá sería mejor que os describiese primero cómo son nuestros mares: no contienen agua, como los viejos afirman que pasa en otros mundos, sino espacio vacío. Aire. Porque no son enormes volúmenes de líquido —me cuesta imaginar eso cuando lo describo; no puedo concebir que exista tanta agua junta en el universo—, sino regiones muy extensas en las que la gravedad del planeta está al revés: repele, en lugar de atraer. Levanta las cosas en lugar de aplastarlas contra el suelo. Pero no lo hace eternamente, sino que ese raro efecto se extingue justo a cien varas del lecho de abajo. Ahí es donde forma una frontera invisible, la famosa piel, en la que los fragmentos de la roca de abajo que han subido se detienen. Todos a la misma altura. Y forman una película fina que se prolonga hasta donde alcanza la vista. Dice una vieja leyenda que, si algún día lográsemos volar tan alto como las estrellas y contemplásemos nuestro mundo desde arriba, lo que veríamos serían parches de ingravidez tiñendo de gris áreas irregulares del planeta semejantes a continentes.
Por lo menos no era un océano corrosivo como esos de los que hablaban las leyendas de los viajeros del espacio, hechos de amoníaco y estables a temperaturas imposiblemente heladas, que formaban lagos y mares someros.
Pero volvamos a Enómena: semejante océano de ingravidez tiene sus peculiaridades, como por ejemplo la forma de nuestros barcos, grandes tentetiesos diseñados para que la pera inferior los mantenga horizontales a medida que avanzan por esa suave tensión superficial. Se dice que un barco lumita jamás podría llegar a volcar porque la pera y la gravedad no le dejarían. También resulta peculiar nuestra manera de pescar, que consiste en disparar al lecho marino una carga explosiva, que cuando llega abajo detona y libera una nube de piedras y tierra que sube hasta hacer más densa la piel. Entonces nos ponemos a cribarla con nuestros cedazos, a ver qué encontramos. Es un oficio tranquilo, aunque no exento de peligros.
El fatídico día en que comienza mi historia, Telémacus y Veldram se hallaban faenando en el bajío de la Ostra Púrpura, a treinta minutos de su aldea. Recordaron bien aquel día porque estaba lloviendo, y todos estaban deprimidos. Es porque allí, en la costa, llueve tan poco que cuando pasa marca hitos en la vida de las personas, y difumina lo vivido entre una y otra precipitación.
Bajo aquella cortina húmeda, fue el adolescente el primero que divisó la silueta del otro bajel en la distancia.
—Papá, compañía —dijo, oteando por encima de la baranda. Sus ojos estaban posados en el objeto que se acercaba, pero sus expertas manos seguían limpiando la red.
Telémacus se aseguró de dejar listo el explosivo antes de mirar. Había momentos delicados en el arte de la pesca en los que una distracción solía acarrear malas consecuencias. Así que, aunque sentía curiosidad por saber a qué se refería su hijo, no levantó los ojos del saco de profundidad hasta que la pólvora estuvo bien segura, y la mecha en su sitio. A su lado descansaba su pequeña y artesanal mochila cohete, un invento necesario para las raras ocasiones en las que el pescador tenía que «sumergirse» para recuperar su plomada, o para cazar con el arpón de aire comprimido algún pez-sonda.
Cuando terminó, alzó la vista. Y comprendió que en los próximos minutos la cosa iba a ponerse muy seria.
—Felbercap. —Era un juramento muy propio de nuestra tierra. Y muy malsonante. A Veldram lo violentaba que su padre lo usase—. Es la barcaza ceremonial del Intérprete de los Muertos, de la tribu de los dravitas.
El joven se asustó. Había oído muchas historias sobre ese oscuro barco, y ninguna de ellas buena.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, alterado—. ¿Huimos?
—No nos daría tiempo, son más rápidos que nosotros. De todos modos no hemos hecho nada malo, solo estamos pescando —rumió su padre—. Sigue con lo tuyo. Si se nos acercan, yo hablaré.
Padre e hijo continuaron con su labor calladamente, como si la presencia de los recién llegados no fuera con ellos. Nervioso, Veldram apartó con una pala ancha la costra de tierra que formaba la piel para mirar abajo, a las profundidades. Por debajo de la película opaca de tierra estaba oscuro: el sol la atravesaba por innumerables huecos minúsculos, formando una miríada de columnas brillantes, pero había zonas lóbregas en las que costaba ver lo que tenían debajo.
—¿Cuánto tiempo cuestan estas redes, papá? —La pregunta de Veldram era pertinente, pues la moneda de los lumitas era el szkab, un concepto abstracto que tenía su equivalencia en horas de trabajo, no en pequeños trocitos de algún mineral valioso.
—Quince. Así que no las rompas o te veo trabajando esta noche.
En aquel lugar el lecho sí estaba iluminado, y pudo distinguir unas truchas cero-g, llamadas así porque variaban de tal forma la densidad de sus cuerpos que podían nadar en aquel líquido compuesto de antigravedad pura. Pero la presa jugosa no eran ellas, sino sus huevos, que poseían una alta reactividad que servía de combustible para los motores de repulsión, como el que movía el catamarán de Telémacus. Y también la barcaza que se les acercaba.
—Padre, veo nidos de truchas. Muy juntos alrededor de una protuberancia verde. ¡Tira el explosivo!
—No creo que sea buena idea. Esa protuberancia, como tú la llamas, es el maxilipedio de una bestia Romy que duerme bajo tierra. Su boca. —El joven lo miró con pavor, y luego a las fauces del monstruo, que permanecían cerradas. Allí abajo estaba, con su oscuro jaspe encaramado a una masa de esquisto y caliza—. Pero no la despertaremos, tranquilo. Aprende esto: donde veas muchos nidos juntos de truchas, probablemente habrá una Romy cerca. Se aprovechan del calor que desprende su caparazón para incubar.
—Entendido. Trasladémonos a otra zona, entonces.
—No hay tiempo.
El ruido de las velas repulsoras de la barcaza parecía el de un enjambre de insectos, colonias cúbicas de pentamorfos que revoloteaban como mariposas. Era un vehículo mucho más grande que el catamarán, de varias cubiertas de altura, y poseía repulsores no solo en las velas y en el timón trasero, sino también en la punta de cada remo. Así, los esclavos que los manejaban podían controlar no solo el giro, sino también la profundidad a la que el bajel se hundía en la piel. Por debajo del casco le salía el típico mástil de estabilización, con tres contrapesos.
Por la baranda de estribor se asomó una persona a la que el hijo de Telémacus no conocía, pero su padre sí. Era Radhus Sfilgam.
—Vaya, vaya, pero qué tenemos aquí —exclamó, chupándose las encías. Su cara de comadreja adquirió un aspecto cetrino—. Si es nada menos que el bueno de Telémacus en persona.
—Hola, Radhus —saludó sin mucho entusiasmo—. ¿Qué mala gravedad te trae?
—Qué manera más despreciativa de tratar al que fue tu protector cuando ingresaste en nuestra orden. Eso es feo.
—Eso pasó hace mucho tiempo. —El padre miró a su hijo con la expresión de quien no quiere que escuche ciertas cosas—. Ya no llevo esa vida. Ahora pesco truchas y perlas de coral. Soy un hombre pacífico.
—¡Qué bonito oficio! ¿Se te da bien? A mí me regaló mi antigua amante un collar de esas perlas. Fue justo antes de que la vendiera como esclava a otro clan —sonrió el guardaespaldas del Intérprete de los Muertos—. Me gusta mirar esas cositas brillantes tan hermosas. Es como si sobre ellas convergieran diversos factores: simetría, orden, refractancia, proporción… Encierran todo lo que hemos podido rescatar de nuestros recuerdos como especie.
—Para mí son solo combustible. Mueven mi barquita y mi economía familiar.
—Buen tesoro, entonces. ¿Por aquí hay muchas?
—Oye, Radhus, ¿qué felbercap quieres de mí? Estoy trabajando.
El hombre se apoyó en la baranda. Era más viejo de lo que parecía, con ojos negros incrustados en una telaraña de arrugas. Su complexión fuerte hablaba de un pasado lejano pero vigoroso, de una juventud donde se culminaron proezas atléticas, pero que había quedado muy atrás.
—Ja ja, tú siempre al grano. Me gusta. Vengo a reclutarte otra vez para la causa, pescador. Necesito tu experiencia para un asunto delicado.
Los ojos de Telémacus brillaron.
—Dimití hace tiempo, y mis buenas razones tuve —gruñó—. Te hará falta más que una simple petición para obligarme a cambiar de idea.
—¡Obligar es una palabra muy fea! Yo no obligo, solo sugiero. Y espero que mis sugerencias sean tomadas en cuenta.
—Por el bien de quien te escucha, ¿no?
—Si tenemos que llegar a la fase de obligación, Olfhen… es que estaba muy equivocado con respecto a ti. —Una señal de su dedo se materializó en forma de cuatro hombres que se asomaron a la baranda. Se parecían a su jefe en las ropas y en los horrendos peinados en trenzas, con la salvedad de que ellos iban armados. Era la primera vez que Veldram veía artilugios como aquellos, pero su padre reconoció la peculiar forma de las carabinas energéticas. Reliquias de otra época que solo los grandes clanes como los dravitas poseían—. Anda, sube a bordo y déjame invitarte a una copa. Ya verás que la oferta que tengo para ti es muy lucrativa. Hagamos esto por las buenas.
Veldram miró a su padre. Estaba buscando el nudo de angustia, el carbón de su nerviosismo. Estaba allí, alojado en su pecho como un coágulo cercano al corazón. Pero Telémacus lo tranquilizó con un golpecito en el hombro, y tiró como quien no quiere la cosa el saco de profundidad por la borda. Atado a una cuerda, el explosivo fue cayendo lentamente hacia el fondo marino, justo sobre la cabeza de la bestia Romy.
—Vale, Radhus; si te empeñas, te haré el favor de escucharte. —Lo dijo con una inflexión peculiar—. Pero déjame que termine de cribar esta zona. Si mi esposa me ve volver con las manos vacías, me mata.
—Lo lamento pero no hay tiempo, amigo. Además de contigo, tengo que hablar con otros antiguos cazadores antes de que acabe la jornada. ¡Subid ya!
Sus sicarios arrojaron una escala por la borda, y les apuntaron con sus armas. El hijo de Telémacus se hizo un ovillo tras la delgada baranda del catamarán, pensando que eso podría protegerlo de las descargas láser, pero su padre no se achantó. Miró a Radhus con mal disimulado desprecio.
—¿Cuánto combustible has quemado en la barrigona de tu barcaza para llegar hasta aquí? ¿Seis medidas, diez…? No creo que hayas gastado todos esos recursos para matarme. Así que déjate de bravatas, imbécil.
Radhus, que no era un hombre acostumbrado a ser insultado, perdió los nervios, aunque en el fondo sabía que el pescador tenía razón. De la comisura de la boca le brotó un repentino chorro de imprecaciones entre violentos graznidos, una ráfaga sucia que puso a sus sicarios en movimiento: empezaron a descender por la escala, dispuestos a abordar el pequeño catamarán y llevarse por la fuerza a sus ocupantes. Veldram se abrazó a su padre.
En ese momento, la carga explosiva llegó al fondo del mar y detonó.
Para cualquiera que no esté familiarizado con la pesca en gravedades inversas, imaginar una explosión es fácil: se coge un gran pedazo de suelo, se remueve y se desmenuza, y a continuación se lanza al aire. La dispersión de las partículas es la normal y adopta la típica forma de cúpula. Falso. En gravedad invertida las explosiones adoptan una forma muy peculiar: para empezar, la seta está al revés, formando un embudo, una especie de bulbo puesto boca abajo. Y la velocidad de las partículas desprendidas no tiende a frenar, sino a acelerarse cuanto más suben. Es decir, que cuando una carga de profundidad revienta, dibuja en torno a ella un bulbo raquídeo de tierra y piedrecitas, que se desmenuza cuando el detrito de la explosión acelera, siendo repelido hacia la superficie, y llega hasta los pescadores en forma de ondas concéntricas que también van al revés. No se abren como cuando tiras una piedra a un estanque y ves cómo reacciona el agua: aquí se juntan hacia el centro, lo que amasa el «botín» en torno a las barcas de pesca.
Todo son ventajas, salvo cuando tu carga despierta a una bestia Romy con muy malas pulgas que reposa plácidamente en su periodo de hibernación.
Los sicarios saltaron a la barca amenazando a sus ocupantes. Telémacus se agarró al mástil —que no era más que el extremo contrario de la pera, su contrapeso—, y esperó unos segundos a que algo pasara. Fuera lo que fuese lo que él sabía pero Radhus no, se haría patente de inmediato.
—No me obligues a… —empezó Radhus, pero no terminó la frase, porque su barcaza sufrió una convulsión. Fue golpeada por algo desde abajo, un golpe tan tremendo que la alzó unos centímetros en el aire para dejarla caer después. Toda la gente que había en la sobrecubierta se tambaleó y cayó al suelo. Uno de los sicarios, que estaba descendiendo por la cuerda, resbaló y cayó al vacío con un grito. Su cuerpo se quedó flotando en una parodia de cero g justo en el límite de la piel, pero entonces, algo invisible tiró de él hacia abajo y lo engulló.
Veldram apenas pudo seguir el veloz movimiento de su padre cuando se echó encima de uno de los sicarios que habían subido a la barca: en primer lugar le estrujó el dedo que tenía en el gatillo del arma para que esta se disparase y le diese de lleno a su compañero, para a continuación agarrar la carabina con ambas manos y golpearle con la culata en la cara.
El sicario retrocedió, dolorido, y un puntapié de Telémacus acabó de arrojarlo por la borda. El padre de Veldram se encajó la carabina que acababa de robarle en el hombro y empezó a disparar contra los agentes del Intérprete que aún estaban asomados a la cubierta.
—¡Veldram, agáchate! —le gritó a su hijo, el cual, acongojado, se tapó la cabeza con la red de pesca. Pero aún tuvo tiempo de asombrarse cuando vio cómo algo largo y tubular asomaba su fea extremidad por encima de la piel invisible: se trataba de un tentáculo de medio metro de ancho y por lo menos veinte de altura, que al alcanzar toda su longitud se abrió en la punta como si fuera una vaina, mostrando tres esferas preparadas para captar tanto señales bioluminiscentes como perturbaciones en un campo magnético, opsinas sintonizadas para sentir las corrientes eléctricas.
Eran los ojos de una criatura de las profundidades.
Radhus estaba tan ocupado ofendiéndose por la actitud de Telémacus y por su desfachatez al resistirse a sus órdenes, que no vio el tentáculo hasta que fue demasiado tarde. Se acuclilló en la cubierta de la barcaza para que los disparos del pescador no lo alcanzasen, y le chilló:
—¡Esta ha sido tu última tontería, Telémacus, acabas de firmar tu sentencia de muerte! ¡El drav Raccolys jamás te perdonará semejante traición! ¡Os perseguirá eternamente, a tu familia y a ti!
—Si lo ves, dile de mi parte que los lumitas ya no necesitamos de sus servicios —le increpó—. A partir de ahora, nos bastaremos nosotros solos para escuchar las voces de nuestros ancestros.
Telémacus le dio una patada a la palanca que controlaba el impulsor, y la pequeña barca empezó a acelerar alejándose de la nave grande. A su alrededor detonaban impactos de plasma, en medio de lluvias de chispas y gotas de hierro fundido, a medida que los disparos de los sicarios caían sobre ellos. Pero él siguió disparando a cualquiera que asomara la cabeza, y su puntería, mientras militaba en las filas de los cazarrecompensas, había sido legendaria.
—¡Sigue agachado, aún no estamos fuera de peligro! —le ordenó a su hijo, el cual, entre sollozos, balbuceó:
—¿Cuándo lo estaremos, papá? ¡Dijiste que su barcaza era más rápida que la nuestra!
—Lo es, pero no podrán salir en persecución. Mira.
La visión de Veldram estaba filtrada por una malla de fibras cruzadas, pues lo observaba todo a través de la red de pesca, pero aun así comprendió a qué se refería su padre: la barcaza estaba escorada hacia delante, hundida unos metros por la proa, lo cual sería imposible a menos que alguien —o algo— hubiese apresado su mástil de estabilización y estuviese tirando de él hacia abajo.
A través de una oquedad en la piel invisible pudo constatar que su teoría era correcta: dos tentáculos de la bestia Romy se habían enroscado en torno a la pera de la barcaza, y estaban tirando con fuerza hacia abajo. El nervio y el poderío de aquellos seres estaban fuera de toda duda, pues el folclore de los Lum estaba decorado con historias espeluznantes sobre pescadores que salieron un día a la mar a por su botín, pero fueron succionados por esos horribles pseudópodos. El joven Veldram supuso que a los sicarios del Intérprete les quedaban solo unos minutos de vida.
Un sicario desesperado, al ver el tentáculo de los tres ojos, se situó en el podio de control de un cañón coaxial pesado, un artefacto negro y sucio que dominaba la cubierta del buque. Empezó a hacerlo rotar sobre su eje para apuntar al tentáculo, y sin duda podría haberlo partido en dos de una descarga, de no ser porque Telémacus lo enfiló en la mira, se tomó su tiempo para apuntar, y mató al artillero de un sólido disparo en las costillas.
Radhus, colérico, señaló con un dedo impregnado en la más ardiente furia al pescador y tomó el lugar de su artillero, girando el cañón en dirección a la barquita. A su espalda, el tentáculo hacía lentos barridos sobre la cubierta, apresando a la gente con sus ventosas y descargando su ira en salvajes explosiones de velocidad.
—¡Eres un traidor, Telémacus! ¡Rompiste tu juramento a la orden, y quemaste el poco honor que te quedaba al salir huyendo! ¡El castigo más benévolo que podría aguardarte es la muerte! ¡Y el drav Raccolys hará que se cumpla, para ti y para tu familia! —se desgañitó—. ¡Ni uno solo sobrevivirá de tu apestoso linaje!
Una sombra se proyectó sobre él cuando tenía prácticamente a tiro la barca de pesca. Lentamente, con ese temor frío de quien se sabe presa de un designio inevitable, Radhus se volvió. Las piernas le parecieron bolsas de agua caliente cuando vio aquellos tres ojos imposibles cernirse sobre él. Pero el cuerpo del hombre nunca llegó a tocar el suelo, pues unas fibras salieron disparadas desde el centro de las ventosas, lo agarraron y lo absorbieron hacia una herida que se acababa de abrir longitudinalmente en el tentáculo.
Telémacus, que había visto cazar en el pasado a las bestias Romy, sabía que no era una herida sino una boca vertical, llena de colmillos que convirtieron el cuerpo de Radhus en carne molida en cuestión de segundos. Le tapo los ojos a su hijo para que no viera la carnicería mientras aceleraba al máximo su enclenque esquife. La Romy no se fijaría en ellos teniendo una presa mucho más apetitosa a mano.
Mientras la barcaza ceremonial del Intérprete de los Muertos se partía en dos y se hundía con toda su tripulación, los dos pescadores se pusieron a salvo, rumbo a su aldea. Aquel día no traerían nada útil en sus sacos, nada que vender para sacar adelante a su familia, pero no les importaba: el destino del que acababan de escapar era mucho más aciago.
—¿A qué se refería con que eres un traidor, papá? —le preguntó en un momento dado su hijo—. ¿De quiénes huiste, y por qué?
La mente de Telémacus, en ese momento un torbellino de recuerdos, no estaba preparada para contarle esa historia.
—Ya te lo contaré otro día, hijo, pero no ahora. Has de saber que nos hemos metido en un buen lío —suspiró—. Uno del que, sinceramente, no sé cómo vamos a salir.
ARTHEMIS
El palacio del drav Raccolys era un caos. O lo más parecido al caos que podía haber en aquel mundo. Desde que el drav había muerto asesinado —según las malas lenguas— por uno de los administradores de paz, su lujoso palacio, un conjunto de edificios que abarcaba casi tres kilómetros cuadrados, era pasto de las alimañas. Pero no de las que vivían en el desierto de alrededor, sino de las que Telémacus le había dicho a su hijo que daban miedo de verdad: las que vestían ropas nobles, comían todos los días en salones de lujo, e intentaban disimular su condición de chusma de la peor calaña bañándose en perfumes caros.
El drav, como todos los administradores de paz, había sido un amo despiadado, y también un estricto gestor de sus posesiones. Esto no habría sido algo excesivamente malo de no ser porque dentro de esa palabra, «posesiones», los dravs incluían no solo la tierra y todo lo que hubiese sobre ella, sino también a la gente que la habitaba. Para la retorcida mente de un administrador, los seres vivos no eran personas, ni animales, sino «activos»: números que crecían o decrecían en sus libros de cuentas según lo próspera que hubiese sido la temporada.
Para los miembros de su gabinete y sus respectivos clanes de cazarrecompensas, que se habían quedado huérfanos no hacía mucho, la forma que tenían de hacer las cosas en Enómena era la mejor. O si no la mejor, al menos, la única posible. Habían pasado cuatro generaciones desde el Día del Apagón, cuando las naves espaciales dejaron de volar. En aquella época, según contaban los que aún tenían acceso a tales leyendas, Enómena pertenecía a una gigantesca ecúmene galáctica benévola llamada Imperio Gestáltico, compuesta por miles y miles de mundos terraformados extendidos por todo el brazo espiral. Debido a un prodigio —una hechicería, dirían muchos— llamado proyección mnémica, esas naves no tenían que valerse de su propio sistema de impulsión para recorrer aquellas vastas distancias; bastaba con que los miembros de una secta ya extinguida «enlazaran» sus mentes con la de un dios llamado Emperador Gestáltico, y este teleportaba las naves de un sistema solar a otro. Daba igual cómo de inconmensurables fueran las distancias, el Emperador los trasladaba de un punto a otro del camino en un parpadeo.
Gracias a ese milagro, que habían llegado a dar por sentado todos los habitantes del imperio, la gran civilización de las Cinco Ramas de la especie humana florecía prósperamente. La hacía posible. Pero un mal día, sin previo aviso, el milagro se extinguió. Los miembros de aquella secta hoy olvidada intentaron conectar sus mentes con el psykhôs central, y no pudieron. Nadie les respondió. Asustados, se miraron unos a otros rezando porque aquello fuera algo temporal y se restableciera pronto el equilibrio.
Pero este nunca llegó. La teleportación mnémica no volvió a ser posible, y por algún innombrable cataclismo que ni los escolásticos pudieron explicar, los poderes psíquicos desaparecieron del universo. Todo lo que hacía posible sus vidas, su estado de bienestar, su comunicación con mundos muy lejanos, se esfumó de la noche a la mañana. Años después, a los habitantes de Enómena les llegaron ecos de lejanísimas transmisiones de taquiones que contaban cosas espeluznantes sobre una guerra a escala galáctica que, sin embargo, nunca alcanzó a los mundos de la periferia. Si realmente ocurrió un cataclismo semejante, Enómena no se enteró. Estaba demasiado lejos y no tenía ninguna importancia estratégica.
Sencillamente, los olvidaron.
La casta de los drav, y todas las demás que se disputaban el dominio del planeta, fueron una consecuencia de aquello. Enómena, como casi todos los mundos de la periferia, estaba aún a medio terraformar cuando el contacto se cortó. No poseía un equilibrio planetológico sostenible a largo plazo, por lo que muchas de las cosas que se intentaron, fracasaron. La comida escaseó. Los recursos minerales y energéticos se agotaron rápidamente, y no existía una forma fácil de extraerlos del subsuelo. Como muchos líderes desesperados de la época dijeron, cuando uno tiene una fuente inagotable de recursos a un ¡plop! de distancia —entiéndase por tal el ruido que muchos se imaginaban que hacían las naves al saltar—, no se para a pensar que esa fuente en realidad se halla a una distancia tan descomunal que a la mente humana le cuesta entenderla.
Los dravitas y muchos otros clanes de mutantes postmnémicos fueron una consecuencia directa de aquel cataclismo. Nadie, ni los más ancianos eruditos, sabían qué había ocasionado que los derivantes y los portadores más poderosos de aquella época —gente con poderes psíquicos garantizados por unos fantasmas llamados Ids— mutaran en… otras cosas. Sus cuerpos cambiaron, algunos dijeron que por culpa de un poder desatado que estaba contenido en sus cerebros por los Ids y que de repente corrió libre, salvaje. Era la mnémica, ese regalo de los dioses, volviéndose en contra de sus dueños y haciéndoles daño.
De todas las mutaciones que llenaron de repente el ecosistema de Enómena con algo parecido a un biotopo de alienígenas, una de las más aberrantes fue la de los drav: sus antiguos cuerpos homínidos se transmutaron en masas de carne blanda parecidas a gigantescas ensaimadas, con un racimo de ojos central asomando por su parte superior; globos oculares del tamaño de pomelos que nadaban en una solución gelatinosa de color verde oscuro. Algo repulsivo a la vista. Lo curioso era que aquellos engendros, de casi dos metros de diámetro, pensaban con una eficacia y una rapidez dignas de las antiguas computadoras. Y jamás olvidaban nada. La teoría más extendida era que la mnémica había mutado sus cuerpos para que fueran todo cerebro, todo masa encefálica, y el racimo ocular del centro no era sino una concesión a su antigua biología, su «interfaz» para contactar con el mundo.
Por desgracia, con la aceleración del pensamiento también llegó la crueldad, nadie supo por qué. Aquellas masas de neuronas líquidas, en lugar de usar sus capacidades para el bien, las emplearon para canibalizar lo poco que quedaba de la civilización de Enómena y volverse los amos de todo. En lugar de regentes, se convirtieron en tiranos. Y la debacle se aceleró.
De todo lo que habían conseguido los dravitas, lo más estable era lo que llamaban la arquitectura del terror. Era una civilización piramidal basada en la fuerza, donde la base de la pirámide del poder era muchísimo más ancha que la cúspide. El drav era el piramidión de su propio sistema de mando, y por debajo de él estaban sus señores de la guerra, a los que llamaba «administradores de paz», y un interventor general que respondía al gracioso nombre de Intérprete de los Muertos. Entre todos, mantenían el único asomo de orden que había en aquel planeta. Entre todos, gobernaban con mano de hierro y castigaban con extrema crueldad las infracciones.
Lo único que impedía que cualquiera de ellos se alzara como máximo señor de las moscas sobre un imperio de cenizas, como Telémacus bien sabía, era que los drav eran una raza autoexcluyente. Se odiaban a muerte unos a otros. El único propósito que albergaba un drav con respecto a cualquier otro de su misma especie era el asesinato y el exterminio. Por eso competían enconadamente entre sí. Y por eso había varios focos de poder en el mundo y no uno solo. Telémacus daba gracias por ello, y siempre decía que de no ser por ese equilibrio de poderes, los supervivientes del holocausto ya haría tiempo que se habrían extinguido.
No había pasado ni una semana desde que habían encontrado muerto al drav Raccolys, y su reino ya parecía un gallinero. En el interior del palacio había un gran salón de reuniones —que, cuando al drav le apetecía, podía convertirse también en arena de combates—, que en el momento en que entró el Intérprete de los Muertos, subiendo por escalones de basalto hasta una amplia antesala, estaba atestado de dravitas que discutía a grito pelado.
—¡El trono no puede permanecer desocupado tanto tiempo! ¡Debemos nombrar a un sucesor! —gritaban algunos.
—¡Lo primero es encontrar y castigar a los responsables! —les respondían otros.
—¡No! ¡Organización, antes que nada debemos garantizar una organización!
El Intérprete entró en aquel espacio que nunca había conocido la luz del sol, y que solo se iluminaba por el brillo frío de unos hachones de fuego. Caminó despacio y en silencio bajo inmensas palas de metal que movían el aire entre chirridos agudos y fiebre de metales, y trepó hasta un estrado en el que había unos sillares. Solemnemente, tomó asiento. Los sillares ocupaban un segundo lugar con respecto al trono central del drav, que dadas sus características físicas no se parecía en modo alguno a una silla, sino más bien a una pequeña pecera llena de agujas que en tiempos se habían clavado en el cuerpo del líder, monitoreándolo.
Kar N’Kal, el Intérprete de los Muertos, alzó una mano pidiendo paz, y no la bajó hasta que cesó la algarabía. Centenares de ojos, no todos humanos, se posaron en su siniestra y ominosa figura. Los asistentes a la reunión cubrían sus cuerpos o bien con la indumentaria de los cazadores de recompensas y los mercenarios, o bien con prendas que imitaban las de los Señores de las Estrellas: botas altas, capas señoriales, pellizas de piel de toro o borceguíes que les llegaban hasta la rodilla. Los que se creían muy importantes lucían mitras de oro como si fueran coronas.
—Hermanos, calmaos —dijo Kar N’Kal con voz sosegada—. Nuestra organización se enfrenta a una crisis sin precedentes, pues nuestro amado líder ha sido asesinado. Jamás creímos que esto pudiera llegar a suceder, pero ocurrió. Para aquellos que estáis sedientos de venganza, os diré que los culpables serán hallados y debidamente ajusticiados. Para los que estáis preocupados por la inminente invasión del resto de los clanes que aún conservan a su drav (uno de los cuales, y si lo pensáis no andaréis errados, podría estar detrás de esto), os diré lo siguiente: tomaré las medidas pertinentes para proteger el palacio contra un ataque bien organizado. No conseguirán doblegarnos. No nos borrarán de la faz de Enómena.
Eso arrancó un coro de aplausos. Era justo lo que aquella chusma quería oír. En líneas generales, a nivel personal Kar estaba de acuerdo con el discurso que les acababa de soltar… pero con matices. Con importantes matices.
—Queremos que se abra el erario y se contabilicen las recompensas —dijo un cazador, del gremio de los rastreadores de presas—. Raccolys nos debía mucho dinero, y si va a seguir funcionando este mismo sistema, nos deberá más cuando empecemos a cobrarnos las cabezas de los culpables de su asesinato.
Carroña, eso es lo que sois, pensó Kar, mirándolo a él y a los de su clan con disgusto. Solo pensáis en cazar y cobrar. Para quién o por qué, os da exactamente igual. Supongo que la palabra cazarrecompensas define precisamente eso.
—El erario dará para pagaros, no tienes que preocuparte por eso, Bloush —le dijo de mala gana—. Tú y tus hermanos de profesión podéis estar tranquilos. De hecho, podéis salir ya ahí fuera a empezar la temporada de caza. Sabéis que los culpables de este desastre siguen libres, y que quienes los contrataron seguro que están ahora mismo celebrando su victoria. Cada segundo que pasa, es un segundo más que están disfrutando de una vida que nos les pertenece.
El cazador se puso en pie. Pertenecía a otra de las mutaciones de Enómena, unos seres que existían solo desde el Día del Apagón y que eran conocidos como ragkordis: humanoides con la cabeza deformada hacia atrás y órganos sensoriales situados en los hombros y alrededor de las caderas, en lugar de en el centro de la cara. Allí, donde deberían haber estado sus ojos si fueran humanos normales, había una especie de vulva con unos labios que se abrían en iris, y que en lugar de órganos sexuales contenía un diencéfalo troncoidal que, según lo que se contaba de ellos, les permitía captar ondas de radio y otras frecuencias mucho más débiles, así como transmitir también en ellas. Los ragkordis eran aparatos de radio vivientes.
—El árbol de pruebas aún no ha sido demostrado —dijo—, pero creo que todos en esta sala sabemos quiénes son los candidatos más probables: Darok, Ursa y Qamleq, los tres señores del crimen de las Tierras Baldías. —Al oír esos nombres, la gente hizo asentimientos con la cabeza y empezó a murmurar—. Desde hace muchos años codician los terrenos pertenecientes a Raccolys, y han luchado por ellos en más de una ocasión.
—Tienes razón, son los candidatos más probables —admitió el Intérprete—, pero eso no los convierte directamente en culpables. Si alguno de vosotros comienza una cacería sagrada contra ellos, podría acelerar lo que todos sabemos que acabará ocurriendo: la guerra entre clanes. Y no nos conviene que dé comienzo… aún.
—¡Pamplinas! Una acción rápida y brutal suele ser el mejor atajo para conseguir la victoria. ¡Ahora mismo, antes de que tengan tiempo de preguntarse qué vamos a hacer! Decapitemos a esas tres serpientes y sus reinos caerán también en el caos. Entonces jugaremos en igualdad de condiciones.
«¡Sí, acción, acción!», gritaron los presentes, poseídos por una rabiosa ansiedad de llevar a cabo alguna acción, la que fuera, para que diera la sensación de que los antiguos siervos de Raccolys no estaban paralizados por el miedo. Pero Kar N’Kal no estaba seguro: una respuesta rápida y salvaje transmitiría un mensaje contundente a sus enemigos, sí. Pero ¿y si se equivocaban de blanco? ¿Y si atacaban a algún clan que podría ser su aliado en la futura guerra contra los demás? Aunque la familia de Raccolys era numerosa, y su palacio un gran bastión, en realidad no tenían nada que hacer si los otros drav los atacaban en masa. Los aniquilarían, y esa, por mucho que a los administradores de paz allí presentes no les gustara oírlo, era una certeza matemática.
Se levantó para pedir paz. Esta vez le costó más conseguir que se callaran. Cuando su voz volvió a ser audible, exclamó:
—¡Tranquilizaos, hermanos! Las retribuciones de sangre serán exigidas y las cabezas culpables debidamente empaladas. No podemos arriesgarnos a dar un paso en falso. Tenemos que averiguar quién mató a nuestro amo, y por qué, y yo en persona autorizaré la cacería sagrada. ¡Debemos ser sensatos, o nuestra rabia se volverá contra nosotros!
Esas palabras no calaron bien entre la audiencia, que se levantó en masa y empezó a protestar a grito pelado, algunos incluso a insultarse y a empujarse. Algunas armas fueron desenfundadas mientras el Intérprete sacudía con decepción la cabeza. No, aquello no estaba saliendo bien. Tendría que hablar con los maestros cazadores aparte, a solas, para intentar conformar un plan de acción que…
Unos estampidos resonaron en las grandes puertas dobles del salón. Alguien quería entrar, y quería que todo el mundo se diera cuenta.
Un esclavo salió a ver quién era, pero un empujón lo hizo entrar de nuevo rodando por el suelo. Las puertas se abrieron lo justo como para dejar pasar una única figura humana, delgada y no demasiado alta, pero enfundada en una armadura con musculatura inteligente de diamadio y placas de blindaje antiláser. Su silueta era indudablemente la de una mujer, y tenía la cabeza cubierta por un casco ceremonial endhary, un óvalo de metal líquido que iba cambiando conforme la luz incidía sobre él.
Todo el mundo se quedó mudo, paralizado del asombro, mirando a la recién llegada. Su reputación la precedía, eso el Intérprete lo tenía muy claro: era la cazadora más famosa del planeta, Arthemis de Ésfenox. Y traía un saco agarrado con una mano, un saco manchado por la parte inferior de rojo.
Arthemis se detuvo en medio del enorme semicírculo, repasó a los presentes con la mirada, y arrojó el saco a los pies del Intérprete de los Muertos. Al abrirse dejó salir rodando tres cabezas cercenadas, cuya identidad arrancó una exclamación de todos los presentes: eran Darok, Ursa y Qamleq. O lo que quedaba de ellos.
—Uauh —murmuró Bloush—. Menuda entrada.
Kar N’Kal miró de hito en hito a la cazarrecompensas, e iba a decir algo, pero esta se le adelantó.
—El tiempo para los debates acabó hace días. —El casco de metal líquido le deformaba la voz—. Mientras vosotros perdíais el tiempo hablando, yo he estado trabajando. Y aquí está la prueba.
—P… pero… ¡qué has hecho! —explotó el Intérprete, tirándose con furia de los cabellos anudados en tirabuzones—. ¡Cómo te has atrevido a tomar esta clase de iniciativa, sin… sin un contrato previo, sin una cacería sagrada!
—Déjate de monsergas, Kary. No te atrevas a contaminar el aire con tus estupideces. Esto era lo que había de hacerse, y yo lo he hecho. Mañana mismo tenemos que marchar sobre el resto de los clanes e invadirlos, antes de que se recuperen del shock.
—¿Así por las buenas? ¿Y cómo pretendes ganar esta lucha? ¿Aniquilándolos a todos a la vez?
Suponiendo que la muerte de Arthemis era lo que decretaría el Intérprete de un momento a otro, e intentando ganarse su favor, uno de los mercenarios atacó a la cazadora a traición: su látigo neural restalló en el aire, lanzándose como una cobra sobre la mujer. Pero esta reaccionó a una velocidad que solo una armadura con estructura muscular controlada por sapiencial podía conseguir, y atrapó la punta del látigo en el aire. Con un segundo movimiento igual de veloz, desenfundó una pistola de pulsos y lanzó un rayo a los pies del mercenario. No golpeó su cuerpo, sino al control que abría la trampilla que conducía a las mazmorras y criaderos de abajo, donde el drav almacenaba a los «activos» que quería traer como diversiones a su arena particular… y a las criaturas que debidamente los devorarían.
El mercenario cayó y se quedó atrapado por la trampilla cuando volvió a cerrarse. Durante un par de segundos gritó pidiendo ayuda, hasta que algo arrancó la mitad inferior de su cuerpo de un mordisco y se la tragó, y él dejó de moverse.
La cazadora se sentó en una silla y puso los pies, cruzados, sobre el respaldo de la de delante.
—A la vez no —respondió a la pregunta de Kar N’Kal—. De uno en uno.
Los demás cazadores estallaron en risas e hicieron gestos de respeto hacia Arthemis. Se notaba que la admiraban mucho. El propio Bloush le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, a modo de saludo, que ella devolvió. Kar N’Kal estaba de los nervios, como el resto de los administradores de paz allí presentes. ¡Guerreros! No había quien los entendiera. Un psicótico instinto suicida los impulsaba a entrar en combate y a meterse en las situaciones más desagradables sin pensar en las consecuencias. La guerra era su sustento, y el peligro su diversión. Los despreciaba profundamente, pero no podía quitárselos de encima. Los necesitaría más que nunca, ahora que la guerra con los otros clanes era una certeza.
—¿Y cómo pretendes empezar tu absurda invasión, Arthemis? —le preguntó, el veneno rezumando de su boca.
El casco de la cazadora giró hacia él. No tenía ojos ni ningún rasgo facial, solo reflejos resbalando por su superficie como plata pura.
—Pues como empiezan todas las guerras: reclutando un ejército.
2. ANTIGUAS RELIQUIAS DE LOS ANCIANOS
TELÉMACUS
¿Cómo distinguir la leyenda de los hechos en esos mundos tan alejados en el tiempo? Planetas que para el resto de la ecúmene eran solo destellos diamantinos perdidos entre el polvo de miles de estrellas, cuyo pasado era un mito y su futuro una incógnita. Mundos donde lo irracional oscurece la brecha de los tiempos, con escasos medios más allá de su cultura y sus despojos para averiguar quiénes eran y hacia dónde se dirigían…
El hecho de vivir allí suponía un doble desafío, sobre todo para las mentes inquietas, ansiosas de conocimientos. Por un lado estaba la fatalidad de la lucha diaria por la supervivencia, que no resultaba fácil para ninguno de sus habitantes, estuvieran en el estrato social que estuvieran. La vida era difícil tanto para los campesinos y los pescadores cero g como para los caciques cuya existencia estaba constantemente amenazada por otros de su misma calaña. Por otro lado, si uno poseía un cerebro inquieto que se preguntaba si eso era todo, si no había nada más a lo que pudieran aspirar, la existencia era una frustración constante, un eterno preguntarse «dónde estaríamos ahora si esa edad dorada de la que hablaban nuestros ancestros no se hubiese colapsado».
Si bien vivir en una sociedad arcaica que no conoce nada más ni tiene otros puntos de referencia es duro, la sensación se acrecienta cuando uno sabe positivamente que hubo algo más, un marco muchísimo más grande al que pertenecieron pero que ya se extinguió, y que nunca volvería a resurgir. Una tribu que ha vivido desde tiempos inmemoriales en una selva sin conocer nada salvo a ella misma no anhelará nada más, no tendrá sueños con un mundo más sofisticado y perfecto. Pero los habitantes de Enómena sabían que eran el despojo de una civilización anterior. La tecnología remanente estaba ahí para demostrarlo: motores que operaban con una ciencia que ellos habían olvidado y que eran incapaces de replicar; armas que disparaban rayos letales capaces de desintegrar la materia sólida pero cuyo principio físico era el mismo que el del milagro; robots oxidados que aún funcionaban pero que nadie sabía cómo reparar si se estropeaban; naves que nunca más podrían volar y cuyos restos descansaban como dinosaurios muertos en medio de las llanuras…
Eran lo que quedó de algo gigantesco que se vino abajo. Y esa certeza les dolía más que sus precarias condiciones de vida. Porque no es lo mismo vivir sumidos en una ingenua ignorancia y jamás haber tenido nada, que haberlo tenido todo y sentir que un día lo perdieron. O —peor aún— que les fue arrebatado.
Su mundo estaba lleno de pruebas de que ese pasado glorioso realmente existió. Por ejemplo, lo que los pueblos dispersos por su superficie llamaban el Hilo, una cuerda muy fina que partía del suelo y que ascendía hasta el cielo, y que se podía ver en el horizonte desde cualquier punto del continente. Nadie sabía lo que era el Hilo, ni quién lo había construido, pero alrededor de él gravitaban mil religiones. En ese mismo saco se podría meter mucho más aparte de la tecnología que usaban diariamente, como los motores que les proporcionaban electricidad y que funcionaban mirando directamente al sol, o los camiones sin ruedas que flotaban a un metro del suelo, capaces de transportar voluminosas cargas sin apoyarse en la tierra. Si uno se alejaba de los enclaves civilizados y se internaba en las zonas inexploradas del planeta, como un arqueólogo avanzando entre ruinas milenarias, podía toparse de repente con una ciudadela muerta o con una nave estrellada entre densas marañas de follaje. La inesperada geometría de un ala o de un tren de aterrizaje podía sorprenderlo, y una compuerta oxidada podía representar un acceso al imposible titilar de un motor de fusión, o al destello cuántico de una mente inorgánica.
Pero todas esas maravillas estaban llenas de peligros, y eran pocos los exploradores que dedicaban su vida a recorrer el mundo buscándolas. Solo habían pasado unos cuantos siglos desde el Día del Apagón, pero resultaba sorprendente cómo se habían perdido los recuerdos, y a qué increíble velocidad había quedado cubierto todo por una pátina de oscurantismo milenario. El Hilo, aquel coloso enigmático, se alzaba sobre todos ellos más allá de los grandes desiertos para recordarles constantemente la falta de lógica que tenía su existencia.
Mientras atracaba la barca en el muelle de su aldea, Telémacus alzó la vista al cielo y vio pasar el Carro de Diamantes, una procesión de cinco destellos que cruzaban de una punta a otra la bóveda celeste a intervalos regulares. Todos los habitantes de la aldea convenían que no era un fenómeno natural. Había una antigua leyenda que afirmaba que ese tren de luces no estaba formado por asteroides ni pequeñas lunas, ni tampoco por dioses montados en sus carros, sino por naves translumínicas de gran tamaño que llevaban orbitando Enómena desde los tiempos del gran apagón. Esa misma leyenda las había transformado en objetos de culto, e inculcaba disparatadas fantasías en la mente de los que las observaban.
Desde niño, Telémacus había oído historias sobre esas cinco naves y los supuestos tesoros que contendrían. «Circunnavegadoras solares», era su nombre antiguo. La imaginación popular, con el paso de las décadas, las había poblado con criaturas de angelical presencia o con demonios aterradores. Y había llenado sus bodegas con tantas maravillas tecnológicas que, si solo a una de ellas le diese por descender a tierra un día de estos, cambiaría para siempre la faz del planeta devolviéndolo a su esplendor pasado.
Sueños de salvajes atrasados.
Telémacus era un hombre demasiado práctico como para creerse esos bulos. Él había tenido acceso a un telescopio, una vez, una reliquia que guardaba la místar de su aldea, la guardiana de las tradiciones. Y lo había usado para escrutar el cielo en busca de huellas de ese pasado glorioso. Al enfocarlo hacia los cinco diamantes, comprobó que efectivamente eran objetos metálicos y de perfil irregular, demasiado proporcionado y geométrico como para tratarse de objetos naturales. Eran naves espaciales, no cabía duda, y además de enorme tamaño. Pero estaban muertas. No había ni una sola luz en su fuselaje, ni estelas de impulso en sus motores. Si algunas vez contuvieron vida, esta se había extinguido hacía tiempo o estaba dormida esperando quién sabía qué.
Esas naves nunca bajarían a tierra. Si pudieran hacerlo, o si sus tripulaciones quisieran hacerlo, habría sucedido hacía mucho tiempo. Y no había ningún aparato en Enómena capaz de alcanzar esa órbita. Los únicos ingenios voladores que existían los tenían los zsama, una tribu de los cañones ventosos del sur, y eran poco más que aviones que sí, que podían elevarse a gran altura, pero bajo ningún concepto salir al espacio exterior. Y también algunos tópteros de vuelo bajo que estaban en posesión de los dravitas y que usaban en sus incursiones en busca de esclavos.
Como decía, Telémacus era un hombre práctico. Y hacía mucho que había dejado de soñar con ese hipotético día en que la mnémica volvería a funcionar, y los cielos se abrirían para que descendieran naves llenas de ángeles que afirmarían ser sus primos del Imperio Gestáltico, que venían para sacarlos de aquel erial y llevarlos de vuelta al paraíso.
Sueños de viejas.
Atracó la barca en el muelle y la aseguró atando una cuerda a la pera del contrapeso. Unos bancos de anémonas cristalinas brillaban como triunfales cristales inteligentes. Su hijo saltó de manera experta a tierra firme, llevándose los sacos vacíos como prueba del fracaso de su expedición. Los demás marineros se asombraron al ver los impactos negruzcos que aún echaban humo, y que las armas láser había dejado como recuerdo en la quilla.
—¿Otra vez piratas, Olfhen? —le preguntó un compañero con el que solía salir a faenar.
—No, algo peor: dravitas.
La sola mención de ese nombre bastó para que todo el mundo en el muelle se tensara.
—¿Cerca de aquí? ¿Hablaste con ellos?
—Hablar es un término muy eufemístico para esto —gruñó, raspando con el dedo el manchón negruzco de un láser—. ¿Sabéis si la místar está arriba, en el templo?
Le dijeron que sí, que estaría preparando las ceremonias religiosas del cambio de estación. Telémacus mandó a su hijo a casa para que le dijera a su madre que no se preocupara, que iría después a verla, y subió corriendo las escaleras hasta el templo. Los lumitas tenían un panteón de dioses heredados de la edad antigua, cuyos nombres habían sido los mismos de los Arcontes del Emperador Gestáltico. Aquellas potencias, igual que quienes las adoraban, poseían una sociedad oligárquica rígidamente estratificada.
Entró en el edificio de piedra y lo primero que le llamó la atención fue la humedad: una fría brisa hacía vacilar los fuegos de los pebeteros, presagiando la agitación de la primavera. La mohosa fragancia de los tapices de hierba que colgaban de las paredes recordaba el dulce abrazo de los bosques. En medio de la sala había una mujer de espaldas, vieja pero no consumida por la edad, con la piel tatuada —ella misma era un evangelio lleno de historias— y un cabello que empezaba a ralear. Su rostro solía mostrar una calma adusta, pero de vez en cuando era traspasado por el relámpago de emociones intensas que no tenían un origen claro. Ser una persona apasionada era un privilegio que todos daban por sentado en una místar.
—¡Telémacus! Solo tú logras pisar con tanta fuerza en las baldosas como si quisieras ser el último en usarlas. ¿Has cambiado de idea sobre lo de asistirme esta noche en las ceremonias?
—Me temo que no, Liánfal. Traigo malas noticias.
Ella puso cara de reproche.
—No me gusta que digas esas cosas, me arruinas el delicado estado emocional que necesita la liturgia.
—Ojalá no fuera heraldo de esta clase de noticias, pero así lo han dispuesto los dioses: los dravitas dieron conmigo, otra vez. Me pidieron que volviera con ellos. Que lo dejara todo atrás, incluyendo a mi hijo, y volviera a unirme a sus filas.
La místar dio por perdido su precioso equilibrio emocional y cerró el libro de las ceremonias. Era un volumen escrito en piel de saurio marino, lleno de jeroglíficos que solo unos pocos sabían interpretar. Había quien decía que algunas azoras ni siquiera tenían traducción a sonidos, sino que eran igualdades matemáticas que demostraban ideas filosóficas, pero la única que estaba segura de eso era Liánfal.
—Por supuesto, te negaste —dijo con un resoplido—. Es lo que yo habría hecho.
—Me negué, sí. Y no se lo tomaron bien.
—¿Sobrevivió alguno? —Lo dijo con sorna, y con ese puntito de confianza de quien conocía lo suficiente del pasado oculto del cazador como para saber a qué se exponían quienes lo desafiaban.
Telémacus cogió un pedazo del pan duro que se usaba en la liturgia y empezó a roerlo. Era una afrenta contra el templo, pero sabía que la sacerdotisa no se lo reprocharía.
—Creo que no. Tuvieron la mala suerte de atacarme en la vertical de la cueva de una bestia Romy. Su barco se hundió. —Recordó el ataque, el desastre, las decenas de cuerpos que se quedaron flotando en la capa de ingravidez. En un mar cero g no podías hundirte como en los de agua, así que un náufrago podía pasarse literalmente días flotando hasta que se muriera de hambre o lo rescataran. El problema era cuando tenías una bestia tentacular bajo tus pies que sabía que tenía todo el tiempo del mundo para pescar a sus presas, según le fuera entrando hambre.
—Ya. Qué pena. —La mujer se frotó la cara, intentando hacer oídos sordos a las voces de sus antepasados que le estaban diciendo que se lo habían advertido: que aquel extranjero de turbio pasado solo podría traerles la ruina a largo plazo. Que tendrían que haberlo expulsado de la aldea en cuanto llegó. Sí, claro, contestó a los espíritus, malhumorada: Y todas las cosas buenas que este hombre ha hecho por nosotros las olvidamos cuando nos conviene, ¿no?—. Sé sincero, amigo mío: ¿volverán en mayor número? ¿Vendrán a buscarte aquí?
Él asintió.
—Me temo que sí. Entre los que murieron estaba Radhus Sfilgam, uno de los administradores de paz del Intérprete de los Muertos. No dejarán pasar esa afrenta. —Tiró el pan duro al interior de una vasija ceremonial—. Pero no te preocupes: me marcharé de la aldea junto con mi familia mañana. Solo se ha desatado una tormenta que llevaba años gestándose; nada que me coja por sorpresa.
La mujer aventó el aire con las manos, pidiendo calma. Le gustaría acudir a su libro sagrado para resolver esto, como hacía con otros problemas, pero por desgracia no contenía este tipo de respuestas. Habría que acudir a otro libro mucho más completo y apto para cualquier eventualidad: el sentido común.
—Espera, no te precipites… Déjame darle un par de vueltas y consultarlo con la almohada. A lo mejor hay una solución intermedia que no implique el exterminio en represalia de nuestra tribu, ni que tengas que huir con tu esposa y tu hijo.
—Con esas bestias no sirve la sutileza, vieja amiga, y lo sabes. Y el misticismo no va a ayudarte en esta ocasión. La mejor opción para todos es que yo escoja el exilio y que vosotros no digáis nada. Confianza por ambas partes, o por ninguna.
Los ayudantes del templo estaban allí, tiesos como estalagmitas e intentando ignorar la conversación pero sin perderse un ápice de ella. Como no quería que estos problemas se convirtieran en el cotilleo de moda, Liánfal cambió al lenguaje inframatemático de sus antepasados, el Interlac-13. Era la lengua de una raza ya extinta cuyos logros matemáticos habían inducido el uso de sus expresiones en todo el sistema, de modo que tenían palabras que mezclaban verbos enraíticos cúbicos con sustantivos logarítmicos neperianos. Muy pocos lo conocían, pero era un nexo de unión entre Telémacus y ella.
—{Aunque te marches de aquí} =mañana mismo/, si quieren hacernos daño/ lo (harán):sup:3. Represalias, se llama [eso=0]. Y no podremos hacer {nada por defendernos}. Tú eres nuestro único ʆ2guerrero.
—Ʃ(Ya) —le respondió en el mismo idioma—. Pero {yo solo}/4 no puedo con todo el clan ʆ2dravita. Otra opción [sería=0] >entregarme, ir por mi propio <pie> al palacio de Raccolys a {pedir perdón}… pero ya sabes las (consecuencias que tendría eso)ʯ. Me matarían tras un (juicio=sumarísimo) donde las dos opciones no serían a)1 inocente y a)2 culpable, sino b)x culpable y b)y súper culpable.
Ella lo miró con dureza.
—<Entonces>, ¿qué {opciones} nos quedan? ¿*Esperar* un milagro/2? Ʃ¿Suplicar por la #clemencia del ʆ2drav?
—No lo sé. [Ellos]:sup:3 no conocen el (=significado) de esa palabra. Dame tiempo /para pensarlo/. Necesito entrar en el {santuario de las reliquias}. No sé por qué, pero hay algo en ellas<yX que siempre me ha ayudado a concentrarme, √(a limpiar mi mente) de todo lo superfluo y enfocarla en una /sola cosa‰.
La mujer se echó a un lado, inclinándose el grado suficiente como para demostrar que no estaba acostumbrada a hacerlo. Le señaló una puerta lateral, y obsequiosamente le indicó el camino.
—Hazlo. Yo hablaré con tu esposa. Quizá así salgamos todos ganando. —Esto lo dijo otra vez en lumita. Telémacus le dio las gracias y atravesó la puerta, pasando a otra habitación apenas iluminada por unas velas.
No había término en lengua conocida que le hiciera justicia a aquel cubículo. Algunos lo llamarían ermita, pero no era esa su función. Otros dirían que era un simple almacén para los objetos sagrados de la tribu, pero eso también se le quedaba por debajo. Para Telémacus era un lugar donde la místar tenía almacenadas las reliquias sagradas, pero no estaba pensado para que la gente acudiera allí a adorarlas, ni tampoco para mantenerlas separadas del pueblo.
Se puso en cuclillas y colocó las manos en las rodillas. Miró al frente, a las tres reliquias, y una vez más trató de enfrentarse a sus secretos, a su misterio. Hermética e incontrovertible, la historia de aquellos objetos desafiaba a cualquiera que intentara buscarles alguna lógica. Por un lado estaba el Engranaje de Polidio, un fragmento de motor de nave estelar apenas un poco más pequeño que un humano adulto, y que era imposible tocarlo con las manos desnudas porque siempre, siempre soltaba una descarga que podía dejar sin sentido al lumita más fornido. Tras un periodo de inconsciencia lleno de sueños raros, algunos afirmaban que proféticos, el objeto te devolvía sentido tras sentido hasta completar los cinco… pero siempre se quedaba con una parte de ti, muy pequeñita. Algo que tú perdías para siempre y que a él lo hacía más misterioso.
Luego, estaba el Casco del Tecnomante, un yelmo de piloto espacial medio quemado que aún tenía unas manchas negras por la parte de dentro, que podrían ser restos de la sangre de su dueño. Nadie conocía la identidad de este, solo se sabía que el casco había sido recuperado por un buscador en una nave estrellada en el desierto, aventura que le había costado un brazo, una pierna y las ganas de seguir buscando. Estaba considerado un «objeto sagrado» porque quien lo usaba, al rato de tenerlo puesto empezaba a sentir una conexión con una mente superior, una conciencia distinta a la suya. Esa mente, que muchos creían la de Dios, le hacía preguntas e intentaba mostrarle imágenes inexplicables, llenas de figuras geométricas y diagramas que flotaban en su campo de visión. Había muchos que se habían vuelto fanáticamente devotos tras asistir a esos prodigios. Por eso veneraban al Casco.
Telémacus provenía de otro sistema cultural, un poco más avanzado —o menos subdesarrollado, según se mirara— que el de los lumitas, y sospechaba que eso no era más que un interfaz neural que aún seguía funcionando en la circuitería de aquel trasto viejo, y que cuando alguien se lo ponía intentaba conectar con su cerebro para transmitirle sus últimos informes sobre el estado de la nave. Pero no se lo iba a decir a aquella buena gente. Ellos necesitaban sus apoteosis religiosas para poder seguir adelante tanto como él sus truchas cero g. El ateísmo era un privilegio de los pueblos avanzados y su estado de bienestar, nunca surgía de aquellas tribus.
Pero de las tres reliquias, la que más sobrecogía al pescador era la que llamaban el Tapiz de Sílice. Era básicamente una placa vertical de un material dorado al que llamaban sílice solo por buscarle un símil, porque nadie conocía su auténtica naturaleza. A veces parecía una cortina sólida de luz fluctuante que ondeaba por la cámara como un chaparrón líquido, creando oníricas sombras que deambulaban por sus propios medios por las esquinas de la habitación. Estaba tatuada con lo que parecían jeroglíficos, aunque a Telémacus le recordaban más a circuitos integrados. Tejidos matemáticos que fluctuaban a la luz en retirada.
El Tapiz conservaba algún tipo de energía interna, de eso tanto él como Liánfal estaban seguros. Tenían la teoría de que se trataba de un fragmento del cerebro de una nave translumínica, quizás una rodaja de su prodigiosa personalidad IA que había caído del cielo cuando el resto de su cuerpo explotó. Unos peregrinos la habían encontrado flotando en el mar ingrávido y había acabado allí. En una página del libro de Liánfal había escrita una frase tan críptica que podía aplicarse sin muchos problemas a aquel objeto: «Inteligencia artificial basada en nanoeventos». Pero como nadie sabía lo que significaba eso, tanto podía ajustársele como un guante como ser una tontería digna de un idiota.
Ninguno de los tres objetos era interactivo, ni siquiera el casco. No servían para nada, ni respondían a ningún estímulo. Como cualquier objeto sacro, simplemente estaban allí, protegidos tras el velo de su propia inaplicabilidad. La gente se sentaba y los miraba, y solo con eso había quien se llevaba de aquella habitación un beneficio que no tenía al venir.
Telémacus se frotó los ojos, cansado. Era un agotamiento psicológico, no físico. Cuando huyó de los dravitas, en el pasado, encontró refugio entre aquellas buenas gentes, que le habían proporcionado algo que ni todo el oro del universo podía comprar: tranquilidad. Reposo. Incluso una familia. Durante un tiempo pensó que aquella prosperidad basada en el anonimato duraría para siempre, o al menos hasta que su hijo Veldram creciera y pudiera valerse por sí mismo, pero la ilusión se rompió antes de tiempo. Ahora no solo había puesto en peligro a su familia, sino también a todos los lumitas, pues era costumbre entre los clanes de los dravs el castigar a todo el colectivo por la infracción de uno solo de sus miembros.
Mañana reuniría al consejo de ancianos y se lo diría. Les plantearía el problema de la manera más sencilla y directa posible: si querían escapar a la ira de los dravitas, tendrían que emigrar a otros territorios más lejanos. Al sur, tal vez, a las Montañas de Cinabrio. O al oeste, a los archipiélagos móviles de las gigantescas anémonas-isla, animales tan inmensos que sobre sus caparazones cabían poblados enteros. Ya había habitantes sobre ellas que buscaban una simbiosis perfecta con su organismo-isla. Seguro que si se ponían a ello, los lumitas encontrarían una anémona joven que no hubiese sido colonizada todavía.
Por supuesto, esto les sentaría a sus conciudadanos como una patada en sus partes nobles. Se enfadarían muchísimo con él y algunos hasta exigirían su cabeza. Pero tenía una poderosa aliada, Liánfal, una mujer cuya palabra siempre era tenida en cuenta. Mientras ella lo apoyara, las voces más radicales del concejo no se atreverían a exigirle que se entregara a los dravitas. Pero que todos tendrían que huir, eso era algo seguro.
¿Este era el mundo que quería legarle a su hijo? ¿Por qué todos los intentos por sacar orden del caos se saldaban con un estrepitoso fracaso? ¿Acaso la ambición de los codiciosos hacía todo lo posible por contrarrestar los intentos de la gente buena por cambiar las cosas, para no tener que salir nunca de la barbarie?
Telémacus se había dado la vuelta para salir del pequeño santuario cuando un sonido lo alertó. Era una palpitación que se sentía más dentro de su propio cuerpo que en el aire, como si fuera una sensación mística que lo tocase con muda persistencia. Llegó acompañada por un crepitar de ecos, como el balanceo de una campana tubular oído desde muy lejos. Era un tic-tic-tic rítmico.
Lentamente, el lumita —aunque no perteneciera a la tribu, le gustaba que lo llamaran así— se giró sobre sus talones.
Los ojos se abrieron como platos cuando vio que había un brillo inusual en el Tapiz de Sílice. Liebres blancas zigzagueaban por el laberinto de circuitos como las pinceladas de algún críptico lenguaje. Parecían versos hechos de electricidad entonados por una voz ajena a la noche. Un puñado de sílabas primitivas dispersas como una pregunta formulada al aire húmedo.
El hombre retrocedió hasta darse en la cabeza con el dintel de la puerta, salió tambaleándose y señalando siempre hacia dentro. Liánfal terminó de echarle un rapapolvo a un acólito que había hecho las cosas al revés, y lo miró, extrañada.
—¿Qué pasa, amigo mío? ¿Tu edad te exalta, despojándote de síntomas físicos y llenándote de problemas mentales? —le preguntó con una sonrisa. Pero entonces advirtió, por su expresión, que el pescador no estaba para bromas.
Algo muy gordo estaba pasando.
—Mira —le dijo simplemente Telémacus, y se echó a un lado.
La cara de la sacerdotisa se demudó. No es que se le vaciara meramente la sonrisa, es que ni siquiera dejó una ondulación de piel en su lugar. Sus pupilas estaban clavadas en la reliquia que emitía aquel pulso de luz y aquella música de campanas tubulares. El objeto hablaba, estaba emitiendo una señal. Jamás había hecho nada parecido desde que conocían su existencia.
—¡Es… está vivo! ¡Canta! —exclamó la místar.
—Algo lo ha hecho activarse. Quizá una señal que esté captando de otro lugar.
—Sí, ¿pero de dónde? T… tenemos que avisar a todos de esto. Que lo vean antes de que cese. ¡Llamad al consejo, rápido! —les gritó a los acólitos.
Telémacus salió corriendo del templo mientras su mente descartaba la dimensión religiosa del asunto y se hacía preguntas prácticas: ¿qué había pasado para que un pedazo de tecnología volviera a la vida tras tantos siglos? ¿Qué había cambiado? ¿Y por qué de las tres reliquias la única que reaccionaba a ello era la de los circuitos semilíquidos?
Era el típico misterio que podían pasarse el resto de la vida intentando explicar. Pero una cosa era segura: entre esto y la visita de los dravitas, la vida de Telémacus ya no volvería a ser la misma. A veces, el destino no te sugería cosas cuando quería forzarte a un cambio. Simplemente, te atropellaba con ellas. Y era problema tuyo si sobrevivías o no.
ARTHEMIS
Amrá era el sol, que tenía una relación nupcial con un segundo objeto luminoso más pequeño y cuya órbita debía ser extremadamente rara y excéntrica, una especie de óvalo, pues lo cierto era que apenas entraba en el sistema. Solo se lo veía acercarse a su hermano mayor una vez cada diez años, y entonces las cercanías del sol se convertían en una fiesta de abalorios de oro macizo y tapices de auroras boreales tejidos en el vacío. A este segundo objeto lo habían bautizado Thyle, nombre que tenía dos significados, uno más noble —el pájaro de fuego que vuela por el firmamento— y otro más jocoso —se llamaba así al proverbial cuñado que uno nunca espera y que aparece de vez en cuando para tocar las narices—. Enómena, con sus dos lunas gemelas, era el segundo planeta en orden después de una roca calcinada a la que llamaban Rigolastra, «el broche resplandeciente», cuyo movimiento de traslación siempre presentaba la misma cara a la estrella, por lo que en su cara oculta había fondos de cráteres lo suficientemente fríos como para que en ellos hubiera hielo, a pesar de que todo a su alrededor eran lagos de metal fundido.
Enómena estaba en la franja de la vida, en su extremo cálido, y con una terraformación lo suficientemente avanzada —aunque caótica— como para no parecer una simulación descartada en la mente de un sapiencial. Y luego estaban Gotrys y Sarpedón, dos bolas de dióxido de carbono con tormentas de ácido sulfúrico y sin campos magnéticos perceptibles, que eran las joyas del firmamento por una cualidad singular: sus órbitas corrían paralelas, muy cercana la una a la otra, y estaban enlazadas por una cadena de asteroides que se doblaba sobre sí misma adoptando la forma de un doble ocho. De los planetas del sistema, eran los únicos que compartían un nombre común, la Dumbara o «presea de los amantes», pues vistos desde la distancia eran como dos hermanas enlazadas por un collar.
Las seguía un cinturón de asteroides cuya silueta distaba mucho de ser redonda, pues la llegada cíclica de Thyle lo deformaba convirtiéndolo en algo parecido a un cardiograma. Más allá estaban los dos únicos gigantes gaseosos de que disponía el sistema, el primero con un doble anillo que parecía oro blanco con incrustaciones de diamante extrusionado, y una sola luna visible, Amaltea, puntuada por un acné de bronce de cañón, monel y peltre. El campo magnético de esta luna, siglos atrás, estuvo rodeado por un misterio que dejó asombrados a los astrónomos de aquel entonces, pues se extendía en ondas por fuera del planeta… y quizás fuera un efecto de pareidolia típico de los cerebros humanos, pero lo cierto era que visto en perspectiva recordaba poderosamente a la cara de una mujer que entonase una canción dedicada a las estrellas.
Más allá, hacia las negras profundidades del espacio… solo polvo cometario que brillaba como láminas de esquisto, y unos objetos planetesimales tan diminutos que ni siquiera tenían nombre, y que parecían puntos suspensivos al final de esa frase que era el sistema estelar de Enómena.
Este planeta era el único habitable, y por eso tenía el privilegio de darle nombre al sistema. Antes del Día del Apagón pudieron existir enclaves habitados más allá, incluso en la infernal superficie de Rigolastra, que seguro que estaba abarrotada de minerales preciosos, o en las caras gemelas que se besaban de la Dumbara, con su alianza de asteroides. Pero si esos enclaves existieron, hacía siglos que no se sabía nada de ellos. Solo los rememoraban unos tapices tejidos como trajes ceremoniales, que colgaban de las paredes de algunos templos, y que parecían batallas entre coloridos monstruos. Para la gran mayoría de los habitantes de Enómena, sin embargo, eran solo eso: figuras míticas sin relación con ningún logro científico.
El palacio-fortaleza del drav Raccolys —había que gritar «¡Que en paz descanse!» con fervor cada vez que se pronunciara ese nombre, o te ganabas la cárcel— era en realidad un amasijo de edificios. Se parecía mucho al Kon-glomerado, la ciudadela donde vivía el clan rival de los Kon, y cuyo palacio tenía una arquitectura parecida. La masa central era una pirámide truncada con un espaciopuerto en la cima, que hoy en día solo era utilizado por los aviones de los zsama, cuando venían a rendirle pleitesía al drav y a pagar sus tributos, y por los zepelines de guerra y los tópteros dravitas, su única fuerza aérea. Desde su punto más alto podían verse a lo lejos los fuegos de los barrancos de Devianys, unos profundos cañones en los que ardía desde hacía siglos la basura del periodo de colonización del planeta, que nadie podía ni sabía cómo apagar. Ese incendio se había originado en uno de los barrancos por causas desconocidas, después de que los primeros colonos metieran allí todos los residuos de su civilización, y llevaba lanzando humo y partículas tóxicas a la atmósfera ni se sabía el tiempo. ¡Que arda y se consuma por sí solo!, era lo que decía todo el mundo. Pero llevaba muchos años haciéndolo, y no parecía que fuera a extinguirse nunca.
Al edificio central del palacio lo escoltaban cinco torres de planta triangular, acabadas en punta, que era donde residía la plebe, y donde estaba la maquinaria que proveía de electricidad al palacio, agua corriente y otros milagros tecnológicos. En uno de aquellos pináculos vivía la cazadora Arthemis, en un diminuto apartamento que bastaba para que una persona que no fuera demasiado exigente se encontrara a gusto.
La cazadora entró en su casa, colgó las armas del armero que había junto a la entrada y, sin quitarse el casco, se sentó en el sofá frente a la pantalla veo-ve, un horror tecnológico que parecía una madeja de cables que salía del suelo como un bulbo raquídeo cultivado en una maceta. Ese tronco retorcido acababa en un cristal que más que una pantalla de televisión recordaba a las hojas del codeso, solo que formadas por pequeños cristalitos.
Cuando tocó un botón, los foliolos se iluminaron formando una imagen, la de un hombre con aspecto de sarabaíta y mirada esquiva, que se alegró de ver a su amiga Arthemis al otro lado de la pantalla.
—¡Querida, has vuelto! Me dijeron que armaste un buen follón por pura iniciativa, cazando por tu cuenta en…
—Corta el rollo, Dolan. Necesito que me busques a un cliente para el viaje sensorial.
—¿El viaje…? —El hombre frunció el ceño. Le recordó a un instructor que había tenido en la academia militar, un tal Nosekemierdanowsky, que había tratado de violarla una noche. El pobre había sacrificado sus pelotas al gran dios de las pistolas de neutrones—. ¿Aún te funciona ese chip que tienes dentro de la cabeza?
—A pleno rendimiento. Y sigo ofertando las mismas experiencias psicosensoriales de siempre: el cliente conectado verá, oirá y notará todo lo que yo haga mientras dure la cacería. Asistirá en primera fila, justo detrás de mis ojos, a la inigualable experiencia de la caza del hombre, con asesinato final incluido. ¿Qué hay más excitante que eso?
—Pocas cosas, la verdad… —Era una buena oferta que se pagaba muy bien en el mercado negro, así que Dolan echó mano de la intuitiva cortesía que exigían tales ocasiones—. Te agradezco que siempre te acuerdes de mí en estas ocasiones, gatita.
—No es por afinidad personal, sino porque eres el mejor consiguiendo clientes para los psicoviajes. Ah, y como vuelvas a llamarme «gatita» te pongo en la lista de dianas potenciales del gremio de cazadores, para que cualquier colega que se cruce contigo se saque un dinerillo extra llevándose tu cabeza en una maleta.
El hombre empezó a sudar.
—Eh… te ruego me disculpes, Arthemis, no era mi intención ofenderte.
—Ya, seguro que no. ¿Correrás la voz de que estoy ofertando esto? El porcentaje que te ofrezco es el de siempre. Comienzan las pujas a partir de setenta mil.
—Claro que sí, aunque no será fácil…Verás, este tipo de comercio se está poniendo duro desde que los clientes descubrieron que la experiencia no es del todo, ejem, inocua para ellos. —El hombre esbozó una sonrisa nerviosa mientras recorría con los dedos el pie de una copa. Estaba en un bar tomando algo mientras hablaba con la cazadora—. Hay quien dice que los cazadores usáis estas conciencias como, ejem, escudo ante ataques de dispositivos de sobrecarga neural. De producirse el ataque, todo el daño se lo lleva el huésped.
—Hay cazadores faltos de escrúpulos que hacen eso, pero yo no. Necesito el dinero del cliente, no voy a sacrificarlo para que me proteja contra un ataque. Déjaselo meridianamente claro. Esas tonterías no son más que chismes, y los chismes me desagradan porque tienden a ser mucho más pretenciosos que la verdad.
—Ya, por supuesto. En fin, gat… Arthemis, veré qué puedo hacer. Esta noche bucearé un poco por el Callejón Protón, a ver cómo está el ánimo para contratar esa clase de servicios.
—Gracias, Dolan —sonrió ella detrás del casco. La imagen que este reflejaba de la pantalla veo-ve se deformó por los costados—. Eres mi sanguijuela preferida. Siempre puedo contar contigo.
Él comprendió la insinuación y cortó la llamada. Arthemis sentía un placer travieso en dejar a los demás con la palabra en la boca. Por eso prefería el contacto telemático en lugar de las reuniones en vivo. Resoplando, se dejó caer hacia atrás en el sofá mientras la cadena automática de noticias, que se activaba siempre que el usuario apagaba el visor como un último cartucho del mundo del comercio y la civilización por llegar hasta sus acólitos, canturreó por los altavoces:
—¡Tik ta-naa! ¡Tik tak! Duerma tranquilo sabiendo que nos ocupamos de usted. Para mañana le tendremos preparadas nuevas y maravillosas noticias, como que la base de datos de noticias Urgha-XC, que ha operado ininterrumpidamente durante 664 años, necesita de su ayuda para paliar su déficit crónico y no desaparecer. Colabore con Urgha-XC y no permita que este estupendo legado ancestral se pierd…
De una patada, Arthemis desconectó el aparato. Se quitó el casco, cuyas nanoceldillas se recogieron como pétalos de una flor que se guardaran en la zona del cuello de la armadura, y su cara recibió la caricia del aire por primera vez en todo aquel ajetreado día. Para ser una chica de treinta y pocos años conservaba una tersura en la piel digna de una adolescente: tenía las mejillas muy blancas, como conservadas en hielo, y unos chapotes rojos a la altura de los pómulos poco acordes con el clima caluroso de aquella región. Su cara parecía tener direccionalidad, pues había una cierta inclinación en el labio superior, en los ojos almendrados y en las cejas que sugería que sus rasgos apuntaban en una sola dirección, hacia la punta pizpireta de su nariz. Era como si señalara algo usando toda la cara. Pero no era una mujer fea: vista desde delante, su cara combinaba todos esos ángulos puntiagudos en una simetría bastante intrigante.
Una vez le dijeron que se parecía a Ky pero en versión humana. Ky era un gatito que había tenido siendo niña, en la casa de sus padres. No recordaba mucho de él, salvo que tenía el pelaje dorado y que solía pararse y quedársele mirando como si estuviera haciéndole una pregunta. El gato llegó a viejo y falleció, y ella nunca supo cuál era su pregunta.
En realidad sí que quería usar a su cliente del psicoviaje como escudo, por mucho que ante Dolan jurara que no. Alguien le había chivado que los asesinos a sueldo de los Kon se regodeaban en el uso de bombas neurales progresivas, y si no quería verse indefensa contra una de ellas, tenía que ser previsora y armarse con un escudo psíquico. ¿Y qué mejor que otra mente que compartiera con ella su cerebro en esos momentos? Al fin y al cabo, si había alguien lo suficientemente cabrón como para pagar una considerable suma de dinero para vivir en primera persona el placer del asesinato —y eso era básicamente lo que ofertaban los psicoviajes—, merecía sufrir un «desafortunado accidente». No sentiría la menor pena por él.
Por lo pronto, lo que necesitaba con más urgencia era una ducha y un poco de relax clitorial. Se daría ambas cosas en cuanto se quitase aquella pesada armadura y comiera algo, ya que hacía como veinte horas que no cejaba en el ejercicio físico —cazar presas era muy extenuante— y nada había entrado en su barriga salvo aire.
Cuando estaba a punto de desnudarse, el chivato de la puerta principal vibró. Había alguien ante su puerta. Extrañada, y mientras el visor se quejaba en la sala de estar, activó la cámara del pasillo. Arrugó el entrecejo al ver nada menos que a Bloush, el cazarrecompensas ragkordi, con las manos cruzadas a la espalda.
Se puso otra vez el casco y entreabrió la puerta.
—¿Bloush? ¿Qué cojones haces en mi casa?
—Perdona mi intromisión —sonrió el otro, curvando los labios hacia arriba todo lo que le dejaba su vulva facial—. Pero tenía que hablar contigo sin estar en el ámbito del gremio. ¿Me invitas a unas hojas calientes de karasdas y charlamos?
Lo siguiente que notó el cazarrecompensas fue la frialdad del cañón de la pistola de la mujer empujando hacia dentro los labios de su vulva.
—Ey ey ey, que vengo en son de paz —protestó—. Seguramente me habrás escaneado antes de abrir la puerta, y sabrás que no llevo armas. Buen rollo, tía.
—Y una mierda buen rollo. Tienes cinco segundos para decirme por qué te has molestado en venir hasta aquí antes de que convierta tu escaso cerebro en una nube rosa. Y quien diga que la desintegración molecular no tiene valor terapéutico, que se vaya al cuerno.
—¡Está bien! No te precipites, mujer. Esto… ¿no crees que el pasillo es mal sitio para tratar temas de índole, digámoslo sí, delicada? Seguro que esto está lleno de oídos indiscretos.
En lugar de dejarlo entrar, Arthemis salió fuera y siguió encañonándolo hasta que entraron en el ascensor. Pulsó el botón de parada entre dos pisos y activó un perturbador de frecuencias, que trabajaba al límite de la onda corta de las frecuencias de red normales.
—Estamos solos. Habla.
—Los chicos y yo hemos estado hablando sobre esa cosa tan increíble que hiciste con las cabezas de Darok, Ursa y Qamleq, los tres administradores de paz que liquidaste. —No hacía falta que especificara quiénes eran esos «chicos» a los que hacía referencia: Arthemis sabía que la última moda en el mundillo de los cazadores era asociarse para tener más posibilidades de cobrar presas más grandes. Bloush se refería a los Tábanos, su círculo íntimo de escoria. Siempre habían sido muy teatrales—. No me creo que hayas visitado sus respectivas fortalezas y que te hayas llevado solo sus cabezas. Seguro que un ave de rapiña de tu calaña vio muchísimas cositas brillantes por allí, y sintió la tentación de que alguna cayera en su bolsillo…
El casco espejo de la cazadora se inclinó unos grados hacia la izquierda.
—¿Y qué, si hubiera sido así? ¿Algún problema con eso?
—Para nada, todo lo contrario. Eres un ejemplo a seguir para nuestra profesión, una mujer que nunca descuida los detalles y que siempre está atenta a cualquier oportunidad de enriquecimiento. Lo que queremos es ofrecerte un trato.
—Trabajo sola.
—Lo sé, pero hay algunas operaciones delicadas que tú sola no puedes hacer, y con amigos sí… Si quieres puedes obligarme a sacártelo sílaba a sílaba, pero acabarás admitiendo que cuando entraste en el Kon-glomerado para ajusticiar a Ursa, tus avariciosos ojillos de urraca aprovecharon para registrar su alcoba en busca de la llave de iridio. ¿A que sí?
La mujer se tensó imperceptiblemente. Era lógico que otros miembros de su gremio se hubiesen dado cuenta ya de eso, pero no esperaba que fuera Bloush el que viniera a decírselo. Durante el turbulento pasado reciente de Enómena se habían producido muchas disputas por el poder, cada una de las cuales giraba en torno a la posesión de un recurso: la primera fue por el simple mantenimiento del orden y la ley, y sobre quién sería el regulador de esas leyes. La segunda, por el control de la energía, de los combustibles. De la producción de material fisionable y el derecho a explotarlo industrialmente. La tercera y más angustiante, por la posesión de los últimos reductos de tecnología pre-Aislamiento, que la civilización actual no sabía replicar.
Los frentes de las violentas energías de la guerra habían arrasado con muchas comunidades antes prósperas, y habían obligado a los supervivientes a agruparse en cantones, a esconderse tras murallas, a vivir bajo tierra en agujeros. Quien tenía el poder era quien podía conseguir más armas, o más fuentes de energía, y no se las dejaba robar por sus vecinos. En este sentido, el drav del Kon-glomerado, que aún seguía con vida —a quien había matado Arthemis era a su administrador de paz más importante, no a él—, poseía un tesoro que los demás clanes temían: la llave para activar unos horrores del mundo antiguo llamados hecatonquiros. Habían sido escondidos en Enómena por los militares del Imperio Gestáltico quién sabe con qué propósito. A lo mejor, especulaban algunos, por estar tan alejada del núcleo imperial quisieron esconder en ella un arsenal secreto. Los registros de aquella época se habían perdido, pero la existencia de los hecatonquiros era un hecho, y había sido descubierta por el drav del Kon-glomerado, un aborto con forma de tortilla gigante llamado Bergkatse, en las profundidades de un viejo búnker. Nadie sabía cómo controlar esos artefactos mortales una vez se liberaran, y la mayoría de las veces causaban más daños colaterales que lo que les habían ordenado concretamente destruir.
Lo único cierto era que el drav poseía el control que los activaba, un artefacto al que gracias al automatismo de la libre asociación, la gente llamaba la llave de iridio. Y que quien se la robara tendría en sus manos un poder inconmensurable.
—Oh, oh —dijo Arthemis—. Ja, ja.
—¿Cuál es la parte del «oh, oh», y cuál la del «ja, ja»?
—La primera corresponde a mi sorpresa porque no esperaba que fueseis tan osados, tus amigos Tábanos y tú. Hace falta valor para proponerme que comparta con vosotros un logro que me he ganado yo sola. Y la segunda es porque si te mato ahora, que es lo que probablemente haré, el secreto de dónde vivo no morirá contigo, seguramente. Si tú lo has averiguado será un secreto a voces, así que después de deshacerme de tu cadáver voy a tener que vérmelas con algo peor que un ataque a la fortaleza del Kon-glomerado: una mudanza. —La pistola láser emitió un siseo como de sobrecarga eléctrica cuando la amartilló.
—Antes de que empieces a empacar, escucha lo que tengo que decirte —tembló el hombre—: No queremos robarte nada ni pedirte que compartas cosas que los demás no nos hemos ganado. Solo te ofrecemos nuestra colaboración, pues sola no vas a poder entrar en la fortaleza móvil de Bergkatse para robar la llave. Te voy a dar solo un nombre. —Hizo una pausa dramática—: Telémacus Olfhen.
—¿Telémacus? ¿Qué tiene que ver ese traidor contigo?
—Conmigo, nada. Pero sé dónde está. Corre el rumor de que el muy imbécil de Radhus Sfilgam se hundió con su barcaza porque encontró al maestro de cazadores, y en vez de intentar negociar con él, lo amenazó delante de su hijo.
—Sí… —sonrió—, Telémacus es muy capaz de hundir toda una barcaza de guerra y matar a un administrador solo por eso.
—Sé dónde está. O al menos tengo una sospecha. —De lo nervioso que estaba, su propia voz le sonaba como si estuviera hablando a través de una caja de galletas saladas—. Es el único que ha estado cerca del lugar donde se guarda la llave y ha salido vivo para contarlo. Conoce el interior de la fortaleza móvil y sabrá guiarte hasta ella. Y si me permites que transforme ese singular en un plural… mis colegas y yo te acompañaremos y compartiremos los riesgos. Como es obvio, sacaremos tajada.
Arthemis estuvo unos segundos mirando fijamente a su colega. Luego, se inclinó hasta que el vaho de la respiración del otro dibujó mariposas en su yelmo.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? ¿O que Telémacus aceptará acompañarnos?
El ragkordi se encogió de hombros, haciendo que los ojos que tenía sobre estos últimos giraran sus cuencas oculares hacia la mujer.
—Lo primero es obvio: por mi encanto personal, que es irresistible. Y lo segundo también es fácil: lo último que le sugeriste al Intérprete de los Muertos fue que reclutara un ejército para prepararse para la guerra. ¿Por dónde crees que empezará?
3. LOS TEMORES DE UNA MUJER SABIA
LIÁNFAL
No siempre había sido guardiana de las tradiciones, ni siquiera una mujer santa. Tenía un pasado, como todos allí, y al igual que todos, Liánfal era tan reacia a desvelar datos sobre él como a dejarse ver desnuda por la calle. No es que temiera que los demás pudieran usar ese conocimiento contra ella, sino que algunos podrían verse tan influidos por él que sus propias vidas cambiarían sin remedio. Y no quería eso. Deseaba que todo siguiera con la paz y la tranquilidad de costumbre, sin que nada cambiase.
Sin embargo, una vocecilla le decía que hiciera lo que hiciera a partir de ese momento, eso ya no sería posible.
A veces, cuando la campana del templo tocaba las horas o llamaba a cumplir con las abluciones, una parte de su pasado estallaba en su mente como una fotografía con cada martillazo del aldabón. No solía pedirle a ninguno de sus ayudantes que la tocara, sino que ella misma colgaba todo su peso de la cuerda y hacía sonar los tang, tang, tannnnggg tan reverberantes de aquella cosa que, pese a su tamaño y prepotencia, no dejaba de ser un instrumento musical.
Cada aldabonazo tenía una réplica en forma de recuerdo, bien fuera de su infancia en aquella gran ciudad cuyo nombre ya no recordaba —ella corriendo por las calles, medio desnuda, intentando encontrar algo que comer o poniendo cara de gatito abandonado para que algún paseante le tirase una moneda—; de su adolescencia en una casa de geishas en Tájamork —siendo usada para el placer de los extraños mientras sus ojos se perdían en los techos de las habitaciones, viendo cómo la luz que se colaba por los postigos hacía destacar los húmedos enyesados—; o cómo escapó de todo eso subiéndose a un transporte de mercancías que pasaba y que no tenía ni idea de adónde podría llevarla. Pero le daba igual, pues cualquier lugar del mundo sería mejor que aquel. A su espalda quedó para siempre la avenida de las caricias de Tájamork, yaciendo exhausta, sepultada sobre sí misma y oliendo a vino aguado.
Ya nunca más lloraría a solas bajo los arcos de sus soportales; nunca más pensaría en una ciudad que no estaba hecha de ladrillo sino de las relaciones entre sus medidas geométricas y los acontecimientos de su historia: el espacio vacío entre las columnas de los templos y el que separaba las manos de los prisioneros de los barrotes de su celda; la sombra que se alarga cubriendo el ojo del puente hasta el agua del río, y los faroles que empavesan las fachadas de las casas ducales; la altura a la que gira la veleta más alta y el salto del hombre arruinado que canta sus deudas mientras se suicida.
Los lumitas la acogieron cuando la vieron flotando en el mar cero-g como el despojo de un naufragio. La aceptaron como miembro de su tribu después de que les demostrase que tenía una habilidad especial para memorizar e interpretar las tradiciones. No le resultaba difícil, pues un credo religioso era tan fácil de recordar como las normas de una casa de citas, y tenía tantos giros y excepciones como aquellas, así que pronto se convirtió en aprendiza del templo, y de ahí fue escalando hasta la posición que ocupaba ahora. Sesenta inviernos tenía aproximadamente —ni siquiera ella estaba segura, pues nunca le habían dicho con seguridad en qué año había nacido—. Y muchos recuerdos de los que sentirse avergonzada, aunque no menos cantidad de otros que la hacían sentirse orgullosa.
Como místar de la aldea había tenido que enfrentarse a ciertas decisiones peliagudas, incluyendo el arbitraje de casos difíciles de homicidio o de agresión por celos —era lo habitual en un entorno donde las religiones debían ser sobrias, solemnes y defensivas, y donde el diseño consciente del mito podía ser mucho más determinante que a la creatividad de su evolución natural—. Pero nunca se había encontrado con una situación tan drástica como la que se le presentaba aquella noche, en la que el concejo se había reunido en la casa consistorial. Estaban los ancianos, tan mustios como sus facciones y resignados a que el tiempo volviera débiles sus piernas e incierto su andar. También sus consejeros, jóvenes ambiciosos con un ojo siempre puesto en la silla de su maestro. Y ella, que como representante del clero tenía voz y voto en todas las áreas.
Telémacus fue el primero en hablar, y aunque omitió el suceso de la reliquia del Tapiz de Sílice, fue bastante claro en todo lo demás. A medida que lo iban escuchando, tanto su esposa como los miembros del concejo ponían caras de inquietud más acusadas.
—…Así que esta es la situación —dijo Telémacus para concluir su relato—: La mala fortuna quiso que los dravitas me encontrasen justo en aquel momento y que amenazaran a mi hijo, cosa que jamás toleraré. Tengo una deuda de sangre pendiente con ellos, y no cejarán hasta que la salde. Por eso —miró a Vala, su mujer— creo que el camino más sensato para mí y para mi familia es el del exilio.
Hubo rumores que cruzaron la sala de un lado a otro como una marejada de sonidos. Telémacus supo entonces que el futuro le estaba acechando: que le aguardaba un desenlace, una consumación. Por más que intentara evitarla, estaría esperándole emboscada en cualquier parte del camino.
Hay cosas en la vida de las que no puedes huir, solo enfrentarlas o dejar que te pisoteen. Y Telémacus no era un hombre acostumbrado a dejarse pisotear.
—¡Así que nos has puesto a todos en peligro solo por salvar a tu hijo! —exclamó iracundo uno de los vocales del concejo—. ¡Sabías lo vengativos que son los dravitas, y aun así nos marcaste a fuego en sus mapas, cuando hasta ahora ni siquiera sabían que existíamos!
Liánfal se puso en pie y dio un golpe con su báculo ceremonial en el suelo. Toda la sala se calmó.
—Defender a un hijo nunca ha sido, ni será, motivo para la vergüenza o el arrepentimiento. Tú deberías saberlo mejor que nadie —le reprochó al vocal—, pues te he visto salir en defensa de tus hijos cada vez que fue necesario. Así que no le eches en cara a Telémacus que hiciera lo mismo. Es cierto, hermanos y hermanas, que el peligro nos acecha ahora más que nunca, pero no por lo que vosotros creéis. Aunque penséis que el terrible acontecimiento en el que se vio envuelto Telémacus es lo más extraño que ha ocurrido últimamente, no es verdad. Como muchos sabéis, porque lo visteis ayer con vuestros propios ojos, el Tapiz de Sílice ha hablado. Lo ha hecho por primera vez desde que los dioses decidieron que fueran los lumitas quienes lo custodiaran.
Más murmullos y asentimientos de cabeza. El más venerable de los ancianos, que hablaba por boca de su ayudante pues ya no tenía fuerzas para alzar la voz, le susurró unas cosas al oído. Su ayudante se puso en pie y dijo con respeto:
—El padre Pollexfen quiere hacer constatar algo, y también tiene una pregunta. Respecto a lo primero, desea recordar tanto a los presentes como a los dioses invisibles que nos están escuchando que los lumitas somos un solo ser, una sola alma. Y que aunque Telémacus Olfhen no naciera en nuestra tribu, se ha ganado su pertenencia a ella como miembro de pleno derecho. Gracias a su talento para la caza no morimos de hambre hace unos inviernos, pues encontró los caladeros de los tiburones blindados y nos enseñó a pescarlos. —Hubo murmullos de asentimiento, sobre todo de Vala y de su hijo, que abrazaron a Telémacus al oír aquellas palabras—. Así que su opinión es que si la familia de Olfhen está en apuros, entonces lo estamos todos. Debemos enfrentarnos a la amenaza como un solo ser, no como un cuerpo en el que la cabeza está enfadada con los brazos y estos a su vez con las piernas. Un cuerpo así jamás lograría ponerse en pie y andar, y moriría de hambre tumbado para siempre en el mismo sitio.
»Respecto a su pregunta, al padre Pollexfen le gustaría saber si la místar ha examinado las otras dos reliquias, y si ha encontrado alguna pista en ellas sobre lo que le pasa a su hermana mayor.
Liánfal meditó la respuesta. Conocía a su gente y sabía lo susceptibles que eran a los augurios y las profecías, por lo que tenía que tener un cuidado enorme con las cosas que les contaba. Cualquier mala interpretación de un prodigio podría empujarlos a hacer algo de lo que luego se arrepintieran.
Dejó vagar la vista más allá de la línea de cabezas. Si hacía un círculo con los dedos podría ver enmarcados en él los edificios de la aldea, agazapados como sapos en las estribaciones de la bahía. La amenaza estaba escrita en las volutas de humo que salían de las chimeneas, en las calles vacías y en los establos que albergaban a los animales. «CUIDADO», proclamaban las veletas que seguían el capricho de los vientos, construidas con fragmentos de desconocidas aleaciones que, de ser sometidas al fuego, se sublimarían en asfixiantes nubes de miedo. Todo en la noche advertía que algo malo estaba a punto de pasar, y que los lumitas, creyeran o no en la profecía, sufrirían sus consecuencias.
—Respecto a lo primero, he de decir que pienso exactamente igual que el padre Pollexfen —dijo la místar—. Somos una sola piel, un solo ser, y si uno corre peligro, lo corremos todos. Nos enfrentaremos a los dravitas como una sola fuerza, y en el peor de los casos, si hay que huir… huiremos todos. En lo tocante a su pregunta, diré que sí, que he examinado las otras dos reliquias sagradas, pero no parecen haber sido afectadas por lo que le pasó al Tapiz. Este ha hablado por sí solo, y cualquiera que haya sido su mensaje, nos lo ha transmitido solamente a nosotros.
Eso pareció gustarles a los presentes, que se sentían importantes porque una reliquia sagrada les hubiese hablado a ellos y a no a las otras reliquias. Un poco de chauvinismo tribal no les vendría mal en estas circunstancias. Lo que no les había dicho a ninguno salvo a Telémacus era que el Tapiz no había dejado de latir en ningún momento después de su activación inicial: seguía palpitando con una señal mucho más débil que la del día anterior, y que solo podía ser escuchada si uno pegaba el oído a la placa dorada. Pero ahí estaba. Fuera lo que fuese lo que había desatado la actividad en la placa de circuitos, seguía activo.
Ella, precisamente por ser la sacerdotisa guardiana de los misterios, era quien menos relacionaba tales misterios con causas metafísicas. Los demás creían que las reliquias estaban de algún modo relacionadas con los dioses, y que eran objetos preternaturales. Ella no. Al igual que Telémacus, que también procedía de otra cultura más avanzada, sabía que aquellos tres pedazos de tecnología no eran más que eso, y que si uno de ellos había vuelto a la vida tras tantos años era porque algo lo estaba llamando. Algo que no tenía nada que ver ni con los lumitas, ni con los dravs, ni con ninguna de las culturas de aquel planeta. ¿Pero qué sería? ¿Y por qué se había puesto en funcionamiento justo ahora?
De repente, un chiquillo entró corriendo en la casa consistorial con tensión en la mirada.
—¡Cuidado, globos! ¡Vienen, se aproximan!
Los reunidos salieron a toda prisa. No les fue difícil distinguir las siluetas de los aerostatos a los que se refería el niño: grandes y de aspecto amenazador, los zepelines de guerra dravitas parecían mucho más pesados que el aire, pero se elevaban como enormes ballenas azules. Eran lentos, pero su sola presencia en medio de un cielo por lo demás tranquilo nunca era un buen presagio. Como lentos paquidermos, se diferenciaban con su brillo metálico del fondo de nubes, y cruzaban el azul dejando estelas de un vapor azucarado como rocío de mar.
Eran tres, y se acercaban a región de la costa donde no solo se levantaba el pueblo de los lumitas sino también otras ciudades como Tájamork o los enclaves comerciales del sur. Hacia allí se dirigieron los zepelines, cosa que tranquilizó por el momento a Telémacus. Si se trataba de un reclutamiento forzoso empezarían por los centros de mayor población, pero solo era cuestión de tiempo que los visitaran a ellos también. Ahora, más que nunca, estaban corriendo contra el tiempo.
El antiguo cazarrecompensas cruzó una mirada preocupada con Liánfal.
—Se nos acaban las opciones —murmuró, intentando añadir la cantidad correcta de inquietud.
—Sí —asintió ella, sus labios comprimidos en una fina línea blanca. Telémacus sabía que no era una expresión neutral, pero no sabía cómo interpretarla—. Recoge tus cosas, partiremos en cuanto el pueblo esté en condiciones de viajar. Nos lo llevamos todo menos las casas.
—Sin vehículos no iremos muy lejos.
—Tenemos las barcas. Intentaremos atravesar el mar hasta llegar a las otras costas.
Él sacudió la cabeza, taciturno.
—Son demasiado lentas. Nos verán desde el aire y nos cazarán.
—Si tienes algún plan mejor, dilo.
—No lo tengo, pero pensaré en uno. Dioses, estas situaciones me recuerdan lo viejo que soy.
—Hace tiempo aprendí, Telémacus, que las mujeres tienen fechas de nacimiento y los hombres «hacetantos». Hace tanto que no hago esto, hace tanto que no me preocupo por lo otro…
Él sonrió.
—Muy agudo. Da la alarma, que todo el pueblo se prepare.
—De acuerdo. Ordenaré empacar las reliquias. Se vienen con nosotros.
La actividad fue frenética a partir de ese momento, pues todos sabían lo que significaba una leva de reclutamiento: los dravitas pasaban con sus máquinas volantes por las ciudades y los pueblos y se llevaban a todo hombre y mujer en edad de resultar útil para una de sus locas incursiones en el territorio de los otros clanes. Y eso nunca salía bien para ellos, para los campesinos y pescadores, pues normalmente los usaban como carne de cañón.
Telémacus pensó que las palabras de la místar habían sido proféticas: «Somos una sola piel, un solo ser, y si uno corre peligro, lo corremos todos». Los temores de aquella mujer sabia se habían hecho realidad. Y había llegado el momento de que ese ser único moviera sus anquilosadas piernas y saliera de allí pitando.
ARTHEMIS
El tóptero en el que viajaba la cazadora junto con el grupo de Tábanos de Bloush era un aparato pequeño y veloz, con grandes rotores que en lugar de hacer girar sus aspas las batían como si fueran alas de insecto. Con eso conseguía una buena sustentación —allá arriba sus alas tenían bastante aire que morder— y, lo que era más importante, discreción. El tóptero era un aparato silencioso, la típica sombra que te caía encima desde el cielo y que no veías venir hasta que era demasiado tarde. Eso era bueno para su profesión, y les resultaría útil sobre todo ahora, que se disponían a cobrar una presa que se conocía a la perfección todos los entresijos de su oficio.
Telémacus había sido el más talentoso de los cazadores en otra época, y aunque se hubiese marchado, Arthemis no iba a cometer el error de subestimarlo. Por los dioses, el hecho de que hubiese hundido nada menos que una barcaza de guerra habiendo sido sorprendido pescando, sin más armas que una barquita y una red, demostraba que seguía en forma. Si Arthemis había accedido a traerse a Bloush y a su gente era simplemente para usarlos como carne de cañón, en caso de que las cosas se pusieran feas.
—Ahí está ese poblado de pescadores cero-g —anunció, sobrevolando la línea de casas que se asomaban al acantilado. La salmuera, comprimida por las ondulaciones de antigravedad de la costa, se apelmazaba en las rocas formando una serie de circunvoluciones que desde el aire se veían como bellos anagramas, opacos y espesos como manteca—. ¿Estás seguro de que Telémacus vive ahí?
Bloush, el ragkordi, consultó un aparato con aspecto de rastreador grande y aparatoso.
—Sí. Y aún debe de tener escondida en alguna parte su armadura de randio, porque el material semiradiactivo me aparece claro en el escáner.
—Estupendo. Aterrizaré detrás de ese promontorio y nos acercaremos caminando. Que tus hombres se preparen.
El tóptero tomó tierra escudándose tras un contrafuerte tallado por la naturaleza como si fuera la cabeza de un crustáceo. Las alas se detuvieron dejando un movimiento borroso, zumbante y violento en el aire, y la comitiva de cazadores salió corriendo del aparato. Ocuparon posiciones estratégicas sobre el promontorio que dominaba el poblado y lo barrieron con sus gafas de seguimiento cinético en infrarrojo. Arthemis fue la primera en sorprenderse ante la febril actividad de sus habitantes, que corrían de una cabaña a otra empacando cosas y sacándolas fuera, cada familia haciendo su propio montón.
—Parece que tienen prisa por irse a alguna parte —dijo la cazadora. Bloush asintió.
—Sí… creo que no les gusta que los dravitas hayan entrado en modo reclutamiento. Como los pillen haciendo eso, los van a fusilar a todos.
—Démonos prisa, pues. ¿Te llega más clara la señal del randio?
—Parece proceder de esa choza de techo alto, la novena empezando por la izquierda. —Se dirigió a los Tábanos—. Preparad microgranadas aturdidoras. Modo rebote elástico. —Él mismo preparó cinco de aquellos proyectiles, que podían rebotar contra cualquier superficie hasta siete veces buscando firmas de calor, para liberar sobre ellas una carga aturdidora estática de alto nivel. Bastarían para derribar a un solo hombre… o no, si previamente había tenido tiempo de ponerse su coraza. Pero Arthemis no pensaba concederle el menor cuartel a Telémacus. Era un hombre demasiado peligroso.
La señal del randio llegaba fuerte y clara. Era un material con el que se fabricaban armaduras reactivas kinéticas, o lo que es lo mismo, blindajes que reaccionaban al impacto de cualquier objeto acelerado a velocidades letales endureciéndose justo en el punto del impacto, y disipando esa energía en forma de calor. El residuo térmico se acumulaba en las placas internas de la armadura y servía como escudo ablativo contra láseres y otras armas de energía, por lo que el blindaje era polivalente. No solo protegía a su portador contra la balística tradicional, sino también contra la munición energética más usada, como el plasma o los campos de nulificación atómica. El material era levemente radiactivo, pero eso era lo de menos: ningún cazador había vivido tanto como para sufrir en sus carnes las consecuencias de esa desintegración. Solían morir de maneras expeditivas mucho antes.
—Bajamos a la aldea, ya, ya, ya —ordenó la cazadora. El grupo se desplegó.
Por fortuna para ellos, parecía que los pueblerinos estaban demasiado ocupados preocupándose por su propio pánico como para fijarse en aquellas siluetas que avanzaban amparándose en las sombras. Uno de los zepelines blindados de los dravitas cruzó por la vertical de la aldea, arrojando su ominosa sombra sobre el litoral, pero no se detuvo sino que siguió de largo hacia la ciudad que estaba más al norte. Otros tópteros zumbaban a su alrededor como un nervioso enjambre de abejas.
Arthemis respiró el aire que traían aquellos vientos, tan distinto del de la ciudad, y se llenó de un optimismo despreocupado y vertiginoso. Tal vez fuera la fragancia afrutada de los cultivos de esponjas de mar, que cubrían con una elegante pelusa naranja la costa, pero lo cierto era que en aquel oxígeno había un componente que le recordaba a su niñez. La hizo sonreír. Si algún día se cansaba de su profesión y decidía ocultarse en alguna parte, como había hecho Telémacus, este podría ser un buen sitio.
A los pocos minutos de reptar sigilosamente estuvo frente a la casa de la que surgía la señal del randio. Seguramente sería la vivienda de Telémacus y su familia, si que es que tenía alguna. Vio a Bloush colarse por un callejón lateral y le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Iba a entrar. Pero primero echó un vistazo rápido por la ventana, que no tenía cristal sino una cortina. En la penumbra de la habitación había tres personas afanadas en empacar cosas en maletas: una mujer de unos treinta años vestida a la usanza de los pescadores, un chaval que tenía un cierto aire en sus rasgos al propio Telémacus, y un hombre gordo sentado de espaldas cuyo rostro no podía ver. ¿Era el cazador, tanto se había descuidado físicamente? Desde luego, pensó, la vida sedentaria le puede a uno…
En el callejón, Bloush se situó bajo otra ventana y sacó de su bolsillo el puñado de bombas de rebote, listo para arrojarlas dentro. Pero entonces, algo ocurrió: percibió solo parcialmente una sombra que caía sobre él desde el tejado de la vivienda, la cual siguió allí cuando el último y breve instante de dolor explotó en la base de su cuello y acabó con todo. Después, solo la oscuridad.
Arthemis no se dio cuenta de eso, sino que cargó su pistola de pulsos y se preparó para entrar. Una carga térmica en la cerradura ardió con más fuerza que el sol del mediodía, y la puerta se abrió, medio derretida. La mujer y el adolescente retrocedieron asustados, seguramente creyendo que eran las tropas de reclutamiento que venían a su casa, pero el hombre gordo no se movió. Se quedó en el suelo, frente a la maleta que estaba intentando cerrar, y alzó los brazos cuando sintió el arma de la cazadora apoyándose en su nuca.
—Bueno, bueno, pero qué tenemos aquí —sonrió Arthemis—. Así que haciendo las maletas. ¿Nos vamos a alguna parte, Telémacus?
—Sí, es que nos han invitado a tu funeral —dijo otra voz igual de calmada que procedía de su derecha. Y antes de que ella pudiera reaccionar, otro cañón se apoyó en su casco: el del arma de Bloush, que ahora se hallaba en las manos de otra persona, con un frío rubí de luz señalando que su carga estaba al máximo.
La cazadora, sorprendida, dejó de apuntar al gordo y alzó los brazos en pose de rendición. El hombre que estaba detrás de ella, fuera de su cono de visión, tenía la voz de Telémacus.
—Veo que he vuelto a subestimarte —gruñó ella—. Ya me parecía a mí que esta bola de grasa no podías ser tú.
—No, es un amigo que nos está ayudando con la mudanza. Gracias, Yûh, vuelve con tu familia. Aquí me encargo yo.
El hombre sudoroso se levantó y salió de la casa con un traspiés, dándole gracias con la mirada a Telémacus. La mujer y el niño salieron también, llevándose las maletas, de modo que los dos cazarrecompensas se quedaron a solas.
—Sé que tus hombres están ahí fuera, rodeándonos. Diles que se congelen o tú serás la primera en caer, Arthemis.
—Ya están quietos, están escuchando todo lo que hablamos por el canal de radio.
—Bien. ¿Me dirás ahora a qué debo esta intromisión? Creí haberle dejado claro al gremio que me iba, y que no quería volver. —Telémacus se sentó en una silla sin dejar de apuntar a la cazadora, y se puso a mirar el dedo que tenía apoyado en el gatillo como si no le perteneciera. Arthemis giró su casco cromado hacia él, y los reflejos hicieron toda una representación gestual mientras le hablaba.
—Hemos venido por cuenta propia, no por el gremio. Estoy aquí para proponerte un trabajo.
Eso le hizo mucha gracia al hombre.
—Venga ya. ¿En serio? ¿Y no habría sido más fácil enviarme una carta?
—Déjate de tonterías, Telémacus. Los dos sabemos que jamás habrías vuelto si nos hubiésemos limitado a pedírtelo.
—Y aun así has venido.
—Sí, porque creo que mi oferta te puede interesar mucho. No he venido aquí a matarte, sino a obligarte a escucharla. Y una vez lo hayas hecho, comprenderás por qué no puedes decirme que no.
Telémacus le dedicó una sonrisa sin sentido. Le gustaba la desfachatez de la chusma como Arthemis, su arrogancia implícita. Intentó recordar cómo era el rostro de ella, pues alguna vez lo había visto, hacía años… pero no tuvo éxito. Lo único que le venía a la mente cuando buscaba a Arthemis en su memoria era aquel casco plagado de reflejos sobre metal líquido. Telémacus no había cambiado mucho en los últimos años, por lo que para ella sí que sería un rostro familiar: aquella cara llamativa, ligeramente redonda y adornada con bigote y chiva, la boca firme y equilibrada por una nariz de base un pelín acampanada, y unos ojos oscuros siempre fijos en algo que estaba más allá. El rostro atractivo pero a la vez despiadado de un cazador.
—Habla —la invitó—. No sé si te habrás dado cuenta, pero estamos en mitad de un éxodo.
—¿Adónde te piensas llevar a tu tribu, a algún lugar donde no os encuentren los dravitas? Sabes que ese lugar, si existe, está muy lejos de aquí.
—Lo sé, y conseguiremos llegar. Pero eso no es asunto tuyo.
—Puede que sí lo sea. —La cara de Arthemis, sus ojos ahogados en intenso mercurio, se giró hacia él—. Si intentas llevar a tu gente a través del mar cero-g no llegarás lejos. Sé que los dravitas han desplegado todas sus barcazas por temor a que los del Kon-glomerado o el resto de los clanes los asedien desde tierra. Interceptarán vuestra columna de refugiados y os llevarán a todos a las mazmorras de la fortaleza, acusados de fugitivos y traidores al régimen. Pero hay otra opción.
—¿Cuál?
—Te necesito para que me ayudes a entrar en la fortaleza móvil del drav Bergkatse, del Kon-glomerado, a por lo que tú y yo sabemos que esconde dentro. Ya has estado allí y te la conoces al dedillo. Serás nuestro guía.
Telémacus tuvo que combatir el asombro con una buena pastilla de incredulidad. No podía creer que le estuviese diciendo aquella barbaridad en serio.
—Estás de broma.
—Yo nunca bromeo con estas cosas. Dentro de la fortaleza hay vehículos aeroflotadores suficientes como para cargar con toda tu tribu y sus pertenencias, y llevársela muy lejos. Camiones repulsores enormes en los que cabría toda tu tribu. Bergkatse tiene esa tecnología. Con esos camiones podrás atravesar el Yermo de Bering y salir por el otro lado, en las tierras pacíficas del este. Nadie os perseguirá allí.
Telémacus afiló los ojos. La idea podía parecerle descabellada a cualquiera nada más oírla, pues el Yermo de Bering no era lo que se decía un prado alegre. Se trataba de una extensión desértica de más de tres mil kilómetros cuadrados que delimitaba por el este los litorales cero-g, y que se extendía como un desierto tierra adentro, hacia las profundidades del continente. Era justo el camino en sentido contrario al mar que tenían como única alternativa, si no se arriesgaban a navegar. Pero no era una opción fácil. Circulaban muchísimas leyendas sobre los peligros que aguardaban a los incautos que se arriesgaban a atravesarlo, pues muy poca gente —tan solo los exploradores que iban en busca de reliquias tecnológicas— se aventuraba en aquellas vastas desolaciones. Y aun así, muy pocos regresaban con vida.
El desierto tenía sus secretos, como casi todo en aquel planeta. Y no deseaba compartirlos con los seres humanos.
—El camino del Yermo es un suicidio —gruñó Telémacus, sabiendo que decía una obviedad.
—Lo es si no tienes el equipo adecuado, pero con los camiones de Bergkatse tendréis una oportunidad. Una vez estéis al otro lado de los barrancos de Devianys, ya no os perseguirán. Esas tierras lejanas no les interesan a los clanes.
Telémacus se lo pensó bien antes de contestar. Realmente, opciones había pocas. Lo que ella le acababa de contar sobre el despliegue de las barcazas dravitas seguramente sería cierto, no un farol, y si eso era así, entonces el camino del mar estaría cerrado. Ir por allí sería un suicidio para su gente. ¿Pero acaso el Yermo no lo era? ¿Es que ya no se acordaba de los cuentos que contaban los viejos en las tabernas sobre criaturas mutadas por extrañas energías que habitaban las estepas de fuego, o las tormentas de psicoprobabilidad, o los géiseres de tiempo estocástico? ¿Acaso no le ponían los pelos de punta las historias sobre cementerios enterrados en la arena de soldados androides de la última guerra, cuyos huesos descansaban como tibias quemadas bajo aquel sol abrasador, y que se levantaban como zombis cuando algo vivo pasaba cerca?
Sí, el Yermo de Bering era una auténtica frontera natural que separaba los dos lados del continente, y los clanes no estaban interesados en conquistarlo precisamente por la poca relación que había entre costes —elevadísimos— y beneficios —magros como ellos solos—. Si los lumitas lograban atravesarlo y llegaban ilesos al otro extremo, quién sabe lo que encontrarían allí… pero seguro que no sería lo mismo que tenían aquí, y que ya estaba poniendo sus vidas en peligro. Esa incertidumbre era un premio en sí misma.
—Está bien, acepto el trato —dijo con un siseo—. Pero añade esta condición: te ayudo a entrar en la fortaleza móvil y a recuperar la Llave de Iridio, y a cambio tus chicos y tú no solo me ayudáis a traer hasta aquí los camiones aeroflotadores del Kon-glomerado, sino que tú, en persona, me ayudarás a conducirlos por el Yermo.
Arthemis se tensó. Por un momento olvidó su condición de rehén, de persona que se encuentra en el lado equivocado del arma, y se puso en pie, indignada.
—¿¿Qué?? ¡Ni hablar, amigo! Yo te proporciono el material, los vehículos, y tú te las arreglas para conducirlos. Ese es el trato.
—No, no lo es. Yo solo no puedo, y aquí no hay nadie más que sepa hacerlo. Lo tomas o lo dejas, belleza de nariz cromada: te daré la llave, convirtiéndote en la mujer más poderosa de Enómena, y tú me ayudarás a conducir los camiones. Es eso o nada. Si no te interesa… ese agujero de la pared se llama puerta.
Ella apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos bajo los guantes. Un estallido de argot por fuera de la casa les indicó que los aldeanos ya estaban listos para partir: todo el mundo había sacado lo mínimo indispensable de sus hogares y lo habían empacado para salir por pies en cuanto fuera posible. Adónde irían, era harina de otro costal.
—Está bien, capullo —claudicó Arthemis, lustrosa como una orca, su casco acariciado por ondas de mercurio—. Conduciré tu maldito camión. Pero como se me coma un insecto mutado gigante en medio del desierto, te vas a enterar.
Telémacus sonrió.
—¡Genial! Me encanta hacer tratos con gente tan voluntariosa. Venga, reúne a tu gente y despierta a ese imbécil de Bloush, que está tirado en el callejón de atrás. —Su rostro adquirió un aire triste—. A mí me queda por delante lo más difícil: contarle todo esto a mi mujer y a mi hijo, y sobrevivir. Seguro que no les va a hacer la menor gracia.
Nunca se pronunciaron palabras más proféticas que esas en la historia de aquella aldea. Pero eso el cazador ya lo sabía. Aun así, como dijo un explorador de la antigüedad, «la auténtica valentía es tener miedo, y ensillar de todas formas».
Y aquel día, Telémacus Olfhen ensilló su caballo, aunque no supiera exactamente adónde iba a llevarle. Ese día se dedicó, antes de salir, a un plato de gachas que le había preparado su hijo, denso y humeante y con olor a un lugar muy lejano.