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En el amplio cosmódromo de Bradzila, en medio de las luminosas ráfagas de despedida que partían de las pequeñas antenas de los cantorianos, Kirot hacía la O de la esperanza que los habitantes de Cantor acostumbraban a hacer en los momentos más importantes. Con la mano izquierda maniobraba el mecanismo de ascensión que lo llevaría hasta la cúspide del cohete propulsor. También de sus antenas platinadas salía un fulgor como de cien soles que descubría ante sus hermanos el estado de intensa emoción en que se encontraba. Porque servía a su pueblo y a él le parecía aquello lo más hermoso que podía realizar un cantoriano.
Kirot entró en la nave y poco después los cuatro reactores se encendieron en forma tan impresionante que mucho creyeron ver el día del cual tenían noticias y el cielo vio nacer segundos después una estrella que se hizo pequeña y pequeña hasta que se perdió en las inmensidades del cosmos.
La nave Cronset comenzó la difícil maniobra de lograr la velocidad requerida para conseguir la ruta hacia el otro lado de la estrella negra. Cantor, más que un planeta, parecía una pompa de jabón nadando en un océano de petróleo. Por eso sus habitantes jamás entendieron el mensaje que les hablaba de un sol brillante y de planetas oscuros que giraban a su alrededor. Cantor era brillante como una estrella y su calor no lo recibía de la estrella negra en torno de la cual giraba.
Luego de muchos zarcos de viaje, el espacio negro se fue llenando de infinitos puntos brillantes como Cantor. Kirot vivía por vez primera la experiencia de la luz y hasta pensó que su sensibilidad lo traicionaba, que veía a su planeta por todas partes, hasta en los alrededores de la nave, porque no dejaba de imaginar su regreso, ni dejaba de pensar en la inconmensurable empresa que sus hermanos habían planeado y del cual el viaje era apenas el comienzo. A cada rato se decía: “Cantor es bello pero su aire casi nos asfixia”, anhelando siempre que al otro lado de la estrella negra flotara otro planeta con aire respirable que les hiciera posible la prolongación de la vida. No importaba que fuera oscuro, como decían los mensajes captados, lo importante era que se pudiera habitar, porque ya Cantor no les brindaba mejores perspectivas.
II
Al principio fue un borde inmenso que se destacaba en medio de la alfombra llena de puntitos titilantes que semejaban un fondo. Sólo sabía que existía por los dos matices negros que sus antenas captaban. Luego apareció la enorme estrella amarilla de cuya existencia sabía por los informes científicos, pero mucho más impresionante de lo que imaginaba. Kirot no había captado jamás policromía más indescriptible. Los tonos rosa, violeta y azul, intenso desfilaron ante sus antenas en sucesión de fantasía, hasta que el esfuerzo de concentración y la intensidad del fulgor terminaron por adormecerlo. Prefirió entonces soñar con Cantor y dejar bajo el control automático, la dirección de la astronave.
Cuando Kirot despertó, el horizonte de la curva infinita había desaparecido por completo y en la ruta de la nave aparecía enigmática e imponente una esfera azul tachonada de nubes rojizas. A sus espaldas, transcurridos varios parlucks de vuelo, dormía como animal cansado, la estrella negra de sus ancestros. Entonces se comunicó con la estación del cosmódromo cantoriano y luego echó un vistazo a los tres cuerpos que estaban en su trayectoria, que eran como tres soles de diferentes tamaños y colores: amarillo, azul y plata, respectivamente y en orden de superficie.
–Hola Cantor, nos acercamos al gigante azul… ahora lo puedo ver plenamente– repetía seguido.
– ¡Lo escuchamos! –le contestó una voz metálica y vibrante.
–He salido del espacio tenebroso y ahora navego entre tres moles como estrellas pero con el brillo de nuestro planeta. En la distancia, entre las moles, hay millones de puntos luminosos que titilan…
–Lo escuchamos Cronset –volvió a decir la voz metálica al otro lado de ese fragmento del universo.
Hubo entonces una pausa como de diez minutos terrestres.
–¡Hable Cronset! Nos preocupa su silencio –ordenaron desde Cantor.
–Perdón, es que estaba observando algo interesante… son como artefactos que describen órbitas convencionales…
–¿Artefactos? –le interrogaron desde el cosmódromo.
–Sí, artefactos, y son de fabricación racional, sin duda… y parecen provenir de la estrella azul –respondió el cosmonauta cantoriano.
–¿Cuáles son sus dimensiones, Cronset?
–Algunos son tan grandes como Cantor, al menos eso me pareció por la distancia. Otros, los más hermosos, de tonos grises y oscuros, son tan grandes que no podría compararlos con algo que ustedes conozcan.
–¿Le han visto sus tripulantes?
–Creo que no, por lo infinitamente pequeño que debo parecerles… además, no parece que tuvieran tripulantes.
III
El tenue desplazamiento de la nave cantoriana por la inmensa alfombra negra tachonada de estrellas, creaba una sensación de placidez en Kirot. Los puntos titilantes permanecían iguales, como si las distancias continuaran idénticas, y ya no existía la curvatura indefinida de la estrella negra. Todo permanecía inmerso en la más desesperante quietud. Por esta circunstancia Kirot se la pasaba la mayor parte del tiempo escuchando la música del pensamiento que transmitían las estaciones del planeta. Era una música tenue pero compleja en matices y sonidos, de mayor polifonía y con más armonía que todas las composiciones de origen electrónico que conocieron sus antepasados. Y producía, que era lo principal, una agradable sensación de tranquilidad, tanto que a Kirot le parecía como si la música saliera por todas partes y fuera ella la que lo escuchara a él mecerse en la silla al compás del ritmo. Así transcurrieron varios zercos que se fueron en sucesión tan rápida que al héroe de Cantor se le olvidó el tiempo y no supo el momento en el que una enorme mole grisácea se fue acercando a su pequeña nave del espacio. Al verla, sintió que la bóveda del cielo se le venía encima.
–¡Cronset, maniobre!
–No puedo, la fuerza de atracción es mayor… .
–Disminuya la velocidad, entonces… .
–Eso trato de hacer, Cantor… accionando los retropulsores…
Entretanto en la otra astronave, dos cosmonautas bastante alterados, afrontaban también el peligro con igual decisión.
–Bop: ¡El meteorito empieza a describir una curva hacia K con un radio focal peligroso!
–¡Maldición… con tanto espacio tener que pasar por nuestra ruta!
–Habrá que hacer una pulsación de ascenso… ! conecta los controles de maniobra!
Eran dedos maravillosos, sin duda, de estructuras diferentes, pero dedos en fin de cuentas que accionaban palancas y botones con la facilidad de los dioses, dedos que dirigían con su ciencia el fantástico concierto de colores de los tableros de mando.
–¡Irkurx… Irkurx!
–Parece que todo va a resultar bien, Centrox…
–¿Están seguros que es un meteorito?
–No tan seguros… esa maniobra de desplazamiento no es natural… .
–Irkurx. Hay algo que interfiere la comunicación, suena débil y muy penetrante, como un sonido de elevada frecuencia…
–Lo que trataba de decirles… ese objeto brillante como una estrella parece una nave del espacio…
Y en el interior de la brillante y pequeña nave.
–¡Cantor… eso parece un mundo habitado por seres inteligentes!
–¡Trate de establecer comunicación con ellos!
–Va a ser difícil, Cantor. Estoy tratando de lograrla con emisiones direccionales, pero hay algo que no comprendo. Las ondas se refractan como si chocaran con un muro invisible… una especie de barrera de sonidos graves que me recuerdan los pensamientos helados de la corriente Anouilt…
–Acá escuchamos el fenómeno también… suena como un ejército de tambores con cuero de Pejos.
Kirot contó el tiempo en angustias y vio cómo su nave pasó a solo mil kilómetros de la rústica y oscura superficie de la otra, navegando por un espacio que parecía una plataforma interminable brillada con aceite de karma. Los tripulantes de la Irkurx vieron, por su parte, cómo una estela de luz blanca quedaba tras el pequeñísimo objeto de brillo nacarado que se perdía definitivamente en el espacio.
IV
Cada parluck que pasaba le parecía a Kirot un pedazo de esperanza que se le perdía. Cantor ya no le contestaba, quizás por la distancia, o por algún desperfecto causado por la maniobra de desviación del rumbo. Y todos los esfuerzos que hacía para retornar a la trayectoria original le resultaban fallidos. Había llegado a la conclusión de que su pequeña nave estaba condenada a vagar sin rumbo por las inmensidades cósmicas, si no ocurría antes algo inesperado. La infinitamente grande esfera azul ahora le señalaba su curvatura por el lado izquierdo, por la ventanilla de cristal cromado. La antena de bronil que rompía la negrura del cosmos le indicaba un rumbo diferente. Estaba condenado a pasar de largo, a no poder llegar al planeta azul, y sus hermanos de Cantor a tener que repetir la experiencia de la búsqueda con otra cosmonave y quizás para ese entonces resultara demasiado tarde porque las explosiones de gas letal de la estrella negra no les daban mayor margen de espera.
– ¡Cantor… Cantor! me acerco al gigante azul pero no estoy seguro de poder posarme en él… mis coordenadas son las siguientes… .
Kirot repetía cada dos o tres zircos el mismo mensaje, con la única variación de las coordenadas, pero el silencio era todo lo que recibía como respuesta. Su receptor se llenó de sonidos que a veces parecían trinos y en otras, guijarros de cristal que caían y se rompían.
El tiempo se fue de modo imperceptible y la distancia que lo separaba de lo que para él era una enorme estrella azul, se acercó hasta el máximo de solo ver por su ventana nubes grises y blancas en sucesión coreográfica, como si el negro del espacio se hubiera perdido totalmente. Fue entonces cuando empezó a sentir la enorme fuerza de atracción de la estrella y a notar con infinita alegría que su nave iniciaba una parábola de descenso que no obedecía a sus controles sino a la misma fuerza del gigante azul que la conducía. Al cortar tangencialmente la atmósfera sintió que su cuerpo ardía. Fue una experiencia aterradora pero pasajera. Luego de perforar las nubes protectoras vería con nitidez un mundo de colores hermosos que era como Cantor aumentado en kil persecs. Mares azules de superficies encrespadas, montes decorados de blanco que parecían parasoles del mundo, bosques de pinos y abedules que casi llegaban al cielo, llanuras sembradas de vida, y todo eso le hizo pensar en Cantor y tener la sensación de que había regresado a su planeta, pero convertido en un ser infinitamente pequeño.
Poco a poco la visión del planeta se le fue haciendo más clara. Pudo entonces comprobar que era en verdad oscuro al observar las miríadas de lucecitas que daban brillo y resplandor a las noches de la parte negra, y de comprobar también que la luminosidad de las nubes y los mares no era propia sino reflejada, que la verdadera estrella era la amarilla y que el astro que visitaba no era un sol sino un planeta.
Poco después de posarse sobre él, abrió la escotilla y vio que flotaba sobre las aguas de un mar en calma y que navegaba hacia una isla impulsado por una corriente de poca fuerza. Al arribar a ésta salió con todos sus equipos con la decisión de explorar esa parte del planeta, pero sintió que sus movimientos le costaban un gran trabajo y como si una masa gelatinosa le impidiera mover sus brazos; dos pequeños obstáculos que superó con uno de sus acondicionadores de ambiente. Poco después, en la playa, decidió comprobar la composición de la atmósfera; se quitó la visera de su casco y poco a poco, con cierto y natural temor, fue aspirando una pequeña porción de aire que la pareció interminable.
–¡Cielos… ¡Es aire de Cantor, pero condensado! –exclamó.
En medio de la vegetación se dedicó a mirar los cocoteros, los peces saltarines, los cangrejos y las aves, la orilla blanca y a los lejos su nave sobre las aguas, la cuesta sembrada que terminaba adornada con una corona de hielo, los chorros que salían del interior de la tierra unos kitros más adelante, hasta que se cansó de caminar y de mirar, se recostó al pie de un árbol frondoso y se quedó dormido.
V
Las antenas de Kirot, ágiles y desesperadas, buscaban la fuente del ensordecedor ruido. Eran dos filamentos como bulbos con luz de sol en las esferillas terminales que le permitieron ver cómo las palmeras se venían al suelo y el mar se encrespaba peligrosamente. Sintió que el terreno que pisaba se estremecía y que el cielo se llenaba de hongos rojos, en medio del desconcierto de esa naturaleza que momentos antes creyera el reino de la placidez. Sintió entonces todo el pavor posible de sentir, pero pensó en Cantor y recordó que tenía un rocket de gravitación y un pequeño generador de campo que le permitirían escapar de ese infierno.
El sol comenzó a ponerse en la orilla mediata del mar. Ahora todo volvía a ser como antes: quieto, con un silencio solo enturbiado por la música de viento y el canto de los platirrinos. Imaginó que todo había sido una pesadilla y se animó a completar su misión. Anduvo con su discóbolo por ríos, montañas, islas y mares, orientándose en la búsqueda de las ciudades, con poca facilidad de movimiento. Hasta que divisó un perfil diferente a los demás. Eran cúpulas inmensas situadas al lado de monumentales cilindros de hormigón y vidrio que parecían piezas de un juego de habilidad manual ente gigantes. Largas avenidas divididas por árboles coposos y un sin número de seres sin antenas completaban el paisaje. Supuso entonces que había llegado al lugar donde residían los habitantes y muy cautelosamente, para no ser visto, se fue acercando al edifico más alto. Observó que en su interior muchos hombres discutían, bajó su discóbolo en la terraza y seguidamente, en medio de la total indiferencia del portero, entró a la sala de sesiones. Sus antenas percibieron como si mil tambores sonaran al tiempo a su alrededor y emitieron un rayo de luz que encegueció a los asistentes por varios minutos. Sintió entonces la mirada de todos y pensó que había llegado el momento de hablar.
–Nosotros venimos de un pueblo pacífico que se está asfixiando con los gases que salen de nuestra estrella negra…
Les dijo también que había visto en el planeta de ellos islas deshabitadas con una vegetación maravillosa y les pidió que le permitieran a los cantorianos mudarse a una de ellas, que allí todos cabían… pero los delegados no entendieron el extraño idioma y tuvieron que taparse los oídos para evitar la intensidad de la onda sonora de altísima frecuencia en la que se comunicaban los hijos de Cantor.
Kirot no había terminado de hablar cuando dos gigantes se le echaron encima con una tela ancha de color muerte para envolverlo y casi asfixiarlo, pero él insistía que su pueblo lo enviaba en son de paz, que su civilización estaba en peligro de extinguirse, que lo que querían era un pedacito de tierra de esa que utilizan para destruirla con explosiones abrasantes que él no comprendía. Poco tiempo después estaba Kirot en una celda de paredes oscuras, tratando de descifrar el lenguaje de los hombres que le llevaban con pinzas los alimentos que terminaron por gustarle.
Al mes de estar Kirot en cautiverio y habiendo conocido más de uno de los secretos de los hombres blancos, y habiéndose cansado de explicarles las razones de su viaje, decidió fugarse. Había llegado a la conclusión de que era preferible morir asfixiado en Cantor que morir incomprendido en un planeta de gigantes estúpidos que, incluso, le ocultaban al resto de la población, su llegada. Y hasta lo hubiera logrado de no haber sido por lo que ocurrió en esos días de la planeada fuga.
Una voz que ya le era familiar, la de la radio, dijo:
–Atención, noticia de última hora, la Dirección del Espacio Exterior ha comunicado que la nave Irkurx ha chocado con un objeto no identificado, al parecer un asteroide, en forma por demás inexplicable, y en las cercanías de la estrella negra…
Kirot comprendió que la nave esperanza que lo aguardaba arriba, desaparecía con ese impacto y sintió que todos sus sueños se desvanecían. Pensó entonces en Cantor, en la cara de asfixia de sus hermanos, en la primera bocanada de aire denso que aspirara en el planeta de sus captores, en los cocoteros y demás árboles que hacían la danza macabra de los hongos rojos, en el estridente ruido que escuchara en la asamblea de ese mundo, en las moles grises que surcaban el espacio a su llegada, y deseó sinceramente con todas sus fuerzas haber amarizado en otra parte. Cuando la radio terminó de explicar los detalles de la tragedia, guardó sus pequeñas antenas como el avión sus ruedas, y se quedó eternamente dormido con la palabra Cantor cristalizada en sus labios.
© Antonio Mora Vélez, 1972
Este cuento se publicó por primera vez en la antología de cuentos Glitza.
Antonio Mora Vélez: Cuentista, poeta, novelista y ensayista. Cofundador de la Unión Nacional de Escritores y del Parlamento Nacional de Escritores, del cual fue su primer presidente (2003). Es considerado uno de los precursores y un clásico de la ciencia-ficción colombiana. El escritor del género que más libros de ciencia-ficción ha publicado en Colombia y que más veces ha sido incluido en antologías internacionales.
Su debut como narrador del género se dio en las páginas del Magazín Dominical del diario nacional El Espectador en 1970 con los cuentos La gota, La Dictadura Hal, Los Otros y El Hijo de las estrellas.
Ha escrito los libros de cuentos Glitza (1979, que incluye los cuentos antes mencionados), El juicio de los dioses (1982), Lorna es una mujer (1986), Helados cibernéticos (2011), La gordita del Tropicana (2012), La duda de un ángel (2013), Atlán y Erva (2014) y Lina es el nombre del azar (2014); los poemarios El fuego de los dioses (2001), Los caminantes del cielo (1999) y Los jinetes del recuerdo (2015); las novelas Los nuevos iniciados (2008, Segunda edición 2014) y A la hora de las golondrinas (2011), y los libros de ensayos y artículos: Ciencia-Ficción: el humanismo de hoy (1996) y La estrategia de la solidaridad (2006).
Sus cuentos y poemas figuran en varias antologías nacionales y extranjeras, entre las cuales destacamos: Antología del cuento caribeño (2003); Antología del cuento fantástico colombiano (2007), Primera antología de la Ciencia Ficción colombiana (2000), Joyas de la Ciencia Ficción (La Habana, 1989); Dimensión Latino-Antología latinoamericana de Ciencia Ficción (Paris, 2008) y Tricentenario (Buenos Aires, Argentina, 2012).
Antonio Mora Vélez ha obtenido varios premios y distinciones por su obra literaria. En Córdoba fue declarado como uno de los personajes del siglo XX por su contribución a la literatura (1999). En agosto de 2014 el Parlamento Nacional de escritores le hizo un reconocimiento a su obra.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «IOD EL ÚNICO» EN «FICCIÓN BREVE (1)» (nº 146), «THRILLER» EN «FICCIÓN BREVE (VEINTITRÉS)» (nº 160), YUSTY (nº 191), «HISTORIA PROFUNDA» EN «FICCIÓN BREVE (SESENTA Y SEIS)» (nº 228), LOS OTROS (nº 244), TRASPLANTE DE CABEZA (nº 265); en Ensayo: «1984» Y EL PODER DESPÓTICO (nº 132), FAHRENHEIT 451: LA NOVELA DE LA LIBERTAD (nº 165), LA ENTROPÍA Y EL HOMBRE (nº 168), EL MAR EN LA CIENCIA FICCIÓN (nº 168), ARTHUR C. CLARKE Y LA ODISEA DEL HOMBRE (nº 183), LA VIDA Y EL UNIVERSO (nº 208)