«Hasta que llegue una luz roja», Mike Jansen
Agregado el 2 abril 2021 por richieadler en 299, Ficciones
PAÍSES BAJOS |
Tu rostro se ve apenas detrás del respirador; tu cabello dorado es lo único que me recuerda que en el alto trono estás tú, con tus miembros frágiles descansando sobre almohadas, mientras surge un gorgoteo leve de las máquinas que te acompañan, manteniéndote viva.
A la moribunda luz del triple sol de Trega II, tus ojos son de un vívido gris azulado, un hielo oscuro que me atrajo hace tantos años cuando me miraste con una severidad que acarreaba una promesa.
La vista de la ciudad desde tu ventana en el hospital es asombrosa, cientos de rascacielos rodeados de la selva eterna del continente polar que colonizamos setecientos años atrás. El nuevo hogar de la humanidad lejos de la Tierra. Para nosotros es un desperdicio, sólo nos observamos el uno al otro.
Me arrodillo a tu lado y te tomo de la mano frágil. Es un ritual que realizamos de vez en cuando. Es una cuestión de tiempo el que mueras o te cures. Sin embargo, incluso luego de cruzar la vastedad del espacio interestelar, aún no se ha hallado la cura para esto, esta enfermedad. Las palabras de tu oncólogo fueron rotundas, como mucho unas semanas. El dolor sincero en sus ojos nos lo dijo todo.
No puedo vivir sin ti. Lo decidí hace más de un año. Nunca me preguntaste por el remedio que te traigo. Yo nunca me ofrecí a explicártelo. Esa es mi carga. No soy un asesino, pero protegeré a mi amada.
Notatlán lo entendió, cuando fuimos a verlo a su guarida del desierto, apenas un día después de escuchar la sentencia. Mi amada y yo habíamos estado estudiando a su gente durante años y Notatlán había aprendido nuestro lenguaje mucho más rápido de lo que nosotros habíamos podido interpretar su sociedad.
—Tu propósito ha cambiado, humano —dijo con su voz aguda y chillona cuando entré. Asentí.
—Eres sabio y observador, Notatlán. Busco tu saber. Y la razón por la que aún vives. Nuestros primeros registros muestran que estuviste aquí hace setecientos años. Pero tu gente raramente vive más allá de los cincuenta.
—Shshra, tengo que contarte la historia de las Sombras Largas, si quieres escucharla.
La historia era larga y complicada, pero me enseñó sobre los verdaderos dioses de Trega II.
Ahora mismo, en estos salones de enfermedad y muerte, los falsos dioses de bata blanca, que se dan el nombre de doctores, entregan medicinas y procedimientos. Espero que en cualquier momento una Sombra de Piedad atraviese los tronos de reyes y reinas. Quizá esa es mi esperanza, que se tome la decisión sin mí, ya que estoy igualmente a merced de mi propio deseo: verte vivir un poco más.
No puedo creer que tú, que nosotros, dejaremos de existir. Una convicción fuerte es un don, es convicción, es un poder de la voluntad que lleva a un hombre a los extremos para alcanzar metas que algunos llamarían improbables, si no imposibles.
Con algo de ayuda de las Sombras Largas mi voluntad ha superado, por ahora, los obstáculos de tu enfermedad, aunque cada vez es más difícil obtener la esencia necesaria para extender tu vida.
Mirándote a los ojos veo la necesidad de ser libre, de terminarlo todo, pero niego con la cabeza. Todavía no es tu hora, no, aún no, no te dejaré ir.
Entra un dios y examina los gráficos de tu pantalla. Se va, sin sentir las dagas de mis ojos clavadas en la espalda, sin notar la mano en el bolsillo derecho de mi chaqueta que aferra el escalpelo escamoteado de una bandeja en el Reino Estéril.
Te aferro la mano y lloro, con la decisión tomada y la resolución firme. Murmuro algo sobre ir al baño y prometo volver pronto. Tus ojos me siguen al salir. Hay lágrimas, sé que las hay. Las siento también en mis ojos. Las tuyas, por tu situación y tu soledad. Las mías, por la vida que estoy por extinguir.
—¿Es la única manera, Notatlán? —pregunté.
La criatura asintió a su manera.
—Nuestros Dioses son oscuros y vengativos. Requieren un sacrificio…
—…a cambio de lo que necesito.
—Shshra, paga bien a las Sombras Largas y te devolverán el favor.
Los salones de este reino tienen muchas puertas con luces rojas y verdes. Algunas están apagadas; es una ausencia no sólo de luz, sino del alma que alguna vez ocupó el trono en el interior. Cuando doy vuelta a una esquina veo un dios que abandona una habitación, con los guantes aún puestos, llevando una bandeja con una jeringa automática que sé que contiene un sedante fuerte. Es mi signo, mi presagio. No soy alguien que ignore lo que el destino me depara.
Miro alrededor y sin ser visto me deslizo a la habitación, con la mano derecha temblando en torno al mango del escalpelo. Por la espalda me corre un escalofrío. Siempre siento una reluctancia, una resistencia casi sólida contra lo que estoy por hacer, el diezmo que estoy por entregar a los dioses que no son los que recorren estos salones. Todos podemos ser Sombras de Piedad si el momento nos llega y me doy cuenta, con gran claridad, de que un momento así ha llegado.
Me llega a los oídos un ronquido suave. No es un ronquido saludable, sino la lucha de un cuerpo enfermo en busca de oxígeno, de mantener latiendo el corazón, de impedir que sus órganos fallen. ¿Y para qué? Para sostener una enfermedad incurable que el cuerpo ni siquiera sabe que está allí. Somos criaturas patéticas, unidas a nuestras formas terrenales sin que nos importe el mundo que nos rodea, sin entender el ciclo implacable que finalmente nos convertirá a todos en polvo. Pues nuestro tiempo es breve. La gente en estos salones lo sabe muy bien, pese a los susurros tranquilizadores de los dioses de bata blanca.
La luz suave de la habitación ilumina el trono. El hombre, de piel amarilla y débil cabello ralo y escaso, está demacrado, su figura esquelética cubierta apenas por un fino paño blanco. Me acerco suavemente, observo el ritmo lento y dificultoso de su respiración, y veo claramente sobre él la delgada línea de su vida. Me apodero de un trozo de tela de una mesa lateral.
Obviamente el avatar de la Sombra de Piedad está en mí. Cada vez que he visto la línea alguien debía morir para que mi amada viviera un poco más.
Mis plegarias a los dioses verdaderos de Trega II siguen los patrones de la respiración del enfermo, sincronizándose, volviéndome uno con la habitación, con la situación, con la necesidad de crear el momento perfecto para su partida y la recolección del resto de sus energías.
—Las Sombras Largas te llevarán y abrirán tus ojos a su mundo —advirtió Notatlán—. Puede que no te guste lo que veas. Puede que no te guste lo que se espera de ti.
—Sólo me importa mantenerla viva, Notatlán. Haré lo que sea.
La criatura terminó su dibujo en la arena.
—A veces desistir es el sacrificio más grande, humano —dijo, antes de que se oscureciera el mundo.
Corto la válvula que impide que el sedante le inunde las venas. El líquido le entra rápidamente al cuerpo. Su respiración parece detenerse y espero, ruego que esta vez él parta en silencio. Pero entonces abre los ojos, amarillos e inyectados en sangre. Veo en ellos el temor, el conocimiento de que las Sombras Largas se abalanzan sobre él y le ha llegado la hora. Intenta abrir la boca. Le veo la lengua manchada, hinchada, un gusano baboso que serpentea e intenta escapar. Por supuesto, no puedo permitirlo.
Con el paño le aferro la lengua, tiro de ella y la cerceno. La envuelvo rápidamente en el paño y lo fuerzo a cerrar la boca apoyándome en su mandíbula hasta que le hace efecto el sedante. Pone los ojos en blanco, le sale sangre de la nariz y se ahoga, dejándome con un trofeo, el vehículo que requieren las Sombras Largas para llevar la esencia viviente a un ser amado.
Salgo de la habitación sin dejar rastro. La luz es roja, señal de que los dioses convergerán hacia el alma desventurada que está dentro, para rescatarlo del umbral del olvido, si pueden.
En el baño, la luz blanca es de un frío helado. El espejo me muestra el rostro ceniciento con arrugas que nunca había notado. Miro el paño manchado que llevo en la mano y lo arrojo en el fregadero antes de abrir el agua para lavar la sangre.
Sin sus líquidos, el pedazo de lengua es de un color rosado pálido. La sangre es blanda, salada, con un regusto amargo, que recuerda a los aromas de los salones de este reino. Una calidez me invade el cuerpo; un entusiasmo exultante me inunda el cerebro, convirtiéndome al menos en un igual de los dioses de bata blanca, blandiendo un poder que ellos nunca podrán, otorgado por el avatar de la Sombra de Piedad. Con delicia casi narcisista descarto el paño, me lavo las manos y me busco salpicaduras en la ropa. Estoy listo para partir, listo para mi amada.
Eludo dioses y semidioses que corren por los salones y llego de nuevo a su trono. Ella descansa, de a ratos, con el cabello dorado rodeándola como una corona antigua. Me siento a su lado y le tomo la mano. Me llena una profunda satisfacción, pues puedo prolongar una vez más su existencia y conservarla conmigo. Lo que haga falta, lleve el tiempo que lleve, haré lo que me piden las Sombras Largas. Cuando me inclino sobre su mano para darle el beso de la vida, ella se aparta.
Sorprendido, levanto la mirada, mirando directamente a los ojos color hielo oscuro de mi amada. Allí ahora no hay amor, ni decisión, ni culpa, ni temor. Reconozco su resignación y eso me desespera. Aparta el respirador; tiene amarillas las mejillas huecas, al igual que las manos y los brazos. Susurra:
—Basta. Ya está.
Aferro las barras de metal al costado de su trono y las aprieto.
—Por tí, amor, he sido una Sombra de Piedad. Por favor, no me lo niegues. Eres lo único que se interpone entre una locura asesina y yo.
Me sonríe.
—Está bien. Te perdono.
Posa la mano sobre la mía. Apoyo la cabeza sobre su mano, sintiendo el contacto de sus dedos fríos.
—Siempre fuiste la más fuerte de los dos —murmuro, los labios contra su carne.
—Sé mi Sombra de Piedad —suspira. La miro.
—No puedo. No me pidas eso.
—Esa es la carga que debes llevar, mi amor.
Respira con dificultad y vuelve a ponerse el respirador para ganar un poco de fuerza. Después de un minuto me mira con lágrimas en los ojos y susurra a través de la máscara:
—Libérame… Déjame ir…
Me doy cuenta lentamente de que este momento es su acto final de desafío, la última chispa de fuerza que la lleva a elegir cuándo y cómo morirá. Para mí es un momento de satori el darme cuenta de que el poder que he adquirido al quitar una vida también puede usarse para quitar otra, aunque esa vida me sea tan querida. Recuerdo las palabras de Notatlán: «A veces desistir es el sacrificio más grande».
El avatar de la Sombra de Piedad desciende sobre mí y lo alimento, no sólo con los fuegos de mi furia interior y la miríada de emociones del momento, sino también con las chispas de vida que he acumulado cuidadosamente los pasados meses, hasta que las alas de la Sombra se extienden hasta el infinito y la oscuridad invade la habitación.
Siempre hay que pagar un precio, pero lo pago con gusto para pasar con mi amada unos momentos que se extienden por la eternidad, sintiendo que se mezclan nuestras energías, que nuestras almas se entrelazan, hasta que llegue una luz roja.
Mike Jansen nació y vive en los Países Bajos, y ha publicado textos de variada extensión en antologías y varias revistas en su país natal y en Bélgica, incluyendo Cerberus, Manifesto Bravado, Wonderwaan, Ator Mondis y Babel-SF, y antologías publicadas por Verschijnsel: Ragnarok y Zwarte Zielen («Almas negras»), entre otras.
Se domicilia en la ciudad de Hilversum, cerca de Amsterdam. Ha ganado los premios King Kong a mejor nuevo autor y mejor autor en 1991 y 1992 respectivamente, así como una mención de honor por un trabajo presentado para la competencia de lanzamiento de la revista australiana Altair en 1998.
Otras publicaciones suyas pueden encontrarse en http://www.meznir.info.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: INSTRUCCIÓN PARA DECONSTRUCCIÓN (nº 291), LAS CATACUMBAS (nº 298)