«Un visitante de Carcosa», Javier Garrido
Agregado el 19 junio 2021 por richieadler en 300, Ficciones
VENEZUELA |
Apenas terminaba de colocar en la bandeja de mi alta fidelidad el disco plateado de In C, de Terry Riley, y aún no había tenido tiempo de empezar a escucharlo, cuando todas las luces del apartamento parpadearon. Esto duraría, quizás, unos dos o tres segundos; enseguida me agredió una vaharada de un olor picante y metálico, que me hizo toser.
Fue en ese justo momento, o a lo mejor un instante antes, que supe con absoluta certeza que alguien aguardaba ante mi puerta.
Miré el reloj y vi que eran ya las 11 y 11 minutos; de la noche, por supuesto. ¿Quién carajo podía molestar a esa hora? No esperaba a nadie tan tarde. Se me ocurrió que podía ser el conserje, o quizás mi vecina, la rubia del 4-A (¡sueña con eso!), aunque lo cierto es que ella pasaba de mi desde aquella aciaga ocasión en que me pidió ayuda para recuperar a su perro, un Golden Retriever lerdo, viejo y legañoso, que se le había escapado mientras lo paseaba por el parque, y yo no había tenido mejor idea que responderle que era más compasivo permitirle a la pobre bestia encontrar su propio destino. Casi con toda seguridad, esta boutade de mi parte hubiera quedado en nada, de no haber aparecido a las pocas horas el animalito tirado en una zanja, mutilado con sevicia y con el cráneo hundido a golpes. Hace unos pocos meses ella sustituyó al can fallecido con un babeante y pavoroso bull terrier atigrado que se la pasa todo el día ladrando, pero el ambiente en el ascensor cada vez que coincidimos sigue resultando glacial. Por lo visto, nunca ha logrado sacarse de la cabeza que mi persona, a pesar de ser su subyugado devoto, algo tuvo que ver con el sombrío final de su previa mascota. No puedo descartar que las virulentas calumnias y embustes del conserje y de la vieja murmuradora del segundo, empecinados en hacerme pasar por un crápula, no hayan jugado algún papel en perpetuar esta enojosa situación.
Fui a abrir, atónito por no recordar si había escuchado que tocaban.
Pues no, no era ni el conserje, ni mi vecina la rubia; ni tampoco un testigo de Jehová, ni el cartero, ni un vendedor de enciclopedias, ni un músico ambulante. Aquel extraño que sin avisar se había presentado a mi puerta penetró en mi morada con desenvoltura y naturalidad, sin mediar una explicación o un saludo, sin pedir permiso o como si no lo necesitara. Se detuvo en medio de la habitación y dio una mirada circular que apenas se detuvo una fracción de segundo en el reloj de pared, en el aguafuerte en que figura a un paseante en una calle solitaria, en la biblioteca y en mi colección de discos de música clásica, y acto seguido fue a sentarse en la butaca de cuero negro, aquella que reservo en exclusiva para mis meditaciones y que por supuesto jamás ofrezco a mis muy eventuales invitados. Justo aquella en la que pensaba repantigarme para escuchar por vigésima vez In C.
Tras usurpar mi sillón favorito el desconocido se dedicó a hacer… nada, nada en absoluto. En vano espere alguna explicación o al menos un gesto de su parte, pero él se limitó a dejar vagar la mirada en el vacío y a mover de manera casi imperceptible los labios y los dedos. Yo aproveche para controlar si en el rincón al lado del refrigerador se encontraba mi salvaguarda, una barra de hierro redonda de tres octavos, de unos cincuenta centímetros de largo, con los últimos quince forrados de cinta negra aislante a modo de cómodo asidero. Por regla general, nunca les abría la puerta a forasteros sin tenerla al alcance de la mano; lo de esta noche había sido un claro despiste de mí parte.
A los pocos minutos no aguante más.
—Disculpe amigo: ¿puedo saber la razón de esta inesperada y para nada placentera visita? Y por cierto ¿se encuentra cómodo? —lo interpelé, procurando que mis palabras tuvieran una inflexión sarcástica que no se prestara a dudas.
El extraño me miró como si apenas entonces acabara de advertir mi presencia.
Mi indeseado huésped era alto, macilento, descoyuntado, contrahecho, con los miembros tan largos que remedaban las patas de un insecto monstruoso; parecía tener demasiadas articulaciones en las manos, y sus dedos eran muy finos, como de muchacha. Su cuello era largo y huesudo y los labios gruesos, los pómulos y los ojos orientales y las orejas gráciles, pequeñas y abocetadas. No llegué a advertir si tenía cabello, pero su piel era muy pálida, e irradiaba una especie de luminosidad opaca que hacía difícil mirarlo directamente; también resultaba complicado dilucidar donde terminaba esta y donde comenzaban sus vestiduras, si es que las usaba. Como contraste con esta parquedad, sus dedos de niña exhibían una insultante abundancia de anillos pesados y relumbrantes saturados de piedras preciosas, que despertarían la envidia y la codicia de un tahúr, de un mafioso ruso o de una madame de burdel.
No logré discernir el color de sus ojos, pero sí que olía un poco a tierra, a almizcle y a podredumbre, aunque ese hedor no llegaba a resultar en realidad desagradable.
—¿Señor? —insistí—. ¿Puedo saber a qué obedece su presencia? ¿Puedo ayudarlo en algo? —Y respiré con alivio cuando mis dedos rozaron el extremo de la barra de fierro. Mi puño se cerró sobre el mango, e incluso llegué a levantarla un par de centímetros del suelo. Se sentía tan plena y poderosa como de costumbre.
Por lo visto, aquel engendro entendió por fin que no podía seguir ignorándome y que lo correcto era responderle al dueño de la casa:
—Mi intención no es importunarlo. Puede estar seguro de que no represento peligro para su integridad física —su pronunciación era correcta hasta la afectación y su voz apenas un hilo, átona y fría, de una flacidez tan viscosa como repelente.
—No, si eso ya me lo imaginaba —le repliqué, burlón, aunque no estaba muy seguro de que percibiera los matices—. Pero igual necesito saber qué hace aquí sin ser invitado y porque se ha sentado en mi sillón favorito sin pedirme permiso.
—Debo asumir que este espacio es su hábitat acostumbrado —continuó—. Repito, mi intención no es importunarlo, pues mi estadía aquí no se prolongará más allá de un total cincuenta y tres de sus minutos. Es libre entretanto de desempeñar sus actividades usuales haciendo caso omiso de mi presencia.
Cincuenta y tres minutos: o sea, hasta las doce y cuatro, pasada la medianoche, a partir del momento en que se presentó a la puerta. Aun así, me parecieron demasiados minutos, pues uno no puede ir por el mundo invadiendo los apartamentos de otros a horas intempestivas, ni mucho menos usurpar butacas ajenas, y luego pretender utilizar como coartada que se irá en cincuenta y tres minutos.
—Mucho me temo que las cosas no funcionan de esa manera, señor. Necesito saber que pretende, o sea, las razones que ha tenido para irrumpir en mi vivienda sin ser invitado, y a esta hora tan avanzada. ¿Lo capta?
Me miró ¿dudando? y esta vez sí noté que sus iris eran pequeños y de color amarillo dorado, con pupilas verticales como de gato.
—Asumo que está resuelto a obtener esa información, así que deberé transigir para que no me haga malgastar mi tiempo —me respondió al fin—. Vengo desde Carcosa, ya que soy lo que usted debe considerar un viajero en el tiempo, aun cuando eso no sea estrictamente exacto.
—¿De Carcosa? ¿La misma Carcosa de Ambroise Bierce? ¿La de Robert Chambers? ¿Carcosa, a orillas del lago Hali, en las Híades cerca de Aldebarán?
Pero la verdad es que no pareció entender todas estas alusiones, lo que me irritó bastante más que su tosco intento de tomarme el pelo con semejante cuento.
—Carcosa es mi lugar de procedencia. Se encuentra a unos cincuenta y ocho mil años en el futuro de este su tiempo presente.
—Usted bromea, sin duda. ¿Quiere engañarme?
—No entiendo bien lo que significa para usted bromear. ¿Qué ventaja tendría para mí hacerlo?
—¿En realidad pretende hacerme creer que viene del futuro, y que en ese futuro dentro de no sé cuántos miles de años se sigue hablando castellano? Me está juzgando muy mal si me toma por tonto…
—Ignoro para qué debería juzgarlo a usted. Me parece que no requiere explicación que usemos la lengua más habitual en el punto explorado, así se trate de un dialecto rudimentario y obsoleto.
—¿Obsoleto? Si usted lo dice… ¿Y por qué yo?
—¿Usted? ¿Qué quiere decir?
—Ahora soy yo el que dice que parece obvio que ha venido aquí, a mi casa y a ninguna otra.
—¿Eso debería tener importancia?
—Por supuesto. Si yo fuera a viajar al futuro, o al pasado miles de años, procuraría al menos caer en un lugar interesante, así fuera durante cincuenta y tres minutos.
—Compruebo que usted no entendió en realidad lo que le dije; aunque eso ya me lo esperaba. Como le advertí antes, no soy un viajero en sentido estricto.
—¿Y eso que tiene que ver con lo que le pregunté?
—La verdad, ignoró cual es la relevancia de toda esta inquisición.
—Para mí es importante, si no, no insistiría.
—En realidad, preferiría no continuar con este diálogo. Ya le dije que mi tiempo aquí es muy limitado.
—¿Y de verdad tiene alguna utilidad emplearlo en quedarse sentado ahí mirando al vacío? Por lo menos, podría salir a la calle y hacer un recorrido por los alrededores.
—Eso es imposible. Además, no estoy mirando al vacío: mis canales sensoriales son mucho más diversos y complejos que los suyos.
—¡Ah, claro! No faltaba más… Y dígame, ¿puedo saber al menos cuál es su nombre? ¿Cómo debo dirigirme a usted?
—¿Nombre? Cierto, en esta época existía ese concepto; pero está en desuso entre nosotros. No es necesario que se dirija a mí de ninguna forma.
Era claro que mi visitante lo que único deseaba era que me callara y guardara silencio, razón más que suficiente para que yo apeteciera seguir espoleándolo. ¿Qué se puede hacer? Los humanos del siglo XXI somos así.
—¿Y entonces? ¿No piensa aclararme los motivos por los que está en mi casa, y no en alguna otra? ¿Por qué en el apartamento 4-C, y no en el 4-A, o en el 5-B? ¿O mejor, en la manzana de enfrente?
Por primera vez noté, no sin perverso deleite, cierto dejo de impaciencia e irritación en su tono de voz.
—Debo asumir que en esta época la hospitalidad está divorciada de las virtudes del silencio y de la urbanidad. Haré un esfuerzo por explicárselo de manera simple, para que me deje continuar con mi cometido, aunque pongo en duda que lo entienda. La línea espaciotemporal en ocasiones se dobla y pliega sobre sí misma, haciendo que dos puntos del continuo, un punto del pasado y un punto del futuro, coincidan y se intercepten. A esa interceptación le llamamos punto Ji. En el punto Ji es posible pasar de una línea temporal a la otra sin un consumo exorbitante de energía; es como pasar de una habitación a la de al lado. Los puntos Ji son infrecuentes, y más raros aún son los puntos Ji de transferencia viable. En la mayoría la yuxtaposición cae en el espacio profundo, o dentro de una estrella, o en un núcleo planetario, situaciones todas indeseables. En las raras ocasiones en que el punto hace coincidir entornos no hostiles, procuramos siempre aprovecharlo.
Tenía que admitir que aquello no estaba nada mal para usarlo en un relato de ciencia ficción: cuando le diera fin a la redacción del séptimo volumen de mis Memorias quizás me animara a escribirlo.
—¿Y por qué no cambian de ubicación los esos puntos sin más?
—Tal y como anticipé, no entendió nada, aunque hubiera preferido equivocarme —dijo—. Los puntos Ji ocurren más o menos al azar. Los cálculos que nos permiten predecirlos se desarrollaron hace unos treinta y dos mil y trescientos años, la tecnología para aprovecharlos hace poco más de veintisiete mil y cien, y no anticipamos desarrollar los recursos tecnológicos para crearlos a voluntad en los próximos cinco o seis mil…
A estas alturas aún no había logrado dilucidar si mi huésped era un farsante, un loco, o si de alguna manera me estaba diciendo la verdad. O, al menos, su verdad.
—Hace mal en subestimarme —le repliqué—. Mis conocimientos científicos no son nulos, y soy un lector aplicado y aprovechado de Hawking y de Feynman. También he leído mucho a Lem. Pero, ¡qué cabeza la mía! De verdad que debo parecerle un desastre como anfitrión. ¿Puedo ofrecerle algo de tomar? ¿Un vaso con agua? ¿Quizás algún licor fuerte? Tengo whisky, vodka y tequila. ¿O prefiere la cerveza? Supongo que aún los toman. ¿Verdad? Lo contrario sería siniestro…
—No. Es innecesario que se preocupe; estoy bien así —y por más que se empeñó ya no pudo ocultar su creciente incomodidad—. Además, debo mantener mi interacción material con esta línea temporal al mínimo, y eso excluye la ingesta de tóxicos metabólicos.
—¿Las razones para eso son fisiológicas o morales?
—Ambas —me replicó, desabrido—. Por favor, déjeme ya.
—¿Por qué cincuenta y tres minutos?
Aquí murmuró en voz muy baja algo que no alcancé a comprender: una larguísima palabra fatigada de innumerables consonantes guturales. Supongo sería algo así como un vete a la mierda articulado en una pretendida lengua que aún tardaría eones en aparecer sobre este planeta.
—La interceptación, el punto Ji, es un punto matemático, un punto adimensional —dijo al fin, con evidente cansancio—. Pero por razones relacionadas con la incertidumbre cuántica el evento se define en una distribución de probabilidades que determina un esferoide de algo menos de cuatro metros de radio y con una duración de cincuenta y tres de sus minutos. Es por eso que estoy aquí y no en otra parte.
—¿Y usted no puede desplazarse fuera del fulano esferoide?
—Pudiera, en teoría. Pero sería inútil, y las consecuencias muy desagradables y sin la menor duda, indeseables para todos.
—¿Todos? ¿Quiénes “todos”?
—Todos. Absolutamente.
Por lo visto, tendría que conformarme con ese “todos”, pues no pude sacarle una palabra más al respecto. Opté por cambiar de estrategia y apartarme de las elucubraciones físico-matemáticas.
—Me dice que los nombres propios están en desuso en su época, pero compruebo que hay al menos una cosa que no parece haber cambiado: conservan la afición por el ornato corporal. Sus anillos son esplendidos, si bien me parece, y perdóneme la franqueza, algo recargado y hortera usarlos en semejante abundancia.
—¿Anillos? —y por primera vez lo vi confundido.
—¿De qué material están hechos? ¿Oro, platino? ¿De alguna aleación peculiar? ¿Y esas piedras que son? ¿Zafiros, esmeraldas…?
—No entiendo a qué se refiere con eso del “ornato corporal”. Quizá sea un modismo para el que no disponemos de equivalencia.
La evasiva para eludir el tema me pareció transparente.
—¿Sabe qué? Yo si me voy a servir un trago. De verdad me hace falta.
Mientras me servía una triple dosis de Black Label con hielo vi que mi huésped retornaba a su inmovilidad casi perfecta. Y digo casi pues si se miraba con atención se podía notar que sus labios se movían muy despacio, como orando. También caí en cuenta entonces de que en el equipo de sonido seguía reproduciéndose aún In C; y no era para menos, pues se trataba de la versión conmemorativa del vigesimoquinto aniversario, que dura nada menos que setenta y seis minutos y dieciséis segundos. O sea, que seguiría sonando incluso después de que aquel supuesto hombre del futuro hubiera partido.
—Y dígame —volví una vez más a la carga, paladeando el licor—. ¿No hay nada que usted quisiera preguntarme? Por lo que colijo, soy el único humano de esta época con el que tendrá ocasión de hablar. ¿No cree que puedo tener información importante que le interesaría a los suyos?
—No es de mi interés, ni es mi campo.
—¿No es su campo? ¿Y en realidad que es lo que investiga? ¿Historia, arte, biología, literatura, geografía, sociología, numismática, filología, semiótica?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Todo lo que usted menciona está involucrado.
—¿No dijo que no era su campo?
—Usted no lo es, claro.
Ese desprecio me dejó algo dolido, a pesar de no resultar injustificado.
—Usted vuelve a subestimarme. ¿Sabe? Soy escritor. Escribo novelas, sobre todo de terror sobrenatural y de ciencia ficción. Aunque la verdad es que ahora estoy dedicado a mis Memorias. Creo incluso que no es del todo imposible que usted haya oído hablar de mí. De hecho, acabo de publicar un libro, o como suele decirse, la tinta apenas se ha secado…
En realidad, mi última novela, Los 120 días de los náufragos de Quaoar, había resultado un completo fiasco. El crítico más benigno la había calificado de “mera sucesión estrambótica de aventuras banales, intercaladas con escenas de alcoba a la vez innecesarias, pueriles y nauseabundas, una mezcla repulsiva y obscena de un Asimov borracho y saturado de hasta las cejas de hachís, con pornografía cyberpunk y un toque del marqués de Sade” (y eso que era el que la editorial había contratado para que redactara la reseña de la solapa). Los menos benignos habían preferido calificarla sin ambages de basura y también de vomito fecaloide sin redención posible. Pero tampoco era cuestión de reconocerlo, así como así, ante un extraño del futuro.
—Eso es poco probable. Por favor, déjeme, el tiempo se está agotando y aun me queda por hacer.
—¿Cómo lo sabe, si ni siquiera ha preguntado mi nombre?
Antes de contestar masculló otra vez entre dientes aquella palabra larguísima.
—Soy uno de los principales especialistas en esta época bárbara y estúpida —dijo con rencor—. De la mal llamada literatura tramada por sus contemporáneos se conservan apenas algunos fragmentos de un tal Homero, de Shakespeare, de Borges, de Wu Tang y de Alex Munroe. Es más que evidente que usted no puede ser ninguno de ellos.
Me embargó un brusco ramalazo de ira.
A todas estas, en mis idas y venidas yo había terminado ubicado a sus espaldas, y podía ver su coronilla recubierta de pelusa, sus orejitas deformes y traslucidas y su cuello largo y flexible, asomando sobre el respaldo de mi butaca favorito de cuero negro, esa misma que jamás cedo a ningún visitante. Juro por lo más sagrado que no hubo premeditación en lo que ocurrió a continuación. Uno de mis indeseados biógrafos (o detractores) afirmó alguna vez con lengua ponzoñosa que antes de asumir la literatura como profesión ejercí las de ladrón, la de violador, la de falsificador, e incluso la de asesino. No entraré a discutir por enésima vez esos infundios, pero lo cierto es que debo admitir cierta fatal impulsividad en mi temperamento. Todo influyó: la rabia, el despecho, la grosería y descortesía de aquel hombrecillo hacia mi persona y mi época, muy a pesar de su crasa ignorancia (¡Homero y Shakespeare contemporáneos! Y eso, salido de los labios de un autoproclamado “principal especialista”). También estaban, por supuesto, el efecto desinhibidor del alcohol, y ¿por qué no admitirlo? la oportunidad, y aun cierto grado de calamitosa codicia.
Lo cierto es que mis dedos se cerraron alrededor de su cuello: este era tan delgado que los pulgares y los índices de las dos manos casi se solapaban por completo.
Apreté.
Sentí como cedía la carne esponjosa, y que los huesos de la columna crujían y se aplastaban bajo la presión de los dedos como si estuvieran hechos de galleta. No se debatió, ni hubo resistencia. La luminosidad opaca de la piel se apagó como una llama que se sopla, y su palidez fue sustituida casi enseguida por una oscuridad violácea. Al aflojar la presión, el cuerpo completo se escurrió hacia el suelo, formando un montón amorfo.
Miré el reloj: faltaba un cuarto para las doce. La visita del extraño había durado treinta y cuatro minutos: diecinueve menos de lo que él había previsto.
¿Qué ocurriría a las doce y cuatro? ¿El cuerpo se desvanecería sin otra consecuencia? ¿Convenía que eso pasara dentro de mi apartamento? Intuí por primera vez la inmensa estupidez de lo que acababa de cometer. Bien podía haber preguntado un poco más. ¿Qué me habría costado?
Para mi decepción, aquellos suntuosos anillos no resultaron ser tales: al mirar sus manos, descubrí que sus dedos se encontraban patéticamente desguarnecidos, aunque persistían unos círculos grabados en la carne, entre las excesivas articulaciones. En vano revisé su ropaje: este se limitaba a una única capa de tejido adosada a la piel, sin uniones ni cortes visibles. Logré desprenderla y descubrí que el cuerpo carecía de genitales o de cualquier orificio de excreción; no tenía tetillas, pero si ombligo, y a ambos lados del tórax, casi en las axilas, vi unos abultamientos negros de consistencia coriácea, cuya finalidad no alcancé ni a conjeturar.
¡Ah! Y su boca carecía de dientes y de lengua. Pero entonces, ¿cómo es que lograba hablar?
Ya me quedaba poco tiempo, y aún no estaba seguro de que lo que debía hacer, cuando se me ocurrió otra alarmante posibilidad: ¿y si alguien venía a buscarlo?
Lo más seguro sería sacarlo de mi casa, pero eso implicaba la obligación de llevarlo hasta la calle, pues no parecía sensato dejarlo junto a la puerta. ¿Y luego?
Luego, nada. Por suerte, ya empezaba a recuperar mi habitual sangre fría: si en verdad era un visitante del futuro, aquí nadie lo iba a echar de menos. Me bastaría con bajar el cuerpo hasta el callejón sin que me vieran, y dejarlo en cualquier lugar. ¿Por qué habrían de relacionarlo conmigo?
Claro, él había dicho algo sobre unas consecuencias “desagradables e indeseables”, pero no tenía tiempo de ocuparme de eso ahora.
Sabía que debajo del fregadero tenía un hule gris que me vendría muy bien para envolver el cadáver; ni recordaba porque estaba allí, ni si yo mismo lo había comprado alguna vez. Acomodé el cuerpo en el centro y le plegué los miembros larguísimos y dislocados en posición fetal, lo que resultó sorprendentemente sencillo, pues era casi como si no tuviera huesos. Luego, até el bulto con unos trozos de cable eléctrico; para evitar dejar huellas improcedentes, utilicé guantes de látex.
¿Se podían sacar huellas digitales de las marcas de estrangulamiento? Esperaba que no.
El paquete resultó ser ligero y manejable: no pasaría de los quince, o, a lo sumo, veinte kilos.
Faltaban tres minutos para las doce cuando llamé al ascensor.
Al abrirse la cabina en la planta baja vi que, a pesar de lo avanzado de la hora, el conserje aún deambulaba por el portal del edificio, con su escoba en la mano. Parecía estar buscando algo: acaso alguno de los gatos de la vieja bruja del quinto piso. En vista de esto, para evitarme preguntas y miradas indiscretas, me convenía salir por el estacionamiento.
Tras comprobar que la calle estaba vacía, caminé hasta el contenedor de la esquina, lo abrí con el pedal y dejé caer adentro el cuerpo, que hizo ¡plof! al chocar contra el fondo. Hora de regresar.
Cometí entonces dos errores, atribuibles acaso a mi falta de práctica: el primero, dejarme llevar por el puro hábito y caminar hacia el portal del edificio, en lugar de regresarme por donde había venido; el segundo, no quitarme los guantes de látex. El tercero (porque tenía que haber un tercero) fue dejarme ver por el conserje. Me vio antes de que tuviera oportunidad de arrepentirme, y calculé que retroceder o pasar sin hablarle resultaría más sospechoso que andar afuera a esa hora.
—Buenas noches —me adelanté.
—Buenas noches, señor.
—¿Que hace aquí afuera tan tarde?
—Estoy buscando a Gaspar.
—¿A Gaspar?
—Es uno de los gatos de la señora Olga. Se escapó hace rato.
—¿Será el persa azul?
—Ese mismo. Es su favorito. ¿No lo habrá visto?
—La verdad, no he visto ningún gato. Solo salí a tomar aire.
—¿Y por qué lleva guantes? Qué extraño…
—Errrrr… la verdad, por nada en particular. —masculle, sin la menor convicción, pero igual me los quité y los guardé en el bolsillo, mientras comenzaba a sopesar si sería preciso un segundo homicidio esa misma noche; esperaba en verdad que no, aunque el conserje no me cayera precisamente bien—. ¿Piensa quedarse afuera mucho tiempo más?
—Hasta que consiga a Gaspar. ¿Tendrá hora?
—¿Cómo dice? ¿La hora? Claro, son las doce y cuatro —y noté que de golpe había empalidecido—. Pero, ¿qué le ocurre?
Seguí su mirada. En el cielo occidental, una negrura absoluta comenzaba a devorar la noche.
Javier Garrido, nació en Caracas, Venezuela, en 1964. Es médico. Ha publicado relatos en Letralia, Culturamas y Extrañas Noches. Libros publicados: Viernes (cuentos). Porlamar, 1992; La muñeca descalza (cuentos). Porlamar, 1993 y Abbadón y otros cuentos siniestros. Amazon, 2018.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: LOS DEL PISO DE ARRIBA SIEMPRE GANAN (nº 294)