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¡ME GUSTA
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Archivo de la Categoría “300”



 

 

ARGENTINA  ARGENTINA

A veces me permite mirar. Olvida, o simula olvidar que estoy allí. Descorre el velo que cubre el espejo grande, en el centro del salón, y se le planta enfrente.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Hay muchos espejos, pero no como ése. La casa está llena de esos otros, plásticos, intrascendentes. A él le gustan. Se pasea por delante, ensaya posturas y gestos cuando cree que no estoy mirando. Pero con el grande la cosa cambia: es su Némesis. Lo mencionó como al pasar, lo recuerdo, en uno de esos escasos momentos de confidencias que he aprendido a atesorar. Reclinado en el sillón junto a la ventana, su mano desnuda jugaba a las escondidas con el pálido sol del atardecer; dibujaba sombras cambiantes sobre la alfombra. ¿Ves?, me decía. Esto puedo dominarlo, al menos hasta cierto punto. Era cierto: lo había visto desafiar al astro rey con más fortuna que varios albinos que he conocido. Su mirada se iba tornando oscura a medida que derivaba hacia el espejo grande. Ese engendro, en cambio, se me resiste. Nada puedo contra su tozudo desprecio. Me gustan esos modismos arcaicos; lo revelan suelto, relajado y con las defensas bajas. Le había escuchado lamentarse, en otra ocasión, del «lacerante desdén del azogue», pero sólo después alcancé a comprender a qué se estaba refiriendo.

Yo no sabía qué era el azogue. En los polvorientos tomos de la enciclopedia encontré el dato, más tarde, de que era uno de los nombres del mercurio, seguramente ya en desuso; pero eso no me dijo demasiado. Sólo logré establecer la relación varios párrafos más abajo: el azogue era el constituyente principal de la amalgama metálica que convierte un cristal en un espejo.

Aún así, no llegaba comprender qué era lo que marcaba la diferencia con los otros. …¿Qué hacía que él prefiriese las baratijas al bello espejo de pie, una pieza de evidente antigüedad que él mismo había instalado en el centro neurálgico de la sala? La enciclopedia también era vieja; casi todo, allí, lo era, salvo los otros espejos. Esa parte de mi investigación requería fuentes más actuales, y no tuve que buscar demasiado; en internet estaba todo. Espejos plásticos, flexibles, moldeables. Sin mercurio ni plata, sin metales.

Eran ésos los que él había sembrado por toda la casa. Los que no estaban hechos con azogue y no participaban de lo que fuera que el azogue hacía en su desmedro. Comencé a entrever la humillante verdad: si prestaba oídos a las viejas leyendas (y por qué no habría de hacerlo, a la luz de los hechos) a ellos les está vedado el replicarse en los espejos. Al menos, en aquella clase de espejos. La antigua maldición, deduje, no podía prever que las virtudes del azogue llegarían a ser reemplazadas por sustitutos más baratos, en la prosaica irreverencia de la modernidad. Comprendí entonces la proliferación de baratijas: no le mezquinaban su reflejo.

A partir de esta revelación, gradualmente comencé a emular sus rituales con el Espejo, casi sin darme cuenta: las miradas hoscas, los rodeos; lo evitaba. Las escasas veces en que lo encontraba destapado ponía especial cuidado en no facilitarle la afrenta; no le dejaba jugar con mi imagen. Era un gesto solidario que, creo, no pasaba inadvertido.

¿Cuánto tiempo llevo en esto? Recuerdo la noche del encuentro, la fascinación que ahora sé no era del todo forzada, la invitación y mi aceptación; la creciente y resignada certeza de que su interés no estaba dirigido hacia mi persona, sino más bien hacia mi cuello. En el clímax, con sus colmillos rozando mi piel, hasta a mí me sorprende mi inesperada interrupción: Alto, le digo. Alto. Se me ocurre una alternativa mejor. Me escucha, y me deja ir con una promesa como única prenda. Confía en mí, su víctima, Scherezada regresando a palacio por su propia voluntad; en lugar de un relato, traigo una bolsa de sangre fresca y gano otra noche.

Trabajo en un centro de hemoterapia. He ideado un práctico sistema de diezmos: sólo un poco de más en cada extracción, un poco de menos en cada bolsa que guardo en las cámaras de frío. Funciona, y por la tarde vuelvo a casa con mi ofrenda renovada. Él sabe que volveré.

De a ratos, escribo esto. Mis emociones fluctúan de un extremo al otro: me estremezco ante el temor de su furia si llegara a descubrir estas notas y, un instante después, disfruto al suponerlo anhelando mis ausencias, corriendo a mi escondite apenas he abandonado la casa y revolviendo mis papeles en busca de la dosis diaria de esta otra variante especular, la tinta, que no ejerce el desdén del azogue. Lo imagino (te imagino) leyendo esto y fingiendo que nada ha visto, preservando así el hechizo y asegurando la continuidad de su reflejo en este formato más estable y expurgado de ultrajes. En ocasiones creo vislumbrar en esto una simetría oculta, un síndrome de Estocolmo fluyendo en ambos sentidos; siento algo de culpa al intuir a mi predador como presa, a su vez, de un doble lazo Scheresádico. Mientras tanto, la vida (esta extraña instancia de la vida) continúa.

A veces, decía, me permite mirar, o me olvida. Descorre el velo que cubre el Espejo y le hace frente. Se va quitando la ropa en una ceremonia seguramente gastada por los siglos; va desvelando la nada, el insultante vacío rodeado por los objetos cotidianos que sí se reflejan. Entonces toma mi ofrenda y la sube hasta sus labios; la fiebre lo domina. Da una sola dentellada, precisa, mortal, y succiona sin derramar una sola gota. Eso lo veo yo, de este lado; el espejo sólo muestra el sachet estrujado, apremiado, gradualmente despojado. No imagino qué es lo que ve él. De pronto, se produce el milagro: la conjunción de los mundos. Quizás en virtud de su anómala biología, el fluido vital que bebe no sigue los caminos habituales. El proceso digestivo (si es que existe) es fugaz, apenas un pasaje; la sangre llama a la sangre y se reúnen de inmediato; se confunden en una. El espejo refleja la magia, supongo que muy a su pesar; ese fluido ajeno escapa a la maldición. Va entretejiendo una apretada red de vasos escarlata que terminan delineando una figura: la suya. Es su desquite, y él disfruta cada gota de esa imagen que el azogue se ve obligado a devolverle, con la misma pasión que un instante atrás dedicaba a su festín. La expresión de embeleso en su rostro lo redime.

Pero el triunfo es efímero. Su metabolismo singular termina apropiándose de la ofrenda, sojuzgándola; lo visible se torna de nuevo invisible en la severa arbitrariedad del espejo. En el rostro se agudizan los estigmas, recién nutridos: los ojos emiten destellos de fuego; los colmillos destacan, amenazantes. Sobreviene el lamento creciente, desgarrador.

He aprendido que es entonces cuando debo retirarme, hacerme discretamente a un lado y dejarlo a solas con su tormento. Voy a la cocina, me preparo un té, lo bebo sin prisas. No es por miedo, no. Si he de ponerle un nombre a esto, imagino que es amor.


Allá por Axxón 139, cuando le publicamos «Cronoplasma», dijimos que Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires en 1951 y que vive en El Bolsón. Entonces pensamos (eso no lo dijimos) que lo veríamos con frecuencia por aquí. Sucedió.

A nuestro pedido, nos habló de sí mismo en tercera persona, y este es el resultado:

«¿Debo escribirlo en tercera persona?… Sea, entonces. Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires, en 1951. Sus recuerdos de infancia y primera juventud están esparcidos a lo largo y a lo ancho de una amplia franja de territorios inexplorados que se extendía, en aquel lejano entonces, entre Ramos Mejía e Ituzaingó. Era un mundo casi infinito, tal vez porque era bastante sencillo imaginarlo así; el tiempo, sin embargo, se fue encargando de hacer evidente la falacia implícita en esas fantasías. En lugar de madurar como Dios manda, apremiado por horizontes que ya se veían demasiado próximos, en 1981 atinó a emigrar a regiones que se le antojaban más propicias; desde entonces vive oculto en el bosque que cubre las laderas de un cerro, en la Cordillera Patagónica. Gruñe y gesticula detrás de los matorrales cuando algún paseante desprevenido se aventura demasiado cerca de los límites de su retiro. Como el tango no es lo suyo, la única vía catártica hacia el lamento por los paraísos perdidos que le ha quedado es la literaria, y de ahí nace todo esto. Hace lo que puede, que no es mucho; pero hay que destacar que le gusta el proceso, y eso ya es bastante para él. Como muestra de su estilo nostálgico y cavernoso bien puede mencionarse la más reciente de sus obras, un breve opúsculo por encargo que comienza: «¿Debo escribirlo en tercera persona?»

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: CRONOPLASMA (nº 139), PROPIEDAD HORIZONTAL (nº 140), TIEMPO, MALDITA DAGA (nº 145), INICIACIÓN (nº 147), RESPLANDORES (nº 151), MUCHACHA EN PABELLÓN CON FONDO DE VOLCANES (nº 152), EN ALAS DE MARIPOSA (nº 156), ZIP (nº 160), «PARA CREAR EL ARMUZ» EN «FICCIÓN BREVE (27)» (nº 163), AHAU KATUN (nº 170); en Urbys: PARCELA ESTOCÁSTICA, OKUPA