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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “305”



 

 

España  ESPAÑA

—¿Señora Luna, cómo se siente?

Hasta hace un instante, estaba en el Cilindro de Escaneado.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Ahora estoy sumida en la absoluta oscuridad. Ni siquiera escucho la voz que me habla. Al menos, no como estímulos en la cóclea, porque la voz no resuena en ningún sitio. Parecen impulsos recibidos directamente en la corteza auditiva.

—Es difícil de decir —respondo al fin—. Es como si todo mi cuerpo estuviera anestesiado. No puedo mover los párpados… y no siento nada… Hasta el dolor de cervicales ha desaparecido. No sé ni cómo me estoy comunicando. ¿Se puede saber qué me ocurre?

—Tranquilícese, señora Luna —dice la voz—. La ausencia de sensaciones que está experimentado es completamente normal. Dado que esta es una comunicación breve, estamos emulando su mente en un entorno sencillo, sin capacidad para reproducir la totalidad de las operaciones electroquímicas del cerebro. Por eso no percibe cosas tan comunes como el tacto de su piel, los olores de su cuerpo o el sabor de su aliento.

—Un segundo… ¿ha dicho emulando mi mente? Pero… ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

—Oh… disculpe mi descortesía. Soy Rómulo Boyle, técnico de almacenamiento de mentes digitalizadas. La hemos despertado, señora Luna, porque usted ha fallecido.

—Caray, «fallecido»… dicho así, qué extraño suena. Es la primera vez que me pasa.

—Para todo hay una primera vez.

—Es decir, que soy la copia que se hizo… la otra.

—Desde este momento, usted es la señora Luna. Ninguna copia.

—Entiendo.

—Para situarla un poco, su último escaneado es de hace dos meses. No es un período muy largo, se adaptará rápido.

—¿Qué ocurrió?

—Según consta en su informe, se embarcó hace poco más de dos semanas en la astronave Descartes, rumbo a Júpiter, en calidad de ingeniera jefe de telecomunicaciones, como parte de un proyecto de Comunicaciones Orbitales para establecer una red DTN en la órbita de Júpiter y en los troyanos.

Llevo seis años en Comunicaciones Orbitales. Ya habíamos instalado una red DTN en Ceres, pero… ¡Júpiter! No puedo creer que llegara a ese grado de ambición. Mi otra yo era muy audaz.

—Mientras cruzaban el cinturón de asteroides —continúa— ocurrió un accidente. Los campos magnéticos de los contenedores de antimateria del reactor fallaron. Ya sabe lo que pasa cuando la antimateria toca la materia. ¡Pum! La explosión engulló la nave y un radio de dos mil kilómetros. Una tragedia. Salió en todos los noticiarios. Nadie sobrevivió, claro. Por suerte, toda la tripulación estaba asegurada.

»Ay, ¡qué maravillosa es nuestra tecnología! —exclama, emocionado—. Su familia estará muy contenta de volver a verla.

¡Max y Timothy! Pobres, han debido de preocuparse mucho. Bueno, Timothy ni lo habrá comprendido con… ¿cuánto? Tenía un año cuando me hice el escaneado.

—Hace tiempo —continua divagando el técnico— habrían dado a su familia una funesta noticia y jamás volverían a verla. Pero gracias al escaneado hemos alcanzado la inmortalidad. Aunque muramos, dispondremos en todo momento de una copia de seguridad para volver a la vida y regresar junto a los nuestros. Oiga, ¿se encuentra bien? Hace mucho que no habla.

—Perdone, estaba enfrascada con una cuenta —bromeo—. No ha dicho dónde estoy.

—Almacenada en silicio, en un servidor selenita… en la luna, quiero decir. El procedimiento del Comité de Bioética establece que, si usted lo desea, será descargada en un cuerpo a la mayor brevedad. Cuerpo que, si así lo desea, será el suyo, clonado a partir de las células somáticas que facilitó a la aseguradora el día de su último escáner. Lo tendrá listo en tiempo récord: siete días.

»También puede elegir un cuerpo robótico. Los hay muy asequibles. Los generadores de radioisótopos se han abaratado mucho en los últimos meses. La gente menosprecia los robots sin razón; en los diez años que llevo aquí, creo que no he visto a nadie que se descargara voluntariamente en una carcasa metálica. Pero piense en todas las ventajas: no necesitaría comer, ir al baño, respirar o dormir. ¡Cuánto se ahorraría al mes! Bastaría con una pila anual. Con lo caros que están los alquileres en Mare Tranquillitatis, estoy pensando en descargarme en uno.

Me cuesta acostumbrarme a la ligereza con la que este despreocupado técnico trata el asunto. Recuerdo entonces, que para muchos la muerte ha dejado de ser un tabú.

—Gracias por los robots —respondo, tajante—, pero no. Quiero descargarme en mi cuerpo. ¿Adónde me llevarán?

—Veamos, según su póliza, le corresponde la prestigiosa clínica Moregan, situada en órbita geoestacionaria de la Tierra. Allí se llevará a cabo el proceso de descarga y rehabilitación. Le darán toda la asistencia que necesita. Y como está en órbita, disfrutará de unas maravillosas vistas de la Tierra e incluso podrá jugar un partidito de fútbol en gravedad cero. Qué maravillosa es la tecnología, no me canso de decirlo. Cuando transfiramos su fichero personal a la clínica, su mente se convertirá en una onda electromagnética que viajará a la velocidad de la luz surcando el vacío; llegará en menos de un segundo a la órbita y se habrá evitado todas las molestias del viaje espacial. Puede sentirse afortunada de vivir algo semejante. A usted, que es ingeniera de telecomunicaciones, debe de resultarle especialmente excitante.

—No se crea —respondo.

—En cualquier caso. ¡Bienvenida al mundo!


Despertar de un coma debe de ser parecido a esto.

Estoy envuelta en una bruma espesa.

Capto voces a mi alrededor, susurros, pasos que van de un lado a otro y el soniquete del monitor. Con suavidad, abro los ojos, habituándome a la luz, pero no puedo evitar contorsionar mi cara en una mueca de desagrado. Yazgo tendida en una plataforma inclinada; el frío me hace temblar. Bolsas de solución salina cuelgan de plateados soportes de pie. Zumbando, el manguito de un tensiómetro se infla y me constriñe el bíceps.

—Al descargarse en un clonado hay menos probabilidades de que sufra trastorno dismórfico corporal —oigo decir a una voz madura, que habla con la confianza que dan años de experiencia.

Los médicos rodean la plataforma, apoyan las manos en las barandillas, levantan las sábanas color hueso y escudriñan mi cuerpo. Uno de ellos restriega con mimo un pañuelo por el lagrimal de mi ojo izquierdo. El flamante cabello de una de las doctoras me deslumbra al derramarse a montones sobre sus hombros, como la miel de azahar que desayunaba mezclada con yogur cuando iba al colegio.

Tras las ahusadas cabezas, veo una habitación de ángulos rectos, salpicada de colores fríos, una especie de sala de observación. Pósteres con protocolos están fijados a las paredes. El gravímetro marca un 1G artificial. Desplazo mi brazo izquierdo, asaeteado a vías intravenosas, por encima de mi pecho, y siento el tacto esponjoso de los electrodos.

No me gustan los hospitales. El olor que rezuma de los productos desinfectantes me recuerda mi fragilidad humana.

—Te has despertado antes de lo previsto —dice la doctora—. Bienvenida, Julia. ¿Cómo estás?

—Como si… tuviera resaca —digo con un gruñido. Mi lengua está algo trabada—. Pero… estoy bien.

—Estupendo. —La doctora chasquea los dedos y antes de que me dé cuenta, dos pares de brazos me sientan en una silla.

Ruedo por los pasillos, entre puertas abiertas, deslizándome con facilidad sobre las baldosas enceradas. Hay otros resucitados: sombras abotargadas, siluetas confusas y espectrales que vagan bajo la luz blanca que emiten las largas tiras led del techo. Mis ojos se encuentran fugazmente con los de algunos de ellos.

—El primer paso de la rehabilitación cuando alguien se descarga en un nuevo cuerpo —dice la doctora— es el más básico: la bipedestación.

A través de una gran ventana veo una sala llena de pintorescos aparatos gimnásticos y maquinaria sofisticada. De una sencilla barra transversal de hierro pende un rudimentario saco de boxeo, al cual tengo muchas ganas de golpear. Sobre la puerta que atravesamos pone «Rehabilitación».

—Tendrás que caminar —me dice la doctora, apremiante, señalando al piso de la sala— siguiendo la línea roja hasta ese tabique. ¡Adelante!

El suelo oscila al ponerme en pie. Titubeo, arranco alguna que otra interjección al personal pero logro estabilizarme, equilibrándome con los brazos y flexionando las rodillas. Cuesta, aunque a medida que prosigo, la marcha se vuelve más fluida. Es como si el desplazamiento ayudase a ensamblar las piezas del mecanismo que conforman los tejidos del cuerpo.

Desde un lateral, la mirada ceñuda de la doctora me conmina a seguir. Es imperiosa como las monjas del colegio, que me fulminaban con ojos suspicaces hasta que acababa las lentejas.

Repito el recorrido diez veces y recupero el control sobre mis músculos; las aletargadas neuronas motoras vuelven a transmitir órdenes por las vainas de mielina.

Estoy exultante.

Le suelto un crochet al saco que hace chirriar los eslabones de la cadena.

—¡Muy bien! —La doctora palmotea con sorna—. Avanzas rápido. La mayoría tarda unas horas en moverse con soltura, y necesita ayuda de las máquinas y de la medicación.

—Y conservo además mis habilidades en kickboxing —digo, con evidente orgullo, mirando mis puños.

Luego me someten a todo tipo de exámenes para verificar el funcionamiento del nuevo cuerpo: exploraciones neurológicas, ergometría, bruscas extracciones de sangre, análisis de orina y media decena de pruebas más.

El día es agotador. Estoy siempre tan asediada por los médicos que no tengo tiempo ni para pensar.

Cuando los corredores de la clínica se vacían, deduzco que la jornada está acabando. Aguardo en el extremo de una sala hasta que la doctora asoma por una puerta y me indica que entre en su despacho. De cerca, aprecio en su cabeza algunas franjas cenicientas. Aparenta más edad de la que tiene. Hay arrugas alrededor de sus ojos claros, pero la piel del cuello es todavía firme. Alisa con las manos los pliegues de la bata, en la que está cosido el nombre «Dra. Roux».

—Todavía no me encuentro del todo bien —aviso—. Me falta gracilidad en los movimientos, me desoriento…. y a veces tengo la sensación de que cada uno de mis miembros está a diez años luz de distancia.

—La integración no se completa en unas horas —aclara ella—. Estarás tres días más en la clínica; la rehabilitación te ayudará a recuperar la funcionalidad lo antes posible. —Con dedos huesudos me alarga un folleto—. Te proporcionaremos una habitación amueblada y una bolsa con ropa. Quizá no lo hayas percibido, pero tu cuerpo está potenciado: se han eliminado alergias, deficiencias visuales y otros defectos genéticos. Hemos incorporado mejoras musculares, cardiovasculares, respiratorias, metabolismo eficiente… Lo tienes todo ahí explicado.

Ojeo las páginas del folleto mientras ella se explaya con detalles de la rehabilitación y de mi cuerpo. Su voz canturrea como un desapacible murmullo; puntúa sus frases con largos silencios que me exasperan.

—No siento ya el dolor de cervicales —digo—. Y ese crochet fue bestial. No recuerdo tener tanta fuerza.

—Sí, tu nuevo cuerpo es una maravilla —responde con indiferencia—. Mañana tendrás entrevista con la psicóloga.

Mi ceja forma un arco.

—Tranquila, sólo van a comprobar que no te hayas vuelto loca… o sea, que la integración mental haya salido bien. Ah, muy importante: tienes que regularizar tu situación con el Comité de Bioética. Dispondrás de ordenadores y de un gestor que te asistirá. Hazlo, o tendrás encima a la Policía Bioética cuando salgas de aquí.

No sé qué me asusta más, si un psicólogo o un burócrata.

Las tripas rugen. No he comido nada desde que resucité. La doctora me recomienda no ingerir sólidos, así que para cenar me conformo con una sopa, tan caliente que me abrasa el paladar. El regusto salado me hace salivar, pero no logro acabarla.


Como solía hacer mi otra yo antes de dormir, disfruto de una ducha.

Desnuda, pasándome la toalla por la piel mojada, contemplo mi cuerpo ante el espejo redondo. El cristal medio empañado muestra una imagen idéntica a la que recuerdo: metro sesenta, piel clara, facciones del centro de Asia y una melena color carbón que enmarca un rostro de pómulos pronunciados, barbilla afilada y cejas gruesas. Me percato con alegría de que las cicatrices de acné de las mejillas y las sienes, que tanto me habían atormentado en el instituto, han desaparecido.

El cutis liso me provoca un bienestar inesperado.

De pronto, estoy muy feliz. Coqueteando conmigo misma, hago muecas sugerentes al espejo, frunzo los labios, balanceo el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. Deslizo la mano por el valle que separa mis pechos, pequeños y puntiagudos, bajo, acaricio la circunferencia del ombligo y suelto una risita por las cosquillas que produce el roce con esa zona tan sensible. El vientre es plano y firme.

Quedo fascinada admirando mi figura.

La curva que dibuja mi espalda hace que mi mente robótica evoque una riada de momentos y experiencias. Recuerdos de una vida: la primera vez que Max pasó su mano por mi cintura para besarme en clase de Física; mi graduación con mención de honor en Ingeniería; el nacimiento prematuro de Timothy.

Acontecimientos tan cercanos y tan lejanos.

Me arrollan, despegan mis pies del suelo, haciendo que me tambalee. Alargo una mano para aferrarme al lavabo y apoyo el codo en los azulejos que recubren el baño. El toallero roza mi axila despoblada.

Demasiado aturdida para mantenerme firme, me dejo caer sobre el retrete. A solas, me doy de bruces con la realidad de las circunstancias: que esos bellos recuerdos no son míos. No son memorias de verdad. Tan sólo datos, comandos, algoritmos, imágenes codificadas que desfilan por los circuitos de mi cerebro artificial. Son las vivencias de otra persona, no las mías.

Y llego a la conclusión demoledora, que inconscientemente había intentado ocultar, de que no soy Julia Luna, sino una excelente copia de ella.


Sin desayunar, acudo a la entrevista.

En una sombría habitación, un enfermero aplica un frío gel sobre varias áreas de mi cráneo y posa una veintena de electrodos. El fulgor azul procedente de la Tierra que se filtra por un ventanal se refleja en las pantallas impecablemente alineadas sobre una mesa de aluminio.

Recostada en una silla reclinable, me echo una hora estudiando el pladur del techo. Al terminar, un hombre está absorto mirando el centro del palpitante espectrograma que trazaron mis ondas cerebrales.

Con la cabeza todavía húmeda, una delgada psicóloga de piel oscura y pelo rapado, arrellanada en un chester, hace una serie de preguntas comunes sobre mi vida. Despide un delicioso aroma a orquídeas, y su pequeña boca está torcida en una mueca de aburrimiento.

Finalmente formula la pregunta de oro.

—¿Sigue considerándose Julia Luna?

Quiero decirle que sí, para ahorrarme explicaciones, pero se me nota mucho cuando miento.

—No. —Vacilo—. No lo sé. Creo que no.

—¿Por qué?

Hundo la cabeza entre los hombros y digo:

—Julia Luna nunca consideró a las copias como equivalentes a los originales. La idea de que un doble pululase tras su muerte le resultaba repugnante, odiosa.

—Usted es Julia Luna, ¿de acuerdo? Hable en primera persona. ¿Por qué piensa eso?

Hago una pausa, aspirando por la nariz aguileña.

—No quiero que crea que soy una supersticiosa ignorante como esos extremistas religiosos. He leído los trabajos de Bostrom y de Sandberg. Estoy al tanto de las técnicas. Sé que los microscopios IMR escanean la estructura cerebral detalladamente y construyen un mapa exacto de las redes neuronales. Y que con esa imagen se crea un modelo informático del cerebro a partir del cual se genera la copia. Indudablemente, es una copia fiel, con los mismos recuerdos, experiencias, gustos, virtudes y defectos. Doy fe de ello con mi ejemplo. Pero es una copia, nada más.

No hace ademán de interrumpirme, de modo que continúo:

—Verá… no pienso que hayamos alcanzado la inmortalidad como proclaman todos. Para mí, esto es una sucesión, una herencia. Uno muere y le sigue otro igual. Pero no son la misma persona. Sólo continúa siendo el mismo respecto a los demás, no respecto a uno mismo. Recuerdo una vez que dije: «Si me hiciera una copia, para los demás sería Julia Luna, pero mi copia siempre dudaría si lo es». Y esa frase sigue grabada en mi cabeza. Entenderá que no me sienta muy cómoda.

—¿Por qué hizo la copia si tenía tantos reparos?

Suspiro para mis adentros.

—En parte, debido a la presión social. Todos lo hacían, era algo obsesivo. Hubo un tiempo en que mi obstinación contra el escáner me hacía especial ante los demás. Pero con los años, mis extravagancias se convirtieron en molestias. Cuando contaba a familiares o amigos por qué no iba a una clínica, sus miradas eran tan elocuentes que no podía evitar ruborizarme. Empecé a eludir el tema e incluso a fantasear con hacerme una copia.

La psicóloga se retrepa, cruzando las largas piernas enfundadas en cuero.

—Pero… realmente, Timothy fue el motivo principal. Un día, tomando un tentempié, escuché a un mordaz locutor de radio decir algo como: «Una madre que no se haga una copia de seguridad por su hijo sólo puede ser definida como canalla». De pronto, todo encajaba. El escaneado se me presentó como algo distinto: una suerte de seguro de vida. Max y Timothy serían los beneficiarios. No era sólo beneficio en un sentido sentimental —Timothy se merece crecer con el amor de una madre—. También era un asunto económico.

—¿Max no puede ocuparse del niño?

—Mire, amo a Max, pero es perezoso, distraído e irresponsable. Y orgulloso como un felino, cosa de la que alardea más de lo que me gustaría. Sin habilidades para nada, no es alguien que sea capaz de valerse por sí mismo. El típico muchacho que no mueve un dedo y se pasa el día colgado de la red, reproduciendo hologramas de series y videojuegos. Necesita una mano que le guíe por el mundo. Dudo mucho que pudiera darle un sustento digno al peque. Sería demasiado egoísta por mí parte privar a Timothy de los beneficios de una madre con un trabajo tan bien remunerado y demandado como el de ingeniera de telecomunicaciones espaciales.

»Así que hice la copia para ayudarlos por si me pasaba algo. No por mí, porque nunca anhelé esa falsa inmortalidad que otorgan las copias.

—Y después de esta reflexión, ¿sigue considerándose Julia Luna?

—Entiéndame, quiero hacerlo, quiero llevar una vida normal. Pero estoy igual que al principio. Son prejuicios que vienen de serie, lo siento.

Me observa largamente antes de hablar.

—Bueno, algo es algo. Le recomiendo que al alta vaya a terapia. La integración mental ha sido correcta, pero padece usted el Síndrome del Farsante, muy común entre aquellos a los que sobreviene una muerte inesperada o se descargan en un cuerpo distinto. Sus dudas son irracionales. Usted no es una impostora. Usted sabe que no hay ninguna diferencia entre usted y Julia Luna. Esos pensamientos que tiene sólo la llevarán a la abulia, a la depresión, a las adicciones y puede que al suicidio. No deje que eso ocurra. Ha hecho usted algo muy noble por su hijo, no lo arruine.

Convengo con pausados movimientos de cabeza. Se me escapa un eructo. En ocasiones puedo ser ordinaria como un calcetín roto, pero la doctora lo ignora.

Después de una sesión de ejercicios en el área de ingravidez de la clínica, pedaleo en la bici estática para facilitar la integración de los filamentos nerviosos, e inicio una rutina de pesas moderadamente ligera.

En el agua aceitosa de la sopa del mediodía miro el brillo que refulge en mis ojos, mientras en mi cabeza retumba la frase: «Si me hiciera una copia, para los demás sería Julia Luna, pero mi copia siempre dudaría si lo es».

Qué razón tenía.


Al terminar la segunda jornada de rehabilitación, organizo una videollamada con Max y Timothy.

Estoy ansiosa. No sé cómo reaccionarán. Max siempre se ha mostradofavorable al escaneado, y tiene una copia almacenada. Pero una cosa es hacer una declaración generosa y otra muy distinta es hacerte cargo cuando el problema te da en las narices.

Confío en que me acepten.

La clínica me ofrece un salón con vistas a la tierra.

La domótica es estupenda. Cuando me siento, los estores descienden en silencio, y antes de que el salón se oscurezca, luces anaranjadas brotan de las lámparas led en ángulo, situadas en las cuatro esquinas, alumbrando con un resplandor cálido y acogedor los sillones de piel cerúlea y las pinturas abstractas que adornan las paredes de cerámica.

La pantalla mural de setenta pulgadas emite varios destellos. Aparece Max, con sus rizos color zanahoria hechos un alboroto, meciendo a Timothy entre sus brazos. El júbilo que me invade rompe mi expresión pétrea, formándose surcos en mi rostro al alargar los labios y alzar las cejas. Me atuso el cabello con insistencia; el tacto suave de las hebras es reconfortante.

—Hola —susurro, la voz quebrada.

El pequeño chilla y gimotea, y Max se esfuerza por acallarlo con poca gracia. Timothy está enorme. Ha crecido mucho en estos dos meses. Agita los brazos regordetes mientras sus labios burbujeantes se cierran sobre la tetina de goma del biberón que Max le aproxima con torpeza, como si intentase clavar una aguja. Gracias a la red DTN que se extiende entre Marte y la Tierra la comunicación es ágil.

Sonrío con timidez, y los ojos verdes de Max recorren mi cuerpo detenidamente. Esa mirada enigmática por la que se derretían todas mis amigas del instituto hace que hunda con fuerza los dientes en el labio inferior. Permanecemos quietos, temerosos e inseguros, como un par de novios primerizos en una cita. En cierto modo, así es.

Saludo al peque con dulzura, intentando llamar su atención. Al advertir que el pañal está mal ajustado, mi párpado empieza a estremecerse.

—Mira —dice Max, levantando al niño hacia la pantalla—, es mamá.

En vez de recibirme con una sonrisa desdentada como siempre, Timothy llora y patalea. Creo oír que balbucea «no mamá, no mamá».

Mis pómulos se tiñen de rubor y se me encoge el corazón.

—Bueno —dice Max—. No entiendo… te pareces bastante a…

Compongo un mohín de disgusto.

—Max, se supone que soy yo… no hables así… es muy doloroso.

—Perdona —contesta—… Tienes razón… Es que… lo lamento por Julia… pienso en lo que debió de sentir en sus últimos momentos y… perdón…

Sus palabras se ahogan en un amargo sollozo. Un nuevo berrido de Timothy le lleva a recomponerse de la turbación, pero en sus párpados se agolpan las lágrimas. Sacude la cabeza, le hace una carantoña al peque.

—Está bien —jadea, entre convulsiones—. Queremos que vuelvas a casa pronto. Te echamos de menos. Para mí… Bueno, eso.

¿Para ti qué?

Abro la boca, pero no sale ninguna palabra. No me atrevo a hablar. Max dibuja una mueca condescendiente que me pone de los nervios.

—Sigues siendo la misma —dice por fin, forzando una desagradable sonrisa—. Lo dice el gobierno, lo dicen los científicos. El cuerpo no significa nada, sólo la mente. Y la mente se puede digitalizar y descargar. Así que eres tú. Y Timothy se acostumbrará… ya verás. Cuando lo tengas en brazos, todo volverá a ser igual. Sólo es un bebé.

Agradezco el esfuerzo pero su falta de convicción es desalentadora.

Parece un Max distinto. Esa no es la sonrisa amable de la que me enamoré en el instituto. Falta espontaneidad en sus actos, en sus palabras. Es la primera vez que se comporta así. Él, que siempre ha sido ternura y afecto, es ahora una persona distante y esquiva. Su actitud es más hiriente que cualquier insulto.

Necesito colgar. No quiero indagar en sus sentimientos hacia mí porque temo descubrir algo que no me guste.

Me despido del bebé, cojo fuerzas y le digo a Max:

—Te amo.

Él sólo sonríe y responde un seco «yo también», antes de finalizar la comunicación.


La videollamada me deja abatida. Duermo echa un ovillo, escuchando sonidos binaurales hipnóticos que me ha recetado la psicóloga para silenciar los pensamientos que asaltan mi cabeza. Quisiera supresores, pero no está autorizada a recetarlos.

Cuando despierto, partículas de polvo revolotean bajo la lámpara.

Todavía estoy algo torpe, pero hago grandes progresos en la sala de rehabilitación.

Al mediodía, regreso a los sólidos. Mordisqueo bazofias de hospital sobre una bandeja de plástico: zanahoria en rodajas finas, pollo cocido y un puré soso.

Comunicaciones Orbitales envía un atento mensaje en el que me desean una pronta recuperación. Esas palabras me alegran y ahuyentan los demonios que me acechan. Tengo ganas de regresar al trabajo, de continuar con el establecimiento de la red DTN por el sistema solar. Así tendré la mente ocupada.

El gestor que me ayuda con los papeles es un hombre gris, enjuto, de orejas grandes, que viste prendas arrugadas y lleva el flequillo mal peinado. Tras un escritorio de madera, entrelaza los dedos, juguetea con el anillo que ajusta su anular y me escudriña con unos ojos vagos muy juntos.

—Siempre informo a los pacientes acerca de sus derechos —dice—. Su nueva condición suele causarles una plétora de inseguridades, así que intento calmarlos. No crea las tonterías que se dicen por ahí. Usted goza de todos los derechos de —entorna los ojos mirando a la pantalla— Julia Luna, como si el óbito nunca hubiera sucedido. A efectos legales, es la misma persona. Las leyes la protegen contra la discriminación o el acoso que pueda sufrir por su condición. Dispone además de un paquete de prestaciones económicas y sociales financiado por el gobierno. Descuide, todo irá bien, no haga caso de los agitadores.

La locuacidad y la grandilocuencia con las que se expresa contrastan con su semblante anodino.

Teclea, y el resplandor del monitor baña con su luz azul pastel la mitad de su cara. Pide algún dato, espera, habla:

—Las copias que haga deben realizarse con todas las formalidades exigidas. Hay mafias que compran copias para esclavizarlas. Es un delito abyecto, no sólo por el destino que sufren las copias; también porque cualquier copia ilegal que viva mientras vive su original debe ser borrada. Y esas copias son seres humanos. ¿Cómo cree que se sienten? —Blande un largo dedo índice—. Pues imagínese: la esclavizan a usted y una vez la liberan las fuerzas policiales, le dicen que va a ser borrada, que su existencia está prohibida. Es terrible. Mi sobrino fue agente de la Policía Bioética, y decía que esa era la parte más dura de su trabajo. Me contó que algunos de los que liberaban se revolvían contra ellos, enloquecidos, e intentaban escapar. Otros pedían al Comité volver a ser esclavos antes que ser borrados. Y algunos, desesperados y confundidos, acababan con su vida. Quedó tan afectado, que renunció.

El relato es sobrecogedor. Creo que si sigo escuchando cosas así se me van a freír los circuitos del cerebro robótico.

Sin darme opción a hablar, se despide con tono arisco diciéndome que ya hemos acabado.

Antes de cenar, troto un par de kilómetros en la cinta, escuchando los agrios acordes de guitarra y los ritmos sincopados de batería de una banda de mathcore, de la que una vez me consideré una fan fervorosa.

En la cafetería ponen un spaghetti western, que veo entero, saboreando un sorbete de pomelo y champán.


Al tercer día, estoy en plena forma. Me obligo a retomar mis entrenamientos de kickboxing en el saco que hay en la sala de rehabilitación.

Con la guardia alta, me entretengo soltando jabs y kicks a todas las alturas. Mis nudillos blancos hunden la lona. Es liberador. Respiro a grandes bocanadas; a cada exhalación expulso una preocupación.

Las mejoras en mi cuerpo son claras. Músculos y tendones son más flexibles y resistentes. El corazón bombea cantidades mayores de sangre rica en oxígeno. A pesar del esfuerzo, no registro más de veinticinco pulsaciones por minuto. Mi cuerpo es infatigable; mi fuerza, espectacular.

Hago lo que puedo para olvidar las contradicciones que me trastornan, pero es difícil. Recuerdo el rostro de Max y los llantos del niño, y golpeo con más fuerza. Me ha afectado mucho ese encuentro. Sólo ha conseguido hacerme sentir todavía más como una impostora.

Él debería ayudarme ¿no?

Y ese niño no me reconoce. ¿De qué me extraño? No ha salido de mi útero. Habrá notado alguna diferencia en la voz.

Hinco un rodillazo frontal, y un empleado de la clínica me acerca la resolución del Comité de Bioética en la que se me reconoce como Julia Luna.

Como si acabase de ganar un premio, me felicita con un dulce de leche y logra arrebatarme una sonrisa.


El día de partir hacia la Tierra, camino de un lado a otro sin parar. Me aterroriza encontrarme con Max, ver su reacción, la expresión de su cara, el gesto de sus manos. Siento ganas de huir, de esconderme de él en alguna roca del cinturón de asteroides donde nadie sepa quién soy.

Un transbordador me traslada en menos de dos horas hasta el astropuerto de Barcelona.

En pleno agosto hace mucho calor, así que me apaño con unos shorts caqui y una camiseta a juego, lisa y fina, perfecta para las altas temperaturas.

Max vendrá en aerodeslizador para llevarme a casa, así que mientras espero, deambulo como un fantasma entre la multitud, mirando escaparates. Me paro en un restaurante que es bastante lujoso para estar en un astropuerto, con mesas redondas de mármol y paredes decoradas con paneles y listones de madera.

Como sin entusiasmo una ternera poco hecha en un plato de metal que chisporrotea. Dejo las tiras de pimiento espolvoreadas con sal marina. A mí otra yo le encantaban, pero el apetito sólo ha disminuido. El camarero retira los restos, y veo mi rostro desdibujado en la superficie del bajoplato; estiro los labios, los dientes brillan entre trocitos de carne engastados en las encías.

Y sigo sin encontrar nada que me identifique con Julia Luna. Tan sólo recuerdos, sentimientos que me atan a una vida que jamás he vivido.

Mi otra yo debía haber valorado las implicaciones de copiarme. Tendría que haber previsto que jamás me habría aceptado como copia. Hizo la copia pensando en Max y Timothy, en su familia. En la gente que la llamaba paranoica y egoísta. En todo el mundo, menos en mí. Un acto abnegación absoluta, pensaba ella mientras los microscopios la escaneaban.

O de egoísmo sin límite.


Pago con una tarjeta provisional y salgo al exterior del astropuerto.

Las sombras de los olmos cubiertos de musgo están larguísimas sobre los herbazales alrededor de la terminal. Cerca del estuario, el silbido del Llobregat se entremezcla con el susurro de los arbustos agitados por el viento caliente. El disco rojo marca una línea en el horizonte, llenando con su arrebol hasta el último recoveco del paisaje.

Golpeteo impaciente con el talón en el cemento granulado, tras media hora sentada en un banco. Max debería haber llegado. ¿Habrá ocurrido algo?

Mis ganas de escapar para no enfrentarme a él aumentan.

Bostezo y oigo pasos a mi espalda. Unas poderosas manos se cierran sobre mis brazos. Adivino los abultados músculos bajo las largas mangas grises.

—Policía Bioética —dice uno, alargando las palabras—. Por favor, acompáñenos.

Exhibe con frialdad la placa identificativa, y yo enmudezco como una idiota.

Atónita, soy arrastrada en un silencio hosco por el enredado laberinto de largos y oscuros pasillos auxiliares del astropuerto. El aire es tan húmedo que dilata los poros de mi cara.

En un terrado hay un aerodeslizador. Brillantes luces de posición palpitan a lo largo de la reluciente carrocería. Sobre mi cabeza, las primeras estrellas parpadean ya en un cielo despejado.

Uno de los polis abre la puerta y hace un ademán con el que me invita a subir.

Entre el asiento trasero y el piloto hay una lámina de plexiglás. Al apoyarme contra el rígido respaldo, noto la camiseta más húmeda de lo que esperaba. El espejo retrovisor me devuelve una expresión de desconcierto.

Los propulsores ronronean, el vehículo se eleva vertical, como un ascensor, ladea, inclina el morro hacia delante y se pone en marcha.

Sobrevolamos altos edificios que resplandecen con luces multicolores en la noche. Abandonamos el perímetro de la ciudad y nos movemos hacia un espacio boscoso, irregular y agreste, surcado de autovías por las que se desplazan puntos luminosos.

Flotando en la oscuridad, diviso una ominosa torre circular de cristal tintado. Se yergue en medio de un terreno llano, sembrado de arboledas, almacenes, fábricas y casas. Tengo la impresión que algunos relámpagos van a empezar centellear alrededor de la ovalada cúspide para darle una apariencia más temible.

Una pista de aterrizaje se hace cada vez más grande bajo el aerodeslizador, bordeada de matorrales silvestres que se doblan agónicos bajo el calor de los propulsores.

—¿No me van a decir qué está pasando? —pregunto, toqueteando con los nudillos en la pantalla.

Por respuesta, sólo obtengo un lúgubre cuchitril sin ventana dentro del edificio. El estruendo de la puerta tras de mí me hace dar un respingo; las pesadas botas se alejan lentamente por el pasillo.

Sobrellevo muy mal los sinsabores de la vida. La ansiedad me nubla el juicio. Me vendrían bien unos supresores de emociones, que tanto consumía en las misiones espaciales.

Camino como una perturbada dibujando círculos en el áspero hormigón bajo mis pies.

¿Por qué diablos estoy aquí? ¿Habré cometido algún error en los trámites?

No sé cuántos pasos llevo en el momento en que me sorprende un hombre espigado, atractivo, de expresión ausente. La camisa almidonada con el primer botón abierto muestra un enrojecido pecho afeitado. Una pátina de sudor brilla en su frente a la tenue luz de la bombilla.

—Buenas noches —dice.

El aliento acre, acompañado de algunos perdigones, me hace arrugar la nariz.

—Mi nombre es Guillermo, seré su abogado.

Se me eriza el vello de la nuca y un escalofrío me acelera el pulso. Su pecho se hincha al tomar aire. Aguardo con expectación sus palabras mientras paso la punta de la lengua por los labios resecos, casi agrietados.

—Lamento tener que comunicarle que Julia Luna sigue viva. Se salvó milagrosamente poco antes del accidente.

Sus palabras son como un puñetazo en el estómago.

—Eso es imposible —repongo, perpleja, y sin darme cuenta, me dejo caer sobe el jergón, empequeñeciéndome ante ese sujeto.

—Verá, la explosión repentina que los peritos dictaminaron en un principio no fue tal cosa. Poco antes del colapso de los campos magnéticos, la Descartes activó las alarmas, así como el mecanismo de las cápsulas de escape. Quiso la fortuna que en ese momento Julia Luna se encontrara verificando el funcionamiento de las balizas láser en las cápsulas de salvamento. Cuando las alarmas sonaron, agarró un traje de vacío y se subió a una cápsula, a tiempo de huir de la destrucción. Pocos días después, fue encontrada por una veloz nave mercante, que la trajo de vuelta a la Tierra.

Temblando, apenas puedo respirar.

—En fin, me temo que desde el ministerio se precipitaron al declarar la defunción y ejecutar el seguro. El caso, señora Luna, es que no pueden existir copias materiales y, o, conscientes de alguien que esté vivo. Cuando eso ocurre, opera el artículo…

—Ya lo sé —le corto.

Intento mantener una apariencia de tranquilidad pero mi piel se vuelve pálida como la nieve. Me estremezco. Mis sienes lisas pulsan a punto de reventar. Estoy exhausta, como si hubiese marchado durante cuarenta kilómetros.

—El proceso —continua el abogado— será indoloro…

Paso de seguir escuchando. Aparto al abogado con un gesto y me derrumbo, gimiendo. Resbalo por el borde del jergón, jadeando, y mi rodilla se despelleja contra el suelo. La sangre corre por la pierna y mancha el calcetín. El abogado pasa sus manos por mis hombros, acariciándome los trapecios. Rompo a gritar, ruego. Las paredes me devuelven el eco del llanto deformado. Arranco pedazos de cabello, al borde de la histeria. ¿Dónde está el gestor que dijo que todo iría bien? Mis manos se contraen en dolorosas garras. Una tras otra, las arcadas suben a la boca los restos sin digerir de ternera. Las lágrimas caen por mis mejillas y empapan el suelo. Bato la piedra rugosa con los puños. La piel de las palmas se rasga, y quedan ensangrentadas y doloridas. Arrastrándome por el granito, trepo por la chaqueta del abogado, implorante.

—Tiene que haber una manera de apelar —digo, la voz entrecortada.

—Lo siento —musita, mientras me aparta con disimulo para no mancharse con la sangre—. No hay nada que hacer. Si ella está viva, el Comité ordenará el inmediato borrado de cualquier copia.

Sólo soy una copia, sin ningún valor, tal y como había pensado. ¿Pensará Max lo mismo o tendrá algo que decir?

El abogado me dedica una mirada pesarosa, visiblemente incómodo por las circunstancias.

—Si por algún motivo ella falleciera, usted podría seguir con vida —dice.

Echa un vistazo al reloj digital que ciñe su muñeca delgada.

—Volveré mañana para acompañarla.

Su espalda desaparece en la oscuridad, dejándome completamente sola.

Chillando, me acurruco en una esquina, cubriéndome la cabeza con manos temblonas. Parece como si los ladrillos se desmoronasen sobre mí.

Apagan las luces. Una oscuridad opresiva me retuerce y una soga estrecha mi cuello.

Es extraño. Hace poco cuestionaba la legitimidad de mi vida y el sentido de mi existencia. Ahora que la muerte asoma su guadaña, veo que me equivocaba. Soy una copia, sí, pero quiero vivir. Nací con el objetivo de dar a Timothy una madre, y Timothy ya tendrá a su verdadera madre. Quizá debería simplemente morir. Mi finalidad se ha extinguido. Ya no tengo razón para estar aquí.

¿Pero es eso suficiente para matarme?

Ni hablar.

Comprendo por fin. Soy una persona que piensa y siente. Actúo, y parezco un ser humano. ¿Por qué vale más ella que yo, si somos la misma persona? ¿Por qué no muere ella? Ojalá lo hiciera porque deseo vivir. Me da igual no ser Julia Luna. Sólo quiero encontrar mi sitio en el mundo.

Tumbada, los latidos de mi corazón son tan potentes que agitan el armazón del lecho.


La angustia me atenaza, alejando al sueño. Tirito sobre el cobertor, pero de pánico, porque el calor en la celda es asfixiante.

Sin dormir estoy debilitada y confundida. Soy un cadáver andante, un mal recuerdo, un accidente. Para ellos muero mañana; para mí estoy muerta ya. Cuando encienden las luces, yazgo cubierta de una espesa capa de sudor, devorada por pensamientos febriles.

Al recordar mi reacción ante el abogado no puedo evitar avergonzarme. Siempre había creído que, ante una noticia así, aceptaría mi destino con la indolencia de un monje. Pero perdí el control, tal como el gestor decía que le ocurría a muchos.

¿Cómo hizo la otra para actuar con tanta sangre fría y huir de la Descartes? Drogas, claro. Es habitual consumir supresores de emociones para evitar el estrés y conservar la lucidez durante las misiones espaciales.

La resolución del Comité de Bioética tiembla entre mis dedos. Llega con un desayuno que no toco. Un dolor desgarrador me asola al leer la intrincada jerga jurídica, extinguiendo cualquier atisbo de esperanza. «Dispongo que se borre la copia 778A», dice en negrita.

Hago añicos el papel, pisoteo los fragmentos y me siento en el jergón.

Pasos procedentes del corredor me hacen alzar la cabeza.

—Tienes visita —dice la voz ruda de un hombre—. Julia Luna.

Viene a verme.

¿Por qué? ¿Viene a reírse de mi sufrimiento?

Llega acompañada por un grandullón que lleva una porra enfundada en la cadera. Julia le indica con un dedo que se marche y este obedece con rostro imperturbable y diligencia casi militar, dejando la puerta arrimada.

Julia tiene un aspecto horrible: pelo encrespado, ojeras y piel biliosa. Camina algo encorvada a causa del dolor de cervicales. Parece una anciana. Apesta a ese sudor nervioso al que está tan acostumbrada que ni lo nota. Casi alcanzo a ver sus frágiles huesos bajo la piel de los pómulos.

Los rigores del viaje en la cápsula de salvamento han dejado una profunda impresión en su cuerpo.

Me causa repugnancia. No debería estar viva.

—Lo… siento —dice.

Intercambiamos una rápida mirada y torcemos la cabeza, como si nos cegara un potente destello. Es un momento tan surrealista… Y todo por su culpa, por provocar esta situación espantosa.

—Lo hice por su bien, ya lo sabes. Nunca esperé que sucediera esto.

Su voz suena distinta a la mía, como si la escuchara a través de una grabación.

Le doy la espalda con el desdén de un gato. Mis dedos están crispados en fieras zarpas, clavándose con furia en mi piel de mis muslos.

—Es innecesario que me expliques esto —contesto—. Conozco tus sentimientos, pero tú no sabes nada de los míos.

Silencio. Me rebullo en el jergón.

—¿A qué has venido? —inquiero.

—A pedirte perdón. No quiero que pienses que soy una mala persona. Ojalá no fueras borrada.

—Gracias. Pero tus lamentos no me van a salvar. ¿Acaso querrías que viviese si la ley no me impidiese hacerlo? Confiesa.

Su rostro se enturbia.

—No lo harías porque no consideras a las copias como personas de verdad —le espeto—. A mí no puedes engañarme. Sólo vienes a descargar tu culpa, a aligerar el peso de tu conciencia. Pero las copias sí que somos personas. Ante la muerte, me he dado cuenta de ello.

—Estoy de acuerdo —se excusó—. Después de esto, ya no pienso tal cosa, te lo juro. Estaba tan equivocada…

—¡Mentirosa!

Se forman surcos en su frente ante mi arrebato. Pregunto, endureciendo la voz:

—¿Qué opinó Max de tu vuelta? ¿Se puso contento?

Asiente con la cabeza.

— ¿Y Timothy, te reconoció?

De nuevo, responde afirmativamente con un seco movimiento de cabeza.

Resoplo, lanzándole una mirada rebosante de odio.

Lo sabía.

Qué feliz estará Max, pensando que no tendrá que lidiar conmigo. Puedo imaginármelo volviendo a jugar plácidamente a hologramas junto a un pack de cervezas.

Miserable. Te odio, te odio, te odio. Y a ese maldito crío.

Y a ti más que a nadie, Julia Luna. Te detesto por haberme dado la vida y arrebatármela así. Ojalá te hubieras desintegrado en la Descartes.

Un acceso de cólera ahoga la aflicción. Mi piel arde de rabia. Aprieto los puños con tanta fuerza que me duele.

¿Deseáis mi muerte, verdad? Pues ahora veréis.

Salto del jergón, girando sobre mis talones. Las lágrimas de mis mejillas se han secado ya. La camiseta empapada se agita con mi respiración. Una media luna llega desde el pecho hasta el ombligo.

Acometo con ojos relampagueantes.

Ella intenta chillar, pedir auxilio. Yo la amordazo con una mano y cierro los dedos de la otra sobre su cuello, delgado como una ramita. Forcejeamos, rebotando contra las esquinas de la celda. Opone resistencia, empleando sus conocimientos de kickboxing, pero su cuerpo macilento no es rival para mí.

Hundo la rodilla bajo su axila y sus costillas se quiebran como porcelana. Estrello mi cráneo contra su pecho. Con las manos abiertas, la empujo, extendiendo al máximo los brazos. Mi puño traza una parábola e impacta contra su mandíbula. El crujido de huesos al hacerse astillas me provoca un placer desconocido. Ella aúlla, trastabilla y su cogote golpea con estrépito la pared.

Un áspero silencio desciende sobre la celda cuando su cuerpo queda inerte, tendido sobre el costado derecho.

Su melena carbón es ahora una maraña alrededor de su cabeza, que se mezcla con la espesa sangre que mana de la herida en el cráneo. Sus ojos siguen abiertos, mirando al infinito, a ninguna parte. Los dedos contraídos rozan el zócalo de la pared.

Un pegote rojizo mancha como un brochazo la superficie blanca contra la que cayó.

Está muerta, ahora sí.

Escondo mi cara entre las manos e invierto unos instantes en recobrar el resuello, en sosegar mi respiración.

Es incomprensible, pero no me horroriza lo que he hecho. Al contrario, la losa que me oprimía ha desaparecido. Una extraña paz invade mi alma; estoy en armonía con el universo.

Aunque la venganza puede haber jugado un papel importante, reconozco que no ha sido fundamental. Algo más pragmático ha guiado mis acciones.

La legislación prohíbe la existencia de copias vivas mientras viva el original. Pero ahora que ella está muerta, como dijo el abogado, yo pasaré a ser de manera oficial Julia Luna. Estaré encerrada veinte años en prisión, pero seguiré con vida. Quizá pueda alegar enajenación o esas cosas que salen en las películas, y rebajar la pena.

El temor se desvanece, aventado por un torrente de adrenalina que tensa todos los músculos de mi cuerpo. Mi corazón galopa desbocado; la euforia corre por mis venas. Es el instinto de supervivencia satisfecho por haber salvado la vida in extremis.

A la mierda Max y Timothy, a la mierda las copias y los originales. Soy algo más que Julia Luna. Soy una persona y quiero vivir.

Mil ideas fluyen en un poderoso raudal por mi mente. Todavía puedo escapar de esta celda. Vestiré las ropas del cadáver y taparé el cuerpo con el mugriento cobertor del jergón. Es una locura, sí, pero si los guardias no son demasiado perspicaces, quizá pueda hacerme pasar por ella.

Antes de que me incline, la puerta se abre violentamente. Una cuadrilla de jayanes irrumpe en la celda. Sus caras inexpresivas se convierten en máscaras furibundas al contemplar el cadáver a mis pies. Empuñan las porras. Se abalanzan sobre mí, me derriban e inmovilizan con una llave experta.

Todo sucede a cámara lenta.

Luxan mi hombro. El dolor es tan punzante que sólo puedo soltar un grito sordo. Emiten toda clase de comentarios procaces e inician las maniobras de reanimación. Pero ella está muerta.

Una rodilla aplasta mi nuca. Beso el frío granito del suelo. Mis muelas entrechocan con el golpe, arrancan un pedazo de lengua, y el sabor a hierro inunda mi boca y se derrama por la garganta.

Respiro dificultosamente.

Con saña, descargan sobre mí las porras, moliéndome a palos sin piedad. Estoy segura de que su negligencia les costará el trabajo. Ahora quieren resarcirse. Sobreviviré, y si dañan la médula, hay terapias regenerativas.

Se acabó mi libertad, pero es el principio de mi nueva vida. Viviré y podré encontrar el significado de mi existencia.

Siguen vapuleándome, aunque cada vez toman bocanadas más hondas entre golpes más espaciados.

Mis párpados se cierran. Pronto acabará.


Tendida, moribunda, el rostro enterrado bajo las magulladuras.

Para sorpresa de un guardia, una sonrisa aflora a mis labios. Y es que a pesar de que la paliza me deja medio muerta, me siento más viva que nunca.

Bienvenida al mundo.


Sanmartín Espada es el seudónimo de Brian Moscoso Rial. Brian nació en Vigo, España, en 1990. Es licenciado en Historia y Máster de Historia Medieval por la Universidad de Santiago de Compostela. Actualmente reside en Barcelona, donde compagina el trabajo con la escritura de ficción breve de fantasía y ciencia ficción. Su andanza literaria comenzó en 2021, cuando quedó finalista del premio Domingo Santos de relato con el cuento “Bienvenida al mundo”. Ese mismo año publicó el microrrelato “Preguntes” en la III Antología Camp del Turia, de Ediciones Contrabando. En 2022 publicó el relato “Una pregunta, un deseo” en el número 6 de la revista Droids and Druids y el cuento “Las últimas horas de Susana” en Teoría Omicron (Año 5, número 3)