«Descenso hacia los archivos», Dennis Mombauer
Agregado el 21 septiembre 2023 por richieadler en 305, Ficciones
SRI LANKA |
La instrucción salió línea por línea de la máquina de fax, acompañada por un zumbido átono. M. examinó el papel, buscando una manera de escaparse de la misión, pero no había ninguna. La orden estaba por escrito, dirigida a él, y firmada con el sello luminiscente de la gerencia. Tiritó. Este era su deber asignado; no tenía otro lugar donde ir. Le había llevado dos años obtener el trabajo, y tenía deudas. Si dejaba de pagarlas, le pasarían cosas malas rápidamente.
La impresora terminó su labor, y M. extrajo la hoja para volver a leerla. La habían anotado como «urgente», y «urgente» significaba dejar todo de lado, inmediatamente, sin demora.
—Tengo que ir a buscar unos expedientes —le emitió a su compañera de oficina V. al salir. Ella lo miró con sorpresa.
—¿Unos expedientes? —preguntó ella, entrecerrando los ojos—. ¿De dónde?
—Sí. —M. tuvo que forzar las palabras. —De los archivos.
V. apretó los labios y frunció el ceño.
—¿En serio? ¿De verdad? ¿Es una orden personal? ¿No puedes negarte? —Agarró una bolsa pesada del cajón de su escritorio y se la tiró—. Toma esto. Úsalo para volver, por favor.
M. aferró la bolsa que llevaba en el bolsillo y lanzó una última mirada a través de las ventanas antes de descender por debajo del nivel de la calle. El yeso se descascaraba de las paredes como si fuera caspa, y en los lugares en donde la escalera daba la vuelta, brillaban telarañas en los rincones más altos del techo.
M. descendió piso tras piso hasta llegar el descanso más bajo, al final de la escalera. Una puerta con tres cerraduras bloqueaba la única salida, y un hombre barbado se sentaba en una silla contigua.
—Hola, ¿cómo estás? Necesito entrar a los archivos. —M. esgrimió el fax de la gerencia, pero al hombre no se le movió un pelo.
—Lo siento. Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie de arriba, sólo a personal del archivo. Tendrás que encontrar a alguien que te saque el expediente.
Sonaba tan tentador. M. no tenía ninguna gana de entrar a los archivos, sólo necesitaba conservar su trabajo. ¿A dónde iría sin él? ¿Cómo pagaría lo que fuese?
—¿Hay alguien que pueda hacerlo?
—Esta semana no. El último grupo de empleaduchos del archivo entró ayer, y no saldrán por un tiempo.
—No puedo esperar una semana. —M. apoyó el dedo en el papel y lo sintió cosquillear al tocar el sello. La gerencia debía saber esto, pero lo habían enviado igual. El expediente debía de ser importante—. Mire, es urgente.
—¿Qué puede tener de urgente un expediente del archivo? Son montones de papeles de trámites, ¿no? Y el papel tiene paciencia.
—No sé por qué es importante este expediente. Sólo sé que tengo que obtenerlo. ¿No puede hacer una excepción y dejarme pasar? —M. sabía que no debía, pero ¿qué opción le quedaba?—. Puedo pagarle.
—¿Tiene monedas?
M. elevó la bolsa y la sacudió haciéndola sonar.
—Bah. —El barbudo suspiró y sacó un juego de llaves del bolsillo—. Pero esto queda entre nosotros, ¿no?
El polvo colgaba del aire como plancton y se asentaba en la piel de M., causándole picor en todo el cuerpo. Se irguió tanto como pudo y siguió los pasillos hacia el pasado.
Montículos de vales y notas adhesivas entremezclados brotaban del piso, raspándole las piernas con cada paso que daba. A la luz inestable de los tubos, las sombras se retorcían en torno a él y parecían revelar nuevas intersecciones y pasillos laterales a cada paso. Mientras antes volviera a salir, mejor.
Las bóvedas del archivo se extendían en hileras interminables de habitaciones y pasajes que las conectaban, privando a M. de todo sentido de la dirección.
En la siguiente intersección, encontró un receptáculo de monedas unido a un antiguo monitor CVT. Nunca había ingresado a los archivos, pero había oído acerca de tales cosas. Se le secó la garganta al sopesar la bolsa de V. y descubrir que estaba más ligera de lo que recordaba.
Sacó una moneda, la besó y la insertó en la ranura. Si volvía, perdería su trabajo, y su trabajo era todo lo que tenía.
La moneda resonó dentro de la máquina antes de que el monitor parpadeara y cobrara vida. Mostró a M. como un punto parpadeante, y el laberinto siempre cambiante del archivo que se extendía en torno a él. De acuerdo con la clave, los pasillos amarillos contenían contratos, compromisos, y acuerdos, pactos y promesas, fianzas y testimonios; los pasillos rojos contenían facturas y pagarés; los marrones estaban llenos de carne y frascos de preservación.
M. movió el dedo sobre los vastos sectores coloreados y sus telarañas de líneas interconectadas. Grafito: objetos e instrumentos inanimados, instalaciones y artefactos autónomos. Magenta: tabletas de piedra y sarcófagos, destornilladores y cuneiforme vitruviano.
¿Dónde estaba? El monitor CVT se apagaría en cualquier momento, y M. todavía no sabía a dónde ir. La tipografía en la pantalla se hacía más y más pequeña, las abreviaturas de sectores y subsectores más y más complicadas.
Ahí. Azul pálido maya: correspondencia y comunicados, correo epistolar y mensajes. El monitor se apagó.
M. dio un suspiro hondo, tosió con el polvo, y caminó. Había visto lo suficiente para saber la dirección general y se dirigió hacia ella a grandes zancadas.
¿Cómo encontraría la correspondencia de Tirani? M. se detuvo en otro receptáculo de monedas y le introdujo otra moneda de la bolsa. Los colores habían cambiado, la clave estaba alterada. Buscó en el mapa con frenesí. El ramal izquierdo del pasillo, en sentido horario al bajar la escalera.
M. nunca había tenido clara la naturaleza de los archivos, pero había perdido colegas en ellos. Esos colegas habían estado en misiones de la gerencia y no habían regresado. De acuerdo con el memorando oficial, habían «dejado de trabajar» aquí, y nadie había hecho más preguntas.
—¿Hola? —dijo M. sacudiendo un portón—. ¿Hay alguien?
—Sí… —respondió una voz, apenas más que un eco ronco—. Lo escuchamos… Podemos ayudarlo…
Era un coro de llamadas de distintas direcciones, y pronto M. descubrió su origen: figuras que arrastraban los pies hacia él con caras demacradas y dedos con costras de tierra, que se dirigían a él desde detrás de las cercas de madera.
—¿Ustedes quiénes son? —preguntó M., frunciendo la nariz por el tufo de almizcle y momificación.
Le respondió una variedad de voces:
—Trabajamos aquí.
—Empleados.
—Empleados.
—Mantenemos los archivos.
—Ordenamos.
—Archivamos.
—Nos ascendieron hacia el fracaso.
—Nos transfirieron aquí.
—¿Nos trajo algo?
—¿Nos tiene una tarea?
M. miró a los trabajadores del archivo que se amontonaban tras la cerca.
—Necesito la correspondencia de Tirani. ¿Me la pueden dar?
Los trabajadores volvieron a responder al unísono.
—Ekal Tirani. Oh, ho. Es un asunto para los jefes, un asunto para los ejecutivos del archivo. No podemos darle el expediente.
—¿Me pueden indicar por dónde ir?
—Oh, oh. Podemos guiarlo, a los antiguos de la oficina, los encentros, la junta de los archivos. Pero gratis, no.
—Entiendo.
Pagarles a estas criaturas era lo mismo que pagar en los monederos, ¿no? La bolsa había quedado tan ligera, pero ¿qué podía hacer M.? Le quedaban peligrosamente pocas monedas, pero si les pagaba, debería quedarle suficiente para volver.
Se agitaron llaves y los trabajadores del archivo destrabaron los portones y circundaron a M.
—Síganos, síganos. Lo llevaremos a su expediente.
El entorno cambió. Paso a paso, todo se volvió más viejo y más desvaído, pareció hundirse bajo las olas de un mar sepia. Las carpetas que residían en las repisas tenían colores que M. nunca había visto, y etiquetas no mecánicas sino manuales o a esténcil.
Los salones circundantes estaban llenos de paquetes de papeles que llegaban hasta el techo, y M. pensó haber visto incluso pergaminos y tabletas de arcilla entre ellos.
—Oh, oh. No podemos acompañarlo más lejos, no más lejos de aquí.
M. asintió y lanzó una última mirada a las figuras temblorosas. Si las mirara más de cerca, quizá podría reconocer a alguien, pero ¿con qué propósito?
Continuó solo hacia una puerta pesada. Gabinetes y cajones de archivado cerrados con candado cubrían las paredes, una especie de albañilería construida con metal opaco y cerraduras. Un ruido leve surgía de ellos, el susurro de los expedientes atrapados y las carpetas gimientes.
—¿Hola? Vengo a buscar la correspondiencia de Tirani para llevar arriba. Para la gerencia. ¿Puedo entrar?
—Lo que busca está aquí —dijo un suspiro polifónico que flotaba con los vapores—. Lo que busca permanecerá aquí. Lo que entra a los archivos, permanece para siempre en los archivos. No hay forma de volver.
—Pero necesito este expediente, con urgencia. —M. no tenía intención de negociar. Su trabajo dependía de este expediente, y cumpliría con su deber—. Es para la gerencia.
—No nos importa. Somos los ancestros de la oficina, los más ancianos y más antiguos. Haga caso a nuestras palabras.
—Ustedes mismos deben haber necesitado correspondiencia en el pasado, ¿no recuerdan? ¿Carpetas viejas para referencia, recibos de transacciones, documentos de conversaciones? ¿Memorandos? —Silencio.
»¿Y qué diferencia hay? Incluso si me llevo este archivo arriba, más tarde o más temprano volverá aquí. Tarde o temprano todo vuelve aquí, ¿no? Porque todos los expedientes vuelven a caer a los archivos.
—Recordamos. Recordamos el aroma de la opulencia. El perfume de las ganancias. Estamos preparados para un intercambio. Diez monedas por Ekal Tirani. Ni más ni menos. —M. cerró los dedos en torno a la bolsa en el bolsillo. Le quedaban once monedas. Para llegar aquí había necesitado diez.
»Lo olemos. Sabemos que las tiene. Ekal Tirani, diez monedas. Recordamos el costo. Recordamos el valor.
M. intentó tragar, pero el interior de la boca se le había secado y no le quedaba una gota de saliva. ¿Cómo volvería sin monedas? Si volvía sin el expediente, la gerencia lo llamaría a la sala de juntas. ¿Lo echarían, por una correspondencia perdida?
M. se enderezó. Lo harían sin vacilar. Lo echarían o lo trasladarían, y no sabía qué era peor.
—Una. Dos. Tres. —M. tiró monedas al pozo y las vio desvanecerse sin un sonido. —Cuatro. Cinco. Seis. Siete. —Tuvo que rebuscar las últimas. —Ocho. Nueve. Diez.
Una garra curtida salió del abismo y le tendió algo a M.
—Hemos contado. Tome esta carpeta. No mire adentro. Váyase.
M. se detuvo en el primer monedero e hizo girar en las manos su última moneda. O salía con eso, o se perdía para siempre. Insertó la moneda y estudió el mapa que apareció. ¿Dónde estaba la salida? Su corazón latió fuerte, la respiración se le aceleró. Estaba dentro del corazón oscuro de los archivos, y los sectores coloreados se extendían por todas partes de manera interminable.
Encontró la escalera y planeó la dirección, marchando tan rápido como pudo mientras el recuerdo estaba fresco. Las uniones rotaron, los pasillos se elevaron y él cayó. Se quedó sin aliento y se detuvo delante de otro monitor de navegación. No le quedaban más monedas y no estaba ni por asomo cerca de una salida.
M. se dejó caer contra la pared y se sentó en el piso sofocado de polvo. Todo ese esfuerzo por una carpetita… la correspondencia de Tirani no podía ser tan importante. Pero no se trataba realmente de la correspondencia, ¿cierto? La idea era perderlo a él en los archivos aunque no había hecho nada malo. Aunque siempre había completado su trabajo.
¿Qué tenía de especial esa maldita carpeta? ¿Y por qué razón no se podría mirar en su interior? ¿Quién podría castigarlo si él moría allí? ¿Qué castigo podía ser peor?
Sentado en el piso, M. abrió la carpeta, aflojó la traba y empezó a leer. Hojeó páginas podridas y descompuestas, fechas imposibles, columnas de letras que se retorcían sobre el papel como filas de insectos enganchados entre sí.
A su pesar, M. empezó a moverse y se levantó de inmediato. Como un sonámbulo, sus piernas siguieron el rebuscado camino que seguían las letras, llevándolo por donde le ordenaban; ¿pero a dónde, a dónde? ¿Acaso prestaba ya atención al camino que seguía? La correspondencia quería salir, M. lo sentía.
M. intentó volver a cerrar la carpeta, pero sus brazos no le obedecieron. Sus orejas zumbaron con suspiros que hablaban de Ekal Tirani, y de escape, de escaleras escondidas y puertas secretas ocultas. M. llevó la mirada de un pasillo uniforme a otro y marchó sin saber la diferencia.
Las letras retorcidas de la correspondencia penetraron en el cerebro de M. y gotearon como sudor dentro de sus ojos, sobreimprimiendo los cruces con planos brillantes.
M. se detuvo ante una puerta, y la carpeta de la correspondencia se cerró. Parpadeó mientras recuperaba el aliento, y el corazón se le sobresaltó.
Era la entrada y la salida, el umbral de los archivos. Era la salida: de vuelta a la oficina, o a un lugar enteramente distinto.
Dennis Mombauer reside en Colombo, Sri Lanka, donde trabaja como consultor sobre el cambio climático y como escritor de ficción especulativa, experimentos textuales y poesía.
Co-publica una revista alemana de ficción experimental, “Die Novelle – Magazine for Experimentalism”, y ha publicado ficción y no ficción en diversas revistas y antologías.
Su primera novela en inglés, “The Fertile Clay” («La arcilla fértil»), se publicó en 2021; le siguieron “The Fourth Fundamental Force” («La cuarta fuerza fundamental») y “The House of Draught” («La casa de la sequía»).
Su sitio web se encuentra en https://dennismombauer.com. Tiene cuenta en Twitter: @DMombauer.
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