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Archivo de la Categoría “306”



 

 

México  MÉXICO

Todo, personas y cosas, se esfumarán un día convirtiéndose en un sueño e ingresando en el vacío.

Sueño en el pabellón rojo, Cao Xueqin

Loss of the genetic parasite initially results in loss of the unstable protective (immunizing) component of the addiction module, leading to activation of the stable harmful component and cell destruction. Thus, colonized cells are ‘addicted’ and must stably maintain the protective immunity function of the parasite for their own survival.

Origin of Group Identity, Luis P. Villarreal

—No recuerdo cuándo fue la última vez que soñé— le explica el paciente a la doctora, con voz cansada. Sostiene en sus manos la libreta en donde escribe todos los pormenores de la conversación.

Sobre los márgenes de una de las hojas empieza a dibujar un par de peces entre las palabras recién escritas. El trazo es lento y a veces accidentado por el pulso nervioso de su mano, pero por fin, tras unos segundos, la tinta adquiere la forma deseada de las criaturas marinas.

Todo sea para no olvidar.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Después de hacer el dibujo sus ojos enrojecidos contemplan enfrente suyo a la doctora, quien desde su escritorio revisa con atención los resultados médicos. La expresión de ella es notablemente seria y su vista se dirige a veces hacia él y otras veces hacia el fajo de hojas.

—Aunque duermo siento que no descanso nada— agrega él, revisando entre sus notas los síntomas que en días pasados experimentó y anotó cuidadosamente:

Todo el tiempo estoy agotado.
Mi cabeza me duele mucho.
Siento como si mi mente estuviera inflamada.
Estoy empezando a escuchar sonidos que no deberían estar ahí.
Mi vista empieza a nublarse.
Lo que dice la gente lo olvido a los pocos minutos.
Mi noción del tiempo se ha roto…

La doctora, tras escuchar al paciente, da un profundo respiro y extiende las hojas clínicas hacia él.

Al recibirlas, el paciente solo ve la imagen impresa de un cerebro oscuro acompañado de una serie de tablas y números que no le dicen nada.

¿Qué es exactamente lo que está observando? ¿Qué información esconden todos esos números, columnas y líneas que, para sus ojos, están distribuídos completamente al azar y no tienen ningún sentido?

En otras circunstancias podría entender algo tan sencillo como esto, piensa el paciente, pero ahora cualquier cosa es ilegible.

Simplemente no lo sabe. Observa la hoja, los puntos oscuros y sus espacios en blanco, los tecnicismos científicos escritos en un incomprensible código alfanumérico.

Tiene ante él un verdadero enigma.

Cómo deduciendo su perplejidad, la doctora decide explicarle a detalle de qué trata todo eso.

—La imagen es la tomografía de su onirobionte —explica la doctora—. En un cerebro sano aparecería un brillo color azul en la imagen.

El paciente, como en las ocasiones pasadas, al escuchar que le hablan pone atención, pero pierde fácilmente la concentración. El sonido de las palabras de la doctora a momentos se transforma en un ruido indescifrable y él se siente estar hundiendo debajo de un profundo océano. La voz de la doctora suena metálica, con un extraño eco que deforma el sentido de lo que le está diciendo.

Tiene que poner un gran esfuerzo para lograr atrapar las palabras en esta atmósfera tan deformada en la que se encuentra sumida su mente.

Tras notar este ausentismo, la doctora repite lo que hace unos instantes acababa de decir. Esta vez toma el cuaderno del paciente, y con su bolígrafo anota con una ornamentada letra la oración. Después, el paciente recoge la libreta y lee lo que está escrito.

Lee las palabras. Al inicio las letras solamente son unas figuras extrañas. ¿Qué se supone que son esas cosas? Hay algo en ellas, un mensaje, un código, sí, pero su mente muy difícilmente comprende que tal ángulo, que tal curva y puntos en los caracteres tienen contenido un mensaje para él.

Poco a poco y no sin algo de dolor intenso de cabeza que va recorriendo la mitad derecha de esta, el paciente al colocar con su dedo índice sobre las letras, va leyendo en voz alta cada palabra. Al terminar, repite el proceso cinco veces, hasta que la oración que escribió la doctora resuena en su mente de tal forma que es el único sonido que reina en su cabeza.

Por fin, tras batallar con la decaída concentración él logra asimilar el mensaje.

—Creo entender lo que dice —le responde el paciente. Su forma de hablar es muy lenta ya que incluso hablar se ha vuelto una tarea muy difícil —Pero, si es así, ¿por qué no hay nada en la imagen? Solo veo lo que parece mi cerebro, ¿no es así? Un cerebro y nada más.

La doctora asiente.

—No hay brillo azul porque no encontramos ningún onirobionte dentro de usted.

Tras esperar un largo tiempo en el que el paciente asimiló lo que le dijo la doctora, él miró a un lado y a otro y continuó hablando.

—¿Cómo? ¿Qué no lo encontraron?, pero el examen, y todos los químicos que me hicieron tomar…

—Los químicos están diseñados para que se unan a las estructuras químicas del onirobionte. Como un dardo que acerta en su objetivo. Podemos ver en donde ha pegado ese dardo y medir esa información. Al hacer la tomografía, los químicos lo harán visible para el tomógrafo. Pero, como en su cerebro no lo hay, no salió nada reflejado en la tomografía. Ningún brillo ni color. Nada. Esto responde por qué no ha podido soñar en varios meses. No puede hacerlo porque el mecanismo responsable ya no existe en su cerebro.

El paciente, mientras tanto, escribe rápidamente lo que acaba de decirle la doctora, lo hace con cuidado. La letra es grande y en ocasiones adquiere curvas desproporcionadas que hace lucir a las palabras con apariencia asimétrica. La pluma se desplaza cansada. La respiración del paciente es trabajosa, inhalando y exhalando con dificultad, mientras escribe en una posición con su espalda encorvada. Mientras lo hace murmura lo que escribe, como para no olvidar lo que está haciendo. La doctora solo lo mira desde su escritorio.

—Mire —le dice la doctora, entregando otra tomografía en donde está el brillo azul, como un resplandor celeste sobre la imagen —. Esto que ve aquí es la imagen del cerebro de un soñante sano.

El paciente deja de escribir y sobre su cuaderno recibe las hojas de la tomografía. Mira la imagen con mucha atención. De entre todo el entramado de extrañas formas y contrastes, distingue un brillo azul en la tomografía.

—Y eso que brilla, como una aurora boreal, es el onirobionte, ¿no?, es el onirobionte de una persona que puede soñar— dice él, señalando con la pluma los brillos azules en la región de la tomografía.

—Sí, es correcto— responde la doctora.

El paciente se queda mirando largo rato la imagen. Pasa su vista a las hojas con su propio exámen clínico para compararlo y vuelve a poner la vista sobre la imagen del paciente sano.

La doctora observa por un breve instante la libreta rayoneada de su paciente, y al regresar la mirada:

—Al hacer la onirometría no fue posible encontrar nada. Cuando hay un deterioro en la estabilidad del onirobionte pasa esto, los estudios clínicos muestran este tipo de resultados, manchas oscuras difusas, o simplemente un vacío que nos dan suficiente información como para comprender que la maquinaria encargada de generar los sueños se ha degradado y desprendido del sistema nervioso —agrega ella.

Las manos del paciente tiemblan. En su mirada hay estupor y un evidente desconcierto. Frunce el ceño y sus labios resecos se estrujan en una mueca de confusión.

Mira a la doctora, para luego bajar a mirar el escritorio, el techo y su alrededor.

Nuevamente ausente durante unos segundos, hasta que vuelve en sí.

—No entiendo. Aquí no hay ni azul, ni manchas difusas. No hay nada, solo negrura… —tartamudea el paciente, negando con la cabeza al ver las imágenes. No puede creer que su mente se reduzca a una hoja clínica.

—Todo eso es así porque su onirobionte se degradó. Es la razón por la cual ya no puede soñar ni recordar bien. El onirobionte es como una segunda memoria, paralela al sistema nervioso central. Cuando los genes de los sueños se pierden, se pierde también esta segunda memoria —dice ella.

—¿Y qué causa todo eso? ¿Por qué no puedo soñar? ¿Qué pasó en mí que en otros no? —dice el paciente, con la voz rota.

La doctora guarda silencio durante algunos segundos, y vuelve a mirar a su paciente.

—Aún no se sabe con certeza —le dice ella —. Se sospechan varias cosas. Algunos médicos piensan que los microplásticos que hay en el ambiente afectan la comunicación de las neuronas y matan al onirobionte. Otros se decantan por creer que se trata de algo así como una enfermedad genética que mata los sueños.

—¿Enfermedad de los sueños? ¿Será acaso una enfermedad genética? ¿Dice usted algo parecido al cáncer? —le dice el paciente.

Él escribe atropelladamente la palabra ‘CANCER’ sobre las páginas del cuaderno y seguido de la palabra dibuja unos garabatos circulares que representan a un grupo de células reproduciéndose sin control.

—Cáncer, cáncer, cáncer, un cáncer de los sueños… —susurra el paciente, agarrándose la cabeza con las manos. Mira su cuaderno, mira a su alrededor y de nuevo su mirada vuelve a la doctora.

—Algo así, algo así —le responde ella—. Pero, le vuelvo a insistir, que no se sabe con certeza qué es. Hay muchas causas posibles, pero no tenemos nada confirmado. Lo cierto es que usted no es la única persona con este mal. Cada día son más y más los que dejan de soñar y su mente se colapsa— le confiesa la doctora.

El paciente frota sus párpados con sus dedos, luego cierra los ojos, respira profundamente mientras su boca tambalea dominada por un breve espasmo. Al abrir sus ojos sus pupilas están enrojecidas y se asoman entre ellas unas tímidas lágrimas que trata de contener. En ocasiones el rostro de la doctora se deforma frente a él, una especie de halo difuso rodea las facciones de ella impidiendo distinguirlas con detalle. Así también ha ocurrido con la mayoría de las cosas que observa del mundo. Los sonidos y las cosas que ve se distorsionan por todo el tiempo que ha pasado sin lograr soñar.

Respira nuevamente, ahora con más fuerza, cerrando los ojos otra vez y apretando con fuerza sus labios.

—Sé que es muy duro de asimilar —dice ella, tratando de calmarme, mientras sus manos se mueven ligeramente en el aire con suavidad entre cada oración —. Existen muchas alternativas a elegir en cuanto al tratamiento. Normalmente a los pacientes se les induce a dormir con sedantes, pero realmente no se ha resuelto el problema. Usted ha pasado por este tratamiento en el cual puede dormir, pero no volver a soñar. Lo que queremos los médicos es encontrar la forma de restaurar la habilidad del cerebro para soñar. Actualmente se ha aprobado una terapia experimental que consiste en trasplantar el onirobionte proveniente de un donante cadavérico. Un trasplante de sueños, si lo quiere ver así. Pero es más complejo de lo que suena.

Las palabras de la doctora se vuelven de nuevo difusas, extrañas. Lo único que puede entender de toda la plétora de oraciones y de ruidos es la idea general de un trasplante.

—Trans… plan… te; trasplante… de… sueños— repite el paciente, anotando en su libreta con una letra grande y con fuerza sobre el papel —. Se necesita una persona muerta…— susurra el paciente, repitiendo la frase una y otra vez, en un trance, tratando de comprender sus implicaciones —. No se puede sacar algo del cerebro sin abrir la cabeza de alguien, y si eso es la segunda memoria como dice usted, entonces, tiene que estar muerto, es eso ¿no?

La sensación de no estar en su propio cuerpo es algo normal en el estado en que se encuentra el paciente. Las palabras que él dice le parecen dichas por alguien que no es él, o alguna entidad que interpreta su papel, como en una obra de teatro que estuviera viendo desde las butacas de un teatro solitario. Al hablar sabe que habla pero al mismo tiempo no puede creer ni dar crédito de que las palabras que pronuncia sean de él, al igual que los movimientos de su cuerpo.

Escribe junto al resto de las ideas principales de la conversación, lo siguiente, en letra mayúscula, como queriendo gritar y no olvidar nada:

TRANSPLANTE DE SUEÑOS CON EL CEREBRO DE GENTE MUERTA.

Traga saliva y respira hondo.

—Sí, tiene sentido lo que dice. Es necesario un cadáver para el trasplante. No hemos sabido de ningún caso de curación de esta enfermedad, si le soy sincera —dice la doctora—. No le puedo mentir. Todos mueren a los años. Pero no perdemos nada con intentar esta nueva terapia. Quizás esta sea la solución. Quizás no.

La doctora calla y medita lo que va a decir a continuación.

—Hace poco se ha experimentado en ratas. Los resultados son prometedores —dice ella, tras la breve pausa.

—¿En ratas?

—Sí. Ratas que no pueden soñar vuelven a hacerlo.

—Pero, ¿ratas? ¿Esto no es una enfermedad exclusiva de los humanos?

—Lo es.

—¿Entonces cómo los diablos le quitaron el sueño a las ratas?

—Se les destruye la capacidad de soñar de forma artificial. Ingeniería genética y sustancias tóxicas. Después, se toman ratas sanas, se sacrifican, se toma su cerebro y se transfiere el onirobionte a las ratas enfermas . Tras la operación vuelven a soñar—explica.

—Y el paso siguiente es hacer eso en humanos…—dice él.

Ella asiente.

—Es lo lógico —responde ella.

—Entiendo, entiendo…—murmura —. Pero, en todo trasplante existe el riesgo de rechazo, de una reacción adversa— dice el paciente.

—La única reacción adversa es no poder soñar —interrumpe la doctora —. Cuando el sistema nervioso de los roedores rechaza al onirobionte simplemente el cuerpo lo degrada sin más efectos. Confiamos en que el trasplante en humanos sea efectivo. Si es rechazado lo sabremos porque usted no soñará. Estará igual que antes.

—No sé qué es peor…—responde él.

Tras decir esto se forma un sólido silencio entre ambos. Él siente que aquel silencio, punzante, se ha transformado en algo así como un fluido, quizás las rachas violentas de un oleaje de un océano invisible que ha inundado el consultorio de la doctora. Su impresión, dentro de estas sensaciones extrañas para su cuerpo y para su cordura, le hacen pensar en que ambos están ahogándose en aquel mar invisible de silencio.

El paciente mira a su cuaderno, se queda un largo rato considerando la situación. Desde que perdió la capacidad de soñar los sonidos los ha percibido distorsionados, le alteran, le confunden y olvida cosas con demasiada facilidad al grado de que debe anotarlo todo, como si su memoria ya no funcionara. En parte es eso, su segunda memoria ha dejado de existir. Él sabe que no es normal, que estas son secuelas acumulándose como una bola de nieve precediendo a una avalancha. Sabe perfectamente que llegará un punto en donde tal avalancha acabará con su vida.

Da vuelta a las páginas de su libreta, en donde hay dibujos de peces porque, según las palabras que acompañan las ilustraciones, a él le gustan los peces. Al ver las ilustraciones siente un poco de calma. Quizás por eso le gustan los peces, por la calma que le generan cada vez que los ve.

Encuentra un texto de hace dos semanas en donde viene escrito que el cerebro necesita soñar pues de lo contrario colapsa. Es una verdad tan obvia que pasa desapercibida hasta que uno ha perdido esa verdad en su vida y sufre los efectos de su ausencia.

Hay más dibujos de peces nadando junto a las anotaciones, mientras de sus bocas salen pequeñas burbujas que se transforman en planetas de agua.

—Parece que no tengo opción —dice el paciente, tras el silencio.

—Es eso, o esperar a que su cerebro se desintegre poco a poco y no quede nada —dice la doctora —. Así ocurre en todos los casos.

—Sí, sí —responde en voz baja el paciente, con la mirada perdida —. Si he sentido mi mente desmoronarse cada día que pasa. A veces solo lo sé porque lo tengo escrito. Otras veces el recuerdo aparece difuso.

Da un profundo respiro.

—Bien —dice el paciente, resignado —. La situación nos ha llevado hasta aquí. Es inevitable.

El paciente vuelve su vista a las páginas de la libreta. Encuentra la frase donde dice que podrá volver a soñar con el cerebro de gente muerta. La lee varias veces y repite en voz baja su contenido, como tratando de atrapar el significado de esa frase con la repetición. Sin embargo, siente que todo se le escapa fugazmente y que las palabras escritas tratan de transformarse en otra cosa. Finalmente, a pesar de la inestabilidad que siente al crecer dentro de sus capacidades de concentración, logra comprender.

—El trasplante, de gente muerta. Gente muerta…

—Gente muerta —dice la doctora —. Básicamente es eso. Como los trasplantes de órganos. Es algo muy similar. Solo que aquí se trata de una criatura que produce las sustancias de los sueños. No es un trasplante de un órgano, sino el de un organismo de su hábitat natural a otro. Aunque en esencia las dos cosas tienen en principio el hecho de esperar a que el nuevo inquilino se adapte en su nuevo lugar —explica la doctora, mientras ve al paciente leyendo la libreta. El paciente a veces mira, luego vuelve la vista a lo escrito y repite esto varias veces. Parece que capta el sentido del mensaje, pero la doctora en su interior lo duda. Sabe que sin la capacidad de soñar la mente paulatinamente va experimentando un proceso donde gradualmente se disuelve hasta que todas las funciones primordiales cesan y la persona se vuelve un muerto en vida.

—Con lo poco que puedo entender, debo aceptar. No hay otra opción —dice el paciente tras titubear un rato. —Acepto la propuesta.

Después de la entrevista con la doctora el paciente es llevado

a un ala especial habitada por otros enfermos como él, personas incapaces de soñar.

Como el resto de los pacientes, él es sometido a regímenes estrictos de alimentación, realizan innumerables exámenes médicos, radiografías, análisis neurológicos, entrevistas y estudios genéticos. Lo que puede recordar lo anota en su cuaderno, aunque en su mayoría las ideas escritas resultan a la vista inconexas. Lo que predomina en el papel son dibujos peces en los espacios blancos de la libreta.

Vienen y van las enfermeras, los médicos y sus inagotables preguntas clínicas que el paciente responde con ayuda de sus notas; aunque es la doctora quien responde por él. Pareciera que, en realidad, le hacen preguntas para ver el estado avanzado de su enfermedad y no para obtener información de él, información que la doctora provee.

Aun así, el paciente escribe todas las conversaciones entabladas con las enfermeras, todas las cosas que ha comido, los medicamentos que ha ingerido y las veces que ha hecho del baño.

Su estancia dentro del hospital se prolonga durante ocho semanas, en las que ha entablado conversación con algunos de sus vecinos, otros pacientes como él, en distintas fases de la enfermedad. Unos apenas han sido ingresados y no muestran un deterioro tan grave como el suyo; sin embargo, hay otras personas que simplemente ya han perdido la capacidad de hablar y permanecen todo el día boca arriba, mirando a la nada, con los ojos pelones y enrojecidos. Otros son sometidos a cócteles de sedantes para sumirlos en un coma indefinido. Algunos de ellos solo responden a los estímulos con los más básicos reflejos de sus cuerpos, pero otros parecen vegetales, no responden a nada y a la vista pareciera que están muertos.

Esto causa gran impresión en él, al grado de verse en el lugar de sus compañeros más graves. A veces, cuando su mente parece estar viajando de su cuerpo a otro, termina viéndose a sí mismo encerrado en su vecino, hasta que regresa a la cordura tras el breve trance que le parece toda una visión horrorosa.

La falta de sueño y el efecto de los sedantes que lo fuerzan a dormir lo noquean la mayor parte del día. La luz le duele en los ojos, la comida le sabe insípida a pesar de haber en ella ingredientes salados, picantes o dulces el contacto con su lengua y con el estómago le produce agruras e incluso náuseas que vuelven su descanso en todo un tedio. Y las personas que se mueven alrededor de él en el cotidiano ir y venir de las tareas del hospital no son más que extrañas formas difusas, como sombras o espectros borrosos. Para tratar de calmarse él toma la sábana de su cama o el tejido de su ropa y pasa las yemas de los dedos para sentir su textura. Trata de concentrarse únicamente en eso, en la textura, en la forma, en el volumen y en los olores de algo en específico. Por momentos esto funciona para que su mente no divague demasiado y regrese la molesta y angustiante sensación de estar viéndolo todo desde fuera.

Durante los intervalos en donde él se siente un poco más calmado y ha recobrado el sentido de la realidad, intercambia algunas palabras con los otros pacientes cercanos a él.

Uno de sus compañeros, con quien ha hablado la última semana, es un hombre de cuarenta años de edad que parece bastante calmado a pesar del mal estado que tiene su cuerpo. Tiene unas ojeras pronunciadas, como si se tratara de dos cráteres en sus ojos, su cabello parece grasoso y quebradizo, y su piel a veces parece amarilla y otras veces es completamente pálida como el cartón, con pliegues y numerosas arrugas que dibujan entramados que más bien parecen la erosión de una antigua montaña.

—¿Cómo ha iniciado usted con la enfermedad? —le pregunta su compañero —. Yo me di cuenta hace una semana y media; me iba a dormir y al despertar sentía que no había descansado absolutamente nada. Creí que era un insomnio normal. Ojalá hubiera sido eso. Pasaron dos semanas más sin poder soñar y todas las cosas se me empezaron a mezclar y llegó un punto en donde fue peligroso para mí hacer tareas tan sencillas como ir al trabajo. Si le contara lo que me ocurrió aquel día…—dice él.

El paciente lo mira con interés, tratando de poner atención a lo que le decía. Quizás hablar con alguien más que estuviera en su situación le permitiera entender mejor la situación, o al menos sobrellevarla.

—Bueno, para no hacer largo el relato, diré que empecé a ver a la gente y a los autos y me pregunté qué eran aquellas cosas; mis ojos veían pero mi cerebro no sabía qué veían los ojos, no sé si me doy a entender… —le dice su compañero — .Entonces entré en pánico, corrí asustado por toda la calle y no sé cómo terminé en una de las estaciones del metro preguntándole a la gente qué día era y quién era yo. Incluso a uno de los choferes del metro le pregunté si podía llevarme a mi casa. Hasta que vino un policía, sacó mi billetera y me mostró la credencial de elector y me preguntó si era yo. Entonces miré la fotografía y pensé ‘¡Vaya, pero si ese sujeto se parece mucho a mí!, entonces caí en la cuenta de que en efecto, ese era yo.

El paciente, escucha a su compañero, y mientras las palabras de él llegan a sus oídos, busca entre su cuaderno las notas de las primeras páginas, encontrando párrafos que relatan acontecimientos similares, ocurridos meses atrás.

HOY NO SUPE CÓMO ME LLAMABA NI QUÉ DÍA ERA. VEO EL RELOJ Y NO SÉ QUÉ SON ESAS COSAS QUE TRAE ESCRITAS, PARECEN LETRAS PERO NO SON LETRAS. NO SÉ QUÉ HACEN ESAS COSAS LARGAS GIRANDO HACIA LA DERECHA. HAY OTRA COSA IGUAL QUE HACE UN RUIDO DE CLICK EN POCO TIEMPO. CONTÉ LAS VECES QUE HACE ESE SONIDO POR VUELTA Y SON SESENTA. HE INTENTADO HABLAR A UN SEÑOR EN EL AUTOBÚS Y HE OLVIDADO EL IDIOMA QUE HABLO. LE QUERÍA PREGUNTAR EN DÓNDE ESTÁBAMOS PERO ÉL SOLO ME MIRÓ RARO. LA VERDAD YA NO RECUERDO SI EN REALIDAD LE HABLÉ O LO IMAGINÉ. LAS COSAS QUE RECUERDO HABER HECHO HOY RESULTA QUE EN REALIDAD LAS HICE HACE DOS SEMANAS. ..

El paciente le muestra sus notas a su compañero y este asiente.

—¡Ah, claro! A mi también me pasó lo mismo. No solo con los números, sino con las letras. Cuando leía el periódico o algún libro no sabía qué eran esas cosas negras y pequeñas como minúsculas hormigas. Se me figuró de repente, que estaba leyendo un nuevo idioma, como el chino. Hay momentos de calma, como ahora, y hay otros súbitos que vienen cuando uno ni preparado está, y es entonces cuando no puedo entender las cosas que digo, ni puedo distinguir a una persona de otra. Como si todas las cosas y todas las personas fueran una enorme masa de lo mismo. Es agotador. Uno siempre está cansado aunque duerma, pero dormir no sirve de nada si la mente no descansa. La mente sin los sueños nunca descansa. Se quema, como una computadora a la que jamás hubieran apagado. Funciona, eso sí, pero funciona mal, hasta que se le prende fuego de tanto estar y estar así.

—¿Qué le han dicho a usted sobre la enfermedad? —le pregunta el paciente a su compañero.

—Bueno, pues lo mismo que a usted. Que existe un tratamiento nuevo que quieren probar en nosotros —le dice, mientras hojea la libreta del paciente —. Usted dibuja unos peces muy bonitos —le dice, señalando uno de los dibujos de la libreta —. No me acuerdo cuando escuché que los sueños se originaron en el mar, ¿sabía usted? Lo recordé por los peces. Los peces son del mar. Aunque algunos otros son de ríos, ¿no? Hay peces que viven en los mares y los ríos, arroyos y lagos. Y también hay gente que tiene peces viviendo en pequeñas peceras. Pero en fin, como le decía, no recuerdo quien me dijo que los sueños surgieron en el mar.

—¿En el mar? —pregunta el paciente sorprendido.

—Sí, en el mar. Parece que todas las cosas surgieron del mar—le contesta su compañero.

—¿Cómo es eso? —pregunta el paciente, mientras en la libreta escribe:

LOS SUEÑOS VIENEN DEL MAR

—A ver, ¿cómo era? —titubea su compañero, pero aunque parece que tiene la respuesta se queda en silencio durante dos minutos sin que ninguno de los dos note que ha pasado ese tiempo. Su compañero sencillamente se ha quedado en blanco y tras volver en sí, dice —. ¡Ah, discúlpeme! La verdad es que ya no lo recuerdo. Estoy empezando a olvidar las cosas que me dicen. Eso fue hace, no sé, quizás una semana, o un mes, o…¡Oh, ya no recuerdo cuándo me lo dijeron! Mi doctor me lo explicó, pero no sé en qué momento. Creo que necesito hacer lo mismo que usted y anotar todas conversaciones en una libreta, así no se me va a olvidar —le dice su compañero —. Una libreta es una buena idea en estas circunstancias. Uno ya no puede confíar en su mente.

—Es muy necesario, créame —le responde el paciente.

—Le preguntaré a mi doctor lo de los sueños y el mar, lo anotaré y se lo contaré. Es algo que prometo hacer —le dice su compañero.

—Bueno, quizás se me olvide el asunto y a usted también —responde el paciente, riendo —. Así tendremos varios pendientes olvidados y nosotros ni en cuenta.

Los dos se ríen de la broma.

Horas después viene la doctora acompañada de otros médicos y enfermeras. Miran al paciente, a la vez que hojean las notas médicas. Durante la visita la doctora le explica los pormenores del procedimiento al que será sujeto. Le explica que el cerebro del donante muerto será sometido a una serie de procesos químicos hasta separar el onirobionte de las neuronas.

Mientras le explican el procedimiento, el paciente escribe, garabatea y dibuja burdamente a una persona a la que le inyectan en la cabeza el pedazo luminoso del cerebro proveniente de un cadáver.

ABRIR EL CRÁNEO.

INYECTAR LA COSA DE LOS SUEÑOS.

ESPERAR…

6 DÍAS MÍNIMO (?), anota en la libreta, junto a los dibujos del procedimiento del trasplante.

El paciente está de acuerdo con la operación y tras innumerables trámites que incluyen firmas a documentos de bioética, autorizaciones, cartas de descargo de responsabilidad y otros procesos legales, llega por fin el día de la operación.

Cuando los médicos llegaran para llevárselo a la sala de operaciones, su compañero le desea suerte. Además, se da cuenta de que llevaba consigo una libreta y una pluma que antes no había. Le sonríe.

—¡Mire, amigo! ¡Ya tengo una libreta, así ya no se me va a olvidar la historia de los sueños y el mar! ¡Mucha suerte! ¡Cuando vuelva de la operación sabrá usted todo sobre los sueños y podrá recordarlo todo por mí! —le dice su compañero, mientras es apartado por los médicos hacia los pasillos.

Llega a un quirófano en donde es sedado con un cóctel de anestesia y otras sustancias desconocidas para él.

Durante esos instantes, el cuerpo del paciente y todo lo que lo rodea está sumido entre telas blancas, y de entre ellas aparecen las figuras de los médicos cubiertas de máscaras, guantes, batas y lentes que ocultan sus rostros.

Él imagina que del otro lado del cuarto de operaciones donde se encuentra, hay un muerto del que están extrayendo una resplandeciente luz, como una pequeña estrella moribunda, y que varias personas batallan para atraparla, hasta meterla en un frasco o alguna otra cosa que pueda contenerla. Nunca ha visto un onirobionte, como tampoco ha visto las partes internas de un ser humano como los órganos. Sabe que no tiene idea de cómo luce un hígado real, ni un intestino ni un pulmón. Tampoco sabe, por supuesto, cómo luce una entidad tan abstracta como un onirobionte. Desconoce si el brillo que ha visto en las tomografías es un color artificial creado para hacer visible al fenómeno. Se pregunta, en pocos segundos, si acaso el onirobionte no será una entidad invisible con la que debe lidiar utilizando instrumentos que puedan ver su longitud de onda.

Llegado cierto punto ya no puede imaginar más, pues la anestesia ha hecho su efecto y todo se empieza a transmutar en pura oscuridad. La sensación es algo similar a cuando le aplican el sedante diario, cuando cada noche lo hacen dormir. Sin embargo, el efecto es mucho más fuerte, como si alguna corriente invisible y poderosa lo arrastrara hacia una insondable profundidad.

No sabe cuánto tiempo ha pasado dentro de la absoluta penumbra. Solo puede ver, tras un tiempo cuya magnitud se desconoce, a la confusa luz disipando las tinieblas de su campo de visión. De ella surgen las formas de los médicos quienes empiezan a preguntarle infinitas cosas que no comprende. Prueban sus reflejos y hacen otras observaciones mientras lo toqueteaban aquí y allá. Babea y su mirada se va al techo. No tiene fuerzas para hablar, tras lo cual lo dejan en paz y le colocan unos chupones en la cabeza para medir sus ondas cerebrales.

Pasan los segundos, las horas, los días, y ninguna señal es detectada.

El resultado de la operación es más que evidente.

Sigue sin poder soñar.

—¡Amigo! —le dice su compañero al verlo cierto día de nuevo en la sala común —¿Cómo ha ido todo? ¿Ya has soñado? ¿Te curaste?

El paciente no reconoce a su compañero. Hace un ceño en la frente que delata su confusión. Las punzadas en la cabeza se hacen presentes y recorren sus ojos y llegan hasta sus dientes.

Busca algún rasgo familiar en el semblante de su interlocutor.

—En su libreta —le dice su compañero —Busque en su libreta — le dice.

Entonces él busca entre las páginas de su libreta y encuentra escrito que el sujeto que le está hablando es su compañero.

—Lo olvidé, perdón —le dice, balbuceando, aún bajo los efectos del dopaje —. Estoy vivo, eso sí. Pero los médicos entienden que mi cuerpo ha rechazado al onirobionte, por lo que quieren intentar con otro donante.

—¿Otro donante? —le pregunta su compañero —Es decir, que le van hacer otra operación, ¿no?

—Sí, es correcto…

—¿Y qué piensa hacer usted? A lo que entiendo es un procedimiento complicado. Hay que abrir el cráneo y quién sabe qué otras cosas más rebuscadas.

— Voy a acceder —le responde el paciente.

El compañero lo mira con sorpresa.

—Vaya, otra operación como esa debe ser agotadora. Pero todo sea por volver a soñar —le dice el compañero —. Sin el sueño uno solo puede aspirar a morirse.

El paciente hojea la libreta y junto a la descripción de su compañero y los temas que hablaron hace semanas encuentra la mención de los sueños y el mar. Cuando le recuerda a su compañero el tema, este no parece reconocer de lo que habla. Hasta qué busca en su propia libreta y se da cuenta de que ha olvidado preguntarle a su doctor sobre el origen de los sueños.

—Le prometo que le preguntaré a mi doctor la siguiente vez que lo vea. Lo prometo. Se me ha olvidado otra vez. Ya sabe cómo es esto, los días pasan y la memoria es cada vez peor —le dice su compañero.

Tras varios meses de estudios y de espera de un nuevo donante cadavérico el paciente ingresa de nuevo al mismo quirófano, le abren otra vez el cráneo, inyectan el nuevo onirobionte y monitorean sus ondas cerebrales sin resultado alguno.

Los médicos, sumidos en la frustración, no entienden porqué todo ha sido un fracaso. Discuten interminablemente todas las variables implicadas, pero nadie logra encontrar una resolución al problema, por lo que el asunto queda suspendido en un absoluto misterio.

¿Será que no es posible transferir los sueños de persona a persona? Pero, ¿cómo? Si entre animales es posible hacerlo. Quizás, razonan los médicos, el sistema onírico del organismo humano tiene un sistema mucho más complicado para ensamblarse al sistema nervioso. No es simplemente colocar al onirobionte en un nuevo cerebro, sino que la más mínima variación en el cerebro de cada persona determina si existe la aceptación o el rechazo total. Pasó con los primeros trasplantes de órganos; a veces eran un éxito y otras veces terminaban con el órgano destruído por el sistema inmune. Bajo estos razonamientos, los médicos, entre discusiones, teorías y frustraciones, algunos llegan a pensar que los sueños tienen incluso un sistema inmune. Por eso será, razonan, que incluso cuando una persona que es capaz de soñar se enferma gravemente desarrolla pesadillas. Quizás incluso los sueños tienen su lucha contra las enfermedades infecciosas.

Pero todo se queda en eso, en conjeturas, en ideas sobre la posible evolución en que los sueños se ensamblan en diferentes taxones del reino animal y qué sutiles pero importantes diferencias hay en cada especie.

Todo se queda en eso, en habladurías. Lo que importa ahora es que todas esas ideas sirvan para algo práctico e inmediato.

Los médicos contactan con biólogos, virólogos, veterinarios, infectólogos, neurólogos y todas las personas que sepan sobre la evolución, la vida y los sueños.

Unos dicen que el cuerpo humano tiene un nivel de complejidad muy alto y que eso resulta en una paradoja, al determinar que el intercambio de partes entre un cuerpo a otro resulte más riesgoso. En cambio, si se hace con una especie con un nivel de complejidad mucho menor el riesgo podría ser menor. El sistema inmune de los reptiles o los peces es más sencillo que el humano; no existe la abrumadoramente grande cantidad de factores que, por más pequeños que sean, resulten en el rechazo de un órgano y su dramática destrucción. Algunos de estos científicos proponen que mientras más atrás en la línea evolutiva se vaya, uno encontrará un animal que resulte un candidato ideal para trasplantar sus sueños a los humanos. Así como algunos médicos ya usaban la piel de las tilapias para tratar las quemaduras de personas, siendo mucho mejor que utilizar injertos de piel, quizás utilizar el onirobionte de una especie evolutivamente más distante del ser humano podría ser la solución.

El punto es que todo esto era teoría, hipótesis y conjeturas. Había que poner a prueba todas esas ideas, ver si funcionaban y no terminaban en una tragedia.

Aquí y allá, en todas las ciudades y países donde la enfermedad se ha diseminado sin control, se publican miles de artículos científicos como el pan caliente. Por la urgencia algunas de estas investigaciones no han sido debidamente revisadas, por lo que hay errores que son descubiertos una vez se intentan replicar los resultados.

Los científicos leen cuanto pueden, tratando de atar cabos, aunque, entre tanta información se vuelve difícil, no por decir imposible, discernir qué datos son relevantes y válidos.

¿A cuál investigación creerle?

Es cierto que la urgencia de la situación ha dado prioridad investigar sobre el trasplante de sueños y sus posibles soluciones, pero entre tantas discusiones, entre tantos trabajos, todo se vuelve difuso, incomprensible.

El agotamiento llega también a los científicos, a los médicos, a todas las personas. En la televisión y en las redes sociales no se habla más que de la enfermedad de los sueños. Por primera vez términos científicos como simbiosis, holobionte, onirobionte, onirometrías y otras palabras, pasan al uso común de la gente, aunque no bien se sepa qué signifique cada concepto.

¿Cómo pudo surgir la enfermedad? Nadie lo sabe, solo hay conjeturas.

Pudo haber sido la contaminación de los microplásticos, cuyas partículas diminutas se acumularon durante generaciones en los seres humanos, hasta destruir el soporte del onirobionte e intoxicar al cerebro. Quizás pudo ser también un nuevo tipo de virus que infecta al onirobionte, matándolo y provocando la ausencia de sueño.

O tal vez fue el sol y su radiación; la ingesta de tal o cual comida…

Todo cae en la incógnita. Sobre todo al estudiar a los demás animales no humanos y encontrar que ellos si sueñan.

Algunos piensan, angustiados, en que si los humanos no serán los primeros de muchos animales en perder el sueño. En ese caso, ¿cuánto tiempo quedaría hasta que los sueños desaparecieran de todo el árbol de la vida?

Pero, la respuesta a estas preguntas es solo una de muchas incógnitas. Quizás estos sería algo transitorio, quizás sería algo exclusivo en los humanos y desencadenaría su extinción. O quizás ninguna de estas cosas.

Para llegar a responder algo tan complejo se necesitarían no años, sino décadas de investigación, de prueba y error, para resolver el enigma.

En un periodo de unos cuantos meses, era imposible resolver tantos campos del conocimiento vacíos.

Lo único que está al alcance de la mano no es encontrar el origen, las causas y las implicaciones evolutivas en los seres humanos de la pérdida del sueño, sino cómo volver a soñar.

Primero hay que encontrar un donante idóneo que el sistema nervioso humano no rechazara.

Después se podrán investigar las demás conjeturas, si no es que es demasiado tarde cuando llegue ese momento.

Tras el paso de unas semanas confusas, la doctora le cuenta al paciente sobre un nuevo tipo de trasplante.

En laboratorios de distintas partes del mundo se hizo patente que había un organismo que podría ser un excelente candidato para la transferencia de sueños a los humanos.

—Uno de los sistemas oníricos más estables en el reino animal es el de los peces. A pesar de la contaminación del océano los peces siguen soñando sin ningún problema, contrario a nosotros, que no logramos transferir nuestros propios sueños— le explica ella.

Entonces, el paciente revisa sus notas, encuentra la página donde menciona a su compañero y el tema de los sueños y el mar.

—¿Peces, dice usted? —le pregunta el paciente a la doctora mientras le señala la hoja de la libreta.

Ella asiente y se acerca para leer.

—¡Ah, ya veo! —le dice ella —. Sí. Los sueños se originaron en el mar muy probablemente.

—Y eso, ¿cómo lo saben? ¿Cómo llegaron a saber eso?

—Bueno —dice la doctora—, el onirobionte tiene un genoma muy distinto al del ser humano por lo que es posible rastrear en qué animales ha estado. Así, se llegó al hallazgo de que el genoma de los sueños está presente en todos los animales con sistema nervioso. Sabe usted, los primeros animales en existir habitaban los mares.

—Entonces —interrumpe el paciente —, los primeros en soñar lo hicieron en el mar, ¿no?, como los peces.

—Así es.

—¿Por eso van a abrirle la cabeza a un pez? —le pregunta el paciente a la doctora.

—De hecho sí —dice ella —. Tiene que ver con eso. Aunque en realidad los animales con sistema nervioso más antiguo son las hidras, unos invertebrados. Pero son los peces los organismos cuyo sistema de sueño tiene más similitud con todos los vertebrados. No es ni muy sencillo ni tan complejo. Sino que está en un término medio, ideal para experimentar.

—¿En verdad? —exclama sorprendido el paciente.

—Sí —le dijo la doctora.

—Y sobre los sueños, tengo la duda, ¿cómo surgieron? ¿Fueron esas hidras que menciona usted las primeras en soñar?

—¿Las hidras? No. Ellas aparecieron mucho después de la primera criatura que soñaba. De hecho, en un inicio no existían criaturas con la capacidad del sueño.

—A ver si estoy entendiendo —interrumpe el paciente. ¿No existía el sueño? Entonces, si no podían soñar su cerebro se quemaba como el mío y se morían, ¿no?

—Algo así —le responde la doctora —Hace mil millones de años había dos tipos de criaturas. Las primeras tenían un cerebro que colapsaba por la sobrecarga de estímulos, así que no duraba más que un par de semanas, como si fuera una máquina que está encendida todo el tiempo y se quema. Justo lo que dijo sobre que el cerebro se quema. Por eso es importante el sueño. El cerebro se recupera cuando soñamos, la gente se siente descansada. No solo la gente, sino todos los animales que existen —dice ella.

—¿Qué hay de las segundas criaturas? —le pregunta el paciente —Usted mencionó que había dos tipos de criaturas, pero hasta ahora solamente ha mencionado a una.

—Sí, sí, eran dos criaturas. Las segunda eran los onirobiontes. Eran devorados por los primeros animales y se defendían de ellos intoxicando su cerebro al generar estímulos irreales en todas sus neuronas, creando algo similar a una alucinación que los adormece.

—¿Alucinaciones? Eso suena como a una droga. —le dice el paciente, anotando en su libreta lo que acaba de escuchar.

—Se parece mucho el mecanismo del sueño a la intoxicación por drogas, sí, definitivamente. Hay una sustancia, el DMT, que se produce durante los sueños y también por sí misma el DMT es una droga muy potente.

—Esa cosa, ¿esa cosa lo produce el onirobionte? ¿Entonces no se podría usar esa sustancia, el DMT para curar la enfermedad? Simplemente me inyectan DMT y listo, vuelvo a soñar.

—Ya lo hemos intentado y no funciona. Lo hicimos en peces, en ratas, en hidras, en gusanos, en pájaros y en personas. Nada de nada —le contesta la doctora—. Los sueños son un proceso muy difícil de replicar, no es solo una sustancia y ya. Son muchas, pero muchas cosas que no hemos logrado entender del todo. Para soñar se requiere obligadamente un onirobionte.

—Me estaba contando sobre esas criaturas, los onirobiontes y cómo intoxicaban el cerebro de sus depredadores. ¿Así se originaron los sueños? ¿Por eso esas cosas viven dentro de los cerebros de los animales?

—Básicamente sí—le responde la doctora—. Los depredadores que en un inicio se comían al onirobionte se volvieron dependientes de las alucinaciones sensoriales que producían y se entabló una relación simbiótica.

—Dice usted que se volvieron dependientes, es decir, que se volvieron adictos a los efectos de las toxinas del onirobionte. Es como el chile, que se defiende de ser comido, pero a los humanos nos gusta su sabor y nos hemos vuelto aficionados a comerlo.

—Sí, sí, algo así algo así —contesta la doctora, emitiendo una leve sonrisa por la mención del chile y cómo a pesar de defenderse con su sabor picoso es devorado por los humanos.

—Entonces. A ver, si lo he comprendido, descendemos de unos animales que hace millones de años se volvieron adictos a los sueños, ¿no? ¿Se podría decir que eran adictos o es una palabra muy grave?

—Dependientes es la palabra adecuada —contesta la doctora, seria —. El sueño no es una adicción, sino una necesidad vital, como respirar. ¿Se imagina que no pudiera respirar? Lo mismo con soñar. Es un proceso fundamental. Bueno, como le decía, cuando el onirobionte se integró en el sistema nervioso los animales empezaron a soñar y su cerebro encontró la forma de descansar, restaurarse, hacerse más complejo, más grande, captar mayor información sin desestabilizarse y evolucionar hasta el sistema nervioso de las especies modernas.

—Eso es como un parásito, ¿no? Esa cosa vive dentro de uno.

—Más bien es un simbionte. No un parásito. Los parásitos se alimentan de su huésped hasta matarlo. Pero el onirobionte no. Al evolucionar dentro del cerebro de los animales el onirobionte ya no tenía que exponerse a la intemperie ni buscar comida ni ser presa fácil de los depredadores. Esta criatura le daba a los animales el don de los sueños y el descanso. Como resultado se formó una relación benéfica entre ambos en donde las dos especies involucradas dependen una de otra; si alguna desaparece, la otra muere.

—Es lo que me está pasando. No poder soñar, no tener al onirobionte, mata…—dice el paciente.

La doctora asiente, mientras lo ve escribir en la libreta y hacer dibujos de peces y unos garabatos parecidos a telarañas que, según pudo deducir, se trataba de un burdo intento por dibujar a un onirobionte siendo engullido por un pez prehistórico.

—Sin el onirobionte no podemos soñar, ¿no? —dice el paciente— Y sin el sueño nuestro cerebro se quema, colapsa y morimos…

—Veo que ha captado muy bien la idea —dice la doctora, felicitándolo por haber recordado la conversación.

Sin el onirobionte los animales se mueren. Su cerebro se destruye — murmura para sí.

Luego escribe esas palabras en la libreta.

—Doctora, ¿todos los animales sueñan? —le pregunta el paciente.

—Así es—le responde la doctora, a pesar de que hace unos instantes le acababa de decir que todos los animales sueñan— Todos los animales lo hacen, desde las hidras, pasando por las moscas, cucarachas, libélulas, reptiles hasta los humanos.

Sobre la libreta el paciente escribe:

TODOS LOS ANIMALES SUEÑAN.

—¿Con qué sueñan los animales, doctora? —le pregunta el paciente.

—Se sabe por ejemplo, que los gatos sueñan que cazan, las aves sueñan que cantan y los peces sueñan que nadan. Todo eso se sabe al estudiar las ondas cerebrales de todas esas criaturas. Los humanos, sueñan con que van al trabajo, que ven una película, que salen a caminar, que ven a alguien, o incluso que están en el baño. Otros sueños son más fantasiosos.

El paciente mientras anota lo que le dice la doctora logra comprender que todas las criaturas sueñan con sus vidas, con situaciones que podrían ocurrir en la vigilia.

—Los onirobiontes, además de evitar el colapso de la mente por medio de los sueños, entrenan a sus huéspedes para la vida. Así ha sido durante miles de millones de años. Los sueños son como un simulador de la realidad —le dice la doctora.

—¿Un simulador?

—Sí, un simulador. Si no fuera por el onirobionte y por los sueños que produce en el cerebro de los animales, me temo que la evolución hubiera tomado caminos muy distintos. Quizás no existiríamos —le dice la doctora.

El paciente escucha, anota y se queda en silencio leyendo todas las notas que ha escrito.

¿PODRÉ VOLVER A SOÑAR?, escribe, mientras dibuja un pequeño pez revoloteando entre esa pregunta.

Se queda como hipnotizado al ver el dibujo de un pez. Ve sus escamas, aletas, ojos y burbujas saliendo de sus bocas.

Escribe en letras grandes:

SOÑAR LO QUE SUEÑA UN PEZ.

SOÑAR CON EL OCÉANO.

Después, su mirada se pierde y en su mente se forma un omnipresente blanco.

Ausente, otra vez.

Después de ese lapso, recobra su concentración y su mirada se dirige al cuaderno. Lee lo que acaba de anotar y lo repasa.

—Que no se me olvide, que no se me olvide, que no se me olvide…—dice en trance, en voz baja.

—¿Sabe algo? —le interrumpe la doctora —. Hay algo que podría serle de ayuda durante su estancia aquí.

La doctora lo escucha y lo observa con atención. Se levanta de su asiento y va a uno de los libreros que hay dentro de su oficina y toma dos libros y se los da al paciente.

Él los recibe y los mira perplejo.

En uno distingue en su portada a un cardumen de peces.

Lee el título lentamente:

PECES DEL MUNDO

Abre el volumen y encuentra en sus páginas un sinnúmero de fotografías de peces de muchas variedades.

El paciente se siente emocionado, toma una página tras otra y las ojea rápidamente, mirando con atención cada pez que se encuentra.

—¡Es un libro de peces! ¡Peces! ¡Me gustan mucho los peces!

Mira también el otro libro.

—Ese otro es sobre lo que se sabe de los sueños. Ahí se habla de una forma más sencilla sobre el onirobionte —le dice la doctora.

Al abrir ese libro también encontró peces rodeados de una extraña aurora azul, como un espectro fantasmal rodeando su cabeza.

—¡Aquí también hay peces, doctora! ¡Hay más peces! —le dice, gritando eufórico.

—Me imaginé que le gustaría hojearlos para cuando tenga alguna duda. Está bien anotar en la libreta, pero a veces uno no entiende su propia letra y estos libros tienen unas ilustraciones que seguro le gustarán. Así cuando tenga sus lapsos de ausencia podrá mirar a los peces.

—¿Cómo dice?, ¿me está dando estos libros para que me los quedé en la cama de la sala?

—Sí, sí —le responde la doctora. Son para usted. No solo para su estancia aquí, sino para que se los quede. Son un regalo de mi parte.

—¿En serio, doctora? ¡Peces! ¡Un libro con peces! ¡Muchos peces, doctora, aquí hay muchos peces! —le dijo, emocionado.

Por un momento, entre aquella estancia tan lúgubre, el paciente pudo olvidar por un momento el fantasma de su enfermedad.

—No lo agradezca, por favor —dice ella —. Por todo lo que usted pasa algo como esto le hará bien —añadió la doctora —. También estaba pensando en una excursión que a usted seguro le hará mucho bien.

—¿Una excursión? —le contesta el paciente. Se nota ansioso y a la vez emocionado. Muchas cosas han pasado en poco tiempo, así que la idea de una excursión le parece algo intrigante —. ¿Una excursión de qué?

—A usted le gustan los peces y mirarlos realmente es algo relajante. Así que he planeado una visita al acuario de la ciudad, antes de que sea la operación y todos los procesos que le siguen. Visitar el acuario, creo, será beneficioso.

El paciente no responde. Se muestra incrédulo por la declaración de la doctora.

—¡¿Acuario?! —contesta el paciente, emocionado — . Significa que veré peces…¡voy a ver peces!

Está recostado en su cama. Alrededor todo sigue siendo igual de monótono. Los médicos traen sus instrumentales y las enfermeras hacen las revisiones diarias de todos los pacientes.

—Amigo —dice la voz de su compañero desde el otro lado de la cama.

Él vuelve a las notas de semanas atrás para recordar que aquel sujeto es compañero suyo y que han tenido varias conversaciones.

Se da cuenta de que su compañero también tiene una libreta como la de él, en donde ha anotado varias cosas.

—Nos conocemos, ¿no es así? —le dice su compañero a él —. Por lo que veo en mis notas ya ha pasado algo de tiempo desde que nos conocimos. Creo que mi memoria empieza a fallar más y más —le dice su compañero, mientras lee la libreta.

—Sí —contesta él—. Nos conocemos desde hace tiempo.

En ese momento, el paciente toma los esbozos de la conversación que tuvo con la doctora donde le explicó el origen de los sueños y el mar.

Él le comenta eso a su compañero y este responde con sorpresa, pues ha olvidado de nuevo preguntarle a su doctor la historia de los sueños.

—¡Siempre olvido preguntarle! — le dice su compañero —. Él no es como su doctora que me permite anotar las cosas con tranquilidad. Simplemente me sermonea con las cosas médicas y no me da tiempo de anotar todo lo que dice. Y encima cuando quiero buscar en mis notas él me sale con otra pregunta y olvido lo que estaba buscando —le explica su compañero.

—Bueno, ya no tendrá que buscar en sus memorias cuando venga su doctor, la mía me ha contado la historia completa del origen de los sueñosy ¡además me dio esto! —le dice a su compañero mostrándole los libros que le dio la doctora.

—¡Vaya, pero si son dos libros muy bonitos! ¡Ese de ahí tiene un cardumen muy bonito y el otro un pez con una cosa como no sé! ¿Qué es eso?

—Ese es un pez y su onirobionte. La doctora me dio este libro porque habla de la historia de los sueños y el onirobionte. Ya no tengo que anotarlo todo. Ahora puedo abrir el libro y como tiene imágenes de peces me hace sentir bien y de paso aprendo sobre los sueños en sus muy lejanos inicios.

—Me gustaría oír su origen, si le soy sincero. Pienso que nunca me acordaré de preguntarle a mi doctor —dice, riendo.

Así, el paciente le contó a su compañero la historia de los sueños y el mar. Leía las palabras del libro de la historia de los sueños y sobre el onirobionte y su compañero, entusiasmado por la información, empezó a anotar también en su libreta las principales ideas claves del relato…

—No, no. Deja de anotar —le dice el paciente a su compañero —. Toma el libro —le dice.

—Pero, es tu libro, ¿y si se me olvida regresarlo?

—Anotas que te lo he dado. Y además quiero que sea nuestro libro. De los dos. Así podremos leer sobre el onirobionte cuando queramos.

—¿Compartir el libro?

—Sí, ¿por qué no? Cuando leas el de los sueños yo leeré el de los peces y cuando tu leas el de los peces yo tendré el de los sueños. Aparte, ¿no te parece aburrido todo esto? Camas, sábanas, medicinas, sedantes. Un poco de color y de mar, aunque sea impreso, no hará mal.

—¡Vaya, en verdad que es una buena idea! —le dice su compañero.

El paciente le acerca el libro a su compañero.

—Ahora te toca continuar a ti.

Entonces su compañero continuó con la lectura sobre los sueños y su origen hace miles de millones de años en el mar prehistórico.

—¡Es una historia increíble! —dice él —. Ahora que lo tengo aquí en el libro no lo olvidaremos nunca —agrega —. Espero puedan dar con la cura de esto —le dice.

—Por eso quieren hacerlo ahora con peces —le dice el paciente a su compañero —como el que está en la portada. Esa cosa azul que parece como una aurora brillantes, es el onirobionte de los peces viviendo en su cerebro. Esa cosa de los peces la quieren pasar a los humanos.

—¿De los peces? ¡Ah, ya entiendo! Como los peces son del mar y hay peces desde el inicio de los tiempos deben ser los animales que más años han convivido con las criaturas de los sueños —reflexiona su compañero —. Tiene bastante sentido. Lo único malo, para mí, es que a los pobres peces les van a quitar la capacidad de soñar y van estar tan locos como usted y yo —agrega —. Ciertamente es algo desolador. Quitarle los sueños a los peces para darlo a la humanidad. Ahora yo me pregunto, ¿quién le dará de vuelta los sueños a los peces?

Los dos asintieron en silencio, mientras anotaban las respuestas de su conversación en las libretas.

—¿Cree usted que resulte este tratamiento, que los peces sean nuestra salvación? —le pregunta a su compañero.

—Eso nadie lo sabe —le dice su compañero —. Ya ve lo de las ratas. Funcionaba, eso sí, en ratas, pero en humanos no. Ahora esto, es cosa de suerte creo yo.

—Será algo que sabremos en breve, cuando sea nuestro turno —le dice él a su compañero.

—Espero que funcione. De lo contrario voy a tener que usar otra libreta, la mía ya se está llenando. Imagine usted, usar dos libretas para recordar lo que hablamos hace un par de días; capaz que me equivoco de libreta y lo olvido a usted y a todas las cosas, o peor, ¡quizás se me olvide que tengo más libretas! —le dice su compañero, riendo.

—Me olvidé de comentarte algo —interrumpe el paciente, entre risas.

—¿Que se le ha olvidado decirme algo? Vaya, eso aquí ya no es ninguna sorpresa la verdad —responde, burlón.

El paciente tenía su vista en una de sus páginas, del día en que habló con la doctora y le dio los libros de los peces.

—Mi doctora ha organizado una visita al acuario —le dice el paciente a su compañero.

—¡Al acuario! —exclama su compañero —. Eso sí que es una buena noticia. ¿Quién irá? ¿Usted solo?

—Eso no lo había pensado. Imagino que los pacientes que están inconscientes, por claras razones, no podrán trasladarse —le responde.

—Quiero imaginar también. Será cosa de esperar a que llegue el día y ver que ocurre —le dice su compañero.

—Llevaré mi libreta, me gustaría dibujar algunos de las criaturas que hay en ese lugar —le dice el paciente.

—Yo hace mucho que no voy a un acuario. Bueno, decir eso es ambiguo, pero sé lo que es un acuario y lo que alberga. Pero sé que no he ido en mucho tiempo. No sé cuándo fue la última vez. Lo he olvidado —se ríe —. Pero sin duda es uno de esos sitios que me gustaría visitar antes de que mi mente se convierta en un pedazo de carne carbonizado.

—A mi también —le responde el paciente a su compañero —. Yo tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que fui a un acuario.

—Bueno —le dice su compañero —, pues ya podrá escribirlo en la libreta y no olvidarlo ¡Sobre todo los dibujos!

De entre todas las criaturas que hay nadando en las enormes peceras del acuario, los tiburones gato son lo que más le han llamado la atención. Nadan tranquilos, mientras su cuerpo oscila y la luz que atravesaba la densidad del agua es reflejada en sus escamas y se deforma con un resplandor similar al metal. Los tiburones gato se dividen en varios grupos. Unos de ellos se dedican a nadar por lo largo de la pecera y otros se encuentran descansando en el suelo junto a otras pequeñas criaturas que flotan junto a las partículas de arena marina. El gran vidrio permite a todos los visitantes observar a las criaturas con el mayor de los detalles. Es como estar en el mar y al mismo tiempo no estar.

La visita ha durado varias horas y junto a él están la doctora, acompañada de varias enfermeras, un pequeño grupo de pacientes cuyas mentes no se habían vuelto una tabla en blanco y sus familiares. La visita ha sido algo así como un día de convivencia, idea para despejar la mente y meterse en otros ambientes.

Mientras tanto, él escribe todo lo que puede, mientras el guía le indica las características y particularidades de cada especie marina.

Conoce al ajolote y su manía por comerse a sus hijos. También ve algunas anémonas de mar encerradas en una pequeña vitrina con agua salina; su forma es de pólipo y recuerda a un pasto multicolor y se sorprende que esa criatura en apariencia tan sencilla posea un fuerte veneno. En otra sala hay una pareja de morenas, enormes, mostrando sus afilados dientes mientras descansan en un improvisado ambiente con rocas y algas que recuerda a su hábitat en las profundidades de los arrecifes. Ve también unos pequeños peces cebra que brillan gracias a una modificación genética que las hace resplandecer como focos. Otras de las criaturas que ha conocido en el recorrido es un grupo de esponjas marinas. Inmóviles, coloridas, algunas de formas ameboides y otras parecidas a los tubos de un órgano musical. Hasta ese momento él había asumido que aquello era una planta o simplemente un mineral, pero su sorpresa es grande cuando el guía les explica a todos que las esponjas son animales como él y como los peces.

—Son de los animales más antiguos de todo el mundo —dice el guía.

En ese momento el paciente se acerca a la doctora y susurrando le pregunta:

—¿Las esponjas también sueñan?

—Creo que no —le responde —Dudo mucho que sueñen. No poseen cerebro ni nervios; nada de sistema nervioso.

Entonces el paciente, dominado bajo un transe, se ve a sí mismo sobre el reflejo de la pecera donde se están las esponjas. Se siente como ellas, sin poder soñar. Por un momento la idea de ser una esponja le parece extraña y hasta cierto punto aterradora.

—¿Tienen órganos, como nosotros? —le vouelve a preguntar —. ¿Pueden trasplantar sus órganos?

El guía se acerca al paciente y la doctora, ya que escuchó la pregunta y le ha parecido intrigante.

—Interesante —dice el guía —realmente interesante. Aunque son animales, las esponjas no tienen tejidos ni órganos. Pero hay algo en ellas que recuerda mucho al trasplante de órganos.

El paciente escucha y anota; a veces la sensación de irrealidad se hace presente y lo hace perder el hilo de las cosas que dice el guía. Los objetos alrededor suyo se difuminan y los sonidos se convierten en ruidos distorsionados. Sin embargo, como si de una especie de oleaje, las malas aguas paran y al terminar ese trance, mira su cuaderno y se da cuenta de que ha anotado algunas ideas:

SI SE JUNTAN DOS ESPONJAS DIFERENTES, SE MATAN ENTRE SÍ. PASA LO MISMO CON EL RECHAZO DE LOS ÓRGANOS.

El paciente lee en voz alta esas palabras. El guía nuevamente escucha lo que dice.

—¡Sí, así es! —dice —. Por eso se piensa que el sistema inmune y las esponjas en realidad tienen mucho en común. ¿No es curioso?

—Aquí escribí que…se aniquilan entre sí cuando son diferentes…¿no? —pregunta el paciente, tartamudeando.

—Como todo un cataclismo —le responde el guía.

El paciente se queda callado. La doctora nota esto y tras preguntarle qué le pasa él le dice que tiene miedo que le suceda algo similar a cuando dos esponjas diferentes se juntan..

—¿Eso? —pregunta la doctora

—¡Sí! ¡Justo eso! ¡Cómo las esponjas! ¡Si mi cerebro rechaza el onirobionte entre los dos se destruirán! —le confiesa, sollozando.

La doctora trata de calmarlo.

El ya no recuerda los siguientes minutos ni lo que le dice. No lo anota y por lo tanto le es imposible saber la sucesión de hechos.

Lo que recuerda es que después de eso está sentado en la última parada, frente al gran tanque de los tiburones gato.

Su mirada está fija ante estos animales.

El tiempo ahí es como si no existiese.

Mirar a los grandes peces recorrer el agua, en silencio, se convierte por un momento en toda la existencia.

Ve a través del cristal y sobre este también puede verse reflejado.

Él piensa en el cuerpo de esos animales, tratando de imaginar cómo sería ver a través de sus ojos, respirar por sus branquias y sentir la temperatura del agua rodeando todo su cuerpo.

También se pregunta si los tiburones gato de hasta abajo, los que descansan, no estarán soñando.

¿Sería de estos peces donde sacarían el próximo onirobionte?

La doctora, a unos metros, vigila a los pacientes en conjunto con las enfermeras. El murmullo de los familiares al hablar le parece un ruido blanco y por momentos ella se siente tranquila; no ha ocurrido ningún incidente del cual preocuparte.

Mientras tanto, ella mira al paciente. Ve cómo él se acerca al cristal del enorme tanque para tocarlo y ver desde todas las perspectivas a los tiburones gato.

Ella se acerca a la libreta de él, en uno de los asientos y puede ver, al estar abierta, algunos de los dibujos de los peces que ha hecho. Hay unos que se parecen mucho a lo que está viendo.

Tiburones gato por toda la hoja y él entre ellos, nadando.

De alguna forma ocurría eso.

Él a escasos centímetros del agua, solo por la división de un enorme cristal, y del otro lado un hábitat donde los sueños todavía existen.

A primera hora el paciente es llevado de nuevo a la sala de operaciones.

La anestesia entra en su cuerpo, la máscara de respiración se posa sobre su boca y nariz, la luz del quirófano aluza su cara y ojos; lo observan las máscaras y los lentes de los neurocirujanos; los guantes sostienen los bisturís, el taladro emite su maquinal sonido y su broca gira veloz en dirección a su cabeza.

Él no puede verlo, pero del otro lado de la habitación, contenido en un tanque con un líquido espeso y viscoso, se encuentra el onirobionte. Los médicos trasladan con cuidado el tanque y su intenso resplandor celeste cuyo núcleo es una criatura, o más bien, una entidad informe suspendida en el líquido. Quien la viera podría pensar que aquello se trata de un manto de energía o quizás el aliento de una nebulosa contenido en la pecera.

Mientras tanto, en el quirófano la vista del paciente se apaga y sus oídos se van quedando sordos.

Deja de sentir su cuerpo y se percibe suspendido en ninguna parte.

Luego una oscuridad silenciosa surge sigilosa hasta engullirlo.

Tras la penumbra surge un tímido punto de luz que va expandiéndose poco a poco hasta inundarlo todo de claridad.

Reconoce que esa luz no es la del quirófano.

Siente que algo lo envuelve y que flota.

¿Sobre qué flota?

Mira hacia arriba y distingue la luz del sol deformada por el cristal del agua y las olas.

Hay un profundo azul, una atmósfera completamente líquida y densa, el atronador ruido de las corrientes oceánicas entrechocando unas tras otras y arrastrando su cuerpo junto a la marea.

Ve pasar a los cardúmenes de peces plateados nadando frente a él y las algas balanceándose tranquilamente en todas direcciones.

Está en el océano y su vista es la de un pez.

Por primera vez, después de tanto tiempo con aquella enfermedad, ha vuelto a soñar.


a Mario Bellatin


Víctor Parra Avellaneda nació en Tepic, Nayarit, México, en 1998. Biólogo y escritor especializado en ciencia ficción y fantasía. Fue becario del PECDA Nayarit 2018-2019 en la categoría de cuento. Primer lugar en el Concurso de Cuento Amado Nervo (2020) y Mención Honorífica del concurso Páramo de Sueños (2020). Ha publicado sus relatos en revistas de alcance internacional como Axxón, Sci:fdI (UCM), Espejo Humeante, Penumbria, Marabunta, La Colmena (UAEM), Alcantarilla, Neotraba, Letras Insomnes, La Sirena Varada, El Narratorio, Página Salmón, Zur, Spelk (Estados Unidos), The Temz Review (Canadá), entre otras. Autor del libro de cuentos de ficción especulativa Más allá del horizonte (Ediciones del Olvido, 2022). Fue fundador y coeditor de la revista de literatura de ficción especulativa “Primero Sueño” (2020 a 2023), incluida, en 2021, en la Lista de Recomendaciones “Imaginación y Futuro” otorgado por Mexicona: convención online sobre literatura especulativa, fantástica, de ciencia ficción, fantasía y horror. Miembro de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena (ALCIFF), de la International Association of Science Fiction and Fantasy Authors (IASFA) y del Gran Colisionador de Textos Especulativos. Sus intereses son la virología, epidemiología, evolución especulativa y la ficción climática, temas que suele incorporar en sus historias, ambientadas en el occidente de México.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: POR ERROR (nº 295).