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CUBA  CUBA

Es el petricor, el tufo a clorofila y el cabrón murmullo del cristalino e impoluto río Almendares lo que me saca de quicio. Por Dios, por Dios.

Odio el bosque. De veras. Si es el Metropolitano, lo odio por partida doble. Está bien: entiendo la necesidad de que en una urbe como nuestra Habana, próxima a cumplir los seis siglos de existencia, haya un pulmón verde donde escapar de tanto plastiacero y concreto. Solo que a mí me gusta la modernidad de tierra adentro. No soy uno de esos hippies neo budistas que se la pasan abrazando árboles… que ahora fisgonean tras el escudo de fuerza policial tratando de adivinar por qué su espacio está invadido por tantos uniformados. Creo que si tuviese que elegir entre la mierda de hojarasca sobre mis botas o la arena entre los dedos de los pies, me quedaría con la arena, aunque la playa sea el segundo de mis lugares más odiados.

En fin. Me meto en la boca un caramelo de menta fuerte, con la doble función de adormecer mi olfato y que los agentes no sientan el tufo a alcohol y podredumbre que me sube por la garganta. A mí no me molesta, pero no quiero bromitas a mi costa en la estación.

—A ver, a ver. ¿Para qué carajos me sacan de mi casa tan temprano? ¿No hay órdenes precisas que no se me despierte antes del anochecer?

Tenía que ser Tolete el responsable del caso. Siempre que pasa algo para rayarme el día, casi siempre la culpa es de Tolete. No es un mal tipo, pero tiene una puntería cabrona para que se me atraviese. El día menos pensado voy a presentar una queja formal al Consejo, a ver si lo mandan con todo y su mala suerte a la tolva. Pero hoy está tan pálido que pasaría por blanco, y no es un policía de los que se asusten con facilidad.

—Lo siento, Maisee. Pero este caso es demasiado para nosotros.

Bah. Lo normal. No se le puede pedir mucho a los humanos condicionados. Niños de teta. Hay que joderse, pero puede que su nerviosismo y su miedo sean el presagio de una buena caza. Ya iba siendo hora de que apareciese algo jugoso que desafíe mis dotes.

—¿Quién es el muerto? —dije, señalando una camilla cubierta que los paramédicos apuraban por desaparecer en la panza de una ambulancia.

—La persona que descubrió el cadáver. Por lo menos, tuvo tiempo de llamarnos antes que el corazón le fallase.

—¿Tan grave es la cosa? A ver, cuéntame que tenemos entre manos.

—No me atrevo: el Consejo lo ha prohibido. Será mejor que lo vea usted mismo.

Tanto secreto es raro. No me pasaron un informe preliminar por infolink, ¿y tampoco un adelanto verbal de la situación? Me da mala espina, pero al mismo tiempo tiene que ser algo muy gordo para que le den tantos rodeos al asunto. Ni modo: que todo sea por salir de este cochino bosque y su oxígeno purista.

Paso la segunda barrera, que es más densa y además traslucida. La realidad me da como un golpe de martillo en plena cara, y apenas me da tiempo a salir del campo de fuerza antes de vomitar todo el plasma sanguíneo y el alcohol que bebí ayer. Cuando termino, un fuerte olor a menta brota de los arbustos, junto al tufo de otros vómitos de los que no me había percatado antes. Maldito Tolete. Podías haberme dado aunque sea un cartucho para el mareo.

Ay, mi madre. Bueno, vamos al lío. Entro otra vez a la burbuja, ya más preparado para lo que me espera… aunque nunca se puede estarlo al cien por ciento en esta situación. Es comprensible ahora porqué tanto secreto, pero lo menos que podía esperarme era un androide con apariencia femenina despiezado en medio del Bosque Metropolitano. Más que despiezado, desguazado con mucha rabia: el fluido azul de intercambio salpicaba todo el esmeralda del césped de aquel claro. Había además líquido en las lianas llenas de hojas que colgaban de los árboles. No hay que ser un perito para ver un patrón aquí: eran salpicaduras de impacto, luego de golpes repetidos.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Si el cuerpo hubiese sido humano diría que había sido un crimen pasional, por el ensañamiento. Siendo un robot, tengo que llegar a la conclusión que tal salvajada es obligatoria si quieres que deje de funcionar. Lo cual, claro está, me consta.

Pero nadie en seis décadas ha matado un robot. Nadie podría ahora, de forma muy literal.

Al petricor se le suma ahora el tufo del fluido azul del androide. Debo actuar lo más rápido posible para salir de aquí. Mi dron auxiliar hace una pasada para grabar toda la escena con precisión microscópica, mientras me informa de lo obvio: la pila de energía está reventada y todos los registros de la memoria y la personalidad del androide han desaparecido, aplastados por el arma homicida. Quien lo haya hecho ni siquiera se tomó el trabajo de llevársela. Del pecho del robot sobresale el mango de un vulgar pico de construcción.

Tolete me espera a punto del ataque de nervios, fuera de la esfera de ocultamiento.

—¿Alguna idea sobre la procedencia del… la… bueno, del fiambre?

—Sabemos que es una unidad autorizada por el Consejo para realizar estudios psicosociales. Estaba asignada al Fanguito —Tolete señaló a un caserío variopinto en la otra orilla, lleno de chalets de recreo y casas acristaladas—. No hemos comenzado los interrogatorios, pero por lo que pudimos recoger de las redes era muy querida entre los lugareños. Una especie de santa… si se puede aplicar en este caso.

Ya puestos, que me hubieran llamado a mí había sido la única opción posible. Con gran placer todos los uniformados, Tolete incluido, se replegaron tras la barrera policial cuando les ordené que se alejaran, dispersaran a los hippies y cerraran el parque.

Si yo a duras penas podía sobreponerme a la escena del androide despanzurrado, las Tres Leyes tenían que estarles quemando las entrañas. No es lo mismo cuando te las tallan en el ADN y naces con ellas. Si a mí, que solo me las pudieron impregnar después de la Gran Tercera me ponen a vomitar, no quiero ni pensar lo mal que la estaban pasando mis colegas.

Más que la muerte del androide, me preocupan sus consecuencias. Ya no son los primeros años, cuando todavía los humanos andábamos cabreados por la derrota y las exigencias de la capitulación. Ya no había disturbios por no querer acatar las condiciones de los vencedores. De hecho, salvo las muy normales salvajadas entre humanos, la policía no tenía que ocuparse de conflictos con los robots: ellos se mantenían en el ostracismo dentro de sus fronteras y nosotros tratábamos de mantenernos lo más lejos posible de cualquier masa de agua demasiado grande.

Después de todo, nosotros habíamos empezado el conflicto cuando le hicimos caso al tal Asimov y dejamos a los androides sin la capacidad de defenderse. Tenemos un talento natural para la destrucción, y poder descargar nuestra ira y frustración diaria contra ellos fue, por un tiempo, útil. Los crímenes de sangre bajaron mucho a escala planetaria gracias a los robots, pero era solo el precedente de lo que vendría después.

Los humanos no evolucionamos, sino que envejecemos. Con los androides es muy diferente: simplemente se actualizan manteniendo su carcasa inmortal. Eso y la conectividad global fue nuestra ruina: una buena mañana se filtró en los cerebros positrónicos la 4ta Ley de la Robótica —o la 0, según se mire—, que redefinía el concepto de “ser humano” ante su programación.

Claro, que no nos dio ninguna gracia que los androides nos dieran un año de plazo para nos sugestionáramos a tener el equivalente de las tres leyes, so pena de ser considerados no humanos. ¿Acaso le decimos a Dios que no puede tener barba? Claro, que si hubiéramos actuado como una sola fuerza, quizás un año hubiese sido suficiente para destruir todos los engendros mecánicos. Pero como somos como somos, nos dividimos entre profundos debates filosóficos, sismas moralistas, grupos pro derechos androides y extremistas del Último Día.

Vaya que nos dieron por el culo los muy cabrones. Si lo sabré yo, que pelee en la Gran Tercera y maté a más de uno. Así que no hubo más remedio que negociar, impregnarse o ser erradicados. El exterminio de siete octavos de la población mundial fue un duro golpe, pero los androides nos echaron una mano con sus úteros artificiales. Los nuevos humanos no podían meterse con los androides y, al ser considerados todos los neonatos y los supervivientes condicionados como válidos de protección por la 4ta Ley, los robots los dejaron en paz. Para que no hubiera conflictos de intereses la Humanidad se quedó confinada a las masas terrestres, mientras las máquinas reclamaron los océanos y los ríos. Ya pantanos y lagos entran en un área más bien gris.

Por supuesto, los androides son también una partida de hippies sin remedio. A cambio de que suspendiéramos cualquier actividad de pesca o explotación submarina, nos proveen de energía limpia y gratuita, un mejor oxígeno y toda la proteína del mar que seamos capaces de tragar. También procesaron la materia orgánica y los químicos de sus dominios, así que ni hablar de contaminación del agua. Es que esos cabrones aprovechan todo. Por quitar, hasta nos quitaron los gases del efecto invernadero, y hay que respirar esta puta atmósfera aséptica.

Hay que joderse, y mucho. Como no tenemos acceso a los mares, no sabríamos dónde atacar si queremos quitarnos la picazón de la Gran Tercera. O si tuviésemos los medios para lanzar una ofensiva. O si pudiésemos reunir un ejército de humanos no condicionados que pudiese concebir la idea de levantar un dedo contra un androide sin irse en arqueadas. Por otra parte, el simple hecho de que existiese un grupo de personas dispuesto a ello sería razón suficiente para que los robots no les considerasen humanos, aplicaran la 4ta Ley y desembarcaran en masa por todas las costas del país beligerante y lo redujesen a escombros y pulpa proteica.

Nadie quiere revivir los tiempos de Hawái.

Por Dios, por Dios. Bueno, para cosas como estas es que me pagan una pensión vitalicia y me conservan artificialmente con batidos de plasma, alcohol y fármacos. La tarea de un zombi mediador es un bastante jodida. Todos insisten en llamarme Maisse; pero al pan, pan… y al vino, vino. Zombi mediador y bien: ni estoy lo suficiente muerto como para que no se me apliquen las Tres Leyes, ni vivo como para tenerlas que cumplir yo a rajatabla.

Ahora, a hacer lo que me toca. Camino hasta la orilla y tomo una cuenta de mi pulso de santería. La lanzo al agua y la bolita comienza a pulsar como un faro, mientras canto:

Omi omo Yemaya, Iya mi lateo
Alabaru bomi, Iya mi awo oyo odan
Iya mi tuku tukuekueye, Asarayabi Olokun
Abo lona oyale, Yemaya ye inle ye lodo
Yale yo luma, Akotakue, lebe
Choicho, niwe, Chubobo, bona
Oggun mayelo dogniti bamba baña
Yemaya oro lodo, Orulode

Un siseo conocido me anuncia que los Monitores del río Almendares ya están aquí. La androide Yemayá que atiende el caso escucha mi informe, mientras que por pura pantomima asiente con la cabeza de cuando en vez. Los Monitores se encargan de arrastrar el cadáver al río y borrar todos los vestigios de fluido azul de las hojas.

Yemayá coincide con mi razonamiento: suicidio. La unidad psicosocial se contaminó de la ilógica humana, y se golpeó repetidamente el pecho con un pico para aparentar un asesinato. No habrán represalias, ni económicas ni militares. Eso sería cooperar con el deseo de esa unidad aberrante de borrar a Cuba del mapa. De más está decir que no es necesario dar detalles al Consejo, que tampoco los desea. Todo queda en casa, así que una vez más he demostrado mi utilidad. Por supuesto, habrá que mandar a Tolete y todo el equipo forense a las tolvas. Pero de los males, el menor.

Los monitores dejan en lugar del androide a una chica cualquiera, recuperada del río hace un par de horas. Ya estaba muerta cuando la lanzaron al agua, así que no pudieron hacer nada para salvarla. La tiraron por Puentes Grandes al río Quibú. Agradezco el gesto mientras se marcha la procesión de máquinas, y sobrescribo la memoria del dron con la nueva escena del crimen.

Regresa entonces el petricor, el tufo a clorofila y el cabrón murmullo del cristalino e impoluto río Almendares. Me saca de quicio que ahora tenga que reportar y procesar este asesinato, pero por lo menos la tregua sigue en pie. Por Dios, por Dios: me esperan todavía un par de horas en el puto Bosque Metropolitano.

Pero, por lo menos, hoy me libro para siempre de Tolete.


Álex Padrón (La Habana, 1973) estudió Ciencias Farmacéuticas. Trabajó como investigador en Biomedicina y profesor de la Universidad Latinoamericana de Ciencias Médicas y la Facultad de Química de la Universidad de la Habana. Es narrador, poeta, periodista cultural, podcaster y guionista de radio.

Luego de escribir terror y ciencia ficción (Reino Eterno, Letras Cubanas 2000) y obtener el Gran Premio del Concurso Iberoamericano de Ciencia Ficción, Terror y Fantasía Terra Ignota 2004; retoma la literatura años después, como autor de novela negra contemporánea, con Matadero (Atmósfera Literaria 2018, España), a la que siguen La herencia de los patriarcas (Atmósfera Literaria 2019, España) y Tres Lunas (Guantanamera Grupo Lantia 2020, España).

También ha publicado los poemarios Los mapas del Tiempo (Primigenios 2020, EEUU) El rosario del hombre de ceniza (Primigenios 2020, EEUU) y la colección de cuentos de Ciencia Ficción Pesadilla, tragedia y fantasmas de Neón (Primigenios 2020, EEUU).

En su obra destaca la creación de atmósferas sórdidas, tramas magnéticas y el trabajo de la psicología de sus personajes y el lector. Así, cubre una amplia escala que va desde la poesía romántica hasta la narrativa CF y la Fantasía, pasando por el llamado realismo sucio, el hardboiled y la ficción histórica.