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ARGENTINA

Martes

 

Dormí mal. Sobresaltado. No tanto por las esporádicas detonaciones —a las que ya me acostumbré—, como por los rebotes. El sonido de las primeras no deja de ser siempre igual. Y es esa perseverancia la que no molesta. En cambio, los rebotes son imprevisibles… Hace un rato, por ejemplo, el del catorce hache disparó una ráfaga contra la pared lateral de la unidad cuarenta-frente-bis. Los rebotes fueron y vinieron de aquí para allá, iguales a enjambres de abejas locas estrellándose contra pianolas desafinadas. Saltó en pedazos el ventanuco del baño. Jamás lo reforcé. Lógicamente supuse —aunque en nuestra situación la lógica no cuenta— que por ahí ninguna mira podía tener acceso. Sin embargo, los rebotes son ajenos a la intención o a la ubicación de quien dispara. Y a propósito: si pudiera encuadrar al del catorce hache, lo aniquilaría sin miramientos. Pero lamentablemente está fuera de mi campo de acción. Algo más arriba y en mi misma línea de tiro. Lo imagino desquiciado… Presa de accesos de furia repentinos e inexplicables.

 

 

Miércoles

 

Me sé distinto al del catorce hache. Más metódico. Más reflexivo. Quizá más resignado. Y lo que hago —lo que estoy condenado a hacer— lo hago sin ninguna clase de afán competitivo. Quiero decir que lo hago a manera de juego, de distracción. Sigiloso, camuflado, me acerco cada tanto a la ventana. Busco paciente a través del visor una presa, esto es, un punto preciso donde imagino que el blindaje pueda ser más vulnerable. Y presiono el percutor. Una vez. A lo sumo dos. Nada más. Me molestan los ruidos. No tanto las detonaciones (que son unas a otras idénticas, breves), como los rebotes… Pero esto ya lo expliqué antes…

 

 

Miércoles (al mediodía)

 

El zumbido de las turbinas persiste inmóvil afuera, más o menos por encima de mi ventana. Abajo, en los patios sombríos, los proyectiles perforantes anidan y muerden inclementes. Se oyen alaridos. Imagino el terror, las bocas abiertas, los cuerpos contorsionados, lacerados, rígidos… Siempre hay algún desesperado. Algún sin lugar. Desarmado. Insignificante. Pero los observadores no conocen la piedad. Quizá sea esa su función: recordarnos diariamente que la piedad carece de significado aquí.

Pienso todo esto casi sin pestañear, inmóvil, agazapado en el rincón más alejado de mi unidad.

 

 

Jueves

 

Ayer por la tarde enfoqué una ventana alargada de la unidad treinta y cuatro-izquierda-bis-sub-diez, aproximadamente en el nivel veinte o veintidós. Parecía intacta y, aunque se encontraba bastante al soslayo de mi radio de acción, disparé igual. Detonación, zumbido y chasquido se sucedieron urgentes, casi indiferenciables, hasta amalgamarse en un mismo sonido. Luego, un silencio imperceptible de tan breve, antes de que una llamarada rojiceleste se vomitara efímera hacia fuera. Y al instante un estampido sofocado por la distancia. Confieso que me sorprendí. Una garrafa, seguramente. Intenté oír más. Gritos, tal vez. Pero no pude. Cebado, ávido, desatinado, el loco del catorce hache empezó a granizar en todas direcciones y ya no paró.

Si pudiera hallar el punto justo de rebote en alguna de las mamparas metálicas de enfrente… Lograr que el proyectil vaya y vuelva, desviado levemente hacia arriba, hacia su ventana, hacia el centro de su rostro, hacia el preciso punto situado a mitad de camino entre sus ojos… Si pudiera… Si pudiera… Hacer estallar en mil pedazos ese cráneo, esa cara que nunca he visto, pero que una y otra vez insisto en imaginar y odio…

Un rebote. Tan sólo uno. Limpio, perfecto, geométrico. Uno… Improbable, me dirán… Improbable, sí, pero no imposible.

 

 

Jueves (por la tarde)

 

Soñé que finalmente anulaba al del catorce hache. Yo estaba solo… absolutamente solo en una terraza amplia y vacía. Presentía un cielo ilimitado y gris sobre mi cabeza. Casi sin viento. Casi sin aves. Pero esas cosas eran secundarias para mí entonces, que no miraba sino un punto preciso a través del visor. Ahí, bajo los techos cuadriculados, en línea recta, esa ventana… Esa… Desprolijamente cuajada de placas blindadas sólo estorbadas por unos pocos orificios. De uno de ellos sobresalía un cañón nervioso. Disparaba, cada tanto, ráfagas sin táctica ni orden. Abajo, en los tubos de aire y luz, los rebotes eran infernales. Impacto tras impacto hacían saltar fragmentos de mampostería y encendían fugaces chispazos cuando pegaban sobre barandales o rozaban los blindajes. Sin embargo, a mí nada parecía alterarme. Ni siquiera los rebotes. Sólo fijaba el punto de la mira en aquella ventana, más precisamente en una de las pequeñas aberturas ubicada susceptiblemente arriba del inquieto cañón que, presa de torpes espasmos ígneos, no cesaba de escupir y toser. Sabía que en mi dedo estaba el poder de acabar, de una vez por todas, con ese maniático insufrible. Dilataba el momento. Saboreaba cada uno de esos instantes de espera. Por fin disparé. Distante. Preciso. Inexorable. Una. Dos. Tres veces.

 

 

Viernes (apenas después del mediodía)

 


Ilustración: Graciela Lorenzo Tillard

Nunca le presté atención a esa ventana. Retraída, jamás blindada, arrasada desde hace años por distraídos perdigones, descarté siempre que daba al interior de una unidad deshabitada. Por lo demás, estas unidades no escasean. Acá y allá se diseminan tanto hacia arriba como hacia abajo. No ofrecen peligro y, por eso, las ignoramos. Hasta hoy. Hasta que apareció ella. Fue poco después de que hiciera su diaria recorrida una de las vetustas naves de exploración y exterminio. Cuando esto ocurre nos apartamos de nuestros puestos junto a las ventanas: los rastreadores son sumamente sensibles y no hay blindaje que resista los proyectiles de los observadores. Cuando el ruido monocorde y pesado de las turbinas comenzó a alejarse irreversible, retorné a mi puesto y la vi: anónima y mujer, enmarcada y desnuda, inexplicable y única. Sola, allí en su ventana. Dueña, con seguridad, de indefinidos haces de miradas convergentes. Dueña, en fin, del silencio. Lenta, estudiadamente, avanzó después de un rato hasta el saliente del balconcito. Salió. Extendió de a poco sus brazos, perpendiculares a sí, como abrazando el aire o todo o a cada uno de nosotros. Y así se quedó, crucificada a la nada. Las detonaciones, aún las más lejanas, habían cesado. Timor panicus, recordé haber leído hace mucho y no sé dónde. Yo la observaba a través de la mira, posada como un dedo invisible apenas arriba del centro de sus pechos. Imaginé al demente del catorce hache, desorientado, tratando de descifrarla. Lo supe indefenso. Al fin entregado. Los ojos cuajados en lágrimas, queriendo no mirar y mirando de todos modos lo que jamás, jamás, poseería. Frente a él, inalcanzable, ella. Toda piel y cabellera y labios y misterio sombrío bajo el vientre. Ella. Todo lo perdido… Todo lo negado… Ella.

Inquebrantable, desolado, cerré los ojos y oprimí el gatillo con delicadeza.

 

 

Guillermo Osvaldo García nació en Banfield, Provincia de Buenos Aires, en 1966. Estudió Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, donde actualmente se desempeña como docente. Ha publicado cuentos y ensayos en diversos medios.

Este es su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con AL ACECHO, de Eduardo L. Poggi; HACIENDA, de Cristian Lintz de Bonín y REBAÑO APESTOSO, de Francisco Enríquez Muñoz.

Axxón 212 – noviembre de 2010

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ficción especulativa : Distopía : Argentina : Argentino).

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