Revista Axxón » «Uno de dragones», Ricardo Castrilli - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 



 

 

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—Uno más, dale…

Yo seguía la rutina de todas las noches y fingía la duda; era parte del juego.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

—No sé, es tarde.

—Dale, ¡uno de dragones!

—Bueno, está bien. Dale.

Volví a sentarme, entrecerrando los ojos en un gesto de forzada concentración que, sabía, era para ella el preanuncio de algo bueno.

Eran tiempos difíciles.

No siempre había sido así. Había habido, una vez, un Reino. Luminoso, sencillo, acogedor. Había un Rey y una Reina, como seguramente estabas esperando. No es algo imprescindible, convengamos; a veces son dos, a veces son uno, otras veces son más: cinco, o siete. Es lo mismo, claro; da igual, no importa la cantidad. …Aunque siempre es un número primo, no sé por qué.

—¿Qué es un número primo, pa?

—Ah, es una clase especial de número, uno que es algo de por sí, algo íntegro que no puede ser dividido en partes enteras iguales. …Salvo por el uno y por sí mismo, pero eso no cuenta; es hacer trampa.

—Creo que no entiendo.

—Bueno, no viene al caso. Sigo.

Un Rey y una Reina. No es algo que tenga demasiada importancia, te decía. Pero esto es un cuento, ¿verdad? …Así que dejémoslo en dos. A veces es divertido jugar respetando algunas formas y dejando que la atención se centre en lo que es de veras importante.

Había habido buenos tiempos; con altibajos, claro, pero buenos, como en muchos reinos. El castillo era grande y estaba vivo; siempre estaba cambiando, siempre en construcción. Ya se sabe: una cosa que está terminada acaba siendo algo estático, aburrido. Allí siempre había algo para hacer. No había lacayos ni criados. En otros reinos vecinos sí los había, pero bueno; allá ellos. Acá, no hacían falta. El Rey y la Reina siempre tenían algo en que ocuparse, y era divertido.

—¿Pero cómo hacían con el castillo, si eran sólo dos?

—Ya te digo, a veces eran siete, a veces treinta y siete. Pero con dos el cuento es más fácil de contar, así que dejémoslo ahí, por ahora. Sigo.

—Bueno.

Habían sido buenos tiempos, decía. Pero entonces, llegó el Dragón.

—¡Dragón!

Sí, uno grande y feo, muy feroz. Hay dragones buenos, hay que decirlo; pero este era de los malos. Llegó volando, esparciendo fuego por todos lados, deshaciendo las torres y los techos con el viento de sus alas. Destruyéndolo todo, no dejando a su paso nada que uno pudiese comer, ningún parque para disfrutar, ningún arroyo sin hervir. Hubo hambre, miedo, gente sufriendo. Reinos enteros reducidos a cenizas.

—¡Ayyy, qué horrible! ¿Y nuestro castillo?

Cenizas, también, aunque no del todo. Las torres caídas, sí, y muchas paredes hechas escombros, derrumbadas. Pero no todas, no te asustes. Nuestros reyes eran supervivientes; eran hábiles artesanos, no lo olvidemos. Se las arreglaron para mantener vivo el núcleo, debajo de los escombros y a salvo del dragón, y mientras se curaban las heridas fueron juntando fuerzas para salir al combate.

—¿Combate? ¿Pelearon con el Dragón?

Sí, pero no era sólo el dragón el que estaba allí para pelear. Esta clase de dragones es mucho más peligroso que el fuego y los huracanes. Esparcen su semilla, además de arrasar todo a su paso. Y esta semilla germina en el interior de alguna gente que ya no tiene fuerzas para resistir la infección y termina convertida en esclavo del Dragón, seres enfermos que se arrastran para terminar la tarea sucia de su Amo.

—¿Zombis?

Sí, algo así. Pero siguen siendo personas, en alguna parte perdida en su interior, y eso hace más difícil la pelea. Uno no puede andar por ahí matando a sus vecinos. Pero bueno, nuestros protagonistas salieron a la lucha, a la luz de las llamas, armados con espadas y lanzas y arcos y flechas, esquivando como podían a los zombis y tratando de no lastimarlos.

—Por suerte los zombis son lentos y estúpidos. Son fáciles de esquivar.

Sí, por suerte. Aunque, a veces, no tanto. Pero bueno, digamos que ellos se concentraron en el Dragón. Y lo encontraron enseguida, no le era sencillo ocultarse; en esa época ya no existían las grandes cavernas que eran su refugio tradicional. La pelea fue terrible; el monstruo no se las hizo fácil. Hubo llamaradas y alientos de fuego, alas con uñas engarfiadas barriéndolo todo, latigazos cargados de furia. La cola, en los dragones, es algo muy de temer, casi tanto como el fuego. Pero a pesar de todo y con mucho esfuerzo finalmente lograron vencerlo. Si hubiesen sido sólo dos, la bestia los hubiese aplastado sin remedio. Por suerte, estaba eso que ya sabemos: a veces eran uno, a veces tres, a veces noventa y siete. Y eso cambió la cosa por completo. El dragón no podía contra eso, así que ganaron.

—¡Bieeen!

Sí, pero la cosa no acababa ahí; lo que venía después les resultó peor que la lucha. Sólo había ruinas por todas partes, y multitudes desorientadas que no acababan de despertar de la pesadilla, gentes hambrientas, ofuscadas. Algunos, para sorpresa de nuestros protagonistas, se enojaban hasta la furia al enterarse de que les habían matado al dragón, y se inventaban uno imaginario para que ocupase su lugar; habían olvidado cómo se vivía sin dragón. Pero bueno, esa es otra historia. Nuestros campeones sí sabían que el monstruo estaba muerto. O, al menos, fuera de circulación por tiempo indeterminado; las cosas, con los dragones, no siempre son como uno las espera; ellos tienen una biología muy particular.

Los efectos del sueño ya comenzaban a hacerse evidentes: rubores, párpados pesados, la manita tibia y relajada. Había que ir cerrando la función.

Fue muy largo el regreso a casa, largo y lleno de amarguras. En el trayecto intentaban reparar lo que veían arruinado, haciendo lo que se podía donde les era posible, pero pese a todos sus esfuerzos no era mucho lo que lograban. Era una tarea desgastante. Los demás lo hacían a su propio ritmo; iban despertando de su sueño de zombis como podían, tratando de reanudar sus vidas allí donde las habían dejado; pero la mayoría terminaba descubriendo que eso ya no era posible. Había que inventarse vidas nuevas, y eso los ponía de muy mal humor.

Cuando nuestros protagonistas decidieron dar por terminada su aventura y llegaron a los restos de su castillo eran de nuevo dos, como al principio, pero no eran ni la sombra de lo que habían sido. Eran dos espectros grises que vagaban por los restos de lo que había sido su hogar, acomodando inútilmente en vitrinas destartaladas los trozos rotos de vajilla, parchando los tapizados con cinta adhesiva, cruzándose, a veces, en salones vacíos de vida y llenos de escombros, sin apenas percibirse.

Primeros parpadeos largos. Tiempo para un final.

Pero un día coincidieron en cruzarse justo frente a una repisa en particular, una que había resistido los temblores de las torres que caían una tras otra y se mantenía todavía en pie con su contenido milagrosamente intacto: una pava vieja, manchada de sarro, y una calabaza pequeña conteniendo un picadillo de hojas secas y palitos, con una vara delgada clavada en el medio y asomando por encima del borde como un poste en miniatura. Al costado había una maceta en la que sólo había tierra muerta, reseca.

Ajá. Un destello de interés. Bien.

Se detuvieron, casi chocando con la repisa y enfrentados. Se estaban mirando a los ojos. Tal vez hubiesen seguido su camino, cada uno por su lado; nunca lo sabremos, porque en ese momento se oyó un ruido, un viejo conocido que hacía mucho tiempo no escuchaban: el familiar siseo de una pava a punto de hervir; comenzaba a echar algo de vapor.

«Se va a pasar», dijo ella en un sobresalto, como volviendo de un sueño.

«¡No, no; la agarramos justo a tiempo! Te alcanzo el mate», dijo él, tomando la calabaza de la repisa. «Mirá, ya está preparado»

Sonrisa de costado, ojitos entrecerrados. Buen indicio.

Ella echó el agua humeante por la boca de la calabaza, sobre la mezcla de hojas. La vara era ahora una bombilla de caña, y le dio un par de sorbos. «Tomá», le dijo. «Está bueno». Él se tomó el resto y se lo devolvió, sin dejar de mirarla a los ojos.

A su alrededor comenzaban a marcarse sutiles diferencias. Un rayo de sol había logrado, por fin, romper el sitio y atravesar los escombros, pasando a través de los cristales rotos de una ventana. En la maceta, ahora, florecía un malbón.

Ya completa, la hermosa sonrisa bajo los párpados rendidos era el Grial de mi cruzada; habíamos logrado posponer el encuentro con Morfeo lo bastante como para arribar al final feliz. En un arranque de osada trasgresión me corrí el barbijo; sólo un poco, apenas lo suficiente como para un tardío beso de las buenas noches.

Nunca se sabe, con los Dragones.


Allá por Axxón 139, cuando le publicamos «Cronoplasma», dijimos que Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires en 1951 y que vive en El Bolsón. Entonces pensamos (eso no lo dijimos) que lo veríamos con frecuencia por aquí. Sucedió.

A nuestro pedido, nos habló de sí mismo en tercera persona, y este es el resultado:

«¿Debo escribirlo en tercera persona?… Sea, entonces. Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires, en 1951. Sus recuerdos de infancia y primera juventud están esparcidos a lo largo y a lo ancho de una amplia franja de territorios inexplorados que se extendía, en aquel lejano entonces, entre Ramos Mejía e Ituzaingó. Era un mundo casi infinito, tal vez porque era bastante sencillo imaginarlo así; el tiempo, sin embargo, se fue encargando de hacer evidente la falacia implícita en esas fantasías. En lugar de madurar como Dios manda, apremiado por horizontes que ya se veían demasiado próximos, en 1981 atinó a emigrar a regiones que se le antojaban más propicias; desde entonces vive oculto en el bosque que cubre las laderas de un cerro, en la Cordillera Patagónica. Gruñe y gesticula detrás de los matorrales cuando algún paseante desprevenido se aventura demasiado cerca de los límites de su retiro. Como el tango no es lo suyo, la única vía catártica hacia el lamento por los paraísos perdidos que le ha quedado es la literaria, y de ahí nace todo esto. Hace lo que puede, que no es mucho; pero hay que destacar que le gusta el proceso, y eso ya es bastante para él. Como muestra de su estilo nostálgico y cavernoso bien puede mencionarse la más reciente de sus obras, un breve opúsculo por encargo que comienza: «¿Debo escribirlo en tercera persona?»

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: CRONOPLASMA (nº 139), PROPIEDAD HORIZONTAL (nº 140), TIEMPO, MALDITA DAGA (nº 145), INICIACIÓN (nº 147), RESPLANDORES (nº 151), MUCHACHA EN PABELLÓN CON FONDO DE VOLCANES (nº 152), EN ALAS DE MARIPOSA (nº 156), ZIP (nº 160), «PARA CREAR EL ARMUZ» EN «FICCIÓN BREVE (27)» (nº 163), AHAU KATUN (nº 170), AZOGUE (nº 300).; en Urbys: PARCELA ESTOCÁSTICA, OKUPA.

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