(Ante todo, mis disculpas por el tiempo en que el blog estuvo sin actualizarse. Lo iremos retomando de a poco. La charla de Ana María Bovo en la Feria del Libro, y algunos pensamientos que me despertó, son una buena excusa para emprender ese regreso.)
En esta tarea, sostuvo que era necesario alejarse del arquetipo. Que había que amar a todos los personajes, aún los más antipáticos (esto se traduce en darles a todos la entidad necesaria, de dotarlos de interés). Contó que cada vez que construye o recrea un personaje convergen en su memoria infinidad de detalles que podrían vestirlo, provenientes de referentes de la vida real, o de personajes de películas. Es en este punto donde asume la tarea de recorte: elegir qué detalles va a incorporar, qué se va a contar de ese personaje, qué material apartará para otros personajes (y no usará en éste), y qué información usará para poder representar internamente al personaje sin contarla a la audiencia.
Si bien éste es uno de los grandes desafíos de las adaptaciones, también se da en la creación “desde cero” de los personajes. Y en los cuentos esto se vuelve incluso más crítico. Elegir dónde poner la tijera para que el personaje quede bien perfilado, y sin embargo (por esta cuestión de que la narración escrita es un hecho secuencial) el relato siga avanzando, es muy difícil. Bovo destacó otra ventaja de este recorte: es allí, en ese faltante, donde el lector se involucra, completando en su cabeza a partir de la propia experiencia. Algo parecido se da en el cine. Tenemos la ilusión de saberlo todo sobre el personaje, pero en realidad sabemos muy poquito, y el resto es aporte propio del lector o de la audiencia. Es un mecanismo atávico: nuestro cerebro no soporta el vacío, necesita llenarlo, y lo hace a partir de la propia experiencia.
Este “faltante” es vital. Pocos lo definieron con tanta precisión como Pedro Mairal en su novela Salvatierra (Emecé, 2008). En la novela, el padre del protagonista pintó en secreto una serie de rollos larguísimos que registraban la vida en su pueblo litoraleño. A la muerte de Salvatierra padre, el hijo intenta recuperar todos esos rollos donde está plasmada su vida. Pero algo lo preocupa.
Encontrar el tramo faltante era algo que necesitaba hacer para que el cuadro no fuera infinito. Si faltaba un rollo, no iba a poder mirarlo todo, conocerlo todo, y seguiría habiendo incógnitas, cosas que Salvatierra quizá había pintado sin que yo lo supiera. Pero si lo encontraba, habría un límite para ese mundo de imágenes. El infinito tendría borde y yo podría encontrar algo que él no hubiera pintado. Algo mío…
El escritor y el narrador, creo, se mueven en la dirección contraria a lo que expresa el párrafo anterior. El hijo de Salvatierra quiere salir de la pintura, y los escritores pretendemos incluir al lector, de alguna manera, en nuestra narración. Queremos que el cuadro (el personaje) sea “infinito”. Claro, ninguno tiene el poder de pintar a un personaje por completo, como si fuera una persona, y eso tampoco es deseable dentro de la literatura, como tampoco lo es en el cine. Se requiere una síntesis, unas pocas pinceladas que marquen el territorio, y el resto será abismo, al que el lector se asomará para verse reflejado.