La asombrosa historia de Enrique y el horror tentacular de Venus

Víctor Conde

Enrique estaba devanándose los sesos buscando la fórmula del alienígena perfecto, la noche en que el platillo volante aterrizó en su jardín.

Las teclas del ordenador golpeaban fuerte y con pulso asincopado. El reloj hacía tiempo que había sobrepasado las doce, pero el bombeo de adrenalina creativa en la cabeza del escritor no había perdido fuerza. Sus dedos se movían sobre la consola con la presteza de una idea inspirada, tachando y escribiendo y volviendo a tachar con cegadora rapidez. Una idea medianamente decente comenzaba a dejarse perfilar entre líneas.

Enrique estaba contento.

Con la vista sostenida en un pensamiento, entrelazó las manos en la nuca. Se rascó un espino que asomaba insolente en la punta de su nariz y apartó de encima del monitor una montaña de fanzines baratos de CF, hechos de páginas fotocopiadas y grapas de color bronce. En la portada del que coronaba la pila, un avispado dibujante había plasmado sin mucho arte el ataque de un marciano con aspecto de ventosa a una mujer terrestre de exuberantes atributos. Hicieron ruido al caer al suelo.

El cursor parpadeaba ávido de palabras y frases en la pantalla. Adosadas con tiras adhesivas a la carcasa del ordenador colgaban varias cuartillas de papel con sinónimos y adjetivos rimbombantes. En diferentes tipos de tinta, podían leerse palabras como pingüe, isolítico o Deuteronomio brillando de perfil con textura de lápiz de mina gruesa, esperando su turno para formar parte de alguna frase de apropiada agudeza.

Un ruido llegó desde la ventana. Era su primer premio como escritor novel de fantasía, gimiendo al balancearse sobre su soporte: un pequeño y desgastado platillo volante, al estilo de los que poblaban las películas fantásticas de los años cincuenta, con antenas de plástico y patas retorcidas. Un escueto alambre lo sujetaba a una peana de madera, donde una inscripción rezaba:

"Felicidades desde lo más profundo de la Galaxia."

Enrique lo contempló con cierta nostalgia. Siempre le había atraído la fama, por efímera que fuese, y el reconocimiento que simbolizaba aquel juguete destartalado, aunque fuera sólo una pequeña gloria dentro de círculos no profesionales, demostraba que alguien estaba interesado en leer sus historias. Lo había ganado por un relato algo estúpido de temática aventurera, que imaginaba les debía haber hecho gracia a los miembros del jurado por el chiste con referencia mitómana que corolaba su último capítulo.

Cuánto había cambiado desde entonces.

Siguió apuntando unas palabras, con la esperanza de acabar un párrafo. El olor del bocadillo de salami con tomate aún flotaba en el aire y en el linde húmedo de su paladar. Un plato lleno de migajas se deslizaba vibrando lentamente hacia el borde de la mesa del despacho, acercándose más al abismo con cada pulsación. Detrás, un póster de un sonriente y despreocupado Arthur C. Clarke (en el que el reborde pixelado de la calva traicionaba su origen, escaneado de alguna tapa de volumen de edición cara), entretenía su prestigio vigilando el ordenador con ojos displicentes. La cargada atmósfera de la habitación se complementaba, además del olor a comida y el rancio perfume del cigarrillo, con el ritmo épico de la melodía de un grupo techno de los ochenta. El escritor movía la cabeza al son del sintetizador y el golpeteo de las frases, mientras trataba de dar caza a un concepto que se escabullía entre los párrafos.

—Sé que estás ahí —susurró, estrujándose la sien—. Tienes que estar ahí...

Hizo una pausa, dejando vagar la vista sobre el difuminado campo arado de líneas. El planteamiento era bueno. La historia (¿es que había alguna tras aquel amasijo de ideas originales?) era simple: Una expedición terráquea sobrevolaba los gélidos desiertos de Plutón y descubría que la razón de la enorme e inexplicable masa del astro, que tantas perturbaciones ocasionaba en la órbita de sus planetas vecinos, respondía a que el planeta no era tal, sino una proto-estrella ultradensa de difícil clasificación. Investigando, los asombrados científicos no cabían en sí de gozo al recibir una respuesta inteligente a sus sondas. Había vida en Plutón: primitiva, preindustrial, incatalogable, pero vida al fin y al cabo. Y con unos maravillosos deseos y posibilidades de comunicarse...

...Y aquí es donde llegaba el problema. Enrique era un amante de la ciencia ficción dura, sin concesiones. Escribía para gente entendida, con una base de conocimientos y una cultura literaria capaz de cazar cualquier referencia. Gente como aquella en la que a él mismo le gustaría convertirse, egregios visionarios sin nada mejor que hacer que leer los cuentos de principiantes a los que todavía les quedaba un largo camino que recorrer para convertir sus intransigentes gustos en normas.

Él jamás incluiría en sus relatos algo que no tuviera visos de realidad, que no sugiriese concordancia. Sus extraterrestres debían ser totalmente creíbles, tener consistencia física y lógica. Jamás dejaría entrar en sus páginas un marciano de esos de la fantaciencia clásica, con sus antenas, sus palpos y sus gemidos chirriantes de horror tentacular, que siempre desaparecían al final del capítulo sin dejar huella de su paso por la Tierra. No sólo porque eso ya no asustaba a nadie, sino porque el propio origen del extraterrestre estaba obsoleto: era de sobra conocido que en Marte no había vida. Al menos, nada mayor que un microbio fosilizado sin ganas de molestar a nadie.

La palabra clave de su futura obra sería "normalidad". Su máxima aspiración, que la gente pudiera leer las más atrevidas fantasías sin dudar por un momento de que lo que él les contaba era posible, normal, dentro de ciertos parámetros.

No; antes de hacer algo así dejaría la escritura. Los tiempos del space opera y los premios desde lo más profundo de la Galaxia habían terminado.

¿Cómo serían los habitantes de Plutón?

Frotándose la cabellera pulcramente despeinada, se levantó de la silla y abandonó la habitación. Tras desahogarse merecidamente en el lavabo fue hasta la cocina y comenzó a prepararse un bocadillo de queso con chorizo. Escribir era un esfuerzo más que puramente mental que siempre le agotaba físicamente, y le hacía consumir comida rápida a toneladas. Recordó, mientras untaba la mantequilla sobre el chorizo, que alguna vez había llegado a subir cinco kilos la aguja de la balanza escribiendo sus novelas. Era un deporte que afectaba a sus músculos, siempre en tensión, y a su cerebro —alerta ante cualquier idea genial vislumbrada en lontananza—, de gran utilidad para sus aspiraciones artísticas

pero de nefastas consecuencias para su línea.

Él había sido siempre muy afeminado (jamás usaría otra palabra para describirlo), pero algo que su parte masculina no parecía dispuesta a compartir con su inclinación genética era la preocupación por el peso. Por ello, y usando una vez más una trivialidad para excusar su falta de voluntad, se metió en la boca el quinto bocadillo de la tarde.

Masas semifluidas de neutrones puros, con formas cambiantes según la orientación del campo magnético. Como brújulas de carne; espejos biológicos de la actividad gravimétrica del planeta.

Su hermana había vuelto a dejar las braguitas de encaje por fuera de la bolsa de la colada. Sofocando un gruñido, las cogió delicadamente con los dedos de los pies y las tiró dentro de la lavadora. Era increíble, pensó, que alguien con diecisiete años, cuatro menos que él, fuese tan descuidada e irresponsable. Aún se beneficiaba del hogar paternal, pero en lugar de colaborar parecía querer manifestar su independencia constantemente, como para remarcar que ella era la rebelde en la familia. Incluso ahora, que disfrutaban de unos días solos, se empeñaba en mantener su estatus de ombligo del mundo bien engrasado.

Generación espontanea. Catabolismo de los prótidos hacia el estado de aminoácidos por degeneración de moléculas con ayuda de la gravedad. Mitosis celular en un baño de electrones. Eso explicaría por qué los plutónidos no pueden sobrevivir fuera de su planeta. No, sobrevivir no; multiplicarse. Orgía simbiótica en un ambiente de esporas degeneradas

Ja. Degeneradas

Le encantaban todos aquellos términos cuasicientíficos. Sus conocimientos sobre electroquímica y biología celular eran aún triviales, pero ya comenzaban a servir oscuramente a sus propósitos. Le hubiera gustado ver la cara que pondría su odiado profesor de química del Instituto si pudiera ver en qué empleaba él todas aquellas fórmulas ininteligibles y las horas empleadas en resolverlas.

El habitual tono apremiante del teléfono lo sacó de sus cábalas. Enrique lo cogió irritado. Sólo había una persona que se atrevería a llamar a esas horas de la noche.

—Dime, Susana —saludó. La voz de una chica de su edad surgió perezosa del auricular.

—Hola, Enrique. ¿Cómo sabías que era yo?

—Intuición cuasifemenina. ¿Qué ocurre? ¿Algún problema con el relato?

—No, tu correo me llegó bien —dijo Susana, reprimiendo un estornudo—. Lo publicaremos en el próximo número.

Enrique ya no le preguntaba si le había gustado o no lo que le mandaba. Una respuesta como editora de la revista electrónica que habitualmente publicaba sus relatos estaba condicionada por la responsabilidad de su puesto.

—¿Has usado ya tu infalible olfato para la convocatoria de premios de este año? Espero que tengáis ya los finalistas.

—Bueno —carraspeó ella—. Precisamente de eso quería hablarte.

Enrique se acomodó en una esquina de la mesa del recibidor donde estaba el teléfono, mordiendo con fuerza el bocadillo para partir limpiamente las lonchas de jamón.

—¿Mnshí?

—Sí. Verás: Jorge prefiere que tú seas uno de los jueces, ya que él este año no quiere presentarse. Me dijo que si tú le sustituías el jurado no perdería calidad, y... ¿qué ocurre?

—Venga ya —dijo Enrique, conteniendo una carcajada. La loncha de jamón se negaba a abandonar el resto del bocadillo, así que tuvo que ayudarla con los dedos—. Jorge es muy listo.

—¿Por qué? No entiendo.

—Venga, Susana. Él quiere que yo le sustituya para evitar competencia dura en el concurso. Sabe que yo siempre he sido mucho mejor escritor y prefiere eliminarme en la primera ronda. Como si no le conociera.

—Enrique, me parece que estás siendo un poco paranoico. —La voz de Susana dejaba traslucir un sarcasmo mal disimulado. El joven sonrió.

—No, dile que no. Que muchas gracias, pero ya he presentado un relato.

A mí no me ha llegado.

—Claro, porque aún no lo he escrito —replicó Enrique con impaciencia, mirando por la ventana. Una extraña sombra de considerable tamaño asomaba por entre los dibujos de la cortina—. Y otra cosa. ¿Te acuerdas de aquel relato con el que gané el premio Platillo?

—¿El de los piratas espaciales?

—Sí. Quiero que lo hagas desaparecer de la página, por favor.

—¿Y eso?

—Hazme caso, anda. Tengo que impedir que la gente lea esos engendros en pro de mi futuro profesional. Las historietas de piratas y rayos

láser se las dejo a Jorge.

—Ya veo —apostilló Susana, comprendiendo—. ¿No crees que te das muchos aires de grandeza, Enrique? Jorge escribe también con bastante solera. A mí me gustan mucho sus historias.

—Jorge no tiene ni idea —espetó Enrique, más despreciativo de lo que hubiera querido. Apartó de soslayo la cortina, observando. Se asombró. Era increíble, pero parecía haber algo bastante grande en el jardín. Cogiendo la base del teléfono, se acercó más a la ventana para apreciar los detalles.

—Ese chico no sabe distinguir una metonimia de una prosopografía. Y desde luego carece del gusto más elemental a la hora de elegir los temas de sus cuentos. Es el clásico ejemplo de autor desconsolado y anacrónico, que no puede olvidar una época o un estilo que ya pertenece al pasado. —Enrique recordó con menosprecio las fábulas de extraterrestres cabezones que tanto gustaban a su competidor. Al contrario que él, Jorge idolatraba las espantosas historietas de los pioneros de la CF de los sesenta, con sus mundos circundados por anillos, palacios arábigos y estridentes colores de neón. De corte clásico, las llamaba el muy atrasado.

—¿Te funciona bien el teléfono? Casi no te oigo. —La voz de la chica llegaba entrecortada, coreada de estática.

—Oye, creo que tengo... un problema. Mejor hablamos luego, ¿vale?

—¿Pero qué le digo? ¿Me vas a enviar una historia o no?

—Espera, espera, de verdad. Luego te llamo —concluyó Enrique, colgando antes de que la protesta de Susana tuviera tiempo de remontar el cable.

Había algo grande estacionado en su jardín.

El muchacho se acercó hasta que su nariz tocó el cristal, un trozo de jamón asomando todavía de entre sus labios. Su ojo se acostumbró enseguida a la tenue luz del alumbrado exterior, permitiéndole apreciar más detalles.

Distinguió lo que parecía una masa metálica de perfil ahusado, demasiado grande o demasiado cercana como para que sus contornos no se escaparan por las esquinas del marco de la ventana. Estaba sostenida por cuatro delgadas patas acabadas en punta y clavadas en la tierra. En el centro simétrico de la estructura, un ensanche oval alteraba el plato por ambos extremos, con dos filas de luces de colores primarios parpadeando en espiral a lo largo de su impoluta superficie grisácea. Semejaba una cúpula ciega, sin ventanas que permitieran a su ocupante vigilar el exterior, con un volumen enorme pero de masa aparentemente despreciable, ya que las patas apenas se hundían unos centímetros en la jardinera sembrada de gardenias.

Un débil zumbido sintético oscilaba en el ambiente subiendo y bajando de intensidad, jugueteando con los tonos. Sonaba como un efecto de distorsión pasado de moda, como rescatado de los entresijos de un arcaico sintetizador pop. El viento que penetraba por la ventana tras haber acariciado la cromada superficie del artefacto llegaba cargado de un regusto a metal y polvo de soldadura aún calientes, dejándole un sabor seco en los labios, como a desierto de rocas carmesíes. No parecía haber soldaduras que mantuvieran en su sitio las placas octogonales que conformaban la superficie del plato, orificios expulsores de gases ni tomas de combustible aparentes.

Era un platillo volante.

Enrique se santiguó lentamente con la mano en que aún sostenía el bocadillo, la vista clavada en el aparato. Tragó sin saborear un pedazo de jamón que le hizo toser. De lejos llegaban los sonidos característicos del barrio; motos atravesando a toda velocidad los cruces, el chirriar de frenos que patinaban, el eco lejano de una melodía alegre procedente de una fiesta... Todo el entorno exhalaba una grata apariencia de normalidad.

Una joven se apoyaba despreocupadamente en la cabina telefónica de la esquina, con pinta de querer seguir hablando durante horas con alguien que la hacía reír. Una nube transparente de insectos revoloteaba alrededor del farol de la entrada del chalet de los Hernández, al otro lado de la acera, encendido desde hacía semanas mientras ellos pasaban las vacaciones fuera. Sí, todo seguía igual que siempre.

Salvo porque había algo sospechosamente parecido a una nave espacial en su jardín.

Enrique arrojó lo que quedaba del bocadillo a la papelera, separándose de la ventana. Tras espiar un buen rato por la mirilla de la puerta (todavía quedaba una posibilidad de que todo fuera una asombrosamente retorcida broma de sus amigos del fanzine), decidió esperar un poco más.

El montaje era condenadamente bueno, de eso no había duda. Quien estuviese detrás estaría disfrutando morbosamente con todos esos minutos de indecisión, esperando el magnífico momento en que él abriría la puerta y saldría a contemplar la nave, tal vez incluso a tocarla reverencialmente, para disparar las cámaras de fotos. Pero, ¿quién demonios se gastaría tanto dinero para sorprenderle a él?

No, debía haber gato encerrado. Sus colegas del fanzine no tenían presupuesto ni talento para hacer algo como aquello. Ni en las convenciones nacionales donde se reunía la élite de la afición montaban nada remotamente parecido. ¿Sus padres, quizás, deseosos de darle una lección para que abandonara de una vez sus inútiles aspiraciones literarias? Nah. Los viejos estaban en Puerto del Carmen, el vecino pueblo pesquero, celebrando su aniversario en un hotel rústico y poniéndose morados a calamares.

Pensó por un momento en telefonear a Susana, pedirle una explicación o tal vez un consejo. Pero, ¿cómo se lo explicaría sin admitir que estaba sorprendido? ¿Qué harían en un momento como este los héroes de sus historias, los que nunca se equivocaban y parecían ver con preclara lucidez la mejor forma de actuar en cualquier situación?

Un sonido le llegó desde el exterior. Como accionado por un resorte, Enrique se precipitó hacia la ventana. Un soplo de viento hizo ondular las cortinas.

Algo pasaba en el aparato.

La cúpula que parecía el centro de su peculiar geometría se estaba abriendo. La cadena de luces que danzaban sobre su superficie se había congelado en una docena de destellos estroboscópicos, mientras unas profundas ranuras aparecían y

se separaban diametralmente de su centro de unión.

La cúpula se abrió desde su cúspide como una flor de metal llena de luz. Enrique estaba anonadado, pero no por la evidente espectacularidad del efecto, sino por su perfección, la elegante fluidez de sus movimientos: la suavidad con la que la base de la flor se desenroscaba ligeramente y elevaba su cuerpo unos centímetros, sin sonido de rozamiento, para que los pétalos de metal pudieran encajar sus aristas debajo; el chorro de luz ambarina de gran pureza que surgía de su interior y por el cual, como remontando un rayo de sol de tecnológica claridad, unos corpúsculos dorados escapaban hacia las nubes como un río vertical de chispas danzantes. La agria vaharada de perfumes incatalogables que irritaban sus sentidos sugiriendo la presencia de máquinas capaces de hacer cosas imposibles.

Aquello no podía ser un montaje.

—Santa María, madre... —balbuceó, al son del pulso que latía con fiereza en sus sienes.

Aunque sabía que era algo irracional, tal vez peligroso, se acercó a la puerta. Tenía que verlo de cerca.

En el exterior, el brillante tajo de la luna iluminaba los árboles de la avenida dándoles un aspecto sombrío y solemne. El semáforo cambió de color y mensaje repitiendo su letanía habitual. Pese a lo increíble de todo, na<>

die más se fijaba en lo que estaba pasando.

Enrique abrió la puerta de su casa y se quedó paralizado en el umbral.

Algo proyectaba sombras desde el interior de la nave, desdibujando la claridad del chorro de luz que surgía de él. Una cosa informe que se movía escalando para salir al exterior.

Notó la aceleración del pulso. Sus pupilas estaban clavadas con reverencia en el borde de aquella esclusa por la que comenzaba a aparecer un contorno vaporoso.

El Ser se irguió sobre sus seis miembros tentaculares como si acabase de nacer a una nueva realidad. Su cuerpo se distendió como una vela al viento de la noche, aspirando con fuerza la presencia de la tierra. Un grupo de cinco ojos arracimados en una protuberancia ósea se giraron hacia el aterrorizado Enrique, al tiempo que dos de los tentáculos se agitaban en un gesto tan inclasificable que daba miedo.

La criatura le miró.

Enrique estaba paralizado. Quería volverse, cerrar puertas y ventanas, llamar al Ejército y a la tele; gritar con todas sus fuerzas para que la confortable y deprimente realidad acudiera a socorrerle con alguna explicación trivial.

Nada sucedió. Tenía frío, pero no era por causa de la baja temperatura. Un ruido de muelle oxidado le llegó desde el postigo de la ventana de su cuarto.

Fuera, el Ser arrastró su forma cambiante hasta posarse en tierra. Esquivó una tiara plagada de gardenias, avanzando hacia la casa con movimientos sinuosos. Su piel era un áspero telar de piedra de alabastro lleno de reflejos, su mirada un grupo de estrellas lejanas reunidas en una constelación que escondía una silueta extraña. Los huesos se remarcaban en su contorno encorvado y desigual a cada contracción, con la que ganaba un metro a la distancia que lo separaba del porche.

Emitía un extraño gorjeo, un espasmo innatural que sonaba como el crujir de las articulaciones de un anciano, y cada movimiento lo hacía más y más agudo.

Con total parsimonia, entró en la casa. La puerta se abrió ante él como dándole la bienvenida, y el camino hasta el salón quedó libre.

Enrique intentó tragar algo de saliva, pero su cuerpo parecía funcionar en una frecuencia aparte. Buscó un ojo sobre el que posar su aterrada expresión, y encontró cinco, todos clavados en él con la misma mezcla de curiosidad y extrañeza. Logró retroceder unos pasos, pero cuando quiso cerrar la puerta, aquella cosa ya había cruzado el umbral. La alfombra creó pliegues cuando el alienígena se arrastró al interior de la casa.

Jadeaba como un perro enfermo, pero parecía tener tiempo para explorar con cierta calma el entorno. Se giró casi cien grados en todas direcciones sin mover los tentáculos que le sostenían, observando los muebles, las lámparas encendidas y las apagadas, los jarrones de porcelana de imitación. Arrastró por ellos su hipotético hocico para saber a qué olía el tipo de vida de los terrícolas. A continuación, una leve contracción de un músculo arrugó sus facciones en dirección a la cocina.

Con absoluta indiferencia, una mosca revoloteó hasta posarse un instante sobre su lomo azabache. Uno de los palpos la espantó sin brusquedad, como hubiera hecho un animal de la Tierra.

Cuando acabó de leer los invisibles mensajes en el aire, el Ser devolvió su atención a su improvisado anfitrión. Enrique retrocedió hasta su cuarto, comprobando con terror que el alienígena procedía a imitarle.

No le estaba siguiendo, en realidad. Su habitación parecía ser el lugar al que el alienígena quería ir desde el principio, dado el interés que de repente demostró en ella. Al entrar, Enrique tropezó con su silla de escribir y tiró al suelo un puñado de revistas, el plato lleno de migajas y los restos del bocadillo. La pantalla del ordenador brillaba tras él, perfilando el contorno del alienígena en destellos azulados. Sobre la piel del visitante se derramaron los párrafos invertidos del relato de Enrique, los trabajados diálogos entre los protagonistas y los asombrados habitantes de Plutón.

Mientras curioseaba, el alienígena dejó de interesarse en Enrique. Éste hacía frente al maremagnum de preguntas y silenciosas sugerencias de acción que pasaban por su abotargado cerebro. Se preguntaba por qué a él, de entre todos los mundos y todos los barrios de clase media de la Galaxia (si es que había más donde elegir), por qué precisamente a él le había tocado recibir la visita del monstruo. ¿Qué había en su habitación, en su vida, que pudiera haberle atraído? ¿Qué era tan importante que le había hecho bajar del cielo para fisgonear entre sus ropas y los intrascendentes cachivaches que se agolpaban bajo su cama?

El alienígena fijó su atención en la pila de fanzines que había sobre el atestado escritorio, inclinándose a poca distancia de las tapas. Pareció sentirse atraído hacia ellos por algún motivo. Ignorando al humano, se colocó frente a la mesa (el joven tuvo que apartarse con cuidado de no rozarle para dejarle espacio), y empezó a examinarlos con atención.

A Enrique, por primera vez, le dio la impresión de que aquel ser era efectivamente un anciano, un organismo muy viejo y gastado, diferente a los que solían diseñar los creativos de las películas de Hollywood. Se preguntó si su piel habría poseído siempre aquella tonalidad oscura y ominosa, surcada de grietas y cuarteada como un óleo antiguo. Vetas de mármol blanco aparecían en los pliegues recubriendo lo que parecían viejas cicatrices o rastros de muda de piel.

Una lengua bífida surgió durante un instante de uno de esos pliegues, bajo el racimo de ojos, lamiéndose una de las vetas en un gesto casual. Enrique se intranquilizó aún más al constatar que, efectivamente, el monstruo tenía boca.

El Ser contempló durante largo rato los dibujos de aquellas revistas baratas, pasando sus páginas con gran delicadeza con uno de sus tentáculos. Las ilustraciones mostraban invasiones alienígenas, monstruos de grandes cerebros que absorbían los sesos de sus víctimas, o bólidos espaciales afilados como cohetes surcando las estrellas.

Le llamó la atención uno concreto, un número bastante antiguo de una revista ya desaparecida cuyo título rezaba: "Leyendas asombrosas". Un fotograma de una famosa serie de televisión mostraba un estirado humano con orejas puntiagudas sonriendo frente a un cuadro de llamativos botones sin ninguna funcionalidad. Al lado, una astronave de diseño imposible viajaba más rápido que la luz dejando una estela de vivos colores.

El Ser se fijó en la expresión de aquel rostro, a la vez pétreo y afable, y sacudió la cabeza. Pasó las páginas con ternura, como temeroso de estropear algún tesoro, leyendo tal vez algún afectado comentario vanguardista, si es que entendía la lengua en que estaban escritos. Se paró casi al final y enroscó la revista con el tentáculo, apartándose de la mesa al tiempo que algo llamaba su atención. Pasó frente al póster de Clarke sin detenerse, tiró el vaso de plástico y el Camel al mover la mesa, y se situó junto a la ventana. Observaba el premio que Enrique había ganado por una historia estúpida. El pequeño platillo de cartón y plástico giraba plácidamente sobre su soporte, gimiendo. Lo tocó, haciendo vibrar el muelle, y aguardó que volviera a su estado de reposo como esperando algo que no llegó a ocurrir. La inscripción de la peana brilló un segundo reflejada en aquellas pupilas translúcidas con bordes iridiscentes. El aire que atravesaba los postigos de la ventana acariciaba su piel con la consistencia de un velo de seda.

Cuando miró a Enrique, un humor acuoso recubría sus pupilas esmaltadas. Le llegó el sonido de un gemido ahogado, que al principio el joven no identificó. Solemnemente, el extraño alzó un palpo y señaló la portada que había seleccionado del fanzine. En ella se ilustraba un planeta invadido, con soldados humanos de aspecto heroico que batallaban contra monstruos de enormes cabezas y varios sexos. El palpo señaló hacia aquellos ingenuos seres cabezones, deteniéndose casi por casualidad en una de las hembras. Entonces Enrique comprendió.

El extraño estaba llorando. Mantenía su constelación licuada de ojos clavados en los suyos, en aquel simple par que había bastado a la raza humana cuando otras criaturas siempre parecieron necesitar más, y formuló una pregunta silenciosa.

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Ilustración: Valeria Uccelli

Enrique sintió que su alma se rompía dejando fluir la pena. El miedo, aunque presente, ya no controlaba sus movimientos. Sin decir una palabra, Enrique movió negativamente la cabeza, despacio, esperando que el Ser le entendiera.

Lo hizo.

Dejando de nuevo el fanzine en la mesa, el anciano extraterrestre se retiró con lentitud, volviendo a salir al exterior. Enrique lo siguió, alarmado. Quería pedirle que no se fuera, que esperase un poco más; que tal vez él pudiera encontrar aún algo de lo que se había perdido, de la inocencia que lo había creado a partir de un sueño. Pero ni siquiera sabía si eso era posible.

Arrastrándose con parsimonia, el alienígena volvió a escalar pesadamente la superficie de su aparato, colocándose de nuevo en el centro de la rosa de metal. Con una última mirada, que a Enrique le sonó más a pregunta que a despedida, volvió a desaparecer en su interior, y la rosa se cerró.

La nave partió en absoluto silencio, hendiendo la noche sin dejar estelas. Enrique permaneció casi una hora más en el jardín, sin apenas moverse y mirando las estrellas, pero éstas estaban ya vacías.

La voz de Susana le llegó adormilada a través del auricular. El propio Enrique hablaba en susurros, por lo que ella tuvo que pedirle varias veces que repitiera la pregunta.

—¿Qué me estás diciendo ahora, Enrique? —decía la editora, sin entender del todo a qué venía aquello—: ¿Que ahora sí quieres que deje tu historia?

—Sí —respondió él, lacónicamente. Con la mano que no sostenía el teléfono acariciaba el pequeño platillo volante de cartón.

—Me estás volviendo loca —suspiró Susana—. Primero repudias tu cuento y ahora quieres que lo mantenga y haga copias. ¿A qué viene este cambio?

—No puedo explicártelo, cariño.

—¿Qué...? ¡Por Dios, habla más alto!

—Mira, quiero que distribuyas el relato por todas las publicaciones de tus amigos. Yo te enviaré otro parecido por e-mail en cuanto tenga perfilada la idea.

No te entiendo. Dijiste que esa clase de temas no te gustaban.

—Lo sé —acotó Enrique, haciendo una pausa—. Pero... he cambiado de opinión. Dile a Jorge que le llamaré un día de estos, ¿vale?

Susana asintió con un parco "a-ha", y Enrique sonrió, imaginándosela sacudiendo la cabeza y dándose cuenta de la hora que marcaba el despertador.

Colgó el teléfono suavemente, cogiendo el trofeo en las manos. El aire que atravesaba la ventana, limpio de sonidos, atestiguaba que en el barrio todo seguía igual. Igual que siempre había estado.

Acarició la pata rota, el alambre frío y cortante, y dejando vagar su mente se quedó dormido.


He aquí el primer cuento que, a velocidad de rayo, pasó del Taller Literario Gratuito de Axxón a las páginas de la revista. Con cantidad de guiños dirigidos al aficionado de la ciencia ficción, este curioso relato resucita los tópicos del género. El humor es un rasgo de inteligencia, por ahora, reservado al género humano. Si el humor implica inteligencia una raza alienígena podrá reírse de nuestros chistes, o leer este cuento y torcer una de sus bocas para sonreír.