Revista Axxón » «Para verlos volar», Juan Manuel Valitutti - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Mienten los que declaran que Narhitorek nunca amó.

Narhitorek, el Sin Sombra, amó con devoción. Era una joven mujer que, como tantas otras, había muerto a manos de Kunho, la de los pérfidos ojos.

Cada noche de luna, la cruel reina de Effirán, convencida de que la sangre de las jóvenes vírgenes le prodigaba la eterna juventud, enviaba a sus esbirros devotos a los pueblos aledaños en busca de los recursos humanos con los cuales concretar sus ritos propiciatorios. Y cada noche de luna, luego de desmembrar salvajemente a sus víctimas, Kunho hincaba los dientes en los lozanos corazones en busca de la ansiada perpetuidad.

No mienten, en cambio, los que aseguran que a Mareth Kal Anhet —reino de la despiadada bruja— llegaban muchos caminantes procedentes de los cuatro vientos del Orbe. La de los pérfidos ojos los recibía con la esperanza de que alguno de ellos, oriundo de tierras remotas, le revelase algún nuevo conocimiento sobre el arte de la longevidad. Los aventureros que penetraban en sus dominios perseguían el infinito caudal de piedras preciosas que, según la leyenda, la mujer atesoraba en las profundidades de su fortaleza. Sin embargo, la promesa de riquezas se desvanecía ante ellos, al tiempo que la sonrisa anhelante de Kunho se trocaba en una mueca de desprecio, tan pronto se constataba la falsedad de los axiomas presentados. La tortura era una de las especialidades de la regidora, de manera que no pocas veces los muros de Mareth Kal Anhet amanecieron con los cuerpos deshechos de los advenedizos.

Un día llegó un embozado que decía ser poseedor de los secretos de la vida eterna.

—Como tantos otros… —bostezó la vil Kunho.

Pero los magos y consejeros del reino le refirieron a la entronizada los portentos admirables que el extraño había realizado para ser admitido en la corte.

—¡Ha levitado, Su Excelencia —dijo uno de los testigos—, y ha volado en torno a las almenas!

—¡Ha convocado demonios que aparecieron burlándose con sus morisquetas, para luego desvanecerse en una niebla henchida de rumores! —aseguraron otros.

E incluso Seff, el eunuco predilecto de la soberana, se había acercado con los ojos abiertos de par en par para acotar:

—¡Y es guapo, Su Excelencia!

Kunho bostezó nuevamente y batió palmas.

La música cesó y los rumores de los cortesanos se apagaron. Los ojos se concentraron en la entrada de la cámara real.

Un hombre oscuro avanzaba por la excelsa nave.

El hombre se acercó hasta el estrado y ensayó una contundente reverencia.

Siguió un silencio opaco y tenso.

Kunho estudió al extranjero y, por último, le hizo una seña a Seff. El eunuco salvó los escalones que lo separaban del trono y se hincó de rodillas para prestar oídos a su Señora:

—¿El recién llegado —indagó Kunho—…habla?

El eunuco pestañeó ante el inesperado interrogante real e, inmediatamente, echó un vistazo por sobre su hombro.

Se adelantó hacia el desconocido con un gesto grandilocuente.

—Su Excelencia está ansiosa, por supuesto. —Miró al hombre que esperaba envuelto en sombras—. ¡Con gusto prestará oídos a lo que tenga que decirle!

El extraño apartó su capa y levantó la vista.

—Su Majestad —empezó—, no la haré perder el tiempo con estúpidos sofismas. Soy un mago que ha hecho un trato con los poderes del Orbe, de manera que puedo obrar portentos impensables para otros. Sin duda, Su Señoría ha oído hablar de las tierras de Akaria, ¿no es así?

Así era, en verdad. En su voraz búsqueda de la vida eterna, Kunho había llegado a ser una instruida lectora. Las estepas akarianas atesoraban una prenda exquisita: la extraña ave llamada Torak, que, según narraba la leyenda, prodigaba la inmortalidad.

Kunho, no obstante, objetó:

—Es imposible acceder a las estepas akarianas, caminante, porque es un espacio que existe en otra dimensión. —La bruja batió palmas—. ¡Apresadle!

Dos corpulentos guardias de cofias empenachadas acudieron prestos al mandato de su Señora. Asieron por los brazos al embozado y se limitaron a esperar órdenes.

Pero pronto los invadió un frío de muerte… Los empenachados se miraron entre sí y miraron con pavor al reo, no como si flanquearan a un hombre, sino a alguna clase de demonio primigenio.

El embozado tenía los ojos clavados en lo alto del estrado regidor.

—Si tan solo Su Majestad me permitiera demostrarle… —se limitó a decir con serenidad.

Los guardias dirigieron la vista suplicante hacia Kunho. El frío que sintieron tan pronto aferraron los brazos del desconocido comenzaba a perlar de blanco sus rojas barbas.

Kunho estudiaba la escena con creciente interés. Buscó los ojos de Seff, el eunuco, y éste le dedicó un gesto inapelable.

—¡Bien! —accedió Kunho—. ¡Libérenlo!

Los guardias obedecieron de buena gana. Se miraron las manos trémulas, y se separaron del extraño convenientemente.

—¡Ahora mírame, caminante! —dijo Kunho—. ¡Te desollaré vivo si te atreves a engañarme, así que haz lo que debas hacer o sufre las consecuencias de tu atrevimiento!

El embozado adelantó la mano abierta. Pronunció una baja letanía y sobre la palma de la mano reverberó una luz. Los testigos cercanos se apartaron espantados, trazando un círculo en torno al extranjero. La luz creció en intensidad hasta que devino en un óvalo suspenso en el aire, largo y ancho como un hombre.

El hechicero separó la vista de su obra y se limitó a esperar la venia real.

Kunho se adelantó:

—¿Qué es? —preguntó.

—Una puerta, Su Majestad —fue la respuesta—. Tan pronto la cruce, usted se hallará en las estepas akarianas.

Kunho miraba el óvalo de destellos punzantes. Con un gesto consultó al silencioso Seff, quien le dio a entender que tomara precauciones.

La reina batió palmas, y una doncella se aproximó.

—Mande, Su Excelencia —pronunció la esclava, con una inclinación de la rapada cabeza.

—Te ordeno que traspongas el umbral —comenzó la bruja coronada—, y me digas qué hay del otro lado.

La joven se incorporó y avanzó hacia el óvalo con decisión. Se detuvo un momento ante la superficie de destellos sublunares. Sólo el embozado, desde la posición que ocupaba, pudo ver la crispación en la mujer cuando adelantó el pie y desapareció en el interior del portal.

No pasó el tiempo en el que se respira, cuando la joven volvió a surgir del óvalo… Estaba exhausta, exhausta y demacrada, y sus prendas aparecían hechas jirones. La joven recorrió la sala con el rostro desencajado, hasta que descubrió en lo alto del trono a la estupefacta Kunho.

Corrió a arrojarse a los pies de su Señora.

—¡Oh, mi reina, oh…!

Kunho miraba con estupor a la jovenzuela que había tenido la osadía de enroscarse en sus piernas.

—¡Seff! —rugió.

El eunuco ayudó a la joven a levantarse. Todo ojos, estaba pálida y delgada, y su pecho se movía al compás de una frenética respiración.

—¡Habla! —ordenó la reina.

—¡Agua! —demandó la joven.

El eunuco trató de acallar a la impía.

—¿Cómo te atreves…?

Pero recibió un golpe tan rotundo en la mandíbula, que dio un giro completo con su cuerpo y se desplomó maltrecho sobre el piso de piedra.

—¡Agua! —insistió la joven, aún con el puño en alto.

Kunho bajó de dos en dos los escalones de su estrado y se arrojó como una pantera sobre la mujer. La tomó del cuello, se lo echó para atrás y le apoyó el frío de una daga bajo la barbilla.

—¡Te he hecho una pregunta! ¡Contesta!

Aflojó la fuerza sobre el cuello y la joven clavó los ojos en la reina.

Refirió una historia… A borbotones, como pudo… Que había estado días en las estepas akarianas. Que había sobrevivido comiendo hierbas y alimañas. Que había sido perseguida por hambrientos animales fabulosos… Kunho escuchaba, y cada tanto espiaba al embozado, que permanecía quieto como un monolito esculpido en la roca.

—¡Basta! —La reina de Effirán le dio la espalda a la joven que se derrumbó como un manojo de harapos—. ¡Seff!

El eunuco se levantó con un gimoteo, sangrando por la nariz.

—¡M-Mi Reina…!

—Reúne a mis capitanes y alcaldes —dijo la bruja, tomando asiento en su trono de granito—. ¡Partiremos a las tierras de Akaria!

La comitiva traspuso el umbral. Cuentan que cuentan que cuando Kunho, la reina de los pérfidos ojos, posó un pie sobre las regiones de Akaria, el veneno de su hiel se propagó tan virulentamente que la naturaleza se vio obligada a contraatacar. Y cuentan también que esta defensa se operó de la forma más impensada…

Los palafreneros de la realeza trajinaron días y noches por las tierras vírgenes, arengados por los perros que les olisqueaban los tobillos. Los mejores cazadores habían sido aprontados en vistas a lo que se dio en llamar «La Gran Expedición». Los ojos de los halcones, libres de las capuchas, cruzaron los cielos inhóspitos una y otra vez. Cuando volvían a posarse sobre los antebrazos armados, susurraban a los oídos las negativas sobre la búsqueda.

Hasta que en una ocasión…

Un soldado apareció ante Kunho y dijo:

—¡Señora, los cazadores se acercan con el ave!

—¿Viva?

—Según lo ha ordenado, Su Excelencia —confirmó el soldado.

Kunho batió palmas y los palafreneros detuvieron su torturado vaivén. El palafrén descendió y la reina, feliz, esperó con ansias.

Un ruidoso grupo de cazadores bajaba por una verde cuesta. No muy lejos, separado del gentío, caminaba el embozado.

Cuando el ruido de los perros estuvo más cerca, y los estandartes con el escudo de Effirán ondearon rojos y negros bajo el sol carmesí, un viejo cazador se avino con paso altanero portando el emplumado botín.

Se arrodilló ante su Señora:

—¡Mi Reina —dijo—, he aquí vuestro tesoro!

Kunho clavó los ojos sibilinos en la jaula de mimbre. Un pájaro de plumas escarlatas con pecho y pico blancos brincaba de un extremo al otro de los barrotes.

«¡La leyenda es cierta!», pensó la Reina, «¡El Torak inmortal!».

Las manos de Kunho, convertidas en garras, se abalanzaron sobre la jaula y la destrozaron hasta cerrarse sobre la bestezuela alada.

Fue un instante que quedaría grabado en la mente de todos los presentes: Kunho, sin detenerse a pensarlo, hincó los dientes sobre el volátil y comenzó a succionar con patente beneplácito. Mientras tanto, el embozado se había acuclillado para tomar algo de la pradera susurrante…


Ilustración: Valeria Uccelli

Kunho levantó la cabeza con un suspiro de placer. El ave prácticamente había explotado en su boca y una sonrisa de lascivia adornaba el rostro ensangrentado de la regidora. Se pasó la lengua por los labios voluptuosos y se acercó al embozado. Le retiró el sombrero y descubrió su rostro parcialmente velado. Le dijo:

—¡Mi Rey! —Se restregó la mano sobre la cara saturada de sangre y la pasó lentamente sobre el rostro del desconocido—. ¡Mi Señor!

—¡Mi Reina! —sonrió el hechicero, y, a continuación, extendió la palma de la mano—. ¡Debemos irnos, Mi Señora!

El punto de luz creció en la mano enguantada del extraño hasta que flotó en el aire en forma de portal.

—¡Después de ti, Alteza!

—¡Seff! —La reina esperó a que el eunuco le pusiera su capa lapislázuli sobre los bronceados hombros—. ¡Abre el camino, mi buen Seff!

El eunuco extrajo una flauta y se puso a tocar alegremente mientras se fundía con la luz del umbral. Lo siguieron el embozado y Kunho, tomados del brazo. Cuando llegó el turno del primero de los capitanes de la comitiva real… ¡el portal dimensional se cerró en sus narices!

La Reina de Effirán parpadeó, anonadada.

—¿Qué significa esto? —dijo.

No había nadie en la sala del reino. Solo Seff con su flauta… Y, sentado en lo alto del trono, el embozado.

—¿Qué haces ahí? —bramó Kunho—. ¡Levántate!

El entronizado alzó la mano y descubrió una flor de panaderos que había recogido en las praderas de Akaria. Sopló sobre ella, y las semillas volaron como traviesos fuegos fatuos.

—A ella le gustaba verlos volar, ¿sabe?

—¿Qué dices? —Kunho revisó las galerías desiertas—. ¿Dónde está mi corte? ¿Qué has hecho con Mareth Kal Anhet?

—Los años transcurrieron mientras permanecimos en Akaria, bruja —dictaminó el embozado—. El fasto de tu reino se ha apagado, y tus ejércitos se han replegado en la bruma de los tiempos.

—¡Soy Kunho la Inmortal! ¿Qué esperas para inclinar la cerviz? ¡Arrodíllate o…!

—Pronto comprenderás, Señora de Effirán, que la inmortalidad es sólo un punto de vista. —El embozado apuntó un dedo hacia Kunho—: ¡Por ahora, limítate a morir!

Kunho… ¡se dobló en dos de dolor!

Seff se apartó de un salto, ahuyentado por el grito desgarrador de la mujer.

Cuando Kunho logró incorporarse, escupía sangre por entre los dientes de colmillos pronunciados, y su rostro semejaba una grotesca máscara de feria.

—¡¡¡Qué me has hecho, patético mortal!!!

El hechicero cruzó plácidamente los dedos sobre el pecho.

—Muchas son las versiones que se tejen en torno a la leyenda del Torak —dijo—: desde que concede la inmortalidad hasta que otorga la más oprobiosa de las muertes… El problema, Señora de Effirán, consiste en saber quién recibe esas historias y mediante qué patrones las interpreta…

Kunho rugió como un ser emergido del averno y, en medio de su eclipse, se lanzó con una embestida feroz sobre el entronizado. Alcanzó a la rastra el primero de los nueve escalones que la separaban del trono de granito. Mientras tanto, el embozado continuaba, impertérrito, con su explicación:

—Las leyendas varían de boca en boca y de región en región, ¿por qué un pueblo en el Sur debería pensar la inmortalidad de la misma manera que la concibe su vecino del Norte?

Kunho remontó los escalones como lo hubiera hecho alguna clase de bestia cuadrúpeda, adelantando unos colmillos afilados como dagas, rugiendo y expeliendo sangre por múltiples heridas inexplicables. Cerró una garra sobre el pie del hechicero mientras articulaba lo que quedaba de su cuerpo para ponerse de pie.

—Los hikkas, por ejemplo, consideraban que la muerte era la más ventajosa de las eternidades: el veneno segregado por la piel del Torak resultaba óptimo para sus holocaustos a Eternidad. —El embozado saltó del trono, espada en mano. Cuando Kunho, convertida en una fuente de sangre le olisqueaba el cuello, la atravesó de lado a lado con el filo del acero—. ¡Supongo que su versión sobre el Torak desestimaba su realidad mortífera!

Kunho trastabilló. A punto de caer, logró aferrarse a un pliegue de la capa del embozado. Éste extrajo la espada del trémulo cuerpo de la reina y esperó: la de los pérfidos ojos emitió un bramido sobrehumano y, como si fuera una hoja en una tormenta de otoño, comenzó a secarse de pies a cabeza con un ruido de huesos triturados. Una mano que ya no le pertenecía consiguió cerrarse sobre el cuello de su matador, aunque demasiado tarde: Kunho de Effirán, una estatua tallada en la corteza de un árbol marchito, había muerto para los siglos de los siglos.

El embozado masculló algo por lo bajo, desvió la vista de la macabra escultura y la clavó en el eunuco que esperaba con la boca abierta.

—Lindo pellejo, ¿no lo cree? —sonrió.

Seff parecía querer ocultarse detrás de la flauta.

—¡Creo que no nos han presentado! —continuó el embozado. Descendió los escalones y adelantó la mano—. Soy Narhitorek, el nigromante. ¿Cómo le va, amigo?

Seff barbotó un chillido animal. Le dio la espalda al hechicero y salió corriendo de la sala, al tiempo que el eco de sus gritos se perdía en los infinitos pasillos de la locura.

—¡Oh, bueno! —El nigromante chasqueó la lengua y descansó la mano en la empuñadura de la espada—. ¡Supongo que es hora de irme!

Miró a la estatuaria Kunho. Se sacó el sombrero y ensayó una reverencia.

—¡Mi Reina! —dijo—. ¡Espero le agrade la decoración ígnea que he pensado para sus aposentos!

A continuación, Narhitorek apuntó la diestra en dirección a las antorchas insertas en los muros. El fuego, con un suspiro de dragón, se incrementó y mordió los altos tapices rojinegros de la heráldica effiranesa.

—¡Adiós! —El nigromante se envolvió en la capa y abandonó los largos salones.

Cuentan que cuentan que, cuando el hechicero tomaba distancia del palacio en llamas, extrajo otra flor de panaderos de entre los pliegues de su capa. Y cuentan que cuando sopló sobre ella lloró copiosamente contemplando el vuelo de las semillas. Y hay quienes aseguran que, mientras se perdía en las sombras de la noche, dejaba escapar de sus labios una antigua tonada de amor…

La leyenda al respecto, lógicamente, abunda en variaciones.

Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso “Mundos en tinieblas” en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado en el contexto de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción organizada por Exégesis/Nocte. Sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Pueden consultar su blog Crónicas del Caminante.

Ya publicamos en Axxón sus cuentos EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE y LOS ENVIADOS DE NARHITOREK.


Este cuento se vincula temáticamente con NARHITOREK, EL NIGROMANTE y LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, de Juan Manuel Valitutti y EL ELIXIR DE LA LARGA VIDA, de Honoré de Balzac.


Axxón 234 – septiembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Inmortalidad, juventud : Argentina : Argentino).

8 Respuestas a “«Para verlos volar», Juan Manuel Valitutti”
  1. Ric dice:

    ¡Me estoy haciendo adicto a Narhitorek, Juan Manuel!

  2. JMV dice:

    Me alegro que te guste ;-)

  3. Narhitorek continúa creciendo magníficamente. Dibujado de forma exquisita en cada «episodio» en que aparece, en particular éste que gira sobre la inmortalidad; la trama atrapa y¡no es posible interrumpir su lectura!. Excelente construcción del relato y un tono y vocabulario superlativo. ¡Bravo! y que siga. Más, más, más.

  4. Néstor Darío Figueiras dice:

    Juanma: muy bueno, che. Es el primer relato de Narhitorek que leo. Me encantó le juego de interpretaciones sobre la inmortalidad. Felicitaciones ;-)

  5. JMV dice:

    Gracias M. Eugenia y Néstor: el personaje crece. Eso espero. Y, además de su torre ladeada, Axxón es una buena casa para enriquecerlo. El tiempo dirá.

  6. Novela en puerta? Me espero a la película? Felicidades, Narhitorex es envolvente!

  7. JMV dice:

    Y… la novela…. debería, ¿no? Gracias, Francisco.

  8. Norma. dice:

    Buenísimo. Cada vez mejor. Ideal para una película.

  9.  
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