«Demonio Blanco», Juan Manuel Valitutti
Agregado en 7 octubre 2012 por dany in 235, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Narhitorek, el nigromante, abrió los ojos… ¡y se descubrió, sujeto con arneses, a una línea de remeros!
El hechicero pestañeó confundido y, por un pavoroso instante, pensó que estaba soñando.
Sin embargo, la mordedura de un látigo —su torso estaba desnudo— pronto lo espabiló y lo puso en guardia.
«¿Cómo diablos llegué yo acá?», pensó. Miró entonces con precaución por sobre su hombro:
Un hombre alto y moreno caminaba bamboleándose por entre las filas de galeotes.
—¡No perder ritmo, hombres! —rugía—. ¡Con tambor, con tambor!
Como un ensalmo, el latido severo del instrumento envolvió a Narhitorek, arengando los esfuerzos que impulsaban a la misteriosa embarcación.
Narhitorek observó a los hombres: todos presentaban el torso desnudo, y todos afrontaban el rítmico trabajo, con la mirada clavada en la nada y la tonada soez en la punta de las lenguas.
—¡Eh, tú! —El moreno del látigo se acercó—. ¡Remar, tú, vago!
La mordedura de piedra alcanzó la espalda carneada del nigromante y lo hizo ver estrellas. Se decidió entonces a probar un conjuro —le taparía la boca al infeliz—, pero comprobó asombrado que no ocurría nada.
Lo interesante de la situación era que el moreno parecía al tanto de las intenciones de Narhitorek. Lo miró con desdén y le dijo:
—Ser mi barco, amigo: no rangos aquí. No reyes, no esclavos. Tampoco brujos… ¡Sólo ánimas!
Entonces Narhitorek recordó algo…, algo de su infancia: una canción con la que las viejas asustaban a los niños:
Es el barco de los muertos
El que te carcome los huesos
El que surca los océanos
El látigo del moreno te lo hará saber:
¡Estallido, estallido, estallido!
¿Oyes el tañido del tambor?
¿Y la imprecación en los dientes?
¡Estallido, estallido, estallido!
¡Oh, sí, es el barco de los muertos!
Ya viene, sí, ya viene por ti…
¿Qué esperas
para inclinar la cerviz?
Y, de pronto, Narhitorek recordó que la canción revelaba algo más, un dato que podría utilizar en su beneficio…
¡El nombre del moreno!
—¡Nantucket! —llamó el nigromante.
El moreno se volvió, el rostro arrebatado. Se acercó, tambaleante, hasta el puesto que ocupaba el recién llegado.
—¿Cómo llamarme tú? —dijo con los ojos pasmados.
Narhitorek no contestó, en cambio, se limitó a esbozar una sonrisa ladina.
—¡Yo hacerte pregunta, marrano! —insistió el moreno. El látigo viboreó amenazante por encima del hombro abrasado por la sal—. ¡Cómo llamarm…!
—Si te atreves a tocarme con tu juguete —lo interrumpió Narhitorek—, me cerraré la boca con un conjuro y ni tú ni yo abandonaremos jamás este infierno marítimo.
El moreno pestañeó confundido. Iba a decir algo más, pero el llamado profundo de un cuerno lo espabiló: estaban cerca del puerto de atraque.
Casi inmediatamente, el vigía anunció:
—¡¡¡Isla a la vista!!!
El moreno desvió la mirada hacia la oscura forma que se recortaba en el horizonte, y luego la volvió a concentrar en el extraño forastero: un hombre de contextura fibrosa, de edad imprecisa, y con un rostro en el que se mezclaban la crueldad y la ironía en dosis diabólicas.
Dio entonces la orden de fondear e instó a los hombres de las filas a actuar con premura. La marcha del tambor se incrementó, y los brazos se accionaron como mecanismos ciegos.
Narhitorek observó:
—Ten cuidado, amigo moreno, la canción dice que si el barco encalla en esa isla, las almas que lo impulsan jamás podrán retornar a las costas de la vida.
—¿Canción? ¿Canción? —El moreno asió el látigo a su cinto y se inclinó sobre el nigromante—. ¿Cómo saber tú de mí? ¿Quién ser tú?
—Digamos que soy un caminante, amigo Nantucket, y que me hallo lejos de mis dominios. —Narhitorek estudió el rostro del moreno, surcado por extrañas líneas que se extendían hasta los hombros y el torso: le conferían un aspecto deífico—. ¡Lindos dibujitos!
El moreno sonrió, consternado, con la ayuda de unos dientes amarillos.
—Nantucket no ser nombre mío, extranjero. ¡Tu canción estar mal! —Echó un vistazo a la línea del horizonte: empezaban a distinguirse los verdes de un salvaje follaje diseminados en una superficie encendida por el sol—. ¡Bah! ¡Volver a tu trabajo, marrano! ¡Y no meterte tú conmigo! —El moreno le dio la espalda al galeote, y ya se encaminaba al puente de proa, cuando oyó:
—¿Qué es el Demonio Blanco, amigo del látigo?
El moreno se detuvo en seco, masculló algo en una lengua incomprensible, y volvió sobre sus pasos:
—¿Cómo decir tú? ¿Quién hablarte de Demonio Blanco? —Se rascó la calva cabeza—. ¡Yo pensar que tú mismo ser demonio oculto tras cara pálida!
Ahora era el turno de Narhitorek para reír. ¡Y hacerlo a mandíbula batiente! ¿Hacía cuántas lunas que el docto exégeta del mal no oía su propia risa?
—La canción lo dice. En una estrofa se habla de…
—¡Canción decir, canción decir! —La mano del moreno se cerró nuevamente sobre la empuñadura del látigo—. ¡Cantar tú ahora, demonio de cara pálida!
El estallido abrasó el torso del mago. Narhitorek cerró los ojos hasta hacerlos desaparecer en las grietas de dos ranuras, mientras los dientes se hincaban en sus labios ensangrentados.
—¡¡¡Remar tú, vago!!!
El hechicero maldijo por lo bajo al tiempo que tanteaba las ligaduras del enorme remo.
Entonces una espesa voz lo abordó de improviso:
—El Demonio Blanco lo escupió a este mundo…
Narhitorek miró por sobre el hombro.
Se trataba de un condenado como él, asido a la fila de remadores.
—¿Quién es usted? —preguntó el nigromante.
—Por lo visto, un recién llegado como usted. —El galeote miró al hechicero entrecerrando los ojos—. ¿No recuerda nada?
—¿A qué se refiere?
—Nuestra situación —precisó el desconocido, y señaló displicente a uno y otro lado—: Usted y yo, aquí y ahora. ¿No sabe cómo llegamos?
Narhitorek negó con la cabeza. No recordaba nada. En cuanto al barco, ya conocía su naturaleza mortuoria: pernoctaba en el Barco de los Muertos, rumbo a su Destino Final… Pero, ¿y Nantucket? ¿Y el Demonio Blanco? ¿Cuál era el secreto de la historia?
—¿Usted sabe por qué está aquí?
—¡Oh!, todavía recuerdo el calor de mi familia al despedirse en mi lecho de enfermo… —El hombre sonrió, y desvió la vista hacia las aguas.
Narhitorek imaginó a un hombre en sus últimas horas, rodeado por sus seres queridos… Pero la imagen perdió consistencia, como si su mente no la aceptara, y nuevamente vio delante de sí al anónimo remero que le dedicaba una pálida sonrisa.
—¿Qué tiene ahí? —El hombre señalaba la frente del mago.
Narhitorek se llevó un dedo a la zona indicada, y lo retiró rápidamente, adolorido.
—Parece un golpe —continuó el extraño—. ¿Qué ha estado haciendo antes de surcar los Mares Oscuros?
El nigromante hizo un esfuerzo por recordar: se le presentó la imagen de un sendero, un sendero en sombras, no lejos de su torre ladeada. Él iba por ese sendero, silbando una canción, cuando de pronto lo abordaron dos desconocidos…
Narhitorek se llevó la mano a la frente. El esfuerzo mental le había acarreado un dolor punzante en la cabeza. Levantó la vista, dolorosamente velada, y se topó con la del galeote.
—¿Recordó algo? —fue la pregunta.
—Algo, sí… Dos hombres… Dos hombres me rodearon y…
—¿Y…? —El desconocido pronunció lentamente las palabras—. ¿Lo mataron?
El nigromante farfulló:
—Yo logré acabar con uno de ellos, ¡lo alcancé en el corazón con mi daga!, pero el otro… —Narhitorek apretó los puños. Entonces, agregó—: ¿Cómo debo llamarlo?
—Rufius. —Los dos hombres estrecharon las manos—. ¿Y usted?
—Narhitorek.
—¡Buen nombre! —se maravilló Rufius.
—En la Lengua de los Padres significa «Aquel-que-carece-de-sombra».
Rufius rió de buen talante y observó:
—Debo entender entonces que usted no proyecta sombra…
—Así es —concedió Narhitorek, y su respuesta fue tan natural que Rufius cerró la boca.
El moreno se aproximó bamboleando su curtido cuerpo tatuado:
—¿Qué hacer, ustedes? ¿Fiesta? ¡Remar, vagos!
Pero, en ese momento, ocurrió algo que puso en guardia a la tripulación:
—¡¡¡Demonio Blanco a la vista!!! —bramó el vigía.
El moreno dejó caer el látigo, al tiempo que su boca se aflojaba hasta mostrar los dientes amarillos.
—¡Dónde estar tú, animal! —Tomó un catalejo que llevaba al cinto, y, como si se tratara de un fusil, lo apuntó en dirección al horizonte—. ¿Dónde? ¿Dónde esconderte? —Levantó la enfebrecida mirada hacia la cofa—. ¡Dónde soplar, vigía!
Un dedo se extendió y una garganta explotó:
—¡¡¡Sotavento!!! ¡¡¡Dos millas!!!
Narhitorek seguía el desarrollo de los acontecimientos con sumo interés, hasta que la voz del galeote lo apartó de sus observaciones:
—Sé algunas cosas sobre el Demonio Blanco…
El nigromante se limitó a asentir, y el galeote continuó:
—Aparentemente, es alguna clase de deidad o espíritu que ha vagado por el mundo de los mortales, en éste y en otros planos, a través de los milenios… Se dice que esconde su verdadera naturaleza tras una máscara que las generaciones han asociado con fuerzas primigenias.
—¿Cómo sabes todo esto? —quiso saber Narhitorek.
El hombre sonrió, entrecerrando un ojo:
—Yo también fui niño, ¿sabe, amigo? —se explicó—. Conocía la canción, y como llegué a este condenado barco un poco antes que usted, hice mis propias averiguaciones. ¿Sabe que el Demonio Blanco busca al moreno del látigo?
—¿Por qué?
—¡Para destruirlo, por supuesto!
Por un segundo, Narhitorek pensó que su interlocutor diría «matarlo», de manera que estuvo a punto de corregirlo.
—El Demonio Blanco no quiere destruir al moreno, compañero —arguyó el nigromante—, sino enmendar un viejo error.
—¿Qué dice?
Narhitorek observó el desplazamiento del moreno. Era un hombre alto, robusto, eminentemente fuerte. Sin embargo, había un dejo de inquietud en su rostro: el enorme moreno tenía miedo del miedo que experimentaba muy probablemente por primera vez en su vida. Se movía a uno y otro lado impartiendo órdenes, pero un sufrimiento tenaz arrugaba grotescamente el enigma de su rostro.
—¡Oye, amigo del látigo! —llamó el hechicero—. ¡Debo decirte algo impo…!
—¡¡¡Embestida!!! —explotó el vigía.
Los galeotes se aferraron a los remos y apretaron los dientes.
El colosal impacto sacudió el barco haciéndolo escorar peligrosamente a estribor, mientras los aparejos se desprendían de sus fuelles como látigos. La cubierta gimió y crujió, semejante a una criatura agónica entre estertores humanos.
Narhitorek abrió los ojos en medio del pánico y el desorden. Voces. Gritos. Órdenes. A ras del suelo —había sido despedido de su nicho de remador —, miraba el alboroto de pies ir y venir.
Se incorporó a medias y buscó al moreno; éste hacía otro tanto para repartir directivas a granel:
—¡Retomar puestos!
—¡Oye, Nantucket! —se acercó el nigromante.
—¡Decirte ya mi nombre no Nantucket, cara pálida!
—¡Es importante…!
El moreno se abalanzó sobre el hechicero y le rodeó el cuello con las manazas. Lo alzó en vilo y le rugió como las tormentas sobre los mares embravecidos:
—¡¡¡Conocer yo maldita canción!!! —Lo soltó, y Narhitorek cayó de rodillas, tosiendo y tomándose el cuello.
—¡Pero q…! —El hechicero alzó la vista hacia la deidad tatuada—. ¡Entonces lo sabes!
—¿Saber?
—¡Debes arrojarte a las aguas! ¡Tu tiempo no ha llegado!
—¡Tuyo tampoco, cara pálida!
Narhitorek asintió, y dijo:
—La canción habla de un escape, un escape del Barco de los Muertos: dos hombres se arrojan a las aguas y…
—¡Tres, hechicero, tres hombres! —El moreno se mordía los labios resecos—. ¡Si no tres, no escape!
Narhitorek sacudió la cabeza. ¿Tres? ¿Cómo que tres? Había oído la canción en boca de las viejas una infinidad de veces, y estaba seguro de que se mencionaba el accionar de dos hombres: uno «con danzas en su cuero» y otro cuyo semblante era «níveo como el aliento de la muerte». Iba a corregir a su detractor, pero concluyó con desesperada clarividencia que habría muchas versiones de una letra popular: ¡tanto en uno como en otro plano!
Así que se limitó a preguntar:
—¿Quién es el tercero, amigo del látigo?
—¡Olvidarlo tú, cara pálida! —resopló el moreno, desalentado—. ¿O ver tú y tu brujería un hombre «con viento en lugar de corazón»?
Narhitorek paladeó las palabras del moreno… ¡Entonces se volvió y buscó enfebrecido a Rufius, el galeote! Lo vio ponerse de pie con el rostro atravesado por una incógnita. Se arrojó sobre él como lo hubiera hecho una fiera salvaje: rodaron por tierra hechos un amasijo de piernas, pies, manos, insultos…
—¡Qué diablos cree que hace! —El hombre luchaba por sacarse de encima al hechicero—. ¿Se ha vuelto loco?
Narhitorek hurgó el pecho… Y vio, bajo un profuso vello, la marca inconfundible del acero.
—¿Y bien? ¿Ya hizo memoria, amigo? —Rufius le dedicó a Narhitorek una mirada arrobada hasta la demencia—. ¡Supongo que Maran, mi socio, se ha ganado unos tragos esta noche!
Narhitorek cerró la mano sobre el cuello de su presa.
—¡Con sumo placer te despellejaría para adornar la entrada de mi torre ladeada! —escupió—. ¡Pero lamentablemente estaré muy ocupado arrojándote a la boca de un monstruo! —Apartó la vista del desconcertado galeote y la dirigió al moreno—: ¡Oye, amigo del látigo, adivina quién viene a cenar!
Pero en ese momento…
—¡¡¡Embestiiiiiiidaaaaaa!!! —bramó el vigía.
El barco se sacudió de proa a popa y de popa a proa, y giró en un furioso torbellino. El crujiente entarimado de cubierta acudió a la altura de los ojos, y las manos ayudaron a los pies a incorporarse en medio de una explosión de juramentos.
Cuando el mundo se estabilizó, una nube de blancas gaviotas graznaba sobrevolando la embarcación.
—¡Qué diablos es eso! —gritó alguien.
—¡Mirar tú, cara pálida! ¡Mirar cómo soplar el Enviado de San Telmo! —El moreno señalaba desencajado el tumultuoso desorden de las aguas.
Narhitorek se incorporó como pudo. Rufius yacía a sus pies, desvanecido. Observó el horizonte, impelido por los gritos exuberantes del gigante tatuado… ¡Y sintió que sus piernas lo abandonaban!
Una montaña en medio del mar…
—¿Ver tú, cara pálida?
Una cadena montañosa de picos nevados en medio del mar…
—¡Ser mis arpones ahí! ¡Oh, mirar tú cómo retorcerse mis arpones!
Narhitorek abandonó las esperanzas de que sus fuerzas lo auxiliaran, así que se entregó a la voz del sacerdote loco que oficiaba la ceremonia de su propio holocausto. Levantó el cuerpo yerto de Rufius, se lo cruzó sobre los hombros y juntó aire…
—¡Qué esperar tú, vago! —El tatuado se arrojó sobre la correosa piel nívea del monstruo. Lo escaló por uno de los flancos infinitamente mutilado y cruzado por una sarta de arpones negros como el salitre. Blasfemaba. Reía. Decía incoherencias en una lengua ajada por la infinitud dimensional:
—¡Guardar doblón, tú, Trueno Viejo! ¡Yo no querer!
El monstruo desapareció tragado por las aguas, y el moreno se perdió de vista. Cuando la giba titánica resurgió igual que un iceberg, el insólito jinete se aferraba a sus propios arpones, como si pretendiera dirigir la furia ciega de la bestia milenaria:
—¿Cómo? ¿Oír Dios Martillo? ¡Querer pipa-hacha ahora, Hacedor de Hombres!
Narhitorek apoyó un pie en la borda y, con un impulso, se arrojó a las aguas. No lo pensó. No emitió queja alguna. Sólo apretó los dientes y se lanzó… La visión del monstruo había sido demasiado aterradora como para que se diera el lujo de meditarlo. Flotaba en las aguas, lejos de la mortuoria embarcación. Hizo lo posible por mantener a flote al inconsciente Rufius: se hundía, se iba… De pronto, sintió una sensación de embudo a su alrededor, como si el mar cediera paso al aire… Entonces el horizonte se estabilizó y reapareció la joroba correosa, muy, muy cerca…
—¡Subir tú, vago! —El moreno reía a mandíbula batiente.
El nigromante se aferró a un cordaje azotado sobre la grasosa piel. Una mano se cerró sobre un gancho retorcido. Un pie halló asidero sobre el asa de un arpón. Levantó la vista, falto de aliento, y los dedos desaparecieron en una depresión entre pliegues duros como la piedra. Acomodó al desmayado galeote sobre el hombro y dejó que su cuerpo completara el trabajo por él: extendió un pie y otro; una mano y otra. Narhitorek escaló y escaló, y cuando pensaba que ya había alcanzado la cúspide de la montaña, todo fue agua sobre agua, y el ensordecedor estruendo de remolinos lo sacudió, golpeó y zarandeó…
¡Y el Telón del Cosmos cayó sobre Narhitorek!
—…
—¿Dónde estamos, amigo del látigo?
—Tú estar en tierra, cara pálida.
—¡Eres un gran guerrero, Nantucket!
—Decirte ya Nantucket no mi nombre: Nantucket ser isla yo partir.
—¡Eh! ¿A dónde vas?
—A mi hogar, en aguas otros vientos… ¡La de la quijada torcida no esperar! ¿Saber tú, cara pálida? En pueblo mío haber leyenda Caminante Mares Oscuros…
—¡Espera! ¿Cómo te llamas?
—¡Ser cofre emplumado yo, hechicero! ¡Ahora, irte en paz, y ocuparte tus asuntos!
—…
Narhitorek, el nigromante, abrió los ojos…
—¡Rufius! —festejó alguien—. ¡Pensé que el tipo te había matado!
Una voz conocida respondió:
—¡Pues me mató, Maran! ¡Y bien muerto!
El nigromante, espada en mano, cayó en medio de los dos asaltadores de caminos.
—¡Es el tipo! —Maran cerró la mano sobre la empuñadura del acero—. ¡Pero yo lo maté!
—¡Y bien muerto! —El inesperado atacante enseñó los dientes y blandió la espada: la cabeza de Maran se desprendió del tronco con el rictus de sorpresa en el rostro ensangrentado.
—¡Puesa mí no me matarás dos veces, compañero! —Rufius adelantaba el filo de una daga, cuando Narhitorek le cayó encima. El otrora galeote se desplomó, y, por un horrible segundo, pensó que lo habían estoqueado a la altura del pecho… Tan pronto abrió los ojos, con la respiración entrecortada, se percató de que el hechicero esperaba de cuclillas sobre su pecho.
—¡Mi querido Rufius! ¡Pero qué niño tan terrible eres! ¡Qué mal te has portado! ¿Cómo es eso de matar a la gente en los cruces de caminos?
—¡Estás loco, hechicero! —Rufius apenas podía respirar con el peso de las dos plantas de los pies sobre su pecho—. ¡Acabaría contigo si pudiera alcanzar mi daga!
—¿Cuál? ¿Ésta? —Narhitorek suspendió el péndulo afilado sobre el espantado semblante—. ¿Cómo la ves, amigo de los Mares Oscuros?
Rufius se juró que le contestaría al hechicero: le escupiría la cara para luego desafiarlo… pero, en cambio, se quedó mirando el rostro endemoniadamente blanco que se cernía sobre él, como una aparición.
—¿¡Por qué no me matas y ya!? —barbotó.
—No puedo negarte que he contemplado esa posibilidad —contestó el nigromante—; sin embargo, tengo razones etimológicas que me impiden hacerlo. —La sonrisa enigmática de Narhitorek se amplió—: ¿Sabes lo que significa «Rufius» en la Lengua de los Padres?
El interpelado pestañeó azorado:
—N-no —dijo.
—Bien, amigo, digamos que necesito de tu habilidad para hacerme con ciertos elementos: instrumentos de precisión para cálculo de trayectorias. —El rostro de Rufius era un enigma en sí mismo—. ¡Bah! ¡No necesito que lo entiendas, y no tengo tiempo para explicártelo! —Narhitorek se apartó del vapuleado atracador—. Además, tengo que darle de comer a Tenaz, mi gato tuerto: a esta altura debe estar preguntándose qué le pasó al sujeto de la escudilla. —El nigromante comenzó a internarse en un oscuro sendero—. A primera hora de mañana espera en el Cruce de los Empalados: enviaré un carruaje que te conducirá hasta las puertas de mi morada.
—¡Qué pasa si no voy! —escupió Rufius, y se apoyó tambaleante en la corteza de un árbol.
Narhitorek se detuvo en seco. Algo parecido al lamento de una bestia o al ulular del viento entre el follaje surgió de su boca, ¡e hizo que a Rufius se le helara la sangre en las venas!
—Vendrás… —se limitó a decir el ensombrecido hechicero. Entonces su voz cobró jovialidad—: Déjame ver, ¿qué estaba haciendo yo cuando tú y tu socio me interceptaron? ¡Ah, ya recuerdo…! ¡Silbaba! ¿Sabes? ¡Me gusta mucho silbar en las noches de luna!
Y Narhitorek se alejó por el camino entonando una animada cancioncilla. En cuanto a lo que el gran Rufius Malakkai Treviranus de Mélido, el ladrón más avezado de la Cofradía del Baluarte Norte tuvo que hacer, y de los peligros y trabajos que tuvo que afrontar…
¡Que quede para otra ocasión, caminante!
Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso “Mundos en tinieblas” en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado en el contexto de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción organizada por Exégesis/Nocte. Sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Pueden consultar su blog Crónicas del Caminante.
Ya publicamos en Axxón sus cuentos EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK y PARA VERLOS VOLAR.
Este cuento se vincula temáticamente con NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK y PARA VERLOS VOLAR, de Juan Manuel Valitutti.
Axxón 235 – octubre de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Universo de autor clásico : Argentina : Argentino).
Hay historias clásicas que, cada tanto, vuelven a renacer en la literatura de la mano de diferentes autores y arropadas de muy distintas formas. Hay veces que esa recuperación es fallida; otras, como en este caso, teje con los originales (porque aquí creo ver más de un lazo legendario) una historia que enriquece, al menos, las ya esperadas aventuras de Narhitorek.
Muy bueno, Juan Manuel. Ahora no te queda más que seguir escribiendo nuevas historias.
Estoy de acuerdo con Dany, Valitutti. Un par de historias más y yo me pondría a recorrer editoriales.
Muy buenas historias y muy bien escritas.
Un abrazo
Echa, pero se trata de una saga.
Gracias por los comentarios; buenísima la ilustración de Duende.