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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

a Horacio Olivieri

 

 


Ilustración: Tut

Los últimos treinta pasos confirmaron mi sospecha: la casa de Manuel había sido azotada por una nueva tormenta de descuidos y de ausencias, tal vez una nueva depresión. Lo cierto es que ya comenzaba a acostumbrarme.

Las flores del jardín habían desaparecido bajo una gruesa mata de pasto amarillo y el óxido se explayaba sin dificultad, ganando las rejas de la calle.

Crucé el portón principal y me interné en la neblina, que a esta altura parecía ser patrimonio exclusivo de Manuel.

Subí los cuatro escalones del alero, o lo que quedaba de ellos. Entonces vi una puerta de roble, bastante parecida a la de la entrada, sólo que mucho más magullada y con señales de haber sido arrancada de cuajo. Estaba apoyada contra la pared, junto a lo que había sido el cantero de las rosas.

Al acercarme a la puerta, pude oír por fin la voz de mi amigo que me hablaba desde el interior de la casa. No sonaba normal.

—Algunos objetos no dejan estela —me explicó con naturalidad.

—¿El qué? —balbuceé desconcertado.

Volví sobre mis pasos y me acerqué a la ventana. La niebla también había invadido el interior de la casa. La puerta de entrada estaba entornada.

La voz de Manuel volvió a reverberar desde dentro.

—Bueno, no, está bien. Subí que te explico.

La puerta terminó por abrirse y pude ver fugazmente el fantasma de mi amigo devorando escalones rumbo a las habitaciones del primer piso. Presentí una broma de Manuel. Después de todo, fuera lo que fuese que estaba sucediendo, no era una depresión.

El living estaba desierto y, como dije, trágicamente copado por la neblina. Entré despacio, yo no sabía en qué momento iba a saltar la liebre.

Cuando estaba llegando a la escalera pasó a mi lado, pero sin verme, con dirección al laboratorio de planta baja. Era Manuel, sin dudas.

De alguna forma atravesó la puerta sin abrirla, y se perdió segundos después en un fogonazo sordo que disipó momentáneamente la bruma, al tiempo que una voz —la de Manuel, claro— volvía a llamarme desde el primer piso.

—Arriba, subí que estoy en el estudio.

Corrí por los escalones, no sé bien si por miedo o por curiosidad, hasta la entrada del estudio. Empujé la puerta.

Eso creo.

Fue como si aquella hoja de madera se desdoblara en media docena de puertas idénticas, que se fueron abriendo en perezoso desfasaje. En ese momento atribuí el efecto a la bruma. Sólo pude ver la verdad al día siguiente, al recapitular lo sucedido.

—Pasá —me dijo Manuel—, antes de sentarte tanteá bien las sillas.

¿De qué me está hablando el delirante éste?

No lo supe hasta que fui a dar contra el piso de alfombra y la carcajada de Manuel estalló de la nada en mis oídos.

—¡Hologramas! —exclamé—. Ya los conocía, ¡qué gracioso!

—No —dijo él, reponiéndose con alguna dificultad de la risa y de la tos—, lamentablemente es algo un poco más complejo. Esperá un minuto y no te muevas.

Ante mis ojos la bruma se asentó, y fue como si todo mi cerebro entrara en foco. La silla se esfumó en una estela grisácea, para perfilarse con toda claridad dos metros más a mi derecha.

De la misma manera, la figura de Manuel se hizo más clara.

—Ya se está yendo la bruma eventual —me aclaró.

—¿La qué? —grité aturdido.

—Parece que es lo único que sabés decir.

—¿Vos no estabas abajo?

—No —observó su reloj—. Eso que viste es una estela… lo mismo que la silla.

—No entiendo, ¿un holograma?

—Sentáte en el sofá. No se movió nunca, así que no es una estela —aseguró, mientras se movía en mi dirección—. A propósito, ¿qué día es hoy?

Entonces pude apreciar la estela de la que tanto me hablaba. Mientras él me daba la mano, un Manuel —treinta segundos desfasado— me indicaba el sofá para que me sentase, y el Manuel de un minuto y medio antes se desternillaba de la risa y la tos, al tiempo que otro medio centenar de figuras vagaba por la sala en todas direcciones, imitando perfectamente a sus predecesores.

Lo peor era el eco de las palabras, que rebotaba en el aire y se repetía sin ningún concierto ni orden.

—Hoy —musité en un hilo de voz— es veinticuatro de octubre de…

—¿Veinticuatro? Faltan dos días —anunció, mientras Manuel —treinta segundos antes— se acercaba a estrechar mi supuesta mano y Manuel —¿quiénpuede saber cuál de todos ellos?— no paraba de reírse y de toser.

—Dos días… ¿para qué?

—¿No notás nada raro?

—Hay muchos hologramas tuyos…

—¡Cortála con lo de los hologramas! No tiene nada que ver (que ver…. que ver… no tiene nada que ver…) Voy a tratar de estar quieto para no generar estelas (estelas… telas…)

Al punto, un ejército de Manueles se dirigió al sillón del escritorio. Una a una, las estelas se fueron sentando en las faldas de mi amigo.

—Empecemos por el principio —dijo—. Hace cinco años y un par de meses que trabajo en un proyecto. Yo lo llamé el Trascendor. Física pura mezclada con algo de energía. ¡No! Con mucha energía… En fin, como sea, nunca llegué a realizarlo por culpa de una variable periódica y por falta de energía suficiente. Hasta que hace unos meses encontré la respuesta consultando viejas series trigonométricas y después…

—Lo que traducido al castellano significa…

—Ah, sí disculpáme. Sos bachiller, no matemático.

—¡Andá a compadecer a tu abuela! ¿De qué se trata el Tracindor ése?

—El Trascendor es un redimensionador, abre ventanas a la dimensión temporal. Digamos que, desde hace unos días, soy habitante de la cuarta dimensión.

Preferí no preguntar hasta que terminara de hablar. De todos modos no se me ocurría nada sensato que decir.

—Todo funcionó bien, excepto por dos detalles. Por un lado, la fuente de energía fue más grande de lo necesario, lo que ocasionó que no sólo trascendiera yo, sino también toda la casa y hasta parte del espacio aéreo. Además… no sé muy bien como encarar el proceso inverso (…verso… inverso… proceso inverso…).

—Comprendo —acoté, sin comprender absolutamente nada.

—Lo milagroso del caso —agregó, mientras el último de los Manueles se fundía definitivamente con su creador— fue que la trascensión no afectó a ninguna casa vecina, ni a ningún coche o transeúnte. Es un consuelo (consuelo… suelo).

—Y las sillas de chasco, y tu imagen desfasada, ¿qué son?

—Ah, sí. Gran parte de la casa se encuentra envuelta en lo que yo llamo Bruma Eventual. Es el conjunto de estelas que fuimos dejando yo y los otros elementos de la casa y los insectos y pájaros, allá afuera, y se debe a la saturación de presencias temporales dentro de la dimensión real (dimensión… mención real…).

—Clarito, clarito.

—Ya viste que al moverme dejo estelas de mí mismo. Todo dentro de esta casa genera estelas de estados temporales anteriores. Las estelas de un día atrás son débiles, casi imperceptibles. Las de hace un minuto se ven como yo mismo. En fin. Si cada estela ocupa un lugar en la dimensión real, y son bastantes, entonces se genera la neblina. Eso no hubiera sucedido si la trascención hubiera tenido una fuente de energía continua. De haber sido así, pues ya no me verías… Ni yo a vos.

—Y entonces —me moría de incertidumbre, pero por dónde empezar a preguntar—, ¿qué sos?

—Hummm, la máquina no era perfecta y creó una especie de híbrido temporal. Yo, esta casa… Las limitaciones de la máquina hicieron que yo habitara simultáneamente en un radio de cinco días. Cinco antes y cinco en el futuro, a partir del día de la trascensión. Es por eso que hace rato te pregunté qué día era, cuesta recordarlo.

—Y las estelas ¿qué son?

—Son como la resaca de dimensiones paralelas más próximas, para decirlo de un modo vulgar.

—No comprendo, probá la explicación científica.

—¡Bachiller tenías que ser!

—¡Mirá quién habla!

—La disgresión temporal debió hacerse a una energía muy elevada y continua. Lo primero es imposible, no dispongo de tanta energía pura. Lo segundo tampoco es posible en la práctica, deben usarse pulsos de muy alta tensión a frecuencia muy alta. La falta de energía continua originó la aparición de estelas temporales. La máxima energía que pude lograr, lejos de ser infinita, sólo me permitió una trascensión de cinco días… ¿Capito?

—Bueno, está bien. Te quedan piolas las estelas. Son llamativas.

—No me cargués (cargués… me cargués…)

Traté de acomodar mis ideas, pero no logré grandes resultados en aquel silencio corto que siguió a las declaraciones de Manuel. Él me observaba, como esperando mi lenta digestión. Por suerte no acotó nada más en ese momento.

Sólo pude comprender que, primero: mi amigo había emprendido un experimento, que algo había salido mal y que él había quedado así. Híbrido temporal, había dicho. Segundo: no sabía cómo encarar el proceso inverso.

Las pocas cosas que puse en claro me inquietaron más.

—Antes dijiste que faltaban dos días, ¿a qué te referías?

—Sí, dije eso. ¿Estás preparado para escuchar el resto?

El piso se sacudió bajo mis pies. La cabeza me dio vueltas y todo mi cerebro se desenfocó antes que yo mismo supiera con exactitud lo que sucedía. Tuve náuseas y ganas de vomitar. Yo, que siempre fui de estómago fuerte.

—¡Por Dios, Manuel! No te muevas.

—Disculpáme, por favor. A veces me olvido (olvido… a veces me olvido… olvido).

—¿Qué pasa?

—Las estelas pueden marearte si me muevo violentamente. Lo sé porque cada vez que veo mi estela entrando al laboratorio me pasa lo mismo. No tuve tiempo de investigar ese efecto colateral todavía.

—¿Qué es esa estela tuya? —me apresuré a preguntar. De alguna forma sabía que si no formulaba las preguntas a medida que se me ocurrían, las olvidaría sin remedio.

—Es otro fenómeno colateral. Cada cierto tiempo, que he logrado determinar científicamente como un múltiplo de la inversa de la frecuencia de oscilación del Trascendor, aparece una estela mía entrando al laboratorio y efectuando el experimento nuevamente. No sé qué pueda significar.

—¿Y cada cuánto tiempo aparece?

—¿Exactamente? —preguntó con cierta incredulidad, como si se tratara de un examen de la universidad.

—Dejá, no importa. En realidad no es importante…

—No, si querés te lo explico. Se trata de un cálculo sencillo.

—No, olvidáte. ¿Qué vas a hacer?

—No sé, pero todavía me quedan dos días…

Los dos miramos por la ventana, ya estaba oscureciendo y la bruma hacía más lúgubre el jardín de Manuel. La tarde se había disuelto en discusiones de física y tiempo. Diálogo que, en otras circunstancias, yo no habría soportado. Pero se trataba de un amigo, y estaba en dificultades.

Entonces volví a recordar aquella cuestión pendiente.

—Te quedan dos días, ¿para qué?

—Se está haciendo tarde, y el tema es que quisiera repasar algunos datos antes de mañana. Podrás regresar mañana, más o menos a esta hora. —Me dio la espalda, pero luego pareció arrepentirse—. Antes de entrar aclaráme que es tu segunda visita. No te olvides que estoy viviendo todo en un radio de cinco días en forma simultánea… A veces creo que ya te hice esta advertencia antes.

Manuel se levantó lentamente y se dirigió a la puerta que daba al pasillo. Me acompañó escaleras abajo y me despidió casi en silencio, haciéndome prometer que volvería.

Cuando me alejaba, un fogonazo sordo iluminó las ventanas, de la misma forma en que lo había visto tres horas atrás.

La bruma se fue disipando hasta desaparecer casi del todo en la puerta de calle. Lo cierto es que nadie que viese la casa desde la calle podría sospechar que ahí había una ventana en el tiempo.

 

 

No dormí bien aquella noche. La imagen difusa de Manuel rondaba mis sueños como un fantasma impersonal y se me ocurre que algo abatido. Pensé mucho en los dos días que faltaban y me quedé dormido antes de dilucidar el enigma.

Luego desperté, tan sólo un par de horas después de la medianoche. Estaba desvelado y con el ánimo renovado, y lo que es más importante: la respuesta había aparecido en mi cabeza.

Faltaban dos días para la trascención de Manuel. No podía ser otra cosa.

Bueno, ahora que lo pienso, podrían haber sido medio centenar de cosas, pero en ese momento me pareció evidente.

No fui a trabajar, me reporté enfermo. Por la mañana me dediqué a dilucidar algunos aspectos oscuros del problema, pero como no sé ni física, ni matemática avanzada, así que no llegué a nada en concreto.

Después del mediodía llegué a la casa de Manuel. Parecía distinta. La estela de la puerta de madera había perdido densidad, era casi transparente, y el jardín estaba menos brumoso.

Un operario de SEGBA[1] improvisaba una bajada desde la línea de alta tensión. Yo lo conocía: un viejo compañero de Manuel. Seguramente debería estar al tanto del experimento.

Manuel salió a recibirme. Su rostro no mostraba alegría, más bien reflejaba una terrible congoja.

—Es imposible regresar —me dijo en un susurro—, para hacerlo necesito mucha más energía de la que usé en un primer momento.

—¿Cómo es eso? —pregunté, como si yo pudiese remediarlo.

—El factor temporal-nominal que en el proceso directo multiplica, es de orden exponencial menos veinticinco. En el proceso inverso divide, haciendo infinitamente más grande la cantidad de energía.

—Y sólo te queda un día para evitar trascender…

—Sí, veo que lo adivinaste, bachiller. En realidad estoy viviendo en el pasado… en mi propio pasado… (mi propio pasado… pasado…)

Una imagen de Manuel atravesó la sala y penetró en el laboratorio. Poco después un resplandor sordo invadió el ventanal.

—La clave, creo yo, está en esa estela… —dije, y me asombró haber llegado a tamaña conclusión.

Manuel entró en la casa, mientras un hilo de voz suya se perdía entre las estelas que había generado. Yo lo seguí, tratando de sobreponerme al mareo.

—Tenés razón (razón… razón… zon…) —afirmó después de un rato de silencio—, todo está allí, en el laboratorio.

De pronto una sombra se interpuso en el umbral de la puerta. El antiguo compañero de Manuel habló.

—Manuel, todo está listo.

—Gracias —dijo mi amigo, la garganta reseca por la emoción.

—No me siento bien abandonándote, pero si insistís… ¡Suerte!

Dio media vuelta y se fue moqueando. Manuel lo miró en silencio. Sólo cuando su compañero atravesó el portón se volvió hacia mí.

—Vos también tenés que irte —me suplicó en un hilo de voz y de ecos—, voy a intentar trascender nuevamente. De ese modo puedo agrandar el radio y correr el eje de la trascención hacia el futuro. Eso me dará más tiempo para pensar.

—Al menos eso podés hacerlo.

—Si, pero es probable que no me veas más… O que nos encontremos aquí mismo dentro de un par de años, que es el tiempo que pienso trascender.

—¿Qué más puedo hacer por vos?

—Nada, no hagas nada. Andáte antes de que me arrepienta.

Yo me fui, pero no muy lejos.

Todo fue rápido, devastador.

La tierra tembló y cada hora que había vivido en la casa de Manuel regresó en un torrente perturbador. No sé, no creo que haya sido un efecto colateral.

Finalmente la luz lo tragó todo, la bruma tomó un color azulado y viró al rojo. Después tanto la casa, como el jardín, como la reja de entrada, desaparecieron. Dos segundos antes de la implosión final, pude ver cómo aquella puerta arrumbada entre los rosales secos se fundía con la de entrada.

Preferiría no decir más.

Bueno, puedo acotar algo. Una anécdota.

Un año después de aquello volví a pasar por el terreno de la casa de Manuel, que hoy es un baldío. En el centro del descampado, un fantasma repetía la mímica que yo tan bien conocía.

Vos también tenés que irte…

Las voces resonaron, aún después de que la figura desapareciera.

Andáte antes de que me arrepienta…

Y la melancolía de su recuerdo se apoderó de mí.

Ya pasaron tres años de la trascención, y estoy en este terreno que terminé por adquirir para que nadie lo ocupara.

Estoy esperando ese fogonazo. Porque, después de la aparición de aquel fantasma, pude ver mi propia sombra… sentada en esta misma roca desnuda… Haciendo lo mismo que hoy hago yo.

 

 

NOTAS

 

NOTA 1: Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (nota del editor). [VOLVER]<

 

 

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA RUTA A TRASCENDENCIA, de Alejandro Alonso.


Axxón 263 – febrero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Tiempo alterado, máquina del tiempo : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«Demasiado tiempo», Alejandro Alonso”
  1. Gra dice:

    Merde, Tut
    Merde, Alonso

  2.  
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