«La máquina inútil», Ricardo Giraldez
Agregado en 16 noviembre 2015 por dany in 267, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
All art is quite useless.
Oscar Wilde.
Que es común que los genios pasen inadvertidos para su época, esto no es novedad. Que sus mayores fantasías se han tomado generalmente a broma (por no decir a delirio), y que sus novedosas invenciones rara vez fueron apreciadas en su justo valor por su siglo, es archisabido y de fácil comprobación.
Pero mal haríamos, ante semejante evidencia, en llamarnos al enojo y echar culpas sobre los detractores del genio (tanto más cuando estos suelen ser demasiados; si no todo-el-mundo); mal haríamos, en efecto, en convertir en mártires de su tiempo a quienes, bien mirado, sólo son víctimas de su propia vanidad. Sí, supondría un craso error condolernos románticamente por ellos. En primer lugar, porque el romanticismo ya no se estila, porque está pasado de moda, y la moda, como todo sabemos, es el único criterio de valor que nos queda. En segundo lugar, porque (cual se ha señalado) estos genios son ya lo bastante vanidosos como para compadecerse de sí mismos. Por último, porque ¿quién les manda en fin de cuentas a estos genios a mostrarse más grandes que su época?
«Su vanidad», responderemos, «y nada más que su vanidad», seguros de no incurrir en error.
Tal fue el caso del inventor G***, hoy ya de infeliz memoria… aunque quién sabe lo que pueda depararle el mañana. Ningún ejemplo más ilustrativo para dar prueba del daño que la vanidad puede hacer a un hombre, por muy genio que fuere sobre todo en tal caso. Todos lo conocemos; todos hemos oído hablar de él hasta el hartazgo.
Doctorado en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts con los más altos honores; reclamado desde muy temprana edad por las firmas más renombradas mundialmente en el campo experimental de la cibernética; financiado con enormes sumas de dinero para desplegar a sus anchas las incomparables facultades inventivas con que lo había dotado la naturaleza; reconocido con el galardón de la Sociedad Europea de Investigación de Materiales (2009); el Gregori Aminoff de la Real Academia de las Ciencias de Suecia (2011); El Premio Turing (2012); el Rothschild de Ingeniería (2013), y por tres veces consecutivas el Nobel de Física: 1.º por «El descubrimiento de la expansión híper acelerada del meta-universo en el micro-universo híper-desacelerado» (2014), 2.º por «La invención de un circuito semiconductor de imágenes predeterminadas hacia un sensor nervioso de índole indeterminada» (2015), 3.º por «El descubrimiento de la forma del cuerpo negro y la anisotropía de la radiación de fondo de microondas que se traslucen en la magnetorresistencia gigante de ruptura subatómica a través de fibras ópticas que se comunican en quarks mediante el sensor de carga acoplada dentro del gran colisionador de hadrones» (2016). ¿Qué más pergaminos hemos de añadir para convencernos de la valía de nuestro hombre? ¿Que fue condecorado con la Gran Cruz de la Legión de Honor por el Primer Ministro de Francia?, ¿que fue nombrado Sir G*** y besado en la mejilla por la mismísima reina de Inglaterra en el palacio de Buckingham (así como por los dos perros corgi preferidos de la soberana, la simpatiquísima Holly, cargada de pedrería para la ocasión y que según se dijo mostró particular empatía por el inventor, y el altivo Monty recientemente fallecido, quien para no ser menos ostentaba entonces su célebre collar de oro valuado en tantas libras esterlinas como yo, y con seguridad, mis buenos lectores, jamás llegaremos a poder contar alguna vez)? Todo ello sería añadir más de lo mismo, ya que las conquistas y galardones del ingeniero G*** son interminables, imposibles de recuento. Y sin embargo, a tan impecable historial hay que añadir una mancha tan grande y oscura como la producida por el último derrame de crudo sobre aguas brasileñas por parte de la compañía Chevron.
Repasemos:
Ha sido sobre todo un reportero del New York Times, quien, según mi humilde entender, mejor ha calado en el alma del genio y en las razones que motivaron su insólito proceder, a través de su columna dominical. Según la sugestiva hipótesis del esclarecido analista, desde que le fuera concedido el último Premio Nobel al ingeniero G***, el último de una larga serie, parece ser que comenzaron a acometerle a éste fuertes accesos de insatisfacción, de inconformismo, de vacío interior, que lo sumían en grandes estados de desasosiego. «¿Cómo?», se preguntará más de un lector con justa incredulidad, habida cuenta de que se trata de un hombre que hasta allí lo había alcanzado todo, es decir, a quien ya nada quedaba por conquistar a nivel profesional. Y sin embargo, tal era el caso.
Al parecer, el ingeniero G*** temía el olvido de su nombre y sus proezas por las generaciones venideras (esto mismo cometió la indiscreción de manifestárselo el genio a uno de sus tantos beneméritos colegas, indiscreción que le resultaría perjudicial ante la opinión pública, ya que este benemérito colega no dudaría en soltar luego la lengua una vez iniciadas las pesquisas por los medios de prensa, precisamente al descubrir lo bien remuneradas que estaban esas soltadas de lengua).
Ahora bien, ¿eran injustificados los temores del ingeniero?
Intentemos seguir los razonamientos que se le adjudican.
Como a nadie escapa, los inventores no ganan celebridad en los anales como sus opuestos y a veces hasta enconados enemigos los artistas. La historia es ilustrativa al respecto. Convivimos con cientos de invenciones que no sólo facilitan nuestra existencia en este mundo, sino cuya ausencia nos haría en verdad la vida indeseable. Su enumeración resultaría muy larga y ociosa. Baste tan sólo citar algunos ejemplos: el tren, el automóvil, el semáforo, la televisión, la Coca-Cola, el teléfono móvil… ¿Quiénes fueron sus inventores?, ¿quién recuerda sus nombres? ¿Alguno entre mis lectores, quizás? Pues estoy seguro de que la mayor parte de los que siguen estas líneas han debido apelar a sus enciclopedias digitales tras la enumeración, para dar allí con la respuesta. Y bien, ¿quién inventó la computadora? Nueva laguna, seguramente. Nueva y desesperada búsqueda.
¿No es esto, pues, una soberana injusticia, dada la gran utilidad de todos estos maravillosos inventos que tan grata nos han hecho la vida, y a cuya lista podríamos añadir otros tantos de cuyos mentores nada sabemos? Pues, ¿qué sería hoy la humanidad sin ellos? Un amasijo de brutos, con seguridad. Por contraparte, nadie ignora que Miguel Ángel ha pintado la cúpula de la Capilla Sixtina, que Beethoven ha compuesto La Novena Sinfonía o que Dante ha escrito La Divina Comedia. Todas éstas, convendrán mis lectores, creaciones de lo más inútiles para el progreso de la humanidad. ¿Por qué, pues, este absurdo, esta iniquidad, este desatino de atesorar en la memoria los nombres de aquellos que tan poco hicieron por nosotros a expensas de esos otros a quienes tanto debemos? Pensemos por ejemplo en el propio Leonardo, tan célebre como pocas celebridades existen hoy inmortalizadas en el recuerdo. Y bien: ¿a qué debe este genio su gloriosa fama? ¿Al hecho de haber dado color al pequeño, opaco e insulso retrato de una dama misteriosa sobre cuya identidad nadie se pone todavía de acuerdo, o al de haber diseñado para la humanidad innumerables mecanismos de infinitas utilidades prácticas? Creo que no hace falta responder.
Tales, pues, según el periodista del New York Times cuyo argumento es el que hemos seguido hasta aquí, fueron los razonamientos de nuestro ingeniero G***. Él se hizo estas mismas preguntas, se planteó los mismos interrogantes, y llegó a las mismas conclusiones, a saber: que para grabar su nombre a fuego en las generaciones venideras tenía que concebir… ¿Qué cosa? ¿Un invento que sirviese para algún propósito útil? ¿Una máquina que revolucionase la vida moderna? ¿Acaso un cohete que nos permitiera llegar a Marte o cuando menos a nuestros propios hogares evitando los congestionamientos del tránsito? Nada más erróneo; nada más inexacto. De lo que el genio se convenció entonces (y verdad, motivos no le faltaban para discurrir así) es que para granjearse la gloria eterna tenía que emular a los artistas y crear una obra de arte, es decir, algo del todo inútil.
Ahora bien, esto no entraba dentro de sus posibilidades por muy genio que fuere, ya que había sido formado irreprochablemente en la escuela del utilitarismo. Él no sabía trabajar el mármol, manipular los pinceles ni tocar instrumento alguno. Ni hablar… ni hablar, por supuesto, de ponerse a versificar ideas, que es, como todos saben, la actividad improductiva por antonomasia. Luego… ¿qué hacer? ¿Qué concebir? ¿Con qué ganarse el reconocimiento eterno? El asunto se le hacía difícil e intrincado. Pues, por mucho que el ingeniero estrujaba su lúcida testa, no distinguía aquello que pudiera ser tanto o más inútil que una obra de arte. Ello… ello parecía imposible de concebir. Pues, ¿qué más tonto que una tontería? Nada, por supuesto. A no ser… a no ser que se piense (¡pues claro!) en el tonto mismo. Y así, fulminante, llegó la revelación al ingeniero, tal y como suele ocurrir con los genios: en un momento de inspiración divina; esa misma revelación, sí, que cambiaría drásticamente su vida y el concepto que el mundo tenía hasta entonces de él: «Más inútil que toda obra de arte», se dijo entonces (y nos parece estar escuchándole) «es, desde luego, el artista que las concibe». Él crearía, pues, una máquina programada para comportarse, precisamente, como un artista, es decir, y escúchese bien: una máquina inútil.
¿Genial? Seguro. Y ya quisiera haber estado yo bajo la piel del admirable ingeniero al momento de concebir tan inspirada idea. Pues no se me oculta que lo habrá embargado entonces una efervescencia muy semejante a la producida por una borrachera monumental una de esas borracheras, en efecto, rayanas en el delirio.
Claro que quizás nos apresuraríamos al considerar como propias del ingeniero todas estas hipótesis que hemos vertido hasta aquí, siguiendo siempre al agudo reportero del New York Times. Acaso hayan existido otros móviles revolucionando la cabeza del inventor al momento de concebir su idea; pues tratándose de un genio semejante, todo es posible. Pero lo que no podemos dejar de remarcar es la fina agudeza del análisis, así como la densidad de los razonamientos con que el periodista pretende elucidar una conducta que aún tratan de explicarse los mejores alienistas del mundo.
Si él ha dado con el meollo del asunto, o si se nos sorpenderá aún con otras tantas conjeturas al respecto, es algo que no podemos aventurar al presente. Habrá que dar paso al tiempo.
Lo concreto es que, sea por los motivos que fuere, ya tenemos a nuestro consabido genio provisto de su «idea». Y si hay algo característico de estos genios es que una vez hechos con la idea, ya no la sueltan. De ahí, pues, a abandonar todo proyecto anterior a esta revelación para sumergirse en la materialización del concepto; de ahí a dejar su cátedra en el California Institute of Technology, desistir de sus muchos encargos laborales y retirarse a su laboratorio privado, sito en la pequeña localidad de Boredom, en el Estado de Massachusetts, no había más que un paso o más bien un boleto de avión. El ingeniero dio ese paso; compró el boleto.
Dos años serían los que permanecería allí ensimismado en su tarea, sin ocuparse de nada que no hiciera a su asunto, en un encierro autoimpuesto y claustral. Dos años en los que sin valerse siquiera de ayudantes y rehusándose a brindar adelanto alguno respecto a aquello que se traía entre manos, puso todo de sí en aras de concretar la esplendente idea. Tan hermética sería su deliberda reclusión, tan inviolable, que apenas tenemos alguna referencia dispersa en lo tocante a este período creativo. Se trata en verdad de una laguna que ni siquiera nuestro avezado reportero del New York Times ha podido cubrir, tan siquiera con falsos supuestos.
De lo que no cabe duda es que se trataron de dos años fructíferos; que la idea no sólo fue cobrando forma en la fantasía del inventor, sino que terminó por plasmarse en la realidad. Y tanto así que, pasado el lapso de frenética labor, después de mucho chismorreo levantado en torno a su actividad, de mucho vano espionaje y de mucha expectativa febril, el ingeniero G*** pudo salir de su cueva, vaya a saberse en qué estado y bajo qué aspecto, para anunciar al mundo… ¿qué cosa? Nada menos que la buena nueva: «Hay invento».
La conmoción fue enorme.
Se esperaba algo grande, a decir verdad; se esperaba un gran salto para el progreso de la humanidad. Y si bien las esperanzas forjadas a propósito del invento del ingeniero G*** puede que hayan sido desmesuradas, nadie nunca sospechó hasta qué punto lo serían. Sí, la revelación del enigma no tendría buen desenlace, pues significaría una gran decepción para todos comprobar en qué actividades había gastado el ingeniero G*** durante los dos últimos años, su precioso tiempo, sus preciosas dotes y, sobre todo, el precioso dinero que el Estado había invertido en su formación.
Fue una mañana de mayo en que tuvo lugar el suceso. Una clara mañana en que el taller del ingeniero G*** se transformó de pronto en epicentro de la atención mundial. Allí se hallaban reunidos reporteros de los servicios de prensa más renombrados, personajes ilustres de todos los estamentos y grandes dignatarios gubernamentales. Todos congregados para presenciar lo que el genio había anunciado ya como el invento, es decir, su mayor creación, su obra cumbre, aquella que lo catapultaría a la fama y memoria eterna.
¿Quién no se hubiese ilusionado ante semejantes preámbulos?
En vano fueron colocadas enormes vallas para cerrar el acceso a los curiosos. Estos no dejaban de apersonarse en el lugar y burlaban a los efectivos de seguridad valiéndose de cualquier excusa o artimaña.
Nunca la tranquila localidad de Boredom había sido objeto de actividad mayor. Nunca los apacibles habitantes de aquel pequeño poblado sospecharon que serían alguna vez objeto de la atención mundial. De hecho, era ya un multitudinario gentío el que se hallaba agolpado a las puertas del taller del ingeniero (no quedaba en verdad espacio ni para un alfiler), cuando, pasadas unas infinitas horas de intensa expectativa y de reiterados empellones, por fin éste se hizo ver ante el público que tanto le reclamaba.
La locura se desató irrefrenable.
Llovieron las aclamaciones; muchedumbres de pájaros huyeron despavoridas de las copas de los árboles ante el repetido y aplastante traqueteo de las palmas. Todos voceaban el nombre del ingeniero, todos lo vitoreaban, todos lo amaban. En suma, que el ingeniero G*** era el hombre del momento.
No obstante, lejos de demorarse en gestos pueriles, éste apenas si estrechó algunas manos de colegas y de importantes dignatarios, como si ello se tratase de un trámite molesto. Y aunque todos querían llegar hasta él, aunque todos querían saludarlo, tocarlo, besarlo, acaso tan solo verter sobre sus oídos alguna palabra afectuosa o admirativa, el inventor se mostró grave y muy dueño de sí mismo. Nada, en efecto, parecía capaz de poder distraerlo aquella mañana de su asunto. ¡Y qué asunto se traía entre manos!
Pasados los saludos de rigor, y tras tomarse el genio un breve respiro, hurgaba ya en uno de los bolsillos de su roído delantal (el mismo que llevaba puesto desde hacía dos años) para extraer de allí, luminoso y distinto, un pequeño control remoto. Entonces las voces se acallaron repentinamente. Como un platillo volador de alas gigantes, planeó sobre todas las cabezas el sentimiento de que algo inmenso estaba por ocurrir. Y a decir verdad, no se estaba en un error. Acto seguido, las puertas del taller que daban hacia la calle comenzaron a moverse sobre sus rieles emitiendo agudos chirridos. El silencio se hizo más profundo todavía, casi sepulcral. Todos estaban paralizados, medio muertos en sus sitios; ni un músculo se movía en los rostros. De las bocas ahuecadas apenas escapaban entrecortados suspiros debidos a la mucha tensión. Se afirma incluso que de dilatarse más la espera, a alguno de los presentes le hubiera estallado el corazón allí mismo. Es muy probable.
Pero por fortuna para esos pobres y revueltos corazones, el ingeniero no tardó en presionar uno de los luminosos botoncitos de su control remoto, produciendo con ello que, a través de las puertas abiertas del taller, se comenzara a deslizar hacia la acera una gran rampa cual una ola metálica y crujiente. Ya se palpitaba la maravilla; las gentes enarcaban sus cuellos como cisnes, las señoras se abanicaban temiéndose próximas al desmayo, los niños se escabullían entre las faldas; todo ello ocurría a un mismo tiempo, ni un director de orquesta habría podido coordinar mejor todos esos movimientos involuntarios, hasta que, desde el oscuro interior del taller, muy lentamente, algo comenzó a asomar.
¿Qué era? Lo impensado. Lo que nadie, ni en su peor pesadilla, hubiera podido vaticinar.
«Azul como el mar, azul como el cielo, azul como los sueños del poeta» (según las socorridas palabras del propio mentor), era el color de las láminas metálicas que cubrían por fuera los intrincados mecanismos internos de Orpheus, nombre con el cual había bautizado el ingeniero G***, significativamente, a su pequeño robot artista (acaso por responder a este mismo nombre el personaje más inútil de todos cuantos conformaron el viejo panteón helénico).
Cuatro rueditas, que al contacto con el suelo (¡oh, maravilla!) producían como el tañido de un arpa, sirvieron al robot para descender por la rampa dispuesta para ese propósito, y ello entre la consternada admiración del público que se hallaba sumido en un silencio por demás elocuente.
¡Ah! ¿Dónde hallar las palabras que puedan expresar las sensaciones que pugnaban en cada uno de los espectadores en ese momento, aquellas que turbaban los conmocionados corazones? ¿Dónde buscar los adjetivos que puedan describir tamaño evento? ¿Cómo, cómo dar una idea de esos sentimientos inexpresables?
Sobre todo, sobre todo cuando ante las muchas preguntas, las inequívocas miradas indagatorias y los constantes reclamos acerca de aquello que, aun viéndolo, nadie podía llegar a comprender, muy fresco, con ingenua sonrisa, el ingeniero G***, declaró:
Se trata del primer robot artista. Se trata de un invento que no sirve en realidad para nada. Se trata, en suma, de la primera máquina inútil.
¿Cuál era el sentimiento, decíamos?
¡Horror! Definitivamente, horror. Y sin embargo, diríamos tan poco con ello… Quedémonos con el «horror», por el momento, al cual podríamos añadir también «decepción». ¡Tremenda decepción!
Y esto fue sólo el principio. Pues a medida que se aclaraba la figura de Orpheus bajo los rayos casi perpendiculares de lo que ya era el mediodía, tanto más se acrecentaba en el público el disgusto y acaso la indignación de cara a lo que veían… ¡Tenía que tratarse de una broma! No era posible que tal fiasco estuviese ocurriendo a plena luz del día. Ese pequeño robot, ese engendro metálico, con su corona de laureles finamente trabajada en relieve sobre el metal, dorada de seguro bajo un proceso de pintura de novísima generación, fulgente y regia sobre la bruñida y abombada testa, era la apoteosis del ridículo. Era… ¡era en verdad la glorificación del absurdo!
Y sin embargo, eso ¡era!
Allí estaba sino el androide para corroborarlo, avanzando imprudentemente con sus pequeñas rueditas hacia la muchedumbre azorada. Y para garantizar que no era broma, que el engendro era algo realmente serio, bosquejada en su semblante llevaba esa expresión de gravedad tan característica en los artistas, aquella misma que, desde temprano, suele enfriar su mirada.
Nadie sabía qué actitud adoptar. Mientras, el diminuto androide, sin apercibirse del rechazo que producía su aparición, seguía avanzando. Un nimbo extraño lo envolvía como un mágico sudario; un resplandor logrado merced quién sabe a qué extraño proceso lumínico que emanaba de su interior. Del roce de sus rueditas con el suelo, como ya dijimos, brotaba ese sonido celestial, como de arpa, que parecía calar tan hondo entre los allí presentes que hubieran todos creído tener, entonces, un alma. Sensación muy poco grata, a decir verdad, y que no hacía sino acrecentar aún más (si ello era posible) el sentimiento de contrariedad que embargaba a la muchedumbre frente a la insólita criatura.
En un momento dado una mujer, que cargaba con un ramo de flores, acaso con intención de obsequiárselas al brillante inventor, de tan pasmada que estaba ante la novedad dejó caer el manojo al suelo, precisamente cuando Orpheus se aproximaba bajo sones de arpa hacia ella. Y entonces (¡quién lo podía prever!) allí mismo, del modo menos pensado, fue que el engendro metálico demostró su verdadero natural (aunque lo más correcto fuera decir su circuito programático), cuando, luego de recoger aquellas florecillas dispersas y simular aspirarlas con suma delectación, puso el ramo de regreso en manos de la ya temblorosa mujer, pero no sin antes declamar, con voz atiplada, estas insólitas palabras que dejaron mudos a todos los presentes:
Nunca flores tan hermosas se desprendieron de tallo tan bello.
¡Esto fue demasiado! Esto fue el colmo, a decir verdad. Un poeta en nuestros días es ya cosa insólita y aberrante. Pero un poeta androide… ¡eso ya era suficiente para provocar el espanto! Y espantada fue la mujer, espantada hasta el extremo, y tanto que, sin cuidarse de nadie, con el ramo apretado contra el voluminoso pecho palpitante, se dio sin más a correr, tal y como si se hubiese encarado al mismo diablo. Su gesto, ni qué decirlo, fue imitado al momento por todos los presentes. La desbandada se dio tan vertiginosa como en desconcierto. Y en lo que llevó sólo un abrir y cerrar de ojos, aquella calle, sobre la cual daban las puertas del taller del ingeniero, de estar atiborrada, pasó a quedar por completo desierta.
Así concluía la muy ansiada presentación, por tanto tiempo diferida, con la que tanto se había fantaseado, y que tan cruel desencanto había producido entre las gentes.
De más está decir que los medios de prensa no se hicieron esperar para cebarse en el pobre inventor. A escasas horas del evento, llovían ya sobre él las más enconadas críticas y los reproches más severos. Fue tal el alboroto que incluso más de un dignatario gubernamental temió por los resultados (es decir, por su cargo), ya que se estaba en vísperas de elecciones. No podía culpárselos; al fin y al cabo el invento del ingeniero G*** se había financiado con fondos estatales, y este dato no escapaba a nadie, mucho menos a los reporteros, que no dejaban de recalcarlo una y otra vez en sus aceradas invectivas.
Pero pese a tamaño descalabro, y por curioso que esto se oiga, el inventor no parecía desesperar. De hecho, si hemos de tomar por ciertas las especulaciones del ya mencionado columnista del New York Times, ese primer fracaso no sólo estuvo lejos de desmoralizar al ingeniero, sino que este contratiempo ya lo había previsto. En efecto, y siguiendo siempre los mismos razonamientos que el periodista le adjudica, la incomprensión del mundo le parecía de lo más natural al ingeniero. Todos los artistas habían conocido la misma ingratitud en su siglo. Sus obras inútiles sólo habían sido estimadas en algo por la posteridad. ¿Por qué, pues, habría de ser él la excepción? No, la fama del artista advenía póstumamente; no había más que acudir a los claros ejemplos que presentaba con generosidad la historia para corroborarlo. Y era con esta clase de fama que soñaba el inventor: con la fama eterna; con la inmortal gloria; con la admiración imperecedera. Bien valía sacrificar el presente.
De hecho, aún hoy sigue el ingeniero muy tranquilo y seguro al respecto. ¿Que se le han retirado los fondos para continuar sus investigaciones? ¿Que se le han cerrado todas las puertas en el campo académico? ¿Que le han quitado su cátedra en la Universidad para colocar al frente de ella nada menos que a ese colega suyo que traicionara sus confianzas por dinero? ¿Que el Primer Ministro de Francia lo ha invalidado como miembro de la Legión de Honor? ¿Que la reina de Inglaterra ha revocado su título de Sir G***, y que incluso la mascota corgi preferida de la soberana, Holly, la sobreviviente, ya no puede oír el nombre del ingeniero sin gruñir? Pero, ¿qué puede significar todo esto ante la seguridad de que él permanecerá vivo en la memoria de los tiempos por lapso indefinido, precisamente junto a Miguel Ángel, a Beethoven, a Dante? ¿Qué vale la ingratitud de un momento ante la gloria eterna e imperecedera?
No, el ingeniero G*** no sólo está lejos hoy de desesperar por su suerte, sino que incluso se siente muy satisfecho de sí mismo, relamiéndose por anticipado con su inmortal fama.
Y si bien en un principio tuvo que afrontar ciertos y serios desafíos para su orgullo, atravesar por situaciones harto difíciles debido al encono del pueblo hacia su Orpheus, esto forma parte ya del pasado.
En efecto, parece ser que el invento le dio algunos dolores de cabeza durante los meses inmediatos a su presentación, y ello a causa del repudio expresado hacia Orpheus por los vecinos de la villa. Los mayores inconvenientes vinieron a resultas del gusto que el androide demostraba por explorar los parques de Boredom. A todos los habitantes de la pequeña localidad les incomodaba ser testigos del deambular errático de ese «inútil de hojalata», como le llamaban, lo cual ocurría con mayor frecuencia de lo deseado y de lo conveniente. Temían, según hicieron saber de inmediato a las autoridades, por los niños del pueblo.
Y es que Orpheus, siguiendo su natural poético (o por mejor decir su circuito programado para un poético accionar), amaba ir por los parques y entretenerse en recoger florecillas de los canteros, a fin de formar coloridos ramilletes que solía obsequiar al primero que encontraba a su paso (aunque hay que reconocer que demostraba una marcada predilección por las jovencitas). O bien, gustaba el androide de quedarse tendido sobre el césped largas horas, muy ensimismado (según se le reprochaba) en la contemplación de las nubes o en el revoloteo de los pájaros, o ya, durante la noche, arrobado por los brillantes parpadeos que emiten las estrellas. Argumentaban incluso, cosa desagradable, que el disparatado robot entreveía brumosos reinos encantados en esas nubes, que se lo había oído conversar misteriosamente con las avecillas, y esto al punto de llegar a imitar, con su atiplada y desagradable voz, los complejos trinos (interrumpiendo con ello muchas veces el descanso de las buenas gentes). Tonterías, en suma, pero que, por lo insólito e inadecuado, crispaban y amedrentaban a los moradores de la villa, y con justísima razón. Se temía sobre todo que su actitud poética pudiera terminar siendo imitada por los niños, que el androide acabase por ejercer sobre ellos una perniciosa influencia de índole romántica. En fin, incontables fueron las airadas quejas y reclamos que, en forma de largas denuncias y petitorios, se presentaron a las autoridades de Boredom; reclamos y quejas que no tardaron en llover sobre nuestro buen ingeniero en forma de demandas y sanciones pecuniarias.
Pero esto no era todo. Los problemas del inventor no culminaban aquí. Pues de aquellas bucólicas incursiones de Orpheus, muchas veces retornaba el androide en un estado en verdad lamentable, es decir, repleto de abolladuras o embadurnado con toda clase de porquerías, ya que los niños, aquellos niños por los que tanto temían sus madres, habían tomado afición por practicar puntería con el robot, utilizándolo como blanco móvil. En efecto, apenas verlo los mocosos le arrojaban lo primero que encontraban a mano. Y ¿cómo podía evitar el pequeño Orpheus este contratiempo cuando esa música de arpa celestial que le precedía terminaba por delatar siempre su presencia? Sí, fue aquel un período difícil en verdad para el ingeniero G***, ya que sus economías eran escasas desde que le habían retirado todo apoyo estatal. Apenas obtenía lo justo para vivir dignamente merced a las clases individuales que daba a alumnos de colegios de enseñañaza privada. Llegó el inventor incluso a sopesar la posibilidad de desactivar a Orpheus, de cortar todo suministro activo a sus circuitos programados, y ello debido a los gastos que suponía (ya fuere por las multas que propiciaban los errabundeos del androide, ya por las constantes reparaciones que debían efectuársele a causa de los maltratos de los niños, o bien por la cantidad de fluido energético que el engendro metálico consumía para desarrollar su inútil existencia de poeta).
Mas he aquí que, llegado ante tal penosa coyuntura, precisamente cuando el fin del pequeño robot amenazaba ser inminente, ocurrió algo tan impensado como inconcebible. Los pobladores de Boredom, luego de permanecer reunidos en larga sesión y deliberar muy acaloradamente, por propia voluntad y de común acuerdo, se dirigieron en masa hasta las puertas del taller del ingeniero para hacerle (¿quién lo creería?) el insólito ofrecimiento de cooperar con los gastos que suponía mantener en poética actividad a Orpheus. ¡Nunca hubiera soñado el inventor con propuesta semejante! Y sin embargo, tal fue la propuesta.
Al parecer, tras muchas quejas y aprensiones, luego de tanta demanda millonaria, los pobladores de Boredom acabaron por tomar afecto al metálico engendro. Insólito, pero cierto. Acaso fuera esa música celestial que emanaba a su paso, y que los hacía sentirse casi poseedores de un alma, lo que los impulsara; tal vez fueran esos bellos versos que Orpheus vertía con suma prodigalidad y atiplada voz; o quizás aquellas bellas formas avistadas por el robot en las nubes y que, a fuerza de describirlas, terminaron por ser vistas por quienes lo escuchaban. ¿Quién puede saber los motivos? Son intrincados como todo en esta historia. Las leyes del comportamiento humano semejan recónditas y oscuras como un hoyo negro abierto en el Universo.
Pero lo concreto es que Orpheus terminó por hacerse indispensable para aquellos mismos pobladores que tan hostiles se habían mostrado en un principio hacia él (si bien ninguno de ellos habría estado dispuesto a reconocérselo a sí mismo). Se llegó incluso a regañar a los niños que solían elegir al androide como blanco móvil. El propio ingeniero G***, de quien se dice que recibió la propuesta de cooperación con lágrimas en los ojos, parece hoy también ver en su inútil creación algo más que un simple medio para ganarse la fama eterna (fama para cuya mayor glorificación, según se dice, el pequeño rodante ha escrito ya una larga loa en pentámetros yámbicos). Parece, sí, que ha terminado por tomar gusto por su inútil compañía, que se le ha hecho tan necesario su poético comportamiento como a los mismos habitantes de Boredom. Y tanto así que él ya no parece concebir la vida, encontrarle objeto ni gusto alguno a su existencia, si no oye, de cuando en cuando, algún poema de los muchos que con voz atiplada recita sin cesar su compañero. En suma, que el ingeniero ya no puede pasarse sin su diaria dosis de inutilidad.
Esto al menos es lo que afirma nuestro agudo columnista del New York Times, a quien nunca hemos dejado de seguir a lo largo de nuestro relato. Claro que en este último punto el periodista parece exagerar, tal y como si se hubiera dejado llevar de pronto por la vena romántica.
¿Acaso habrá caído también rendido ante el influjo del androide? ¿Cómo saberlo? Es probable que el mañana nos devele más detalles acerca de esta historia. Pero de lo que sí no caben dudas es que el tal Orpheus ha de entrañar alguna virtud oculta, a fin de cuentas, para haber propiciado tal cambio de actitud en los pobladores de Boredom, quienes, aunque no representan más que una insignificante porción del planeta, no por ello dejan de ser parte de ese mismo planeta. En efecto, tal cambio de actitud no es poca cosa, si se lo mira bien. Puede sentar todo un precedente. Y a más de esto, si tanto se ha ensalzado en la antigüedad al Orfeo mitológico por mostrarse capaz de conmover con su canto hasta a las mismas piedras, ¡cuánta mayor gloria no merece nuestro pequeño androide, pues, al lograr conmover a las sensibilidades modernas, mucho más duras (según opinión del reportero del New York Times) que cualquier piedra antigua!
Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías, tanto en España como en Italia, Estados Unidos y Argentina. También ha colaborado con diferentes revistas literarias especializadas en los géneros de terror, fantástico y ciencia ficción, como Axxón, Valinor, Baquiana… Entre los premios con que ha sido galardonado figuran: Premio Finalista en el «I Premio ‘Palabra sobre Palabra’ de Relato Breve 2013». Mención de honor en el XL Concurso Literario «Cultura en Palabras 2014». Mención de honor en el XLII Concurso Internacional de Poesia y Narrativa «Unidos por la palabra 2014». 1º PREMIO en el 1º Certamen Literario «Dr. Juan Atilio Bramuglia» (2014). La editorial española E-ditarx acaba de publicar La fortuna o la muerte, primera novela del escritor.
Anteriormente hemos publicado su cuento SERAFINA.
Este cuento se vincula temáticamente con UN ARMANI, de María Laura Sánchez, PEREZ, EL INVENTOR, de Miguel Canel, y EL HOMBRE Y SU SEMBLANZA, de Anselmo Bautista López.
Axxón 267
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Humor : Robótica, Invención : Argentino : Argentina).