Revista Axxón » «La novia de Lugosi», Andrea Arismendi Miraballes - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

 


Ilustración: Tut

Todos recordamos algo de la infancia de manera persistente. Yo rememoro poco, pero constantemente me acompañan algunas imágenes dispersas. Tal vez así se va configurando la personalidad, he oído. No lo sé muy bien, pero cuando intento trazar mi vida en una línea de tiempo hay algo que se repite en esa extensión, algo de lo que soy, algo que no puedo dejar de ser. Tal vez me confiese ahora o, seguramente, ya no valga el esfuerzo. Tal vez muchos sonrían y vean que somos allá abajo, muy abajo, iguales. Mi padre era dibujante. Su talento eran los retratos. Poseía una memoria casi sobrenatural para recordar rostros y luego reproducirlos con gran detalle. Cada noche me leía historias, a veces capítulos de novelas (recuerdo la tortura de Los hijos del capitán Grant de Julio Verne), a veces cuentos, pero mi momento esperado era cuando se cerraba ese encuentro diario y nocturno con un retrato de Bela Lugosi. ¿Suena raro? Era un retrato hablado; cuando el lápiz trazaba las líneas, las ojeras, el ceño, las oblicuas variedades del terror, yo escuchaba el ir y venir del carbón o del grafito mientras él articulaba singulares historias a la vez. Amaba a Lugosi como una novia fiel. Las paredes de mi cuarto de niña estaban totalmente cubiertas por esos dibujos y algunos recortes de diarios. No había, lo recuerdo, blondos cantantes o actores anglosajones y yo podía pasar horas mirando sus ojos, su boca, fabulando sus misterios. Lugosi era la voz de mi mente, era mis propios gestos, mis tics, mis silencios.

Tenía cinco años la primera vez que lo hice. Eso sí lo sé bien porque recuerdo la vergüenza discreta de mi ida al médico cuando le dije a éste mi edad y mi padre repitió «Cinco años, recién cumplidos». ¿Cuál es la diferencia entre tener cinco años recién cumplidos, cumplidos hace seis meses o a punto de seis? No lo sé, pero me avergoncé de tener casi cuatro, y no cinco definitivos, por eso me retraje al habitual silencio y ya no hablé más ni escuché. Ese es uno de los breves recuerdos. Otro que me asigno como determinante, el que motivó la ida a la mutualista, es mi amor incondicional a los animales. Mi mamá adoraba a los gatos y éstos se reproducían con libertad en el amplio y salvaje jardín de la casa. También morían allí, cada vez con más frecuencia. Hay nacimientos en estaciones incorrectas y creo que los efectos de las frías noches otoñales y de las tormentas se llevaban (o yo lo quiero recordar así) a los pobres y diminutos gatitos que tenían el desacierto de venir al mundo en esos tiempos errados. Hubo uno, uno especial, del que me enamoré perdidamente y al que le faltaba la pata delantera izquierda. Lo oculté durante muchos días en mi habitación, lejos de la mirada de mis padres, intentando alimentarlo por mis propios medios, pero fallé en eso. Ese animal debía estar con su madre y no conmigo, que desconocía cómo podía mantenerlo vivo. Yo creí que el hecho de tenerlo abrigado en una cajita de zapatos era suficiente. Fue ese el primero que enterré en una zona privada, húmeda y de difícil acceso del jardín. Había en casa viejas latas con tapa de plástico que poseían un aroma peculiar. Tal vez habían sido de algún medicamento, no lo sé, pero en una pieza abandonada y repleta de bultos inservibles se conservaban a la espera de alguna nueva utilidad. Supongo que yo se la di. Ese fue el ataúd de mi pequeño y deforme gato, el primero que tuvo un nombre impuesto por mí. Lo envolví en gasas y lo coloqué delicadamente en su pequeñísima tumba. Lloré durante tres o cuatro días sin querer despedirme de su recuerdo.

Unos días más tarde celebramos con mi padre el aniversario de Lugosi con un retrato al óleo muy colorido. Por la noche, en mi mente, se reveló algo, una idea, una abstracción, un mensaje… Algo así. Fue un momento de absoluta certeza acerca del futuro y me vi a mí misma tal como soy ahora, como lo que iba a ser o quería ser. Al otro día, muy temprano desenterré de su tumba al gato. Abrí la lata y el aroma se adueñó del entorno. Al principio intentaba no ver el contenido directamente y recuerdo las hojas enormes de un gomero y la penumbra bajo él. Pero era un aroma dulce; un aroma intenso, tan dulce que me hirió y ya no pude quitar mis sentidos de él. Volvía a tapar y destapar la lata, una y otra vez, durante horas, queriendo abarcar la belleza inexplicable de ese olor tan nuevo. Mientras aspiraba mi mente se dispersaba infinita; el mundo cobraba nuevos colores, nuevas posibilidades. El médico, tímidamente, sugirió que debía ser tratada por un especialista con mayor conocimiento de la psiquis infantil.

¿Quieren recuerdos de la infancia? Ese se repite, como una encrucijada. Supe en ese momento que había perdido la oportunidad de tener otros, como el que comete un delito y sabe que su vida estará marcada indudablemente por la certidumbre de la culpa por el acto cometido.

Los gatitos comenzaron a menguar. ¿Confieso algo más?

Comencé a enterrarlos vivos, sí, hasta que ese juego me cansó. Porque algunos se movían lánguidamente al transcurrir uno o dos días y ya no volvía a abrir las latas, pensando en que posiblemente me liberaría de imágenes tan crueles si solo los olvidaba. No puedo. Nunca pude. Siempre desde entonces he sido bondadosa con los animales. Pero mientras en las noches contemplaba los retratos en las paredes, sus pequeñísimos gestos de supervivencia me acosaban y ya no dormía. Los ojos del vampiro me dejaban desolada y contemplativa. A veces aún no duermo pensando en ellos.

Desarrollé tempranamente un intrépido interés por la anatomía humana estudiando los libros de medicina de mi madre en donde había fotografías de cortes transversales y longitudinales sobre cuerpos humanos, cuerpos a los que sabía muertos y ya casi ficticios en esas imágenes pero que adquirían el aroma acaramelado de la muerte ante mis ojos. También sé, ahora, que muchos se regocijan con las noticias infames de crímenes sangrientos u observan los restos de los accidentes de tránsito como a una cosa, como a un objeto de interés colectivo, mientras comentan los horrores del caso. Yo no soy así. Una vez, solamente una vez, me bajé de un ómnibus para ver a un caballo padeciendo el dolor de los últimos momentos de violencia luego de que un auto lo hubiese chocado. Fue en el Prado, en Millán y Cisplatina, y ya pasaron muchos años.

Hubo algún momento, cerca de los trece años, en que para intentar resolver mis problemas evidentes de socialización, mis padres, siempre prudentes, decidieron mudarse a un lugar tranquilo en el interior. Un pueblo. Hice con esfuerzo uno o dos amigos. Viví cercana a una dicha social que se denomina «normalidad»; nadie parecía sospechar mi pasado. Mi casa, antigua y gigante, quedaba casi sobre una ruta. Ahí he habitado hasta el presente, unos veinte años, recolectando animalitos muertos por el constante transitar de vehículos. Los he diseccionado en el fondo de la casa, en una pieza que me ha servido de laboratorio y donde nadie más que yo ha entrado. Debo aclarar que también, en muchas ocasiones, he hurtado a mis padres los animales que esperaban ser cocinados. Una vez incluso al abrir la heladera encontré, con regocijo y sorpresa, una cabeza de cordero sin pellejo que me miraba casi tan estupefacta como yo a él. Secuestré el objeto sanguinolento, pero mi padre me detuvo en el camino al fondo y me quitó el extraño cráneo, con la condición de que me dejaría ver su interior y examinar los ojos mientras él cocinaba lo que serviría de cena. Ya sé que es raro, pero hay otro en esta cadena, otro que mató y descuartizó a ese ser antes que yo. Yo no soy rara.

No.

 

 

El tiempo ha pasado sin tregua. Me voy quedando sola. Cada mañana salgo a trabajar y camino por el borde de la ruta hasta el pueblo. No es nada, nada. No vale nada. Desearía que la vida, que el camino, que el puente que cruzo cada día se borraran del mapa más de lo que ya están. Que desaparecieran bajo un fuego inextinguible o una inundación. No ocurre. Cada día simulo, como aprendí hace tanto, amabilidad y atención ante las voces, interés por sus sueños, sus logros, sus detalles insípidos, sus vidas felices. Pero en ese momento solitario en que camino jamás levanto mi mirada. Mis ojos están bien fijos en la ruta, dispuestos, por si algún tesoro de aquellos que quiero aparece.

Ayer iba en mi oficio. A lo lejos vi a la hija del cartero que corría del lado contrario de la ruta por la que yo caminaba. Antigua compañera de curso, una vez quemó mi paraguas con un cigarrillo cuando me acerqué a ella y a sus amigas luego del turno liceal intentando charlar en la calle. A veces coincidimos en horarios y mientras ejercita su delicado cuerpo en eso que ella llama fitness yo, en cambio, voy encorvada a mi destino de infeliz secretaria de escribano. La miré una o dos veces como sin querer hacerlo, pero continué en mi rutina minuciosa de observar el suelo, evitando saludarla. No me gusta saludar. No me gusta esto de fingir simpatía más de lo necesario u obligatorio. Nos cruzamos y me gritó; gritó mi nombre y agitó su mano. Bajé la vista otra vez. Miré el río veloz bajo el puente. También oí el bramido molesto de un camión acercándose y la tierra agitándose a su alrededor… Que no crea que voy a detenerme a charlar. ¿De qué voy a hablar? ¿De Lugosi? ¿Para que se ría otra vez?

No.

 

 

Los frenos sonaron agudos. Un hombre bajó de un camión y con un alarido se fue cruzando la carretera enloquecido rumbo al río. Había una joven con los ojos clavados en el vehículo, al otro lado de la ruta. El corazón casi se le detuvo con la sorpresa y siguió latiendo desordenadamente por unos segundos. Echó una mirada lenta a izquierda y luego a derecha, entrecerrando los ojos, buscando algo a la distancia. Vaciló un momento antes de cruzar. Miraba dubitativa bajo las ruedas. Mientras se acercaba muy lentamente, observó otra vez hacia un lado, hacia el otro; el corazón le estallaba.

Hay objetos de colección que no se pueden desatender; hay objetos que nos recuerdan la infancia, la felicidad amena de los primeros años.

 

 


Andrea Arismendi Miraballes nació el 5 de diciembre de 1975, en Montevideo, Uruguay. Docente de Literatura, ha cursado estudios de especialización en el área de Letras Latinoamericanas y Teoría e historia del Teatro. Publicó en el año 2016 un libro de poesía titulado Detalle de los bosques. Este cuento integra un libro inédito, Cuando eso acecha, cuyas narraciones giran en torno al terror, tanto sobrenatural como realista.

Este es su primer cuento en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL BOSQUE QUE CRECE POR LAS NOCHES, de Pablo Dobrinin y VOLAR, de Cristian Gabriel Nuñez.


Axxón 281

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror Psicológico : Necrofilia, Cine : Uruguay : Uruguaya).

2 Respuestas a “«La novia de Lugosi», Andrea Arismendi Miraballes”
  1. Extraño a otros dibujantes en las ilustraciones de los cuentso, soy seguidor hace muchos años, y era mas variado antes

  2. Nabucom dice:

    Buen manejo del terror psicológico. Gran cuento. Saludos.

  3.  
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