Revista Axxón » «Orogenia», Juan Carlos Pereletegui - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

España

El viejo guarda salió hasta la puerta del refugio y apoyó sus huesos cansados contra el dintel de piedra. El otoño había hecho acto de presencia, desanimando con un día húmedo a los escasos montañeros que intentaban alcanzar la cumbre del Posets antes de que las nieves impusieran su ley. No les echaba en falta, ¡intrusos! Respiró hondo, saboreando el olor a bosque mojado, disfrutando de la compañía de las moles graníticas que lo rodeaban con sus encrespadas aristas, y sus paredes abruptas, con sus laderas vestidas de blanco por los glaciares… Las reinas del Pirineo… Sus únicas auténticas amigas.

A lo lejos, al otro lado del profundo valle del Ésera, La Maladeta se desparramaba bajo los rayos del sol poniente. Las nubes se habían retirado al final de la tarde y los glaciares ardían, antes de volverse súbitamente azules y precipitarse en la negrura, un instante después. Mirando fijamente aquella montaña enorme y orgullosa, bella como sólo puede serlo una montaña, sintió, más que vio, cómo se estremecían los perfiles de sus aristas. Fue tan sólo un instante, pero en el viejo rostro, lleno de arrugas, se dibujó una ancha sonrisa.

—¡Rediós! —pensó —. ¿A quién esperas, preciosa, que estás tan contenta?

 

La mujer tomó asiento junto al torrente. El cielo había escampado después de algunas cortinas de agua faltas de convicción, dando paso a un hermoso crepúsculo. Absorta, contempló cómo la luz se retiraba, de uno en uno, de los gendarmes de la cumbre del Alba, hasta que sólo la testuz bravía y soberbia del Pico de Alba, en lo alto de su cresta, permaneció iluminada. Luego, también él sucumbió a la oscuridad. Sintió una punzada de melancolía. En una ocasión había apostado su vida contra aquella cresta, contra aquella cumbre. Más de dos días en medio de la tormenta, contra el frío, el hielo y el agotamiento. Al final regresó con su cumbre. Y con su vida.

Esperó mordisqueando una pieza de fruta hasta que la luna, un gran creciente, hirientemente blanco, apareció por detrás de la Cresta de Tatats. La tenebrosidad del bosque desapareció. A la luz de la luna, el paisaje quedó reducido a lo claro y lo oscuro.

Reemprendió su marcha, atacando la empinada rampa formada por la presa natural del lago de Cregüeña. Un par de horas después daba el último empujón y su cabeza se erguía por encima del desagüe del lago. No por conocida y esperada, acusó menos el impacto de la escena. Bajo la luz plateada, el gigantesco lago dominaba, con su masa brillante y acerada, un mundo de agua, nieve y roca. Ni una brizna de vegetación lograba asentarse en aquel coto cerrado de la geología. Hasta los líquenes se habían retirado a la espera de la próxima primavera.

Al fondo, cerrando la cuenca, sin más valor que el que cada cual quisiera darle, la pared sur de la Maladeta, abrazando sus dominios.

Saboreando con fruición el aire frío y húmedo, la mujer dedicó largos minutos a gozar del momento. Ahíta por fin, emprendió sin vacilación el camino hacia el bien conocido vivac, en la orilla de gigantescos bloques de granito.

A la mañana siguiente, mucho antes de que el sol fuera visible en el fondo de la cuenca, la mujer ya se encontraba al pie de La Maladeta. Con el cuello torcido y ojo crítico revisaba la pared sur. Muy arriba, la cumbre de la montaña era una explosión luminosa, el refulgente cuarzo de su magnífico granito, las aristas cortando los rayos solares, creando una brillante escultura de luz y sombra.

La sur de La Maladeta, la pared de la tranquilidad, la llaman algunos. Ella no compartía esa opinión. Había algo bravo, joven y fuerte en esta montaña, una energía enervante que fluía, que alimentaba y enardecía a quien sabía captarla.

Terminó de calzarse los pies de gato, las flexibles zapatillas de suela adherente, y después, despacio, dio una vuelta en círculo gozando de la vista. El corazón se le encogía de placer y humildad. Como un nuevo San Francisco daba gracias al hermano sol, a la hermana agua, a la hermana nieve, a la hermana roca y, sobre todo, a la hermana montaña. Nada más había de importante en su mundo.

Un clavo negro y grueso, una obscenidad, marcaba el punto de arranque de la vía de escalada. Lo tocó sintiendo la rabia en su interior, el odio por los que mancillan su amada montaña, penetrándola con duras clavijas, abriendo agujeros en su tierna carne pétrea. De buen grado arrancaría aquel clavo, y todos los que sin duda encontraría en su camino, pero el agujero vacío se convertiría en un dañino punto de ataque para la erosión. Con los ojos húmedos dejó que sus dedos se deslizaran del hierro a la roca. Cuando las yemas rozaron el granito, sintió una sensación increíblemente intensa recorrer todo su cuerpo. Un hormigueo reconfortante, similar al calor del sol después de un vivac helador. Pero mucho más intensa e inequívocamente sexual. Inmóvil, con toda la palma de la mano apoyada sobre el granito rugoso, sintió cómo los pechos se turgían y suaves ola de gozo nacían en lo más íntimo de su ser femenino.

Cuando por fin logró retirar la mano, la invadía un poderoso sentimiento de paz y vitalidad. Tocó de nuevo la roca pero esta vez sólo notó la frialdad del granito, las aristas cortantes de los diminutos cristales de cuarzo.

Con un suspiro, vació su mente, el brazo izquierdo se alzó, buscando la estrecha repisa que constituye el agarre clave del paso de entrada y la vista bajó, buscando resaltes en la aparente regularidad de la placa de granito, donde apoyar los pies de gato.

Pasada la torpeza y el envaramiento de los primeros minutos, el cuerpo se adaptó a aquella nueva forma de progresión, la mente asimiló la nueva perspectiva, los músculos olvidaron la rigidez, volviéndose flexibles y potentes. Y la mujer se sintió en comunión con la montaña. En la absoluta soledad de aquel rincón, perdido en lo más recóndito del Pirineo, se sintió una con la montaña. Una roca más, dotada de vida propia, pero ligada a la gran roca madre, a la montaña, por hebras inaprensibles. Los sherpas del valle de Khumbu llaman Chomolungma al Everest. Gran Diosa Madre. La mujer les entiendía perfectamente.

Ascendía con facilidad, superando en estado de gracia los difíciles pasos de la vía elegida. Incluso ella estaba sorprendida. El «solo integral», la escalada en solitario, sin sistemas de seguridad ni mecanismos artificiales de progresión, era una modalidad de alpinismo de alto riesgo, no apta para corazones débiles.

Después de una larga ascensión ininterrumpida, salió de las sombras al alcanzar el paso crítico. Concentrada en la escalada, no se había percatado de cómo descendía la línea de luz, y el sol, apareciendo de súbito por encima de la cresta de Cregüeña, la inundó de calor y felicidad. Anclada sobre un empotrador, delicadamente trabado en una grieta, se despojó de ropa, quedando tan sólo con una fina camiseta de tirantes. La brisa era fresca a esa altura y la recorrió un escalofrío, pero el sol y su constitución vigorosa se impusieron rápidamente. Impaciente, afrontó el tramo más difícil del día, el ser o no ser de aquella escalada. Para un escalador solitario, la vida o la muerte.

El diedro, abierto como un libro, era casi perfecto. La grieta de su fondo, rigurosamente paralela, resaltaba con su negrura de tinta china sobre las paredes marrones del granito, centelleante de cuarzo. Sobre su cabeza, el bloque, inmenso, atascado de forma inverosímil, entre las paredes del diedro, afrentando todas las leyes de la gravedad. Con una sucesión de empotramientos de puños en la grieta, alcanzó con facilidad la base del bloque. Después, comprimida bajo su masa, manteniendo la posición con un empotramiento pie-tobillo, lanzó la mano derecha a ciegas, por encima de la arista del bloque, palpando hasta localizar la grieta que lo fractura en dos partes. Una vez asentada la mano con fuerza, se dejó ir. Un leve vértigo la invadió cuando todo su cuerpo se balanceó en el vacío, muchos metros por encima de las aguas heladas de Cregüeña. El cuerpo rígido se relajó, libre de la tensión de los empotramientos, y la mujer osciló, llevada por la brisa, anclada a la vida por cuatro hilos: los cuatro tendones de su mano derecha.

Era un momento sublime, pero irremediablemente breve. Abriéndose de piernas, asentó los pies de gato en las paredes del diedro, en oposición. Luego, ayudándose ya con las dos manos en la grieta del bloque, superó el obstáculo.

Sentada sobre la gran roca, las piernas colgando en el vacío, dejó que el sol calentara sus dedos, insensibles por el contacto con el granito helado. Extrajo un tomate rojo y jugoso de la mochila y le hincó el diente con placer. El jugo corrió por su barbilla y mientras se lo secaba con el dorso de la mano le acometió la misma sensación eléctrica que experimentó al inicio de la escalada, pero mucho más intensa. El tronco se arqueó, las piernas se estiraron, rígidas, y los senos, enervados, transmitieron mil sensaciones. Sus dedos estremecidos, primero aplastaron el tomate y luego lo soltaron espasmódicamente. Vio caer los restos por el abismo, en cámara lenta. Las uñas arañaron el granito, aferrándose para no caer ella también, mientras el orgasmo la recorría de la cabeza a los pies, oleada tras oleada.

Acabó con un estremecimiento. Anonadada, sacudió la cabeza intentando comprender lo que había sucedido.

—Un bonito día, has elegido muy bien. Si hubieras venido la semana pasada… qué desastre, todo nublado. No se veían ni los Tatats y no te digo nada de los Vallibierna o del Posets. En cambio ahora, míralos…

Un nuevo estremecimiento, pero, ahora, de sobresalto. La voz había sonado muy cerca, como si alguien le hablara al oído, pero era evidente que estaba sola, completamente sola, en este bloque, hincado en el gran diedro extraplomado de la sur de la Maladeta. Era más que posible estar sola, completamente sola, en este lado de la montaña. Tomó aire y relajó los músculos. Quizá la soledad y la tensión de la escalada la habían confundido.

Sin embargo la voz continuaba.

—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que te vi por aquí. Pero he seguido tus pasos con interés: Patagonia, Cáucaso, Pamir, Hindu Kush… No te gustan los caminos trillados.

Un bloque a cientos de metros del suelo no era el mejor lugar para sobresaltarse y la mujer hizo un supremo esfuerzo para no perder la serenidad. La voz sonaba dentro de ella. Aunque procedía de sus oídos, se diferencia del ruido del viento y del graznido de los cuervos, en la sombra de una ausencia. En una indefinible sensación de vacío en sus conductos auditivos más externos.

—¿Dónde estás? ¿Cómo sabes tanto sobre mí? —Intencionadamente no había vocalizado la respuesta. Sólo la pensó.

—Estoy muy cerca, mucho más cerca de lo que piensas. En realidad, podría decir que estás sentada sobre mis rodillas, por emplear una expresión humana.

Esta vez sí que no pudo evitar el sobresalto y el giro reflejo de su cabeza para mirar el trozo de bloque sobre el que estaba sentada, casi la llevó al vacío. Con una rara mezcla de incredulidad y certeza, era consciente de que el bloque se había movido, ayudándola a restablecer el equilibrio.

—Tranquilízate. Si te caes de mis… rodillas quizá no te pueda coger.


Ilustración: Graciela Lorenzo Tillard

Conmocionada, la mujer no era capaz de hilvanar respuesta y la voz seguía surgiendo de sus terminales nerviosos auditivos.

—Soy una vieja conocida tuya y me consta que muy querida. La Maladeta me llamas y vienes con frecuencia a estar conmigo. Juegas a subir por mis paredes, a recorrer mis aristas, a vivaquear en mis terrazas. Y eso me gusta, siempre lo has hecho con cariño y respeto, has limpiado las huellas de tu paso y no has consentido que nadie me dañara ni me ensuciara en tu presencia.

—Pero tú eres una montaña, un montón de piedras, de roca de granito. Millones de toneladas de minerales prensados. No estás viva. No puedes estar hablándome.

—¿No estoy viva? ¿Realmente piensas eso? Tu respeto, tu comportamiento, tu amor, ¿no es el que tu raza reserva a los seres animados?

La mujer dudó unos instantes. Nunca lo había enfocado desde ese punto de vista.

—Sin duda te quiero más que a muchas personas que conozco, pero nunca he pensado en ti como un ser vivo, mucho menos consciente, capaz de mantener una conversación.

—Y sin embargo, en tu interior, sí que intuyes algo, una diferencia que te hace amarnos y respetarnos, a mí y a todas mis hermanas. —Una breve vacilación—. Lo que te voy descubrir, es conocido por muy pocos seres humanos, tan sólo un puñado que se han distinguido por su amor hacia nosotras.

»Las montañas no somos nativas de la Tierra. Somos hijas de las estrellas y maduramos en el espacio hasta encontrar un planeta en el que instalarnos. El vuestro es un buen sitio. Lo descubrimos hace unos 600 millones de años, en lo que llamáis el Precámbrico. Era un lugar fantástico, nuevo y excitante, con una tectónica joven y brava, capaz de hacer las delicias de cualquier montaña con ansia de experiencias fuertes. Nuestra llegada alteró los aburridos paisajes de llanuras aluviales y bosque húmedo. Desorganizamos la circulación atmosférica, diversificando el clima. La estratificación en altura permitió la aparición de nuevas especies vegetales. Plantamos nuestras raíces siálicas en la corteza terrestre que respondió al estímulo, creando poderosas zonas orogénicas, en las que las fuerzas tectónicas se desataron. A medida que nuevas hermanas arribaban al planeta, se desataban auténticas revoluciones orogénicas en las que las montañas se retorcían de placer. Sus raíces se hundían más y más en la corteza en busca de ese magma ardiente que fluidifica nuestra masa y metamorfosea nuestras rocas en medio de estallidos de gozo. En la superficie, plegamientos espectaculares y grandes fallas son los resultados de estas tórridas relaciones con el núcleo de la Tierra.

»Pero todo en el Universo está equilibrado. El ying y el yang de los que habla vuestro Confucio. Nuestro yang es la erosión. Con rapidez aterradora fracciona nuestras rocas, las lima y pule, nos desgasta y aniquila. En apenas unos millones de años sus huellas ya son visibles y en unas pocas decenas de millones, la joven montaña es una triste colina cuyas secas raíces no alcanzan los gozos del magma. En la Tierra vivimos una existencia intensa, dedicada por entero al placer, pero la pagamos con una muerte rápida.

»Pero seguimos viniendo. Alpes, Pirineos, Himalaya, Andes… hemos sido de los últimos en llegar. Nuestras hermanas del espacio nos miran con desprecio: consideran la Tierra un lugar de perdición. Buscan planetas tranquilos, sin magma ni tectónica, sin aire, ni atmósfera, ni agua y allí asientan sus gordas raíces siálicas. Viven 100 veces más que nosotras pero, ¡qué vida! No cambio ni un millón de mis años por toda esa existencia gris y aburrida. Cuando sientes el chorro del magma hirviente penetrando en tus cavidades, derritiendo las rocas metamórficas, viejas y gastadas, cristalizando en rocas ígneas, nuevas y duras… cuando las entrañas se te hinchan con grandes batolitos de granito y basalto, cuando las fuerzas tectónicas los expulsan a la superficie, cabalgando sobre olas de placer, cuando experimentas el éxtasis total de la onda sísmica, entonces puedes decir que estás viva.

La mujer permaneció inmóvil sobre el bloque. Su rostro era un reflejo del pasmo que sentía. Le habría gustado dudar de su cordura, pero no podía. Sabía que no oía voces de su mente. Tenía la certeza indubitable de que se estaba comunicando con un ser alienígena, un ser al que amaba intensamente mucho antes de descubrir que estaba vivo. Se produjo una larga pausa. La Maladeta le dio tiempo para asimilar el nuevo punto de vista.

Y lo asimiló. Y comprendió.

—¡Has sido tú! —exclamó—. Lo que me ocurrió hace un momento. Lo has provocado tú.

—Es cierto —admitió la voz—, no he podido resistirme. Puedo reconocer el ritmo de tus pasos a mucha distancia y cuando los siento sobre mis laderas, mis entrañas bullen. El tacto suave de tus dedos sobre mis rocas me enloquece. La delicadeza y precisión de tus movimientos me cautivan. La belleza de tu cuerpo de carbono sobre mi cuerpo de sílice hace temblar mis raíces, de una forma que no lo logran millones de toneladas de magma ascendiendo por todas las chimeneas de mi cuerpo. Te quiero.

—Sí, yo también te quiero.

 

Las nieves fueron prematuras ese otoño. Cuando el vehículo abandonado en el valle, junto el Ésera, hizo saltar las alarmas, el acceso al lago de Cregüeña era impracticable. Pasaron muchas semanas antes de que un helicóptero descubriera el cuerpo congelado, sentado en el bloque empotrado del gran diedro de la Maladeta.

Inexplicablemente, la nieve no se había depositado sobre él, como si una mano misteriosa, un viento protector, lo hubiera impedido. Incrédulos, los tripulantes del helicóptero, contemplaron el rostro de la mujer: las mejillas carmesí, los ojos chispeantes, los labios prietos, insinuando una sonrisa y transmitiendo, todo él, plenitud.

 

 

Lector compulsivo desde la infancia, y muy ecléctico, Juan Carlos Pereletegui tuvo que olvidar la literatura para dedicarse a las cuestiones de la vida, sacar una carrera, conseguir un trabajo, formar una familia y demás. Hace algunos años, superadas todas esas minucias, recuperó aquellas ilusiones y anhelos de juventud y volvió a escribir. Desde entonces ha publicado relatos en diversas webs y antologías y ha sido el ganador del XV premio Pablo Rido con «Los mil dioses de Hatti». Puedes encontrar otras historias en su blog

 


Este cuento se vincula temáticamente con EL VAGABUNDO, de Gustavo Courault, MONTAÑEROS, de Óscar Sipán, GUYUK, de Mónica Ortelli

 

Axxón 208 – junio de 2010
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Contacto con otras formas de vida : España : Español).

 

 

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