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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

Un mes después de la catástrofe todavía escuchaba desde mi cueva su andar lento y pesado. Bramaban angustiados su soledad, rugían adoloridos sus miserias. También su miedo. A intervalos me sobresaltaba ese ruido sordo, como de cerros que se desmoronan: eran ellos, que caían.

Sólo en raras ocasiones los podía ver. Quedaban pocos, muy pocos.

Y daban pena.

 

*****

 

Si hurgar con un palo en el jardín para desenterrar huesos de pollo, excrementos de gato y conchas de caracol, otorga la condición de paleontólogo, diría que yo me destaqué desde los tres años.

Siendo ya un adolescente, mi padre me obsequió ciertas holo-medias que animaban la evolución de unas criaturas enormes y peculiares. Pronto invadieron mis sueños. En ellos daba de comer a los Diplodocos, domeñaba a los Velociraptores o huía despavorido de los Carnotauros. Mas, al despertar, la fantasía se diluía y —no lo niego— lloraba sin consuelo.

Una mañana me pregunté por qué habían desaparecido.

Mi obsesión precoz tomó su cauce y en 2058 me doctoré en Ciencias Naturales, en la Universidad de La Habana. Por esa fecha, la causa del declive de los dinosaurios y otros saurópsidos1 continuaba en el misterio. Medio centenar de teorías se daban de codazos en púlpitos, revistas especializadas y salones de conferencias, haciendo imposible el consenso de los expertos: que si el meteorito de Yucatán, que si el reemplazo paulatino de los hábitats subtropicales por bosques templados, que si la inversión de los polos magnéticos, que si los extraterrestres, popularizada a raíz del hallazgo de bacterias en Disnomia y Quaoar por la sonda cubana «Tamayo»…

En suma: un ajiaco.

Y cuando pensábamos que no cabía una vianda más en la cazuela, surgió aquel biólogo británico: Sir Robert Darwell.

Seguidor de los pasos de Jack Horner y Mary Schweitzer2, Darwell había hecho suyo el anhelo de sus predecesores de detectar ADN en los fósiles de dinosaurio. Cosa que logró al implementar una técnica innovadora, aprovechando el excelente estado de preservación de algunas partes blandas en el espécimen «Dakota». Más tarde perfeccionaría su técnica y la haría extensiva a otros fósiles. ¿El resultado final?: en corto tiempo ya había secuenciado —si bien parcialmente, para desencanto de los fans de la clonación— el ADN de más de mil saurópsidos diferentes.

En 2061, un artículo publicado en el número de abril de Science conmocionó a la Sociedad Paleontológica Mundial. He aquí un fragmento:

«… descubrí en muchos fósiles una secuencia de genes que singulariza a las especies extinguidas en el Cretácico Superior. La que he llamado Cadena X está presente, insisto, única y exclusivamente en el ADN de tales especies (ver listado en Anexo G). Las afortunadas que sobrevivieron al episodio K/T3 no la incluyen en su código genético, al menos hasta donde lo he descifrado.»

Las declaraciones de Darwell precipitaron el caos.

Y no es que fuera descabellado aseverar que determinadas especies —aun distantes en el árbol filogenético— compartieran grupos de genes similares; pero sus conclusiones sugerían algo equivalente a que, de súbito, habían perecido los animales con orejas puntiagudas y el lomo pardo, tratárase de lemures, pangolines o babirusas.

En persona le hice notar su discriminatorio desatino:

—Sé que parece ridículo —me dijo—, pero es un hecho que debemos aceptar, aunque escape a nuestra comprensión. ¡Y no se le ocurra insinuar que fui chapucero en mis procedimientos, que estas canas…!

Intentando esclarecer el pretendido protagonismo de la Cadena X en la decadencia de una Clase que prometía perdurar, los coloquios científicos derivaron hacia controversias interminables. A falta de pruebas decisivas, en la XVI Convención Bianual de Hell Creek —convocada para ese año con carácter excepcional—, los más escépticos tildamos de «apéndice del ADN» a los genes de Darwell.

Entre carcajadas e improperios se definieron las posiciones.

¿La mía?

Durante el doctorado había rescatado del olvido el Proyecto «Iturralde-Matsue»4 y, junto a geólogos y astrofísicos, llevé a feliz término el dilatado estudio del límite K/T en Cuba. Gracias al análisis exhaustivo de la franja de iridio en las rocas de Viñales; y de las esférulas cristalinas5 y el cóctel de microfauna fosilizada en la santaclareña Loma del Capiro y en Fomento, me había convertido en apologista incondicional de la tesis del meteorito. Así que, como contribuyente principal de la Sociedad Paleontológica Mundial —ser el hijo mimado de un magnate de la Caribbean Oil SA tiene sus ventajas—, consideré mi derecho exigirle a ésta la aprobación de un presupuesto para dilucidar, en tiempo y lugar, el factor detonante de la crisis biótica. De una vez y por todas.

Para mi satisfacción, obtuve un «Sí» y el beneficio extra de ser nombrado jefe de la expedición en ciernes y representante oficial de la Sociedad ante la Chronos Research.

Los viajes temporales eran una recién estrenada realidad.

No me fue fácil alquilar su máquina a la compañía neoyorquina. Peticiones provenientes de todo el planeta asediaban a los miembros de su Junta Directiva. Los que no querían documentar acontecimientos fundacionales como la caída de Troya, la Iluminación de Buda o la crucifixión de Cristo, simplemente deseaban ser partícipes de la euforia colectiva que se apoderó de la humanidad, cuando la Stairway to Heaven Corp. insufló vida al primer nanimal de cuatro patas —provocadora evocación morfológica de un camello—, o se transmitió la caminata marciana del tozudo y legendario astronauta ucraniano Evgeni Voroshilov.

Para pasar por encima de tan justos reclamos, acudí a mi padre.

—Guillermito, sin ambages te digo que esos bichos tuyos ya me están saliendo demasiado caros —gruñó «Chuchi», cuando a la hora del almuerzo le imploré que echara mano a sus influencias «allende los mares» —. Veinte créditos en las holo-medias que te volvieron loco… ¡bah!, calderilla al fin y al cabo; pero luego fueron cien mil para la Sociedad, y «papito, cien mil más», y así… ¿Acaso ignoras —bajó la voz y apretó los dientes— las «donaciones» que hago al Partido para que sus sabuesos no husmeen por los pasillos de la Empresa? Sólo esta semana, para financiar ese estúpido programa espacial… Y ahora me vienes con ésto… ¡Olvídalo!

Después del postre besó mi frente, guardó en su portafolio un abultado talonario de cheques y partió en su jet privado hacia Washington.

El tierno apodo de perrito faldero de Jesús de mi padre solía mover a equívocos. En verdad, era un león haciendo lobby. Los hilos que manejaba en la industria petrolera fueron lo suficientemente fuertes como para guiar por la senda indicada a más de una marioneta de la Cámara de Comercio y el Congreso de los Estados Unidos; a pesar de las quejas de gobiernos, líderes religiosos, particulares acaudalados y de la propia Chronos Research, que recibió un anónimo no tan anónimo amenazándola con una eventual suspensión de su licencia.

Superado este escollo, me quedó el reto mayor por delante.

El prototipo de la Compañía se hallaba en fase experimental y, aunque a sus desarrolladores les urgía un «conejillo de indias», el más mínimo desliz daría al traste con un proyecto a duras penas tolerado, en virtud del candente debate vigente relacionado con la validez del Principio de Autocoherencia de Novikov.6 No fue de extrañar entonces que un señor anciano de gafas oscuras me sometiera en su despacho a una entrevista tortuosa:

—¿Está usted cualificado para una travesía tetra-dimensional responsable?

—Ejem…

—Desde luego que no. ¿Cuál período histórico es objeto de su interés?

—Yo diría más bien «prehistórico». ¿Qué tal Cretácico Superior?

—¡Pfff! —El anciano empleado adoptó un aire dubitativo; acto seguido murmuró—: Todavía no está optimizado para un salto así, pero aguantará.

—¿Aguantará qué?

—El generador de… ¿Por qué le cuento, si no le importa? ¿Le es familiar el ecosistema en que se desenvolverá?

—Amigo, habla usted con un Doctor en…

—Doctores son mis huevos. ¡Estamos hablando del Cretácico Superior! No puede estar familiarizado con lo que no ha visto.

—¿Entonces por qué me pregunta si…?

—¿El pago de un millón de créditos por semana le parece razonable?

—¿Bromea o…?

—Más un cuarto de millón adicional —continuó, impertérrito, mi interlocutor— por cada pasajero, hasta un máximo de tres. El salto que ambiciona le demandará ir con el tanque lleno —alegó al reparar en mi expresión de incredulidad—, y nos costará un potosí la síntesis y estabilización de esa cantidad de… llámelas «cargas temporales», si quiere.

—¿Cargas temporales? ¿De dónde han sacado…?

—Joven, se desmayaría si le mostrara lo que somos capaces de hacer con nuestro Acelerador de Partículas del Oceanus Procellarum. ¡Hemos arrancado los calzoncillos a Mr. Universo y expuesto sus…! ¿Por qué le cuento, si no le incumbe? ¿Lo toma o lo deja? Es su elección… y su dinero.

Vacilé. La Sociedad sangraría para reunir tan sólo el consumo mínimo. Aun así, contraté los servicios de la funesta máquina.

—Un pasajero y una semana; ni más, ni menos —me advirtió el empleado, y condujo al flamante jefe de sí mismo hasta un hangar.

El artefacto que tenía ante mí emulaba el tamaño de una residencia de dos plantas. En él destacaban unas prominencias helicoidales que —según la autosuficiente explicación de mi acompañante— delataban «claramente» el accionamiento nuclear del inyector de cargas temporales. En el interior de la armazón plateada, un depósito especial almacenaba las cargas en forma segura. No obstante, el detalle que más me impresionó fue el par de alas que complementaba el elegante perfil aerodinámico del conjunto.

En el Museo Militar «Gloria del ALBA», en Caracas, se exhibe como trofeo y recordatorio del «Fiasco del 16», un obsoleto Hawker Harrier de la Marina norteamericana. Imagínese el mismo Hawker Harrier en una versión más rechoncha y a escala de 5:1 —y otras modificaciones sustanciales, por supuesto—. Pues eso era la máquina del tiempo: una aeronave en toda regla. Incluso vi su potente motor iónico y cuatro válvulas giratorias que le permitían el despegue vertical y el vuelo estacionario.

«¡Qué listos!», concedí al comprender lo evidente.

El ciudadano promedio desconoce que los cambios geológicos, a través de las eras, derrocharon violencia y creatividad. Donde ahora se extiende una llanura pudo alzarse una montaña, o batir sus olas el mar. Por este motivo, el aire se les había revelado a los científicos de la Chronos Research como el medio ideal para tales viajes, y para minimizar intrusiones que afectaran el futuro.

—Siéntase dueño, por favor —me invitó el empleado, y abrió la escotilla de la Aeronave del Tiempo.

La inspeccioné con detenimiento.

Tenía módulos de control automático para la navegación y el crono-posicionamiento; reservas de xenón que garantizaban al motor iónico una autonomía de algo más de un mes, cámaras de video de altísima resolución asociadas a múltiples pantallas; un amplio surtido de sensores y brazos robóticos en el exterior, que enviarían los datos y muestras recopilados a un minilaboratorio TMAS, puesto por la Compañía a disposición de sus clientes.

Los laboratorios portátiles TMAS (Total Measuring and Analysis Solution) eran los preferidos por los científicos para agilizar los resultados de las investigaciones de campo. Aclaro que sólo accedían a él quienes pudieran darse el lujo de pagarlos. Tan caros eran que, luego de efectuada la compra, te regalaban una camioneta 4×4 para llevártelo a donde quisieras.

En no más de ocho metros cúbicos de aparato podían encontrarse desde un espectrómetro de ultravioletas hasta un secuenciador de ADN. Pronto sospeché que buena parte de los créditos solicitados por la Chronos Research se destinarían precisamente a amortizar la adquisición de semejante joya.

«Magnífico.»

Quedé más que complacido —tranquilo, sería la palabra adecuada— al ver una cápsula de salvamento, prevista para el caso de una emergencia improbable, dotada con tres sencillos paracaídas biodegradables.

—Tan biodegradables como lo serán quienes los utilicen y las mínimas pertenencias que les permitamos llevar —respondió con acritud el anciano a mi mudo interrogante—. Políticas de la Compañía. No queremos correr riesgos innecesarios —dijo, y retiró dos paracaídas de la cápsula.

Pasé un año en las aulas de la Chronos Research, donde el multifacético empleado de gafas oscuras me actualizó en temas asociados a la paleoecología y la bioética, y me instruyó en física relativista. También me impartió conferencias de crono-posicionamiento y navegación elementales; y evaluó mi destreza en el hiperrealista simulador de la Compañía. Hasta que no hube dominado en su totalidad los sistemas de la Aeronave del Tiempo, no recibí el certificado de «Timeliner«.

Recuperado de la paliza que me propinó el Gin & Tonic de mi «fiesta de graduación» y, claro está, luego de la transferencia bancaria correspondiente, regresé al hangar una noche de octubre de 2062, trayendo conmigo lo indispensable para siete jornadas de labor intensa.

El empleado me entregó una carpeta:

—Ahí tiene la autorización del plan de vuelo, expedida por los Servicios de Tránsito Aéreo de Nueva York, el Visto Bueno del presidente mejicano y del alcalde de Chicxulub, y una copia de su Eximo de Responsabilidad a la Compañía. ¡Ah!, y firme este documento, que conservaré yo para… sobre la línea de puntos… hacérselo llegar a la Aduana de Méjico, que lo compromete a no importar suvenires del pasado. Puro trámite burocrático pues no deberá usted descender bajo ninguna circuns… ¿Por qué le cuento, si para eso está la «chismosa»? —dijo, refiriéndose a la caja negra—. Y ya sabe que la multa arruinaría a su Sociedad.

Al culminar su arenga me deseó suerte con una franca sonrisa. Mas yo no lo escuchaba; me sentía en el limbo.

Un agradable cosquilleo transitó por mi cuerpo cuando el techo corredizo del hangar dio paso al fulgor de las estrellas, que iluminó el metal bruñido de la regia Aeronave del Tiempo.

Conmovido, estreché en un abrazo a mi invaluable mentor de gafas oscuras, me instalé en la cabina de mandos… y despegué.

El raudo vehículo me trasladó en minutos hasta Chicxulub, en la península de Yucatán. Allí estacioné, por decirlo de alguna manera, a diez kilómetros de altura —como lo exigía el contrato—, fijé el Compensador de Deriva Continental y, sin más preámbulos, di curso a la investigación de mi vida.

No me hacía excesivas ilusiones, la verdad. Consciente de que sólo una casualidad extraordinaria me llevaría al momento exacto de la caída del meteorito, había planeado aplicar el método de ensayo y error, realizando iteraciones de los saltos. Mi misión sería un éxito rotundo si, al menos, conseguía acorralar las manifestaciones primigenias de la debacle.

Tarareando «veinte años no son nada«, introduje en el ordenador los parámetros para el salto de 65 millones. Enseguida el inyector de cargas temporales zumbó y la nave se estremeció. Los remaches de duraluminio chirriaron. Con el ceño fruncido, comprobé el monto de energía nuclear generada en el inyector: el indicador se había situado casi en la sección roja. «Casi en», no «en», me animé. La ligera diferencia bastó para que, con mano temblorosa, me decidiera a pulsar el conmutador.

Un destello cegador y luego…

No podría describir a cabalidad el efecto que me produjeron las primeras imágenes. Debajo de mí se extendió una pradera pintoresca, festoneada con agrupaciones heterogéneas de cícadas y coníferas, dispuestas como las manchas en la piel de un leopardo. Entre árboles y matojos zigzagueaba un arroyo de aguas cristalinas y a lo lejos, rozando el horizonte, una jungla variopinta de angiospermas me arrancó un «¡Bravo!» de genuino entusiasmo. De repente, en la pantalla a mi izquierda, un movimiento. Enfoqué las cámaras y apliqué el zoom.

Ahí estaban.

Un rebaño de Alamosaurios mordisqueaba apacible las copas de los pinos. Doy por cierto que mis ojos centellaban y por un instante ambicioné tocarlos. ¡Tantos y tan imponentes eran! A escasos metros de ellos, una familia de Anquilosaurios, cual tanques de guerra del Cretácico, contorneó un conglomerado de rocas y se acercó a un remanso del arroyo para beber. Mientras, dos de los pequeñuelos retozaron, aporreándose con sus mazos caudales de juguete en mágico ritual iniciador de supervivencia.

Me pellizqué una mejilla, pero los saurios siguieron allí: los diminutos y los descomunales, los solitarios y los gregarios… En carne, hueso… y en colores. Sintiéndome enfermo palpé mi pecho. Tenía taquicardia. Y era lógico. De golpe, animales y plantas que me habían narrado su historia en fósiles maltrechos o hasta dudosos, se concretaban en un presente vívido que era incapaz de soslayar.

Pero era obvio que aquel atardecer idílico no era el que buscaba.

Los ocho saltos siguientes me persuadieron de que ningún cataclismo definitivo afectó los mares, el cielo o la tierra en noventa mil años. Bueno, sí: en los diez milenios que separaron el cuarto y el quinto, «mi meteorito» debió impactar Chicxulub, pues vi el cráter inconmensurable y las cicatrices de estragos inenarrables.

El suceso no amerita mayores comentarios.

La Tierra se había sacudido el polvo y en el quinto salto las cámaras siguieron captando a los saurios rumiando parsimoniosos las raíces de mis creencias, como si nada pudiera afectar su rutina ancestral. La frustración me acompañó a partir de entonces y, como ya no me sentía atado a Yucatán, tomé rumbo Sur y me dediqué a estudiar las costumbres de unos animales tercos que se resistían a dejarse arrastrar por la marea de la fatalidad. Hasta que me sorprendí añorando que se esfumaran de una vez de las pantallas.

Lo que ocurrió en la décima incursión.

Pero aun sabiendo que enfrentaría ese día, se hizo patente que no me hallaba preparado sicológicamente.

Era el año 64.900.000 a.C. El entorno geológico no había cambiado en gran medida; la flora era la habitual y la fauna ordinaria —que yo consideraba un mero ornamento del Mesozoico— se explayaba al calor reconfortante de los rayos solares. Sin embargo ellos… ya no estaban, igual que en el despertar de mis sueños.

Malgasté horas preciosas recorriendo islas y continentes, tratando de encontrar un vestigio siquiera minúsculo de su actividad. Fue inútil. Sin su presencia, las praderas discurrieron interminables, los mares dejaron de ser temibles, las selvas en penumbra se me antojaron vulgares. Tenía que volver atrás.


Ilustración: Guillermo Vidal

Un sinnúmero de aproximaciones circunscribió mis pesquisas al lapso de un siglo. Para ese momento mi perplejidad no tenía límites: si en el año 64.905.600 a.C. los «lagartos terribles» se enseñoreaban de la Tierra, en el 64.905.500 a.C. sus huesos decoraban los helechos o se adivinaban enterrados en las dunas de arena. Visto lo visto, las teorías gradualistas se habían ido directo al infierno. Y no pocas catastrofistas.

En el ínterin y auxiliándome del TMAS, ya había descartado como factores causales del episodio K/T los efectos nocivos de las erupciones volcánicas en el rift gigante de Decán, en la India; el 32% de concentración de oxígeno en la atmósfera; el aumento de las radiaciones ionizantes provenientes del Sol a consecuencia del debilitamiento de los cinturones de Van Allen… De las pistolas desintegradoras de los socorridos entes transneptunianos, ni hablar. Se me habían agotado las opciones y, ¡vaya ironía!, el tiempo. En sus dos modalidades.

Era la séptima jornada y en el depósito, excluyendo las imprescindibles para mi regreso, apenas si restaban cargas para un salto de intervalo corto. Conteniendo la respiración, jugué mi última carta al 64.905.550 a.C.

Cuanto vi justificó cada crédito pagado por la Sociedad.

Mentalmente me quité el sombrero ante no uno, sino más de treinta imposibles Amphicoelias fragillimus7 de sesenta metros de longitud, que torturaban el dorso de una meseta basáltica con sus ciento veinte toneladas de peso. Bajo sus patas se pulverizaron las piedras a la par que mi arraigado escepticismo acerca de su existencia.

«Este será un notición para la Sociedad.»

Por otra parte, en lo que a mí respecta, Edward Drinker Cope podría descansar en paz en su tumba: suya era la victoria en la famosa «Guerra de los Huesos».8

No repuesto de mi asombro, catalogué una docena de especies que se consideraban desaparecidas antes del Maastrichtiano9, endémicas de otras zonas geográficas, o de las que no se habían reportado fósiles en lo absoluto. Entre ellas, un ejemplar del Orden Ornistiquios semejante a un armadillo, de porte suntuoso y con dos cuernos en el cráneo, al que bauticé Chuchisaurus tauridis en honor a mi padre… y a mi madre, ¿por qué no? Además, identifiqué dos incongruencias cometidas en la reconstrucción del esqueleto de un emplumado Caudipteryx en el Museo Arqueológico de Ulan-Bator.

Sí, la vida pujaba por salir adelante haciéndome olvidar que la extinción era un hecho consumado, y que ya había explorado todas las alternativas.

«Mentira.»

A regañadientes admití que me quedaba un conejo en la chistera: la Cadena X de Sir Robert Darwell.

Siempre di por sentado que sus conclusiones se sustentaban en un error lamentable de procedimiento. Y una idea había ido ganando espacio en mi cerebro: quizá un virus letal atacó las células de los saurios y, al replicar su ADN, contaminó lo que serían los fósiles examinados por el británico. Bajo esta óptica, el asunto cobraba sentido. Claro, la genética no era mi especialidad, por lo que mi razonamiento podía ser un disparate. Mas yo estaba dispuesto a recurrir a un método directo para confirmar lo que ya se me insinuaba como la Respuesta Definitiva. ¡Si la materia prima para mi experimento se hallaba casi al alcance de la mano y cualitativamente insuperable!

En la ladera occidental de la meseta, una manada mixta de saludables Gastonias e Hypsilofodones degustaba los frutos de un seto natural de arándanos. Sólo tenía que recolectar muestras de saliva u otro deshecho orgánico y procesarlas en el secuenciador del TMAS. Si la Cadena X estaba ausente en las secuencias resultantes, ¡bingo!: la contaminación de los fósiles con el ADN de un virus —¡o lo que fuera!— sería demostrada.

Pero yo había prometido no descender en la Aeronave del Tiempo más abajo de la cota mínima convenida de diez kilómetros. La Sociedad no me lo perdonaría. ¿Y mi padre?

«No, no debo… ¿O sí?»

Calibraba el altímetro para el aterrizaje, cuando llegó hasta mis oídos una voz gangosa muy familiar:

—Un pasajero y una semana; ni más, ni menos… Un pasajero y una semana; ni más, ni menos… Un pasajero… —clamaba en el monitor del ordenador una caricatura tosca del anciano empleado de gafas oscuras.

La odiosa animación cedió su turno a una escalofriante cuenta regresiva en números rojos…

… nueve… ocho… … siete…

…que corroboró lo que temía: ¡Había expirado el contrato…

… seis… cinco…

…con la Chronos Research y el retorno automático se había activado!

… cuatro… tres…

«¡No puede ser!», me dije. «Aún no tengo la respuesta. ¡Mi Respuesta!»

… dos… uno…

¿Necesitaba motivos adicionales para tomar las riendas de la Aeronave del Tiempo?

cer…

Fue un acto irreflexivo. Ni bien destrocé a puñetazos el módulo de control del inyector, la temperatura del generador sobrepasó el nivel permisible y la cabina de mandos se inundó con apremiantes bips. Haciendo caso omiso a mis ruegos, el ordenador central ejecutó imperturbable una secuencia programada de escape hacia la estratosfera, alejando de la superficie del planeta la potencial bomba nuclear.

Colapso general de sistemas en cuatro… tres…

«¡Demonios!»

… dos…

Por un pelo entré en la cápsula de salvamento, que salió disparada dejando tras de sí una estela de humo blanco. A través de sus claraboyas vi la explosión, que atomizó la Aeronave del Tiempo y por ende… el depósito de cargas temporales. De inmediato una suerte de hálito, apenas perceptible, se propagó a velocidad supersónica y se perdió en la distancia. Luego llegó la calma y con ella, mi lento descenso en paracaídas sobre una selva agreste de la Gondwana en desintegración.

Mientras me deshacía del paracaídas en un calvero, e imponiéndome a mi profunda decepción, medité en lo sucedido. Mi preocupación fundamental era que la cápsula de salvamento, después de eyectarme, hubiera alcanzado sin tropiezos el espacio exterior, evitando a mis colegas la exhumación de un anacronismo en el futuro. Por lo demás, yo estaba convencido de que no se producirían daños irreparables en la biosfera; y de que mucho tendría que aletear la consabida mariposa para que las consecuencias de mi irresponsabilidad se reflejaran en el 2062.

El mentís a mis geniales elucubraciones no se hizo esperar.

Un crujido de ramas y troncos astillados movilizó mis sentidos. La brisa tenue que se filtraba a través del follaje de los árboles azotó mi nariz con un olor nauseabundo; al que siguió un rugido, que hizo que mis piernas se doblaran de terror.

Rugido. Así llamo, a falta de un nombre apropiado, al chillido agudo que emitiría un murciélago, mezclado con la sirena atronadora de un crucero, que antecedía a lo que ya desbrozaba una brecha en un grupo compacto de acebos, como un bulldozer en el Amazonas.

Mal presagio para un anochecer tórrido, solo en el Cretácico.

En un santiamén me sumergí en la peor de mis pesadillas. Un Tarbosaurio brotó de la espesura y avanzó hacia mí; todo garras, colmillos… y ciega determinación. Nadie puede pretender aturdir a seis toneladas de músculos furiosos sin el auxilio de un Cañón de Impactos Sónicos —de los que usan los biólogos y la Policía Metropolitana para estudiar cetáceos y aplacar disturbios, respectivamente—; ¡y yo en mis bolsillos no traía ni un cortaúñas! Maldije a gritos las políticas de la Compañía y, aguardando lo inevitable y sin saber por qué, oré. Por primera vez en mis treinta y tres años.

Dios existe, porque ese día estuvo al lado del único hombre que habitaba la Tierra. El tiranosáurido se detuvo a una zancada de su presa. Me observó un instante desde su altura; luego proyectó su cabezota morada en derredor.

A un estornudo siguió un padrenuestro.

El Tarbosaurio volvió a mirarme y rasgó mi fina camisa de seda al extender una garra. La retiró sin prisa y olfateó el aire. Parecía titubear entre someterse a su instinto depredador o luchar contra lo que ya se desataba en su interior. De pronto, lanzó un gemido de cachorro asustado. Entonces fui testigo de la transformación más increíble: en cuestión de minutos la epidermis escamosa y las facciones del reptil se plegaron como un papel expuesto al fuego, adquiriendo una tinte cenizo; dos nubes gelatinosas eclipsaron sus pupilas y lo que fueran rugidos espeluznantes devinieron lamentos guturales de agonía. Cuando quiso huir de su enemigo invisible sus patas posteriores cedieron y cayó, con las fauces crispadas y una baba reseca adherida a su lengua retorcida.

Me acerqué con prudencia al coloso abatido y toqué, o mejor, acaricié su piel macerada. No albergaba dudas: había presenciado la muerte por decrepitud de un dinosaurio.

Se me hizo un nudo en la garganta.

Con el alma azarada, caminé un largo trecho disputando cada metro a los matorrales tupidos que dominaban el sotobosque. Estaba desconcertado. Si abrumadora era la atmósfera ardiente y húmeda, inquietante fue la algarabía disonante que me acompañó durante el trayecto. Transido por el esfuerzo, hiperventilado y con disímiles cortaduras en mi anatomía, salí a un valle. Y allí contemplé, alelado, un espectáculo surrealista: a la luz del ocaso, decenas de Argentinosaurios que abrevaban en un lago se derrumbaron como palmeras víctimas de un rayo. Por doquier se consumían los Triceratops, languidecían los Tracodones, se postraban los Ornitomimos… A modo de colofón, cientos de Pteranodones marchitos se desplomaron del cielo, cual lluvia macabra ideada por una mente febril.

Sobrevivieron muy pocos ejemplares de las especies que antaño pululaban en el valle. Quizá los más resistentes a «aquello». Pero el tiempo fluía veloz para ellos y encontrarían el fin tarde o temprano.

Todos.

 

*****

 

Tres meses han transcurrido y he salido de la cueva en busca de algo de qué alimentarme. Ya no me oculto entre hongos venenosos y espinos. Intuyo que es seguro.

Es el silencio.

A la sombra de un roble frondoso, la vejez extrema ha sorprendido a una joven Anatotitán, que murió protegiendo su nido del peligro incomprensible. Ávidos mamíferos carroñeros se pelean por los despojos de su cuerpo corrupto, o intentan quebrar la cáscara inusualmente gruesa de unos huevos que, en esas condiciones, jamás eclosionarán.

Mi corazón lo sabe: es el último dinosaurio.

Cuanto tenía de majestuoso este mundo, se ha ido.

Podría aventurar una hipótesis: la onda temporal que recorrió la Tierra interactuó, mediante mecanismos insospechados, con los genes enigmáticos descubiertos por el «chiflado Darwell». Podría demostrar con mil argumentos que esto causó el holocausto. Pero no debo engañarme. Yo los exterminé.

Y a cambio obtengo mi justo castigo.

Dentro de sesenta y cinco millones de años otro será quien despierte y se pregunte por qué no están allí.

 

 

NOTAS:

 

NOTA 1: Los plesiosaurios, mosasaurios y pterosaurios, aunque pertenecieron a la Clase de los saurópsidos, no eran dinosaurios. (N. del A.) VOLVER

NOTA 2: Destacados paleontólogos norteamericanos. (N. del A.) VOLVER

NOTA 3: La extinción masiva de fines del Cretácico se conoce como “el episodio K/T”. (N. del A.) VOLVER

NOTA 4: En 1997, el doctor en geología Manuel Iturralde y el astrónomo japonés Takafumi Matsui iniciaron en Cuba el estudio del límite Cretácico-Terciario, o límite K/T (del alemán Kreide/Tertiär Grenze). (N. del A.) VOLVER

NOTA 5: Partículas esféricas microscópicas consolidadas a partir de la condensación y enfriamiento de gases incandescentes, originados en el lugar del impacto de un meteorito. (N. del A.) VOLVER

NOTA 6: Igor Dmitriyevich Novikov, profesor de astrofísica en la Universidad de Copenhague, enunció que si alguien viajara a través del tiempo, no podría actuar de manera que generara una paradoja. (N. del A.) VOLVER

NOTA 7: La existencia del Amphicoelias fragillimus ha sido puesta en tela de juicio pues el fósil encontrado en 1877 por Edward Drinker Cope (fragmentos del arco neural de una vértebra) se desmenuzó durante su traslado a Nueva York. (N. del A.) VOLVER

NOTA 8: En el siglo XIX, los paleontólogos Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope compitieron por quién podría encontrar la mayor cantidad de fósiles y especies nuevas. La llamada “Guerra de los Huesos” fue ganada oficialmente por Marsh, aunque Cope descubrió las especies más conocidas e interesantes. (N. del A.) VOLVER

NOTA 9: En la escala geológica, el Maastrichtiano es la última época del período Cretácico. Se extiende desde 70,6 hasta 64,5 millones de años. (N. del A.) VOLVER

 

 

Claudio Guillermo del Castillo Pérez nació el 13 de septiembre de 1976 en la ciudad de Santa Clara, Cuba. Es ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica. Actualmente trabaja en el aeropuerto internacional “Abel Santamaría”, como técnico en Sistemas de Radionavegación y Comunicaciones Aeronáuticas. Es miembro del Taller Literario “Espacio Abierto”, dedicado a la Ciencia Ficción, la Fantasía y el Terror Fantástico Ganador del I Premio BCN de Relato para Escritores Noveles (España) en 2009. Finalista del Certamen Mensual de Relatos (septiembre/09) de la Editorial Fergutson (España). Mención en la categoría Ciencia Ficción de la I Edición del Concurso de Fantasía y Ciencia Ficción Oscar Hurtado 2009 (Cuba). Tercer Premio del Concurso de Ciencia Ficción 2009 de la revista Juventud Técnica (Cuba). Ha publicado sus relatos en los e-zines Axxón (Argentina), MiNatura (España), Cosmocápsula (Colombia), NGC 3660 (España); así como en las páginas de Breves no tan breves (Argentina), Químicamente impuro (Argentina) y Tauradk (España).

 


Este cuento se vincula temáticamente con LEYENDA, de Claudia De Bella, PUDO SER, de Claudio Guillermo del Castillo Pérez, LOS DINOSAURIOS, de Carlos Suchowolski, GU TA GUTARRAK (Nosotros y los nuestros), de Magdalena Mouján Otaño

 

Axxón 209 – julio de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Viajes en el tiempo : Paradoja temporal : Cuba : Cubano).

 

 

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