Revista Axxón » «Destino Komala en Tiempo», Daniel Flores - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

Era de noche y el tiempo se había detenido. Habíamos bajado del autobús a las diez y, para ser sincero, no sé quién de los dos estaba más aterrado, si Clara o yo, pero no había otra alternativa: debíamos buscar un medio de regreso. En principio habíamos decidido ir a Comala tras habernos cruzado en un barcito de la capital de México con un venezolano entrador y amigable que nos recomendó varios puntos interesantes (y no turísticos, que era lo que buscábamos) del país. Insistió una y otra vez con que fuésemos a Comala primero, ante todo, cuanto antes, a primera hora del día siguiente de ser posible, y que tomáramos el bus que decía «Destino Komala en Tiempo», que nos daríamos cuenta porque había un error de imprenta en el letrero. Nos sorprendió alegremente la insistencia tan franca y urgente de aquel hombre y, tras conversarlo a solas con Clara, decidimos viajar a las nueve y media de esa misma noche. El venezolano invitó una ronda de tequilas (que a Clara le cayeron como un tajazo en la barriga) y nos despidió amablemente, diciendo: «No hay chance de que se arrepientan».

Sonreímos.

Él también.

El autobús era un modelo viejo, posiblemente del 68 ó 70; apenas una luz macilenta y parpadeante que alumbraba el interior y no mucho más: asientos de madera revestida con cuerina negra, un improvisado portaequipajes de chapa por encima de cada pasajero, que vibraba escandalosamente con el runrún del coche, y un pasillo que olía a orines y sudor. Por fortuna viajaba poca gente, siete u ocho personas además de nosotros: una mujer rubia de mediana edad, bastante atractiva; más allá, un hombre calvo con gafas (que no despegó la vista de la ventana durante todo el trayecto), y, hacia adelante, un reducido tumulto de cabezas que sobresalían de las butacas. Clara no soportaba que donde fuéramos hubiera mariachis, gritos y fiestas, así que aprovechó el tiempo de viaje para descansar de lo que se le antojaba «el escándalo mexicano».

 

Ahora que lo menciono, ése fue el primer evento extraordinario: la duración del viaje. Habíamos consultado mapas y agencias y todas coincidieron en que desde la capital hasta Colima (donde se encuentra Comala) había por lo menos media hora, quizá un poco más. Subimos al micro calculando que podríamos encontrar un hotel abierto y que no nos retendría ningún contratiempo; pero, a diez minutos de haber arrancado el coche, el copiloto anunció: «Este es un aviso para los extranjeros, si es que hay alguno, y para los despistados: el servicio que se anuncia es ‘Directo Komala en Tiempo’, por lo que llegaremos en unas nueve horas a destino. A los voluntarios, gracias por semejante acto de entrega. Gracias. Buen viaje».

Naturalmente, lo primero que hice fue salir impulsado del asiento como por un resorte y correr hasta la cabina.

 

—Disculpe, hombre, ¡¿cómo se puede llegar a Comala en nueve horas si queda a tan sólo media hora de viaje?! ¡Es una incoherencia! —exclamé, airado.

El copiloto, un bigotudo grandote y con cara de bonachón, me miró con lástima.

—Debería haberse asesorado, compadre… ya no puedo hacer nada por usted, ¿vio? No estamos yendo a Comala, señor, sino a «Komala», con «ka», que es algo muuuy distinto —informó con una sonrisa vacilante—. Verá, México no sólo es un país con muchos recovecos y pueblos pequeños e ignotos, sino que también cuenta con cuatro o cinco pueblos «alternativos», digamos, alternativos en el tiempo.

—Ah, por supuesto, pueblos alternativos en tiempo… pero ¡¿usted me está tomando el pelo?! —increpé.

—Siéntese, por favor, veré qué puedo hacer por usted una vez que lleguemos. No podemos bajarlo en medio de esta ruta. No conduce a ninguna parte…

 

Boquiabierto y fuera de mí, volví junto a Clara. Le di una vaga explicación (distinta de la que me había dado el bigotudo) y me propuse dormir. Me horrorizó la quietud y el silencio en el autobús. «¿Acto de entrega?», recapitulé. «No, ¡semejante acto de entrega!, dijo. ¿Será una especie de carnaval, una broma turística, un secuestro?». Sentía mi cerebro inquieto como si bailara sobre un brasero. De pronto, Clara me liberó de la oscura abstracción.

 

—Sergio…

—¿Qué pasa?

—Mirá la ruta, ¡mirá el color de la ruta!… —subrayó—. ¿Y el paisaje, y el camino, y el cielo? ¿Adónde estamos?—Se desesperó y me zarandeó por el cuello de la camisa como si fuese una gran malteada. Desde adelante, un hombre delgado y narigón miró por encima del hombro con curiosidad.

 

Pegué la cara al vidrio pero no pude ver nada; literalmente, nada. Era como estar dentro de un simulador de vuelo. No había camino afuera. Así y todo, me tranquilicé y calmé a Clara diciendo que la noche cerrada de México era así, casi un agujero negro, que era famosa por eso, bla, bla, bla.

 

—Dormí un poco, Clarita, yo te despierto en cuanto lleguemos, ¿te parece bien?

Asintió sin desviar la vista del «paisaje» y permaneció así durante un buen rato. Cuando comprendimos que el sueño no llegaría, negociamos el miedo con una charla de pasatiempo: películas de terror, de las malas, serie z: Jack Frost, El rostro del espanto, Possession, entre otras delicias que hacían honor a la comedia del horror. Fue una conversación agradable y, por fortuna, logró disipar en gran parte la inquietud que sobrevolaba aquella ruta. Clara por fin logró dormirse tras las primeras tres horas de viaje.

 

Llegamos a «Komala en Tiempo» a las diez en punto, o sea, nueve horas de viaje para llegar en media hora de reloj. Las cosas se ponían feas. Clara me increpó con vehemencia diciendo que habíamos pasado veinticuatro horas dentro del micro (nunca supuso que podía darse una paradoja temporal…, bueno, como si alguien pudiera a buenas y primeras). No era así, habíamos estado viajando durante nueve horas dentro del autobús «temporal», y media hora de tiempo mundial, de tiempo real e inalterable. Gracias a Dios, los relojes se habían detenido ni bien bajamos del coche, por lo que pude serenar a Clara con una ingeniosa artimaña de pulsera: «Sí, amor, veinticuatro horas. ¡Qué vergüenza!».

Lo primero que hicimos fue acudir a la comisaría para denunciar la estafa —ésafue la idea de Clara— y, de paso, para preguntar cómo volver —ésafue mi idea—. La noche era profunda y negra y las luces de la pequeña ciudad resplandecían fantasmagóricamente entre las calles de tierra. No había gente, sólo se oían voces, risas, gritos, chillidos, aplausos y unos poderosos gruñidos, de una profundidad y una gravedad inefables. Entre que prestábamos oído a los sucesos lejanos de la noche, llegamos al pequeño destacamento. Miré por la ventana y vi a un hombre de edad avanzada revisando unos papeles en el interior de una pequeña oficina; balbucía algo y parecía de mal humor. Supuse que era el comisario.

 

—¿Hay alguien? —llamé. Esperé unos instantes y, a falta de respuesta, insistí—: ¡Holaaa! ¿Hay al…?

—¿Se puede saber a qué tanto escándalo? ¿Qué hacen aquí cuando es noche de perros? —imaginé que estaba ebrio—. La glorieta está llena hoy, ¿acaso van a perderse la ceremonia? —expresó con una sonrisa incongruente—. ¡Ah!, sangre joven, sangre vieja, intelectuales y vagabundos, ricos y pobres, ¡todos entregados al poder de Xolotl! Pronto el pueblo ocupará un lugar en el mapa nuevamente. —»No»,me dije en ese momento, «no está ebrio. ¡Está loco como una manivela!».

—Pero… —empezó Clara, y aproveché que el comisario había volteado a cerrar la puerta para patearla en la pantorrilla.

—Vamos, los acompaño. La fiesta empezó hace un buen rato.

—No se preocupe, hombre —le dije con una sonrisa vacilante—, antes de eso tenemos algo urgente de qué ocuparnos. En un momento nomás estaremos por ahí.

Y cuando íbamos a darnos la vuelta, el viejo añadió:

—Una cosita más.

—¿Sí?

—¿En función de qué vinieron a Komala: observadores, chamanes… o acaso presas? —Entrecerró los ojos con suspicacia.

Clara fue astuta.

—Somos chamanes del sur de Perú. De Arequipa, precisamente.

El comisario se inclinó con una «o» tallada en su boca.

—Disculpen mi insolencia, señores. Paso a retirarme —su sonrisa era todo un candor. Imaginé que sería un buen compañero de tragos.

 


Ilustración: Laura Paggi

Cuando el hombre estuvo a una distancia prudente, comenzamos a seguirlo. Caminamos cerca de diez minutos entre las casas abandonadas. En cada una de ellas, las luces estaban encendidas y las puertas, de par en par. Sobre las calles de tierra, colgados de los cables de electricidad, una generosa cantidad de guirnaldas, globos y máscaras perrunas tribales que serían la delicia de todo buen turista esnob. Habíamos visto en algún folleto la foto de la famosa glorieta de los perros de terracota, una construcción prehispánica que guarda ciertas mitologías (naturalmente, la de la foto se hallaba en otra realidad). Cuando llegamos donde el comisario se detuvo, o sea, a pocos metros de la suntuosa glorieta, Clara no logró contener la voz en la garganta en un vital acto de prudencia y comenzó a gritar y gritar y gritar histéricamente… Habíamos llegado para presenciar el momento en que el calvo de gafas del autobús era tragado por una de las bestias de terracota. No sé cómo describirlo, pero aquellas cosas ladraban en rojo, cada vez que emitían un ladrido, todo se hacía rojo. En el suelo había restos de vísceras y sangre, ropas, carteras. Un enorme círculo de gente en torno a las bestias aullaba en éxtasis.

 

Pero el grito de Clara los hizo voltear con urgente vigor.

Y hubo carrera.

 

Corrimos hasta que los pulmones comenzaron a silbarnos y empezó a faltarnos el aliento. Sobre nuestros talones avanzaba el pueblo entero y, más atrás, las inefables bestias de terracota aullando de hambre. Le tendí una mano a Clara y nos escabullimos entre las casas; logramos escondernos durante un largo rato, hasta que nos descubrieron y tuvimos que volver a escapar. Ejercicio que repetimos unas dos o tres veces. Buscábamos una salida; el rostro de Clara reflejaba un terror cercano a la lividez y la quietud del yeso. Y por primera vez, mientras huíamos, valoré aquellas típicas escenas en las películas de horror en que unos pobres tontos corrían y corrían con inútil desesperación tras haber descubierto lo que no debían descubrir, por haberse metido donde no debían meterse, y que, tras la larga escena de persecución, la joven era atrapada luego de un tropiezo (ella gritando y estirando los brazos hacia el novio, que nunca podía hacer mucho y sabía que debía correr para salvar su propia vida), y era llevada por los pueblerinos endemoniados con un travelling de acompañamiento de perfil hasta perderse de escena. Y el muchacho, luego de una agotadora marcha, quizá con lágrimas de rabia, lograba huir del poblado maldito por el camino de entrada que había tomado el ómnibus, pero quedaba atrapado para siempre en una ruta negra, sin tiempo; y después, justo antes de los títulos, terminabas enterándote de que toda la historia había sido contada por una voz en off y que el novio, en realidad, nunca había logrado escapar de Komala.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, asiste al Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog en www.verbaetumbra.blogspot.com

Ya hemos publicado en Axxón su cuento EL PEZ POR LA BOCA.


Este cuento se vincula temáticamente con VUELVO EN SIETE MINUTOS de Saurio, LOS OTROS LIBROS de Ramiro Sanchiz y DISMNESIA TEMPORAL de José Vicente Ortuño.


Axxón 218 – mayo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Mundos paralelos : Argentina : Argentino).

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