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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “266”

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Beto Espinosa

El viaje en auto con el tío Coco iba a ser largo y con paradas frecuentes para ir al baño, ya que su afección en la próstata le restaba autonomía. Lo llevábamos de La Plata a Bariloche para el reencuentro de los doctorados del Balseiro del año 64; el año en que yo nací.

Coco Cotignola, retirado hacía años, había sido un físico bastante reconocido, aunque en parte su modestia y en parte nuestra escasa formación nos impedían entender realmente sus aportes. Lo queríamos, de modo que no nos preocupamos demasiado cuando —alenterarse de que íbamos a visitar el Perito Moreno—canceló su pasaje en avión y decidió acompañarnos parte del trecho.

Llevábamos unas cuantas horas en camino y después del mate y las facturas la conversación había decaído. Pegaba el sol de la tarde, el tío y yo estábamos algo aletargados. Nuestro auto era viejo y a veces calentaba. Gustavo iba atento a la aguja de la temperatura.

—Calor, calor. Ese parece ser el precio que pagamos cada vez que ponemos a la naturaleza a trabajar para nosotros —dijo Coco, con los ojos semicerrados—. Aunque bien mirado, vamos aprendiendo a lograr que cada vez sea menos… Sin ir más lejos, basta pensar en las temperaturas fabulosas que levantaba la Clementina. Cómo olvidarme del primer turno que conseguí con ella.

Gustavo y yo cruzamos una mirada entre sorprendida y alarmada. ¿Sería algún recuerdo de su juventud en Saladillo?

Pero enseguida aclaró: —Clementina fue la primera computadora que tuvimos los científicos argentinos. Tenía miles y miles de válvulas, como la de los viejos televisores, que después de un rato de funcionar la convertían en un horno. Ni comparar con las computadoritas portátiles de ahora. No tenía carcasa: para usarla había que meterse dentro. Pero era una verdadera belleza.

—¿Meterse dentro? —se interesó Gustavo—. ¿Acaso tenía una puerta? O en aquella época serían dos, para damas y caballeros.

—Ustedes se ríen, pero era una maravilla. Había que esperar bastante para conseguir un turno, pero te resolvía semanas de trabajo en una noche.

Gustavo sonrió. Era evidente que el tío se había entusiasmado.

—Pensar que yo hice casi todos los cálculos de mi tesis con una vieja Facit. Para que se imaginen, era parecida a una maquinita de escribir, con teclas mecánicas. Aunque un par de veces que anduve por Buenos Aires conseguí tiempo de la Clementina. Marito se venía de La Plata para ayudarme con el tema de la programación y las tarjetas, y de paso nos poníamos al tanto de las novedades. Me enteraba de lo nuevo en espectroscopía, y le contaba lo último sobre materiales. Me acuerdo que al principio de cada largada Marito le corría carreras a la Clementina con su Marchant, para ver si los cálculos iban dando bien. Daba vértigo verlo mover las manos sobre las teclas de colores. En fin, cosas de antes.

»Pero lo más interesante es lo que se cuenta sobre la llegada de Clementina al país. No sé cuánto habrá de cierto, chicos, porque una vez que le preguntamos a Manuel se hizo finamente el desentendido.

»Pero si quieren se los cuento. Total tenemos tiempo.

—Dale tío, contá —lo alenté.

Me di vuelta para mirarlo. El viento que entraba por la ventanilla hacía pendular el lóbulo de su oreja. La historia prometía, y aunque no nos aclaraba quiénes eran esos Marito y Manuel, por el momento seguíamos bien la historia.

—La Clementina empezó a trabajar a principios de la década del 60… Tiene que haber sido en el 61, sí. Pero como se imaginarán, una máquina así era carísima, costaba una millonada. Parece que hacer las gestiones para conseguir toda esa plata llevó bastante tiempo. Manuel anduvo unos años detrás del asunto. Es más, cuando empezó, ni siquiera existía el Pabellón I de Ciudad Universitaria, donde la armaron. En los congresos de aquellos años se hablaba mucho; todo el mundo estaba interesado. La llegada de esa computadora posibilitaba líneas nuevas de investigación, ¡imagínense!

Coco se tomó un mate antes de seguir con su relato.

—Por aquel entonces teníamos doblete de Frondizi: Arturo era el presidente y su hermano Risieri era Rector de la Universidad de Buenos Aires. Se decía que eran masones, pero ya saben, esas cosas recién las reconocen después de que llevan como cien años bajo tierra, y a veces nunca. Parece que el asunto de traer la Clementina estaba medio frenado por restricciones de presupuesto, cuando apareció este hombre de apellido Cordero. Era un geofísico, y se dedicaba a estudiar el magnetismo terrestre. Yo a Cordero no lo conocí, pero una vez que Marito me invitó a su casa de Junín, entre vino y vino hablamos del caso, y me contó lo que sabía. Que otros físicos de la UBA le juraron que la historia era cierta y que Cordero existía. O que había existido, mejor dicho. Decían que a veces hablaba solo y era un poco brusco en el trato, es decir, como todos los demás. Bueno, este Cordero… no recuerdo si se llamaba Rubén, o Luis… se especializaba en estudiar las corrientes telúricas.

—¡Eso es brujería! —interrumpió Gustavo, chicaneándolo.

—Caramba, no. Son fenómenos absolutamente medibles, hacen mover agujas igual que la del termostato que tanto mirás —lerespondió el tío, algo picado—.Son corrientes eléctricas planetarias, muy débiles, que tienen que ver con el magnetismo terrestre, con la actividad solar y con otras cosas perfectamente científicas. Nada esotérico. Lo que sí les concedo es que hay algunas ideas sin mayor fundamento que suponen que estas corrientes telúricas forman unas tramas sobre la superficie terrestre, y que las intersecciones son puntos con propiedades especiales. Y aseguran que existe además un punto donde convergen todas las corrientes y donde se concentra todo el poder natural del planeta. Le llaman Ombilicus Mondi, el ombligo del mundo. Hay un escritor italiano que escribió una novela sobre eso, me suena Guareschi pero seguro que no es, porque ése siempre escribe cosas más bien cómicas. Pero sé que el libro salió después de la historia que les cuento. Yo hubiera jurado que nadie creía esas cosas en el siglo XX, pero cuentan que las charlas de Cordero estaban repletas de místicos.

La vocecita del GPS advirtió «Radar detecta», y Gustavo frenó un tanto bruscamente. Yo protesté, Coco preguntó qué pasaba. Tuvimos que explicarle que la tecnología, además de marcarnos el rumbo, nos ayudaba a evitar las multas por exceso de velocidad. Yo también sé conducir, y muy bien, porque nunca me multaron, pero cuando vamos juntos siempre maneja Gustavo. Cosa que por un lado me halaga, pero por otro me revienta.

—Bueno, no nos dispersemos —retomó Coco—. Resulta que Cordero estaba armando un mapa con los recorridos de estas corrientes. Lo construía un poco a partir de mediciones del potencial eléctrico de la tierra y otro poco a partir de engorrosos cálculos que le permitían dirigir sus experimentos y completar zonas donde no podía medir. Pero tenía que apurarse, porque los campos magnéticos terrestres tienen períodos de grandes fluctuaciones. Si tardaba demasiado en conseguir sus resultados el mapa quedaría obsoleto antes de terminarlo ¿Se imaginan lo que significaba para él la llegada de Clementina? Podía completar el mapa antes de que las corrientes se movieran. Dice la historia que Cordero había detectado aquí nomás en la provincia uno de esos puntos, particularmente poderoso. Parece que estaba por Indio Rico (un pueblito allá donde el diablo perdió el poncho), que tenía un viejo telégrafo en la estación del ferrocarril, de la época en que se conectaban a la tierra para alimentarse, justamente, con las pequeñísimas corrientes telúricas. El encargado de la estación le reportaba rigurosamente por telegrama a su oficina cada pequeña interrupción del servicio telegráfico, dato que me parece era vital para la localización. Pero era una carrera contra el tiempo: la tormenta solar pronosticada hacia los primeros meses del 61 transformaría impredeciblemente el patrón de las corrientes.

»¿Me siguen? Entonces Cordero necesitaba usar la computadora cuanto antes para tener los cálculos exactos y ubicar el punto ese; ahí es cuando se acerca a Manuel para apurar las gestiones.

Habíamos bajado a cargar gasoil y de paso estirar las piernas y refrescarnos, lo cual no había distraído un ápice al tío. El cambio del tiempo verbal de su relato, que como profesora de francés pesqué al vuelo, delataba su compenetración con la historia.

—¿Qué Manuel, Coco? —Gustavo, que venía más disperso con el asunto de controlar la temperatura, parecía perdido en la abundancia de personajes.

—Manuel Sadosky, criatura —dijo, entrecerrando los ojos—. Igual, sin las presiones de Cordero, Manuel hacía todo lo que estaba a su alcance. Puede que fuera su persistencia o puede que entre esos místicos de los que les hablé hubiera alguno de la masonería con llegada a los Frondizi, porque un tiempo después hubo una partida especial destinada a la Clementina. Incluso a último momento llegó una fabulosa donación anónima, bajo el lema «Ciencia, justicia y trabajo».

»Cuando después de tanta espera llegó la Clementina, el equipo destinado a armarla trabajó noche y día, con Cordero y otra gente que nadie conocía acampando en los pasillos. Dicen que el pobre hombre estaba hecho un manojo de nervios. Los muchachos del IAFE, los astrónomos, habían empezado a detectar aumentos en la actividad solar y cada día que pasaba era crítico.

»Por fin llega el día y Clementina entra en funcionamiento. Ya se imaginarán quién tiene el primer turno con ella. Apenas termina el acto de inauguración, casi corriendo y en mangas de camisa, y aunque faltaba todavía conectar algunos dispositivos auxiliares, Cordero se mete a ingresar los datos y a programar la computadora. Dicen que estuvo un día y medio sin salir de la sala, y que había hombres de traje oscuro que le acercaban algo de comida y sobre todo agua. Porque la Clementina calentaba mucho, ¿saben? El calor se sentía desde el corredor. Hasta ventiladores industriales habían llevado, de esos que giran. Menos mal que era por mayo. No sé si les dije que tenía miles de válvulas como las de los televisores de antes…

—Sí, tío, sí. Nos dijiste. ¿Y qué pasó? —pregunté. Estábamos totalmente atrapados por la tensión del desenlace, y el tío, que se acordaba con todo detalle lo que alguna vez le habían contado, se olvidaba lo que nos había dicho apenas una hora atrás.

—Bueno, la Clementina llevaba calculando sin pausa más de diez días, mientras la actividad solar seguía aumentando. Cordero estaba consumido y recibía varias veces por día llamados telefónicos, que lo perturbaban cada vez más. Cualquier fallo en el cálculo no tendría solución: para cuando se repitieran las cuentas la tormenta habría movido el punto singular de un modo impredecible; todo el trabajo estaría perdido.

»Pero una madrugada el mecanismo de la Clementina deja de cantar. Los resultados están listos: ella le ha ganado a la tormenta. Las caras se iluminan en el corredor. Cordero sale triunfal, borracho por la fatiga y la emoción, tambaléandose, sonriendo, balbuceando… Lleva una bandeja con la respuesta de la máquina: la cinta perforada con el mapa completo de las corrientes. Allí, para los que creían, podían encontrarse las coordenadas exactas del centro de poder.

»Pero algo impredecible ocurre. Enredado en los cables, Cordero trastabilla y queda por detrás del cabezal giratorio de un gran ventilador, con tanta mala suerte que el extremo de la cinta es succionado por la corriente de aire hasta las paletas metálicas. Metros de aquel rollo quedan convertidos en papel picado y vuelan por los aires, sin que Cordero atine a reaccionar. Dicen que se echó al suelo, dicen que lloraba, dicen que intentó desesperadamente volver a unir la cinta despedazada, reconstruir lo imposible.

»Dicen que se lo llevaron los hombres que lo acompañaban y que nadie supo más de él. Dicen que muy de vez en cuando los telegramas de Indio Rico siguen llegando, pero nadie sabe qué hacer con ellos. Incluso, los más audaces dicen que el derrocamiento del 62…

»Bueno sobrinos, me parece que hablé mucho ya. ¿Por qué no me cuentan algo ustedes?

 

 


Paula Bergero nació en La Plata, es física, investigadora de CONICET y docente en el Museo de Física en la UNLP. Se interesa por la comunicación pública de la ciencia y es editora del Boletín de la Asociación Física Argentina y del Portal de Ciencia Argentina CienciaNet. También es coautora de los libros Cero absoluto – Curiosidades de Física y Polo Sur – Experiencias de Electromagnetismo.

Esta es su primera incursión en la ficción y, por supuesto, su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL CHIP, de Raúl Sánchez Pérez, CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow, y LA SITUACIÓN GRAVITATORIA EN BERAZATEGUI, de Fabián C. Casas.


Axxón 266

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Informática : Argentina : Argentina).