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Sección de
Silvia Angiola



EL AURA

Guión y Dirección:
Fabián Bielinsky

País:
Argentina-España

Año: 2005

Duración: 134 minutos

Género:
Thriller psicológico

Intérpretes principales:
Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Alejandro Awada

Director de fotografía:
Checco Varese

Música:
Lucio Godoy y Antonio Vivaldi


Ese otro sueño, mi vigilia

(J.L.B.)


Fabián Bielinsky ha definido su segundo y último largometraje como un thriller psicológico. El personaje principal (interpretado por Ricardo Darín) es un taxidermista que padece de epilepsia y está obsesionado por el deseo de cometer el delito perfecto. La rara amalgama de estos tres rasgos incita a buscar una explicación. El taxidermista trabaja con la piel de animales muertos para armar sobre un molde o un esqueleto un simulacro fiel de la bestia animada, que no es sino una ilusión de vida que se exhibe en el museo o, como trofeo, en la casa de un cazador. El epiléptico, por su parte, después de los espasmos del ataque, puede quedar por un tiempo inmóvil,inconsciente, un ser vivo con apariencia de muerte, la contraparte de la fiera embalsamada. Acaso el orden, la precisión, la minuciosidad, exigidos por la taxidermia y el descontrol propio del ataque epiléptico pueden atizar el deseo de cometer un delito que es muy importante perpetrar con inteligencia. No conocemos la causa de la enfermedad, el enfermo se limita a describir el momento de la crisis: «es como si el mundo se detuviera, se abriera una puerta en la cabeza que deja pasar cosas (…) ruidos, música, voces, imágenes, olores (…) el ataque es inminente y no se puede hacer nada (…) es horrible y perfecto (…) durante esos segundos sos libre, no hay opción, no hay alternativa, nada para decidir (…) y uno se entrega». Paradójica definición que aúna libertad e imposibilidad de elegir. La película ejemplifica la justeza de esta definición y la sorpresiva osadía y el padecimiento de la víctima van a ser metafóricamente compartidos por el espectador, sujeto al ojo de la cámara. Esta puede demorarse en un primer plano de un rostro, o girar nerviosamente alrededor del personaje, enfocarlo desde ángulos imprevistos. Con shots breves, movimientos bruscos y veloces, la cámara, a veces epiléptica como el héroe, nos hace experimentar visualmente sus reacciones. En los asaltos mentales y no mentales, el protagonista se comporta como un observador distanciado, atento y, a veces, estupefacto, como si fuera externo al espacio diegético. Los espectadores en el cine parecen captar los sucesos desde el punto de vista del personaje, pero, más exactamente, sus ojos coinciden con la mira de una cámara independiente de la visión del personaje, cuando se sitúa más atrás o más adelante de este, vigilándolo, asumiendo una mirada suprema, «por encima» de la mirada del hombre. De todos modos nos reduce, generalmente, a compartir con el héroe su perspectiva gnoseológica —lo que sabe y, sobre todo, lo que no sabe—. El taxidermista no parece concebir que su mirada pase algo por alto. Su memoria visual es excelente («No me olvido de nada de lo que veo»). El aura que anuncia el ataque epiléptico le concede, según él, una clarividencia especial, antes del pasmo y el desvanecimiento. El héroe cree poder dominar las situaciones en las que la aventura emprendida lo implica, pero lo contingente pone a sus maniobras trabas decisivas. Bielinsky ha declarado en una entrevista que el hecho de que el personaje sea un epiléptico «es un elemento más de su existencia, pero al mismo tiempo es una graficación muy concreta de una debilidad, de una carga que arrastra en este camino. Es lo imponderable»1. Sontag, el colega taxidermista, se burla de sus declamadas habilidades llamándolo, irónicamente, el rey del juego, y lo acusa de ser un imaginativo sin asidero en la realidad. En verdad, hay un rey del juego, la cámara cinematográfica, jugadora superior, que a veces se disimula adoptando supuestamente, como dijimos, el punto de vista del héroe. Los personajes, como piezas magnéticas, están obligados a desplazarse sobre un tablero que responde a un «control remoto», impredecible, inquietante, como los accidentes de la intriga. La cámara está fuera del tablero, enfocándolo y comprometiéndonos en su enfoque cuando se mueve o cuando se detiene y hace de su disimulada ausencia un efectivo acecho. Nuestra información sobre las maquinaciones de Dietrich, matado involuntariamente por el taxidermista, es casi paralela a la que emerge del acrecentamiento paulatino del saber del protagonista y de los aportes de los que se comunican con él. Ningún personaje secundario goza de la autonomía de manifestar algo que el héroe no pueda percibir (por ejemplo, nunca llegaremos a saber lo que traman los pistoleros fuera del campo perceptivo del protagonista). Esta limitación parece insinuar que estamos contemplando una realidad muy subjetiva, tal vez onírica. Lo que ocurre en la mente del protagonista sólo se puede conjeturar observando sus expresiones, generalmente atónitas o neutrales, que poco ayudan a captar la procesión que va por dentro. Nos enteramos de su obsesión por cometer un delito inteligente, realizado sin violencia mortal y sin castigo, a través de su conversación con Sontag, mientras esperan juntos en la cola de un banco para cobrar el salario por sus actividades. Sontag lo acusa de charlatán, de que jamás se ha atrevido a participar en una pelea, de que se niega a cazar animales y de que no se cansa de hacer gala de sus aventuras mentales. Para Sontag, el protagonista no es más que un jactancioso, indigno de fe, hasta que se le revela de pronto como poseedor de una memoria pasmosa. En el desarrollo de la intriga esa omnisciencia se pondrá en cuestionamiento, por el olvido del «tercer hombre».2

El taxidermista es un solitario. Su pasividad en la relación social suele quebrarse ante el tipo de provocaciones que su amor propio no puede ignorar. En esto se asemeja a Juan Dahlmann, el bibliotecario borgiano que también viaja (o así parece) hacia el sur, el lugar que en la tradición literaria argentina es signo, a veces, de un retorno a lo salvaje, a lo primigenio, al lugar en que se desatan los límites y rigen las leyes del más fuerte o del más astuto. Es allí donde el héroe va a experimentar el cambio.

La crítica ya ha señalado la influencia de Borges en las películas de Bielinsky, siendo su cortometraje de graduación La espera (basado en el cuento homónimo de Borges) el ejemplo más evidente. Pero no sólo ciertos contenidos y rasgos de los personajes borgianos afloran en El aura. Hay un motivo que se convierte en elemento configurador de las imágenes, el ajedrez: tablero y movidas. La primera escena, que precede a los títulos, presenta al protagonista recuperándose de un ataque epiléptico en el piso de la sala de un cajero automático, en el que ha introducido, sin extraer todavía, su tarjeta de crédito. Su cuerpo vestido con ropa oscura yace como un alfil oblicuo sobre las baldosas cuadradas de color blanco. El tablero aparece a lo largo de la película siempre a través de figuras análogas y nunca como tal. Un violento contraste de luz y sombra caracteriza a casi todas las escenas; luz y sombra cubren, complementándose, la mayoría de los rostros enfocados por la cámara. En primeros planos del protagonista —y no sólo de él— el cuadro se divide en dos: de un lado, el rostro iluminado del personaje, del otro, una oscuridad total. A veces se destaca el rostro sobre un fondo neutralizado, o negro o blanco, que crea una honda impresión de irrealidad. Abundan los escenarios que recuerdan los escaques del ajedrez: baldosas blancas y negras en el piso del café-prostíbulo El Edén, paredes de azulejos en la casa del protagonista o en la cocina del casino donde es interrogado por el administrador, el alambrado cuadriculado detrás del cual están estacionadas las camionetas blindadas que transportan el dinero al banco, el cuaderno de hojas cuadriculadas donde Dietrich anotó los pasos a seguir en el asalto. Esta insistencia en las formas geométricas recuerda la reiteración fatídica de lo geométrico en los cuentos de Borges (por ejemplo, los losanges en La muerte y la brújula y en Emma Zunz). Los triángulos producidos por la iluminación nocturna en el exterior de las cabañas, los triángulos en el portón de entrada y en el frontón de los pabellones de la fábrica de Cerro Verde, preanuncian o son testigos de las escenas de violencia. El orden geométrico es un anticipo del caos.

Como el lector de El Sur de Borges, el espectador no puede decidir si ciertos sucesos corresponden a un sueño o a una vigilia. En una entrevista, Bielinsky declaró su interés por crear una atmósfera de ambigüedad: «quería que nunca se estuviera del todo seguro sobre si lo que se está viendo es real o una imaginación. La fantasía no debía ser tan diferenciable de lo real»3. Así como en el cuento de Borges no sabemos si el viaje al sur es soñado por Dahlmann en su lecho de enfermo en el sanatorio, o si se realiza concretamente, tampoco en El aura podemos distinguir si lo que la cámara fotografía corresponde a un estado de vigilia o si es un producto de la imaginación del héroe. La primera escena de la película en la que vemos al personaje junto al cajero automático, recuperándose de lo que —nos enteraremos después—fue un ataque epiléptico, tal vez indique, después de ver la película entera, que lo que ocurre en ella es lo que el personaje ha soñado antes de volver en sí. O tal vez los sucesos en el sur son imaginados cuando el taxidermista está sentado en el salón de su casa, con la carta de su mujer en la mano, y por la magia del montaje cinematográfico, ese estar sentado se disuelve sin solución de continuidad en el estar sentado en la sala de espera del aeropuerto y luego en el avión y luego en el jeep. O tal vez la historia es imaginada en la escena del taller mientras el protagonista embalsama a un zorro, escena que va acompañada por los créditos de la película, o en la escena final, también en el taller, que acaba con el enfoque sobre el perro que parpadea. La circularidad de las escenas, junto con la ejecución en ambas del Presto del Concierto Alla Rustica de Vivaldi, contribuiría a dar dominancia al carácter onírico, opresivo y envolvente, de la historia.

Así como en el viaje a la estancia en el cuento El sur se produce una confusión entre realidad y sueño, el viaje del taxidermista y la aventura en la que se involucra poseen no pocas señales de lo onírico. Las analogías no escasas hacen dudar de la verdadera naturaleza de los sucesos. Así como Sontag maltrata a su mujer, también Dietrich lo hace con su esposa. La posición del taxidermista es similar en los tres asaltos. En el primero, asume el distanciamiento correspondiente a la descripción de una acción imaginaria. En el asalto a la fábrica de Cerro Verde parece despertarse de un sueño en el coche y su rol va a ser el de observador de la escena, en la que nadie parece darse cuenta de su presencia. Análogamente, en el asalto al blindado de los caudales, su posición es la de un observador del incidente, que llega tarde porque ha sufrido un nuevo ataque de epilepsia. Otra analogía: así como en el episodio del museo, antes del viaje, se señala que los animales del depósito se han deteriorado por no haber sido embalsamados con pericia (las plumas de algunas aves se desprenden con facilidad, el cuerno de un ciervo se cae), hacia el final de la película el pistolero Sosa le dice al taxidermista, burlándose: «Estás mal hecho». Las analogías no se reducen al ámbito intratextual, se advierten también en las relaciones con textos borgianos, donde la atmósfera onírica tiene una función fundamental. Entre las quijadas de la cabeza de ciervo embalsamada, colgada en la cabaña de las herramientas de Dietrich, está escondido el revólver que le servirá al taxidermista para defender su vida. El animal inerte cumple un rol similar al del viejo en el almacén de El Sur, aquel que le proporciona a Dahlmann el cuchillo para el duelo y que es descrito como un objeto: «inmóvil como una cosa (…) como fuera del tiempo, en una eternidad (…) como una cifra del Sur». En El jardín de los senderos que se bifurcan, Yu Tsun, un héroe borgiano muy distinto al de la película, dice: «El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado». En la secuencia en la que el taxidermista va a matar a Sosa pareciera que estuviese primero obligado a escenificar la futura acción. El espectador no puede saber que lo que está viendo se va a repetir y que lo que ve la primera vez es solamente un producto de la imaginación del personaje. Lo vemos avanzar temblando, apuntando con el revólver que en un momento parece dirigido a los espectadores, dispara sobre Sosa, y vemos rodar el cuerpo del enemigo. A continuación, sorpresivamente, la escena se repite. Ahora la cámara elige otro ángulo de enfoque. No se ubica, como antes, frente al victimario, sino que va detrás de él. Para matar a Sosa el taxidermista ha tenido que imaginar minuciosamente el acto y creer que ya lo ha realizado. Irónicamente esa duplicación puede llevar al espectador a dudar de que el acto haya sido cometido realmente.

Como ocurre generalmente en el género del film noir tradicional la agresión al orden, la infracción de la ley, se pagan finalmente. Los pistoleros reciben su castigo. Pero sus móviles, aquí, no han sido solamente la codicia o el deseo de dominar y de subvertir las normas. También recurren al delito porque están acorralados por una deuda anterior que tiene que saldarse (algo similar sucede en Nueve reinas). Dietrich ha planeado el asalto del blindado porque tiene que pagarle lo que debe al administrador del casino que le dio crédito. Los compinches que ha mandado llamar a la ciudad, Sosa y Montero, no sólo son impulsados por la avidez del dinero. También ellos tienen una deuda que pagar. El taxidermista, por su parte, tiene una deuda especial, una deuda consigo mismo. Debe probarse que puede convertir en un hecho lo que ha sido puro juego mental. La obtención del dinero, en su caso, es una aspiración secundaria y tal vez inexistente.

A pesar de adoptar las convenciones del thriller, Bielinsky no presenta a los cadáveres como un mero accesorio del género. La agonía y muerte del pistolero Vega ante el taxidermista arrodillado que parece velarlo (lo que no le impedirá quitarle la llave colgada del cuello), los cuerpos exánimes de Montero y del muchacho joven enfocados desde lo alto por la cámara fija durante unos segundos, el cuerpo no enterrado de Dietrich, más que responder a las necesidades del género incitan a una reflexión sobre el sentido de la muerte.

Al final de la historia casi nada sabemos del pasado del héroe fuera de la enfermedad y de su deseo. Ni siquiera conocemos su nombre. Para convencer a los pistoleros ha inventado una historia personal falsa. Tampoco sabemos de su presente, de la relación con su mujer, que detrás de la puerta golpea el vidrio gritando algo que apenas se puede entender. Él permanece inmutable. Los espectadores lo seguimos en su periplo sin saber, a ciencia cierta, lo que piensa o lo que siente. Su hermetismo, sus silencios prolongados, incitan al espectador a llenar los vacíos sin lograrlo. La aventura que emprende está sometida a los avatares de la contingencia y no se ajusta a su concepción de la efectividad de lo minuciosamente calculado. Viaja al sur por iniciativa de Sontag. Va de caza, aunque no quiere hacerlo. Cuando decide matar un ciervo lo que consigue es balear a un cazador, cuyo teléfono celular tiene una información que casualmente le permitirá emprender la aventura tan deseada. Cuando cree poseer todas las claves para lograr su propósito, comete un error de fatales consecuencias. Ha sido tentado por las circunstancias y burlado por su propia imaginación.

En el poema Ajedrez de Borges las piezas del juego «no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada». El héroe de Las ruinas circulares llega a comprender, con horror y humillación pero también con alivio, «que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo», pero el espectador de El aura puede reconocer —al contemplar al taxidermista de nuevo en su taller, embalsamando un zorro, como si nada hubiera sucedido—, que ya sea sueño o vigilia lo representado, la vacuidad del personaje no tiene alivio ni justificación, porque, en su caso, el otro que lo maneja es él mismo.


Posdata: Fabián Bielinsky, considerado uno de los directores más talentosos del cine argentino, murió repentinamente el 29 de junio de 2006. Su breve pero importante obra parece no haber sufrido la erosión del olvido, tampoco su memoria. Checco Varese, el iluminador de El aura, ha confesado en una entrevista: «No he podido borrar el número de su celular, me cuesta muchísimo. No me puedo recuperar».4


Adam Gai



NOTAS:

NOTA 1: Entrevista en Cinemanía No. 17, agosto, 2005.VOLVER

NOTA 2: La presencia o la ausencia del tercer hombre es un elemento crucial de la película homónima de Carol Reed, que bien pudo inspirar al guionista.VOLVER

NOTA 3: Entrevistado por Julián Gorodischer, Página 12, septiembre 15, 2005.VOLVER

NOTA 4: Entrevistado por Pablo Scholz, diario Clarín, agosto 22, 2008.VOLVER

Adam Gai nació en Argentina y vive en Israel. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Letras por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Fue catedrático de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Tel Aviv y en la de Jerusalén. Ha publicado, entre otros, artículos sobre la narrativa de Anderson Imbert, Bianco, Bioy Casares, Borges, Carpentier, Cervantes Cortázar y Piñera.

Cuentos suyos han aparecido en diversas revistas digitales y en las antologías Grageas (Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires, 2007), La monstrua: Narraciones de lonnombrable (Vavelia, México, 2008) y Otras miradas (Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires 2008). Sus comentarios y artículos sobre cine pueden leerse en las revistas electrónicas filmsdefrance.com, y cinecritic.biz.