Urbys Multiplex
Ubicación
Ubicado frente a la Plaza de Todos los Nombres, el Museo de Arte Fantástico de Urbys ha alcanzado fama mundial no sólo por la calidad de los trabajos allí expuestos sino también por la naturaleza atípica (por decirlo de algún modo) de la instalación misma. Allí las salas cambian de lugar, aparecen y desaparecen, completándose con nuevos trabajos en los momentos y de las formas más inesperadas. Cuando se supo que coincidiendo con el cambio de siglo sería nombrado Sitio de Interés para la Humanidad por las Naciones Unidas, el titular del ejecutivo decidió festejarlo como lo hacen los hombres de acción: dando rienda suelta al progreso. Decidió aprovechar la gigantesca gruta descubierta en el subsuelo del museo que se proyectaba incluso bajo la plaza (la Cámara del Millón de Ecos, con extrañas características espacio-temporales) y emprendió la construcción de un gran complejo de cines: El Urbys Multiplex.
El complejo cuenta hoy con las salas más modernas y confortables que puedan hallarse, donde la experiencia ofrecida a los espectadores supera las fantasías más alocadas de cualquier cinéfilo. Pero también pone a disposición de los visitantes las antiguas salas donde se proyectan películas mudas. Y aquellas otras donde se pasaba un capítulo de Flash Gordon, El Zorro o Las Nuevas Aventuras de El Encarrilador, antes de la de romanos. Las salas son tantas y el programa tan variado que es difícil no hallar por lo menos una a la que se desee entrar; de hecho lo difícil es decidir en cuál de ellas entrar primero. Este tipo de discusiones terminan a menudo en rupturas de noviazgos o en batallas campales entre futuros ex-amigos en las que debe intervenir el personal de seguridad.
Con la estudiada distribución de las salas, sus numerosos halls y pasillos y la forma alegórica en que están decorados, la instalación es una atracción por sí misma. Sin embargo nadie llega a comprender lo compleja que es, todo lo que hace falta para que esa imponente y majestuosa maquinaria funcione en tiempo y forma.
Historia
Nadie conoce el fantástico tramado que la mantiene viva, todos sus subsuelos, rincones y vericuetos. O por lo menos nadie los conoce tan bien como lo hacía Joaquín Ribera. Trabajó en el mantenimiento de la instalación durante más de diez años. Nunca se tomó vacaciones ni pidió licencia, nunca llegó tarde ni dio parte de enfermo. Era muy celoso de su trabajo y no se limitaba a esperar que se reportara algún desperfecto. Pasaba su turno inspeccionando el inmenso complejo, asegurándose de que todo estuviera en orden. Con el tiempo llegó a conocerlo mejor que nadie. Con el tiempo adquirió la certeza de que aquella magnífica instalación lo necesitaba y, del mismo modo que otros cuentan los minutos para salir de la oficina, él no veía la hora de tomar servicio.
Esa noche (la noche por la que tanto se lo recuerda) empezó como cualquier otra noche. Cambió su ropa por el uniforme, tomó la linterna y las herramientas del casillero y acarició la foto pegada en la puerta. Desde allí le sonreía una muchacha de unos veinte años, tenía la mano sobre el sombrero para que no se lo volara el viento, su piel bronceada brillaba bajo el sol y el mar y el cielo eran del mismo azul increíble que sus ojos. La foto estaba gastada, había perdido esa especie de película protectora que en un principio le daba brillo, pero seguía siendo hermosa. Cerró la puerta del casillero y se aprestó a cumplir con su deber.
Canoso, demacrado y algo excedido de peso, Joaquín Ribera recién había cumplido los cuarenta pero lucía veinte años más viejo. Caminaba como si estuviera siempre cansado. Parecía que la vida le había pasado por encima. O quizás por al lado. Pensar que alguna vez había sido un joven brillante e inquieto con un futuro prometedor... "Está condenado al éxito", decían los que lo conocían... Pero todo cambió un verano. El verano en que la conoció. El verano en que la perdió. Si tan sólo se hubiera disculpado. Si ese tonto orgullo adolescente no hubiera nublado su juicio. Ella no deseaba más que eso, pero Joaquín no pudo dárselo. Su recuerdo lo atormentaba desde entonces. Dispuesto a compensarla había vuelto el año siguiente, el posterior y el que vino después de ese, pero nunca volvió a verla. Ni siquiera la playa parecía la misma. La arena lucía sucia y el mar oscuro, como si todos los días estuvieran nublados; la gente, otrora alegre y despreocupada, lo miraba con desconfianza. Eso se volvió como un cáncer en su vida. Desatendió los estudios y olvidó sus proyectos; fue quedándose solo, alejándose cada vez más de la familia y los amigos. Con cada nueva cosa en la que fallaba (y las hallaba a cada paso) se preguntaba cómo hubiera sido todo si... Con el tiempo llegó a tener la certidumbre de que de no mediar aquella ofensa o en todo caso de haber podido disculparse con Mariana, nada de eso habría sucedido. Mientras todo a su alrededor se caía a pedazos, entretenía su mente imaginando cómo hubiera continuado el noviazgo, cómo le habría propuesto matrimonio, cuán bella hubiera lucido el día de la boda, cuán maravillosos habrían sido los hijos de ambos... Francisco y Anita. Esos dos le sacarían canas verdes... Francisco sería bueno en los deportes pero vago para el estudio; Anita, en cambio, sería siempre abanderada y participaría en todo los actos del colegio. Ahora justamente Mariana debía estar cosiéndole el vestido de dama antigua que se pondría para la fiesta del día de la independencia... Joaquín sonrió embelesado pensando en esas manos laboriosas que en todos estos años no habría perdido ni un ápice de su belleza... Pero el sonido de la alarma que llegaba desde el subsuelo lo sacó súbitamente de su ensoñación. Era la alarma de incendio. Corrió por los pasillos hasta llegar al hueco de la escalera de servicio, recién entonces recordó que según el manual de procedimiento debía llamar a los bomberos antes de hacer cualquier otra cosa, pero el teléfono estaba en la oficina, en la otra punta del complejo. Decidió que su deber era enfrentar el siniestro, que alguno de sus compañeros llamaría a los bomberos, tomó el extinguidor de la pared y se lanzó escaleras abajo. A medida que descendía le llegaba el olor a quemado junto con el sonido de la alarma que se le antojó el aullido desesperado de una bestia herida. Se ató la bufanda cubriéndose la nariz y la boca y se abrió paso hacía las entrañas de la instalación. Conforme bajaba el calor aumentaba y el aire iba tornándose irrespirable, pero también aumentaba la certeza de que no podía regresar. No podía desoír su llamado. Sabía que quizás la vida le iría en ello, pero él la salvaría, él no permitiría que el fuego destruyera el lugar que tanto amaba.
Su supervisor le ofreció otra semana de licencia, pero no quiso aceptarla. Sobre la cama del hospital, la gaceta de Urbys titulaba: "Héroe local lucha contra incendio". Le dieron el alta un martes y ese mismo día se presentó a trabajar. Ya casi estaba bien, unos días más no hubieran hecho diferencia; además estaba demasiado intranquilo. Sabía que nadie cuidaba de ese lugar como él, que nadie podía hacer su trabajo con el celo con que él lo hacía. El complejo lo necesitaba, era así de simple. Además era el único lugar en el que se sentía realmente cómodo. Ese sitio le era más propio que el cuartucho que rentaba en el hostal de la señorita Sevrenko, más propio que la casa de las afueras en la que había nacido. Era allí donde se sentía a sus anchas, donde su vida cobraba propósito. Ese sitio era su hogar.
Sus compañeros lo recibieron con palmadas y apretones de mano. Pero detrás de esa bienvenida había una especie de incomodidad, había extrañeza más que alegría; como si dijeran: "Mirá vos, este tipo por el que uno no daba un mango..." La verdad, eso no le iba ni le venía. Lo importante era estar ahí otra vez. Con una dicha renovada, esa noche repitió el ritual de todas las noches. Cambio su ropa por el uniforme, tomó la linterna y las herramientas del casillero y acarició la foto pegada en la puerta antes de cerrar. No importaba cuan gastada estuviera, seguía siendo hermosa.
Conocía tan bien esos pasillos y esas salas que podría haberlos recorrido con los ojos cerrados, pero su mantra era: "No por ser conocedor hay que volverse descuidado". Había que estar siempre atento. ¿De qué otro modo si no, podría localizar hasta la más mínima señal de roedores o insectos? Los grandes cortinados de las salas, algunas paredes enteladas, las butacas mismas, todo eso atraía polillas. Y ni hablar de las cucarachas. Para peor el otoño anterior había descubierto perturbadoras señales de termitas, había actuado con premura y dureza, pero desde entonces se mantenía especialmente atento cuando revisaba las salas más antiguas del complejo. Estas salas contaban con escenarios de madera, tradicionalmente se representaban allí "números vivos" que entretenían al público durante los intermedios, y debido a la falta de uso eran particularmente vulnerables. Él sabía bien lo que era eso de que las cosas se volvieran vulnerables por la falta de uso. Durante la internación le habían dicho lo del problema cardiaco. Respiró hondo y se encogió de hombros, igual que había hecho entonces. Palmeó el borde de los tablones como palmeando a quien ha servido fielmente durante mucho tiempo, apagó la linterna y abandonó la sala.
Al salir al pequeño hall percibió un movimiento en el aire, como si algo ondulara lentamente o más bien fuera y viniese. No se trataba de que hubiera visto u oído alguna cosa, no era confirmar la presencia de la brisa por el movimiento de las hojas en los árboles, se trataba de una sensación sin asidero, más imprecisa pero igualmente verdadera. Hubo algo en esa sensación que le pareció muy familiar, como si la hubiera percibido en un sueño olvidado o se pareciera al borde de un recuerdo. Se aferró a la sensación buscando su origen infructuosamente mientras caminaba por los pasillos como un autómata. Al doblar en una esquina le llamó la atención una suave luminosidad agitándose en el muro del pasillo. Vio que la puerta de una de las nuevas salas estaba abierta y un rumor invitante llegaba desde su interior. Tendría que haberse dado cuenta de lo raro que era eso, sabía que estas salas estaban diseñadas de modo que nada pudiera salir de ellas, pero para cuando se adentró en la penumbra estaba tan sumergido en esa sensación de llamado, en esa necesidad de acudir, que no pudo pensar en nada más. Susurrando fascinante, el mar llenaba la pantalla ante una multitud de butacas vacías. El agua era de un azul cegador, un color demasiado perfecto para ser verdadero, y sin embargo allí estaba, palpitando en un ir y venir hipnótico, murmurando un mensaje que él (ahora lo sabía) había estado aguardando desde siempre. Durante todos estos años grises de rutina anestésica, eso se había negado a morir, eso había estado en su interior como el carozo que duerme en una fruta, aguardando, tan sólo aguardando, hasta que llegara el momento adecuado para despertar. Y entonces lo supo. Ahí estaba lo que siempre había deseado: Esa era la puerta hacia su pasado. El complejo le ofrecía la oportunidad de enmendar errores, la oportunidad de hacerlo todo otra vez, sólo que esta vez lo haría bien.
Indeciso, temeroso pero anhelante, sin poder resistir la tentación, sin saber qué esperaba sentir, extendió su mano hacia la pantalla como si la tendiera hacia otro mundo. Entrecerró los ojos pues la luz del sol se hacía cegadora y la brisa salada lo lamía cada vez con más fuerza. No pudo evitar que una sonrisa se adueñara de su rostro mientras daba un gran paso al frente. Casi de inmediato el vértigo nubló su mente. Apretó los ojos e intentó reprimir las náuseas pero todo empezó a girar en torbellino arrastrándose como una serpiente por los bordes de una matriz espiral. Aguantó todo lo que pudo (una eternidad de hecho) pero finalmente perdió el sentido.
Cuando despertó estaba de espaldas, tendido sobre la arena. Tenía la piel enrojecida por el sol y los labios resecos por la sal. Se incorporó trabajosamente y, haciéndose sombra con la mano, miró hacia el mar. Tan bello y azul como lo recordaba. No pudo menos que sonreír.