Rodolfo y la grulla

No­ta

Es­te es un re­la­to de Ca­pi­lla de San Pe­dro, el Rein­ci­den­te.

Ló­pe­z, el edi­to­r, di­ce que no va­le la pe­na co­rrer los tre­nes. Siem­pre lle­ga otro que va pa­ra el mis­mo la­do. Y la his­to­ria se re­pi­te de lu­nes a vier­nes, en los mis­mos ho­ra­rios la­bo­ra­le­s. Es co­he­ren­te con su fi­lo­so­fía: nun­ca me apun­tó una lle­ga­da tar­de.

El hom­bre que ple­ga­ba gru­llas en el fur­gón de las bi­ci­cle­tas di­jo al­go pa­re­ci­do.

—No se preo­cu­pe. Siem­pre es el mis­mo tren.

Son­rió y me pi­dió que me acer­ca­ra. Abrió la ven­ta­ni­lla.

No pu­de de­cir­le gra­cia­s: de­se­chan­do el con­se­jo de Ló­pe­z, ha­bía co­rri­do ese tren y ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar el ai­re.

Era un ti­po fla­co y mal en­tra­za­do, que con ca­da ban­da­zo pa­re­cía fla­mear co­mo un jun­co. —El tra­mo que va de Tra­gon­do a Nes­sun­pos­to es­tá lleno de cur­va­s—. Te­nía una bar­ba pe­li­rro­ja lar­ga y des­cui­da­da. Lle­va­ba el ca­be­llo bas­tan­te lar­go, pe­ro lo ha­bía re­co­gi­do con un elás­ti­co en una co­la de ca­ba­llo, de mo­do que su fren­te es­ta­ba des­pe­ja­da.

Sacó del bol­si­llo del abri­go unos bi­fo­ca­les bas­tan­te ma­gu­lla­do­s: uno de los len­tes es­ta­ba cas­ca­do en una es­qui­na, y te­nía una pa­ti­lla ro­ta. Lue­go me­tió la ma­no en un bol­so y ex­tra­jo un cua­dra­do de pa­pel de unos ocho o diez cen­tí­me­tros de la­do, que se­gu­ra­men­te ha­bía re­cor­ta­do de la pá­gi­na de al­gu­na re­vis­ta do­mi­ni­ca­l. Era una pu­bli­ci­dad de cer­ve­za: so­bre el fon­do azu­l, el chop re­bo­san­te de es­pu­ma y una par­te de la bo­te­lla. «Vuel­ve a vi­vir el mis­mo sa­bo­r», di­ce el avi­so. En el cua­dra­do só­lo se po­día leer «Vuel­ve a vi­vi­r».

—No se va­ya —di­jo, mien­tras ple­ga­ba el pa­pel por una de las dia­go­na­le­s—. Me lla­mo Ro­dol­fo­... Es­pe­re un po­co.

Sus ma­nos fue­ron des­cu­brien­do for­mas que no es­ta­ban si­quie­ra in­si­nua­das en el cua­dra­do ori­gi­na­l. Era co­mo una dan­za hip­nó­ti­ca en la que los de­dos da­ban for­ma al pa­pe­l, o tal vez fue­ra al re­vé­s.

Cuan­do ter­mi­nó me mos­tró triun­fal la fi­gu­ra que ha­bía lo­gra­do.

—Se lo re­ga­lo: se lla­ma pa­pi­ro­fle­xia, es una gru­lla. —Ba­jó la mi­ra­da—. Ten­go HIV y no con­si­go la­bu­ro. Por eso an­do por los tre­nes.

—Es... muy bo­ni­to —di­je.

Diez años de pe­rio­dis­mo pa­ra de­cir se­me­jan­te pa­va­da.

—Se lo re­ga­lo, y si quie­re me da unas mo­ne­da­s...

Sa­qué dos mo­ne­da­s. Se las en­tre­gué. Las ma­nos de Ro­dol­fo pa­re­cían jó­ve­nes, pe­ro es­ta­ban lle­nas de ner­va­du­ra­s. ¿Qué edad ten­dría? ¿Trein­ta? ¿Cua­ren­ta?

Él vol­vió a son­reír. La bar­ba le cu­bría los la­bio­s, su­pe que son­reía por sus ojo­s.

—Di­cen que quien re­ga­le cin­co mil de es­tas gru­lla­s, po­drá pe­dir un de­seo que se le cum­pli­rá —me ex­pli­có­—. Quie­ro cu­rar­me, ése es mi de­seo.

—Es tam­bién el mío —di­je—. ¿Us­ted cuán­tas gru­llas lle­va?

—No sé. La pri­me­ra se­ma­na hi­ce más de cien. Pe­ro des­pués me di cuen­ta de que no va­lía la pe­na. En es­tos cin­co años no hi­ce mas que ple­gar una so­la gru­lla. Me fal­tan 4.999. —S­acó otro cua­dra­do de pa­pel azu­l—. No pue­do salir de la pri­me­ra.

Esa que­ja me so­nó fa­mi­lia­r. Me apre­su­ré a sa­car la li­bre­ta de apun­tes y di­bu­jé una lí­nea rec­ta y un cír­cu­lo: la Cruz de la Rein­ci­den­cia.

—¿Us­ted es cre­yen­te? —me pre­gun­tó.

—Só­lo cu­rio­so.

Me ofre­ció el pa­pel azu­l: la mis­ma co­pa re­bo­san­te de es­pu­ma, el mis­mo men­sa­je ab­sur­do. «Vuel­ve a vi­vi­r». La pro­me­sa de un Je­su­cris­to de ca­fe­tí­n.

—Em­pie­ce a do­blar­lo co­mo yo, así. Fí­je­s­e: esa ca­ra del cua­dra­do es­tá li­bre. Pe­ro cuan­do la do­blo, así, dos par­tes del pa­pel que no se to­ca­ban aho­ra se to­can... La igle­sia es lo mis­mo. Rea­li­da­des del pa­sa­do y del pre­sen­te que no ten­drían que to­car­se, con­vi­ven en el mis­mo es­pa­cio. Se to­can co­mo en los plie­gues de la gru­lla...

Le de­vol­ví el pa­pel arru­ga­do. No creo que qui­sie­se en­se­ñar­me los se­cre­tos del ori­ga­mi, só­lo bus­ca­ba gra­fi­car su hi­pó­te­sis.

Él apla­nó el pa­pel y em­pe­zó a mar­car las dia­go­na­le­s.

—Ple­gué mi pri­me­ra gru­lla en es­te mis­mo fur­gó­n. De ca­mino a Nes­sun­pos­to. Me gus­ta pen­sar que ese día, que po­dría ser és­te día, tam­bién ple­gué mi úl­ti­ma gru­lla.

—No de­be ser pa­ra tan­to —di­je, y al ins­tan­te me di cuen­ta de la bar­ba­ri­da­d.

Me son­ro­jé. Él ba­jó la ca­be­za.

—No sé —di­jo pa­ra zan­jar el te­ma—. La ver­dad es que no re­cuer­do ha­ber ba­ja­do en Nes­sun­pos­to esa pri­me­ra ve­z. Creo que des­per­té en Tra­gon­do. Co­mo si las vías co­rrie­ran en cír­cu­los y siem­pre ter­mi­na­ran en el mis­mo lu­ga­r. Por eso le di­go que las rea­li­da­des a ve­ces se plie­gan y ter­mi­nan to­cán­do­se.

—¿Y la ca­pi­lla?

—No voy más a la ca­pi­lla. Ya no soy cre­yen­te. Pre­fie­ro el mi­la­gro de las gru­lla­s. Me fal­tan 4.999.

—¿­Me re­ga­la otra?

—U­na por per­so­na, ami­go. Sino es tram­pa.

Ro­dol­fo se des­pi­dió con una pal­ma­da y se fue de­trás de una mu­jer cua­ren­to­na que pa­sa­ba. Am­bos en­tra­ron en el va­gón con­ti­guo.

El tren ya es­ta­ba lle­gan­do a Nes­sun­pos­to, don­de te­nía que ba­jar­me. Me di cuen­ta de que lo úni­co que sa­bía de Ro­dol­fo era su nom­bre. Co­rrí al va­gón con­ti­guo y lo bus­qué.

En­contré a la mu­jer cua­ren­to­na sen­ta­da y mi­ran­do una gru­lla de pa­pel azu­l.

—¿No sa­be don­de es­tá el hom­bre que la hi­zo? —le pre­gun­té se­ña­lan­do la fi­gu­ri­ta.

Ella frun­ció el ce­ño y mi­ró so­bre su hom­bro, en di­rec­ción al fur­gó­n.

—Se fue pa­ra allá —se­ña­ló con la ca­be­za—. Ten­drían que ha­ber­se cru­za­do.

Le di las gra­cia­s. El tren se de­tu­vo y ba­jé.

Bus­qué la gru­lla en el bol­si­llo don­de la ha­bía pues­to.

No es­ta­ba.

Ro­dol­fo y la gru­lla. © Ale­jan­dro Alon­so, 2003.