Sábado a la noche
A un lado de La Piedra del Tren, ubicada debajo del puente de la calle Las Laderas y el ferrocarril Tren de la Llanura sobre el río, hay un acogedor hueco en el que ocasionalmente se refugia alguien para dormir. Durmiendo allí, uno queda en estrecho contacto con esa cosa del espacio. La Piedra no entiende idiomas, ni siquiera palabras, y no podría comunicarse con uno de nosotros, pero es capaz de captar imágenes, sensaciones y conceptos. Y así entender. Y saber.
Una noche la visitó un mendigo de Urbys, delgado como un esqueleto y con ojos extraviados, que de modo confuso y entre sueños le transmitió a la Piedra algo así:
Martín tenía trece años y podía hacerlo en unos siete segundos. Sin embargo, le llevó más de tres minutos subir las escaleras al piso superior. Un pie superaba al otro, vacilando, mientras dentro de él se producía la desquiciada batalla de cada día. Un Martín tejido de músculos rebeldes quería detenerse y correr hacia afuera, al jardín, al fresco de la hierba, volverse etéreo y abandonarse. Otro Martín, molusco petrificado con un interior labrado a golpes de cincel por gritos, magullones y cientos de horas de penitencias, sabía que debía cumplir la orden de su madre y por eso continuaba.
La escalera culminó. El umbral era oscuro. La puerta entornada, de masiva madera, se resistía a digerir su futuro de cripta. Adentro olor a hongos, savia desecada, vómito y pis.
Tenía que ir a ver si seguía viva.
Y sí, lo estaba. La abuela dormía. Casi siempre dormía, la mayor parte de las veces estaba dormida. Eso era una bendición para Martín. Le evitaba la mano engarfiada, el aliento de muerto y el farfullar deshilvanado. Le evitaba esa mirada de cristal esmerilado, amarillento, sucio.
Martín se detuvo a un metro de la cama. Observó que la carne magra se movía debajo de esa mortaja bordada de tonos pastel. Observó las garras cruzadas sobre el pecho y la aleta córnea que surgía entre los ojos de la vieja (no, no podía ser una nariz). Esos agujeros plagados de pelos se ampliaban y luego se relajaban con lentitud, una y otra vez, arrastrando aire con morosidad exasperante de cadáver vivo. Martín sabía qué olor tenía ese aire cuando salía, y querría no saberlo.
Martín suspiró. Su tarea estaba cumplida. Se giró con rapidez, sobre el ápice de sus zapatillas, súbitamente desagarrotado. Fue un error.
Dio el primer paso hacia la puerta y entonces sucedió.
—Martíiiiiiiiiiin —maulló la vieja—. Martíiiiiiiin...
Quiso ignorarla, hacer como que no había oído, y dio otro paso. Pero el maullido se amplió (Martíiiiiiiiin), más fuerte, más lastimero. Su madre lo debía estar oyendo.
Se giró. Suspiró.
—Traéme agua —dijo la vieja, pero sonó a algo así como "Daeeeeeeme ngggggua".
La abuela tenía agua en la mesa de luz, pero la había volcado. No se acercó, odiaba el olor a pis concentrado de los viejos.
Pero debía cumplir.
—Sí, abuela. Ya voy —dijo, ya saliendo.
—¿Nene? —(¿Ddeeede?)
—¿Qué?
—¡Daeeeeemee ngggggua!
—¡Sí, ya voy, ya voy!
Corrió por las escaleras para alejarse.
Martín ya tenía trece, aunque parecía de once. No tenía mucha vida social, aunque le hubiese gustado llegar a algo con su vecina de doce, la de tetas y ropa ajustada. Se llamaba Bárbara, usaba ropa pequeña para su cuerpo y se las acomodaba apretadas y desbordando hacia arriba. Martín tenía una punzante obsesión: presionar una teta y ver hasta dónde cedía.
La biblioteca era su bunker. Su madre no leía. Los libros eran de su padre, pero su padre no estaba en casa. Detrás de una decrépita pero masiva colección de Historia Argentina encuadernada en cuero roído por las cucarachas —Martín las había visto comiendo— guardaba algunas revistas personales. Le gustaba especialmente una rubia parecida a Marilyn Monroe. Era muy linda, tenía hermosos labios y unas tetas grandiosas.
Después de relajarse, leía los libros de Stephen King, Dean Koontz, Poe, Lovecraft y a veces policiales. También le encantaba la colección de patología del tío Andrés, el radiólogo que había emigrado a México. Esos eran muy buenos, con hojas de papel grueso y brilloso que destacaban entre la basura amarillenta de su padre. Y tenían unas fotos espeluznantes.
Había aprendido mucho sobre venas, arterias, infecciones y problemas de la piel. Le gustaba la idea de ser médico, trabajar con los cuerpos en una morgue policial.
El sábado a la noche su madre no regresó de gimnasia. Martín sabía por qué. Estaría de vuelta a la mañana, cansada y con una sonrisa que permanecería por horas. Martín no veía la sonrisa, veía un miembro en la boca de su madre —el del verdulero de la esquina, probablemente, al que había visto demasiado obsequioso cuando la atendía—, metido hasta la base. Había presenciado eso una vez cuando tenía cuatro años (esa vez el favorecido era su padre) y la imagen se le había quedado en los ojos.
Cuando lo llamó la abuela, estaba recortando. Le gustaba recortar y pegar. Descuartizaba fotos de cumpleaños y las rearmaba. Su prima Dora, por ejemplo, tenía una cara de gato alucinante, que quedaba muy bien en un cuerpo de Playboy. A veces armaba curiosos travestis con los penes gigantes de las revistas porno, tetas de siliconas y la cara de algún pariente.
Subió. La abuela graznaba incoherencias. Sintió el olor, no de orina, sino de mierda ácida. De eso se ocupaba su madre, pero ella no estaba y la vieja pediría que la limpiara.
Se movió con suavidad, pero la abuela percibía.
—Me ahéee —decía la vieja, llorando como si eso no fuera culpa de ella.
Martín dijo: —Mamá ya viene —y se dio la vuelta.
—Tu mamá está cogiendo —dijo la voz cascada y agria con una claridad espeluznante. Martín se sobresaltó—, le gusta bien grande y por el culo.
El graznido sonaba raro, pero entendió perfectamente. Le vino a la nuca la sensación del placard, cuando su madre lo buscaba con el cinto en la mano y la cara de hiena.
Dio dos pasos en la semipenumbra.
—Abuela... —quería asegurarse de que era ella
La garra de la vieja le atrapó una mano. Sin pensar, dio un paso atrás. La garra resbaló, pero no se pudo librar. El apretón de los huesos —porque eso eran— era recio como una trampa de hierro para zorros. Sintió la humedad y algo tibio que le corría por el brazo. Vio la mierda ácida y amarilla, de olor insoportable, que la vieja estaba desparramando en su piel. Si había algo que Martín odiaba era la mierda.
Reculó, pero la vieja lo atraía hacia ella con una fuerza imposible. Le estaba diciendo algo, pero Martín no escuchó. Estaba a punto de caer sobre ese cadáver maloliente. Las uñas de la garra se clavaban dolorosamente en su carne. Vio que los ojos de la vieja estaban nublados, blancos. Sin pensar, como un animal moribundo atrapado en las fauces de uno más grande, se defendió. Tenía la tijera en la otra mano. La tijera entró del todo en la cara de la vieja, justo arriba del ojo. Saltó sangre.
La garra se aflojó.
Martín dio un salto, pegó contra la silla, volcó el orinal y estampó la espalda contra la pared. No podía retroceder más, aunque sólo tenía que dar la vuelta, correr unos pasos y salir.
Pero estaba fascinado.
La vieja sonreía. Tenía un ojo abierto, el del lado de la tijera, pero no miraba a ningún lado. La sangre corría hasta la sábana, pero no era mucha sangre. ¿Estaría muerta?
No se movía. No parecía respirar. Evocó las fotos de cadáveres. No había diferencia apreciable, la vieja lo parecía siempre.
Se acercó y quitó la tijera de un manotazo. No era una herida muy apreciable y de adentro no brotaba nada. Tomó nota mental para cuando escribiera su propio libro. Guardó la tijera en un bolsillo del vaquero.
La mancha de sangre en la tela clara no era muy grande, pero se veía muy bien. Gritaba sus culpas en rojo. Tenía que arreglar eso.
De un tirón, retiró la sábana. Abajo estaba el saco de huesos, tumbado como ramas podadas, con mierda por todos lados. Enrolló la sábana sucia en un bulto y buscó otra en el placard. A la vieja no le duraban ni tres horas, así que había por lo menos diez preparadas. Estiró la sábana y le acomodó las garras encima más o menos como siempre.
La herida casi ni se veía. La vieja no tenía sangre.
Satisfecho, dio media vuelta y caminó unos pasos.
Oyó un sonido tenue, pero no se atrevió a mirar.
Bajó las escaleras en cinco segundos.
Media hora después oyó la voz débil de la abuela, llamándolo.
No, no es posible, se dijo Martín. Encendió su equipo y puso un CD. Aumentó el volumen hasta nueve. Era mucho para un rock metálico. Siete.
Pasó casi una hora intentando leer. Desde la puerta de la biblioteca veía el pie de la escalera. Vislumbró un movimiento. Pero cuando miró directamente, nada.
El libro no lo atrapaba. El CD se acabó y puso otro. No, mejor la radio. Se sentiría más acompañado.
Pero la radio tenía silencios y oyó a la vieja de nuevo.
Si la abuela podía hablar le contaría a su madre.
Vio movimiento al pie de la escalera. Algo blanco.
Se acercó a la puerta. La vieja había tirado algo por la escalera. Miró hacia el umbral de arriba, pero no se veía nada. ¿Cómo había llegado hasta ahí?
Se acercó. Era la toalla pequeña que la vieja usaba para limpiarse la saliva. También había una media blanca manchada de mierda.
Las levantó y las llevó al baño. La toalla tenía sangre. Más tarde tendría tiempo para lavarlas, secarlas y llevarlas de nuevo al cuarto de la muerta. De la casi muerta.
El problema era subir a ese cuarto. Le volvió la sensación en la nuca.
Cuando regresó y antes de retomar su lectura, le pareció ver movimiento tras el umbral del cuarto. No puede ser, se dijo. La vieja ni podía darse vuelta en la cama.
Pero vio movimiento de nuevo.
El patio trasero estaba lleno de basura. La madre había vaciado el estudio de su padre dos años atrás y todo eso estaba desparramado por ahí, contra una pared, pudriéndose o herrumbrándose. A las ratas y a las cucarachas les gustaba mucho. El galpón de madera, en cambio, era la ciudad de las arañas.
Encendió la linterna. La luz parpadeó pero se apagó de inmediato. Le dio unos golpes. Brotó un agónico rayo amarillo que apenas iluminaba. La mesada de madera gruesa y tosca estaba coronada por un panel de clavos repleto de herramientas. Lo primero que tomó fue una lezna. Sabía lo filosa que estaba.
Eligió más cosas: un escoplo enorme, un serrucho de podar con dientes bien grandes, un tridente pequeño para jardín, la maza de un kilo con mango largo que había usado su padre para derribar la pared de ladrillos del comedor. Dudó un momento, luego guardó todo en una bolsa de arpillera. Necesitaba mejor armamento.
Llevó la bolsa a la biblioteca. Volvió al galpón con una mochila. Cargó el taladro y buscó las mechas más grandes, en especial una muy larga que se usaba para traspasar paredes. Cargó la amoladora portátil, la lijadora de banda, la sierra circular. Estudió la gran sierra mecánica de talar, pero la había visto usar en demasiadas películas y le parecía poco digno. Tomó el alargue de veinte metros, ése sí que iba a necesitarlo.
En la biblioteca, acomodó las herramientas en un semicírculo amplio frente a él, como construyendo un parapeto de la Primera Guerra Mundial. El escoplo lo colocó cruzado en su cinturón, del lado izquierdo. Enchufó el alargue y ató el cable en un mueble para que no se pudiese arrancar del toma de la pared. Tomó el taladro con la mecha grande, lo enchufó en el alargue y también lo anudó.
Se sentía más seguro.
La vieja no arrojaba más cosas. Sin embargo, le pareció oír movimiento arriba, en la habitación. No podía ser.
Tomó sus revistas y trató de entretenerse.
Imposible.
Fue a la cocina y se apropió del juego completo de cuchillos. En el cuarto de arriba se oía algo que parecía un maullido muy suave —Martín pensó que tenía que ser su imaginación— y a veces, en los huecos de sonido de la radio, unos golpes sordos en el piso. Imaginación, imaginación, se dijo. La tijera entró hasta el cerebro y si no está muerta se debe estar muriendo.
Tres horas después no soportó más la tensión. Con el taladro en la mano, subió las escaleras.
La vieja estaba, como siempre, con la manos estilo Tutankamon, la piel estilo Tutankamon, el perfume animal a orina y una sonrisa de felicidad que no encajaba en su cara. Martín se detuvo, la estudió.
Parecía muerta y feliz de estarlo.
Se acercó, aliviado.
Lo primero que notó fue que la vieja respiraba. Y la herida de la cara casi ni se veía.
No puede ser, se dijo. La mesa de luz estaba cubierta de cajas y más cajas de medicamentos. Esa química toda junta debe haber hecho algo (sus lecturas médicas no llegaban hasta ahí) y la vieja se puede regenerar.
Se le podrían regenerar esos malditos esfínteres flojos.
Cuando todavía era una persona, ¿habría utilizado algún orificio para un uso no natural? Por un momento le dio risa. Luego volvió a resonar en su mente esa voz rechinante y malvada.
Hielo en la nuca.
La segunda percepción fue que el olor había mutado a algo dulzón pero punzante, químico. Seguía estando la orina y la mierda, claro, pero había algo más.
En ese momento miró al piso y vio que había mierda en varias partes, lejos de la cama. Él no había sido.
Se dio vuelta para huir, pero se detuvo de inmediato.
Acabaría con eso.
Se acercó a la cama, puso en marcha el taladro y clavó la mecha de veinte centímetros en la frente de la vieja. Se sintió enseguida el olor a hueso quemado. Saltó sangre, pero, como siempre, no era mucha. Empujó la máquina hasta que la mecha salió por detrás, se enganchó en la tela de la almohada y la enroscó. Martín se sobresaltó, porque no podía retirarla. A pesar de tener atravesado el lóbulo frontal —y todo el resto del cerebro, hasta el occipital— con una mecha de diez milímetros de diámetro, la vieja seguía con la sonrisa.
Martín vio que movía los ojos debajo de los párpados.
Soltó la máquina y salió corriendo.
Una hora. Martín había tenido su cita usual con las chicas siliconadas de sus revistas, pero sin alegría. Tomó dos vasos del vino que estaba en la heladera. Era asqueroso. Luego vio la botella de ginebra. Se sirvió un vaso, tomó un trago pero no pudo soportarlo y lo escupió. Acabó el vaso de a pequeñísimos sorbos, intentando no reparar en el sabor. Se sintió mejor.
Volvió a la biblioteca, cargó las armas y subió.
Estaba todo tranquilo.
Pero la mecha y el taladro estaban a un metro de la vieja, en el suelo. El cable estaba cortado.
Bajó atropelladamente con el trozo del enchufe y el extremo del cable en la mano. Quitó el toma de la pared, anudó como pudo los alambres de cobre y los envolvió con cinta adhesiva transparente.
Eligió esta vez la sierra circular. Probó la máquina y el motor giró sin problemas. Subió.
La vieja estaba tranquila. El agujero de la frente parecía un grano.
Martín no quería problemas. De dos golpes certeros cortó justo abajo de los hombros las dos secas ramas que hacían de brazos. Salió bastante sangre. Martín sabía que iba a pasar eso. Midió la cantidad. ¿Un litro, tal vez?
No podía detenerse.
Cortó las piernas y obtuvo su segundo litro.
No estaba seguro. Debía dejarla seca.
Cambió el enchufe a la lijadora. Cuando levantó la vista, vio que el brazo izquierdo de la vieja estaba de nuevo en su lugar. Pero la sangre corría por la habitación. Al menos eso no había regresado.
La lijadora tenía un esmeril grueso, que usaban para despintar puertas. Lo aplicó sobre el brazo con interés. Quería ver qué daño producía.
Saltó más sangre. Deslizó la máquina y recorrió cada centímetro de cuerpo.
Calculaba los centímetros cúbicos. La sábana absorbió mucho. ¿Cuánto? Lamentaba no tener libros que ayudasen con eso.
Luego de dejar aquella cosa convertida en una ruina, conectó de nuevo la sierra y cercenó de nuevo el brazo autorreparado un poco más arriba de donde se veía la línea púrpura de sutura del corte anterior. Tomó los miembros, los envolvió en una sábana y los dejó cerca de la entrada.
La vieja sonreía y movía los ojos debajo de los párpados.
Martín bajó y se tomó medio vaso más de ginebra.
Cuando regresó, los brazos y las piernas habían vuelto a su lugar, la sábana estaba blanca, el piso no tenía sangre y la vieja dormía apaciblemente.
Dios mío, dijo Martín para adentro.
No, Dios no tiene que ver en esto. Maldita vieja, demonio.
Se volvió loco.
Cortó, rasgó y aserró. Tiene que ser un sueño, se decía.
En una hora y media había cortado todo en trozos suficientemente pequeños como para acomodarlos en la mesada de una carnicería. Se los daré a las ratas, se dijo. A la madre le diría que la vieja se había levantado y se había ido cuando él estaba en el baño. Por ahí todavía deseaba que le metieran algo en esos resecos esfínteres.
Bueno, sabía que no le diría eso a su madre. Pero podía sugerir, con ojos enrojecidos, hipos y sollozos, que había pasado algo insólito que él no podía gobernar. Cuando terminase su trabajo ya pensaría qué.
Bajó cuatro veces con la mochila y fue llenando la bañera. La tercera vez vio que había mucha sangre, quizás los cuatro litros y medio que tenían que ser.
No es posible. Hay sangre en el cuarto y las escaleras. Por lo menos dos litros. Aquí tiene que haber otros dos y pico, pero no más.
La bañera estaba hasta la mitad de sangre. Los pedazos flotaban como en los guisos de su tía Carminia. ¿Podía ser?
Quería saber eso.
Bárbara tenía Internet y a veces, dos años atrás, habían navegado juntos, pero no llamó a Bárbara. Ella le hablaba con un tono de burla que no quería escuchar, menos a esa hora y en el estado que estaba, porque la imagen de las tetas en su mente haría estragos con su tartamudeo. A tres cuadras había un cibercafé. Era tarde, pero era sábado y habría chicos jugando games de Internet.
Sabía que estaba cubierto de sangre. Debía limpiarse con el agua del lavatorio y una o dos toallas. Se observó en el espejo y se quedó helado. Estaba limpio.
Miró la bañera. El nivel ¿se había estabilizado?
Salió de la casa.
Debió esperar por lo menos media hora. En Internet había varios catálogos de bañeras pero a nadie se le ocurría poner cuántos litros de capacidad tenía la que había en su casa, una de las más baratas. Buscó cálculos de volumen y entonces supo cuán fuera de sí estaba. Calcular el volumen era una cosa de multiplicación, nada más. Cada diez por diez por diez centímetros era un litro. Mientras regresaba, calculó la capacidad de la bañera. Eran muchos litros. Aquello lo estaba superando.
Entró con precaución. La abuela no estaba en la bañera; estaba en el piso del baño, completa, sin manchas. Olía a orina, claro, y a ese olor químico que le recordaba lejanamente la pirotecnia de fin de año. Desnuda en el suelo, huesos cubiertos de piel manchada y arrugas por doquier. Estoy soñando, se dijo. Estaba tan enfermo que no podía soñar con las tetas de su vecina; tenía que soñar con esa mierda. La vieja era asquerosa. Los pelos del pubis parecían de medio metro de largo. Los de los sobacos de un palmo, por lo menos. Era algo asqueroso.
Tenía la sonrisa y respiraba con tranquilidad.
Tengo que quemarla, se dijo. Así se soluciona en las películas.
En el galpón de madera había aguarrás y nafta, pero era muy poco. Luego recordó que se usaba parafina para fabricar una cosa llamada napalm, que ardía casi por siempre y era capaz de reducir los huesos. Su madre tenía tres o cuatro bloques de parafina para fabricar velas caseras. Con eso y la nafta quizás fuera suficiente.
Detrás del galpón había unas chapas acanaladas picadas de óxido. Su primera idea fue llevar a la vieja al patio, ponerla sobre las chapas y quemarla ahí. Luego se dio cuenta de que la humareda podría llamar la atención de alguien. Era tarde para un asado, aunque fuese sábado.
Decidió quemar parte por parte. Y le daría una primera cocción, para desecar la carne, en el microondas.
Se dirigió al baño decidido.
La vieja no estaba.
Sin saber por qué, se sintió aliviado.
Subió al cuarto.
La vieja estaba acostada, con las manos de momia en posición de momia y sonriendo.
Martín la observó.
La vieja abrió los ojos.
—Daeeeeeeme ngggggua —dijo, de vuelta a la normalidad.
En la pared estaba la lista de horarios de los medicamentos. Le tocaba tomar un Gerolive. Abrió la cajita y le acercó una cápsula. La vieja luchó con sus dedos y labios decrépitos pero al final se la puso sobre la lengua.
Había agua en el vaso de la mesa de luz. La vieja tragó y, como siempre, se derramó agua en el pecho. Ya era de día, quedaría así.
Martín bajaba las escaleras despacio, con la pesada mochila cargada a la espalda, cuando oyó el ruido de la llave de su madre en la puerta de calle.
Sábado a la noche. © Eduardo J. Carletti, 2003.