CUANDO HABLO de adicciones, no me refiero a algo que te puedas meter por las venas, por la piel, por el músculo, la boca o el culo. No me refiero a algo que llene tus pulmones o te tope la sangre con una estampida de alfileres.
Veo los ojos de Dios y miro hacia el vacío. El atisbo de Dios. Su falta de presencia, Su ausencia que todo lo consume. Veo a Dios y me miro en Dios.
Soy adicto al vacío.
No puedo dejar de observar esa mirada hueca a través de la pantalla.
No puedo.
Cuando hablo de dioses, no me refiero a un ser viviente, ni a uno muerto. No me refiero a algo que gravita en el espacio imaginario de tu mente. Hablo de algo real. Sí, está ahí afuera. Y flota. Es algo que se ve a través de los muros de acero. Y repta. Es algo que te observa como lo hace un ciego. Y cuando descubres esa mirada, te deja marcado para siempre.
Dios está hecho de miradas. Está hecho de silicio. Está hecho de memorias. De luces, también. Parpadea hacia ti cuando el cursor se queda fijo en algún punto.
Estoy casi sin rostro. Y a mi edad, pálido como la crema del pastel de tres leches. Insufrible. Repugnante. Desnudo de todo pudor. Y como carne todos los días.
Siempre lo he hecho. Ayer hablé de ti y les dije que estás viva. No les dije que seguramente estás bien jodida y yerma. Y un musgo acre crece entre tus muslos. No les hablé de tu rostro de flores grises, ni del bosque que ahora habitas.
—Se fue de viaje y no regresará.
—¿A dónde?
La gente es curiosa. José Juan no tanto, pero Brabda, siempre ha deseado saberlo todo, enterarse de los detalles. ¿No le ha dicho nadie que la sabiduría pone límites al conocimiento? Por supuesto, ella no es una mujer sabia, pero sí lista, lo cual la hace más peligrosa.
La brisa artificial del restaurante de comida prefabricada contrastaba con el sudor de un par de niños que miraban por el ventanal hacia dentro. Muriéndose de ganas por comer aquel pastel, aquella hamburguesa. Muriéndose de ganas por beber esa cocacola con hielos, o esa naranjada con un gran gajo de fruta incrustado en el labio del vaso. O simplemente muriéndose y alucinando que veían sus ojos sudorosos una especie de cielo prefabricado, pero mejor que el calor insoportable de la calle, que el hambre de la calle, que la mugre y la muerte de la calle.
—Se fue a Uruapan. —Lo dije arrastrando quedamente la última palabra.
—¿A Europa?
A José Juan le había llamado la atención la charla.
—No güey, a Uruapan, a Michoacán.
A Brabda le gustaba corregir a José Juan, cuando le era posible, que casi nunca.
Luego me miró:
—¿Y qué chingados tiene que hacer en Michoacán?
—Yo qué sé. Es por un trabajo de cultura. Es porque estaba cansada del smog. Es porque se le hincharon los ovarios y se largó de esta ciudad...
Sorbió su naranjada. José Juan había perdido todo interés en la conversación y buscó en su mochila algún libro para distraerse. Pero Brabda seguía mirándome.
—Supongo que aún está en la red.
No dijo La Red, sino la red. Entonces no lo sabía. Aún no lo sabía.
—Supongo que no, pues no dejó dirección de ningún tipo. Quizás ni siquiera se fue a Uruapan.
—¡Chale!
¿No me creía? ¿Quizás era sólo una expresión para demostrar su disgusto? Perdía a una amiga, según ella; tal vez.
Yo le di vueltas a mi café, ya tibio. Tomé la taza y absorbí a tragos lentos pero seguros todo el contenido. Miraba hacia la ventana. Hacia los niños. Sudaban más, quizás, pero ya no veían hacia adentro, a pesar de permanecer muy cerca del cristal. Estaban observando hacia la avenida. Hacia una figura vestida de gris, con gabardina completa a pesar del calor. A un lado, se le marcaba al andar un objeto largo, un tubo, la silueta esculpida en tela del cañón de una escopeta.
—Creo que yo me voy.
—Creo que nosotros también.
José Juan tenía la vista fija en el hombre. De su mochila no había sacado un libro, sino una especie de garfio de un material oscuro, posiblemente duraluminio con fibra de carbono.
Eché sobre la tabla de plástico un micro con créditos suficientes para pagar cuatrocientas tazas de café o doscientas treinta naranjadas. O quizás sólo un vaso de agua.
—Por allá.
Me siguieron hacia la cocina. Brabda aún no comprendía e intentaba resistirse, detenerse para recibir alguna explicación. Pero José Juan le mostró con el garfio la figura del hombre de gris, que se acercaba. A paso rápido hacia la puerta del restaurante. Desde sus lentes oscuros no podía saberse si nos veía.
—T'á güeno.
Corrió ella también, entrando a la cocina justo en el momento en que la puerta giratoria del lugar se abría.
Mientras esquivábamos los insultos de los cocineros, pinches y demás personal, busqué un espejo en la mochila de cadera. Un garfio y un espejo. No eran armas suficientes, pero de algo servirían. Mi tacto localizó el objeto: una sensación de fuerza. Un repiqueteo de caricias agresivas.
—Sí, con esto tiene que bastar.
—No mames, un espejo mágico no sirve de nada contra las balas.
Brabda sacaba de su bolsa de mano una fusca de balas explosivas de plástico.
—Esto sí.
Un par de cocineros canadienses, altos y rubios, de ojos azules y piel clara, nos cerraban el paso hacia la salida en la larga cocina. El otro personal había desaparecido bajo las mesas o tras los muebles de acero inoxidable.
Interpuse el espejo mágico, para convertirlos momentáneamente en ranas. Se los lancé. Pero después de dispersarse el humo, salieron saltando un par de cucarachas güeras, grandotas, agresivas, brillantes como cubiertas por un barniz de baba. Y gordas como marranos.
—Uta, qué asco.
José Juan les aventó el garfio. El instrumento giró como un bumeráng, llevándose con la punta una antena de la cucaracha más cercana y se clavó en la minúscula cabeza de la otra. El insecto que nos iba a atacar comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, desesperadamente, y el otro, con el arma destripándole los sesos, se convulsionó. Un flashaso más con vapores anaranjados y vimos cómo uno de los cocineros se movía, loco de dolor, tapándose la sangre que brotaba de su ojo cercenado. Se convulsionó para luego caer sobre el cuerpo muerto del otro, que llevaba, como una diadema de sangre, el garfio clavado en medio de su güera cabellera.
Un escupitajo de plomo al rojo vivo sonó a un lado. José Juan estaba herido, aunque sólo superficialmente. Pero ya Brabda iba tras nuestro atacante. Le lanzó varias balas del plástico con relleno explosivo.
—¡No mames!
Era un grito desesperado, porque vimos cómo las balas traspasaban al hombre del traje gris y se estrellaban en uno de los anaqueles de acero inoxidable, estallando, rompiéndolo en fragmentos de metralla. Una astilla de metal pegó en el arma de Brabda. Ella, con la mano sangrante, intentó sostenerla. Pero era inútil.
—No mames.
Recuerdo que pensé "hierro, necesitamos hierro contra esa puta magia". Pero sólo veía aluminio y plástico. Bajo uno de los muebles había un trasto olvidado, una cacerola. Las cucarachas pululaban dentro de ella. Arrastrándome, mientras esquivaba otro escopetazo, me hice del trasto. Lo agité para deshacerme de los insectos y tras el correteo de decenas de patas, cayó algo viscoso y repugnante, una especie de gelatina con hilos como nervios. En medio de toda aquella vasca había un ojo, un ojo humano, con una parte de los músculos oculares. Era verde, del mismo color de los tuyos, de ti, que reposabas sin ningún sobresalto en cierto lugar secreto.
Parecía el ojo vacío de Dios.
Parecía una sonrisa sin boca.
—Guácatelas... ¿Qué chingados haces removiendo mierdas si nos están matando...?
Pero la voz de Brabda se perdió entre un par de percusiones más. Una de las postas de los escopetazos rebotó para llegar hasta la piel de una de mis piernas, al traspasar con su velocidad al rojo vivo la tela de los jeans.
—¡Ah, qué la chingada!
Quise quejarme un poco más. Sin embargo me sobrepuse, a güevo, y calculando que el hombre del traje gris recargaba su escopeta, me alcé para lanzarle el cacharro de hierro. Esta vez no traspasó el cuerpo de nuestro adversario. De hecho chocó como si se topara con una muralla de gel sólido. El hombre tembló, dejando escapar la escopeta de sus manos. Pero no logré más con ese golpe.
—¡Vámonos! ¿Qué chingaus estamos esperando?
Era José Juan. De algún modo se había puesto una servilleta de papel en la herida, para detener la hemorragia, e intentaba quitar el cuerpo de los dos cocineros, que obstruían el paso.
—¡Ayúdenme, cabrones!
Demasiado pesados. Dos canadienses de ligas mayores. Dos cabrones muertos, con todo el peso de su muerte pegándolos al suelo. Inamovibles.
—¡Cuidado!
José Juan esquivó la primera ofensiva del hombre del traje gris. Ahora parecía una especie de gelatina con esqueleto. Pero no dejaba de atacar. Tenía en cada mano un cuchillo cebollero, de esos que son como para cortar cebollas diseñadas genéticamente para quitarle el hambre de cebolla a la mitad del mundo.
No tardó en acorralarnos en la puerta trabada por los dos cuerpos de los canadienses. Se acercaba el fin. Y lo peor era que moriríamos juntos, después de haber peleado a medias algunas peleas, sin convicción. Nos veíamos como los hombres de la retaguardia estúpidamente gloriosa del ejército de Carlomagno, tratando de no dejar el pellejo en el antiguo País Vasco.
—Qué pinche mala suerte.
José Juan parecía leer mis pensamientos, ¿o qué?
Quizás lo peor era morir sin mirarte otra vez, sin poder decirle a nadie más que estabas viva. Morir junto a un güey y una cabrona con los que existía una brecha emocional demasiado grande como para que compartir la muerte con ellos fuera algo más que una grotesca casualidad.
El hombre de gris gesticuló desde su cara hecha de fluidos sólidos. De su boca extraña brotaba un chorro de sonidos como si fuera saliva con sangre.
—Ya se chingaron.
No me hagan caso, pero creo que eso fue lo que dijo cuando alzó ambos cuchillos para rebanarnos como si fuéramos cebollas. Jitomate o lechuga. Unos vegetales muertos ante su hambre de destaces.
Pocas veces he estado tan cerca de morir.
Y pocas veces me ha dado tanto coraje estar a merced de uno de estos putos engendros.
La puerta de la cocina se abrió. El ruido deliberadamente bravucón de una patada había precedido el movimiento. Vi a los dos niños con cara de hambre. Vi que miraban al hombre del traje gris como si fuera una hamburguesa gigante, con doble queso y papas a la francesa.
Voracidad. Ansia. Deseo. Miradas polifágicas.
De sus manos brotaron dos cuchillos. Herrumbrosos filos. Sin duda hierro puro, sólo un poco oxidado. Era un truco viejo, para evitar la detección. Nada mejor que un poco de agua para que un objeto de hierro se convirtiera en aparente chatarra, irreconocible bajo la somera mirada de los detectores mágicos de hierro.
Las hojas volaron hacia el hombre de traje gris, que parecía nunca antes haberse enfrentado con unos pequeños de tal calaña. Sólo miró cómo se aproximaba su muerte envuelta en un silbido de aire cortado por los cuchillos mohosos de óxido.
Las armas se clavaron sin mucha fuerza en su pecho. No hacía falta más. Traspasaron el gelatinoso cuerpo y se fundieron en él.
Un crujido. Crepitante, ondulado, traqueteante. Un ruido. La caja de huesos que se abre, rompiéndose en fragmentos. El corazón, un puño de oscuridad, vomitando su luz morada. El gesto del hombre del traje gris, un murmullo del abismo arrugándose hacia sí mismo, comiéndose sus propios dientes carcomidos.
No pudo haber durado más de diez segundos aquella muerte. Pero cada vez que la revivo, miro esos ojos, esas pasas brillosas en que se convirtieron, observo lentamente cómo se van aglutinando sobre sí mismos para formar un agujero negro en medio de la galaxia de la muerte. Y veo de nuevo a Dios.
Dios y su eternidad.
Dios y sus instantes.
Los dos niños nos miraron un solo momento, y después se aproximaron a una de las charolas que, minutos antes, algún mesero se disponía a llevar a la zona de comensales. Dos hamburguesas, dos vasos de cocacola con hielo picado y sus popotes. Dos órdenes de papas a la francesa. Dos de cada cosa, con una exactitud casual perfecta.
Una bondad inexplicable.
No les importó que aún no tuvieran mostaza y salsa catsup. Simplemente mordieron los grasosos manjares, hicieron crujir entre sus dientes la lechuga, y, casi simultáneamente, con una inocencia terrible, deliberada, gozosa, se limpiaron la grasa de las comisuras de los labios con el dorso de la mano y nos miraron. Uno tenía ojos verdes; el otro, ojos violeta.
Brabda se emocionó.
—¡Hórales, nunca había visto mutantes tan chidos!
H. Pascal
Escritor mexicano (seudónimo) autor de muchas novelas de narrativa fantástica, y de tres libros de poesía: "Camino de estrellas", "Lamias quebradas, monstruos que regresan" y "Los danzantes en medio de la hoguera (es tan simple que parece una mentira)".