Mein Führer

Rafael Marín

A)

Manfred Vogelweide da un paso al frente, se detiene, hace chasquear las puntas de charol afilado de sus botas y dice camaradas, en nuestras manos está el poder de alterar el curso de la historia. Niños rubitos de cuello duro dicen jawohl, sonríen con complicidad, guiñan sus párpados todos muy firmes. A lo alto suenan coches, máquinas potentes de progreso y humo, roncan por las calles sus motores de gas, se pierden en la negrura de esta noche tranquila del Berlín reunificado sin sospechar del edificio en ruinas, sin imaginar la reunión clandestina en el sótano oculto. Uno dos tres, los semáforos se mudan del rojo al verde.

Manfred Vogelweide da media vuelta, aparta la fusta, fija el monóculo en su huesudo pómulo y observa uno por uno los doce rostros adolescentes llenos de abulia, los ojitos azules, la piel muy rosa, los oscuros uniformes postizos, las insignias, las correas, la cruz gamada de este su Cuarto Reich, y se eleva un poquito sobre sus talones como para dar más fuerza a lo que va a decir, y habla muy serio, blanco como un copo de nieve, rapado como un alfiletero su cráneo rubio y dice la hora de la venganza está por venir, camaradas todos, el destino ha colocado en nuestras manos un arma terrible. Frunce los puños, se detiene a respirar, nota el picor de la tela negra sobre sus piernecitas rubias, la molestia de cambiarse las gafas por un monóculo que le da mayor prestancia, y continúa su retórica de voces sin almíbar, sus gritos eufóricos de fantoche vestido de gala aristócrata, pidiendo a voz en grito camaradas dos voluntarios dispuestos a dar su vida por la causa, dos hombres valientes, arios de pro, que se ofrezcan para el experimento más peligroso que jamás alumbraron seres humanos; la gloria para quienes se atrevan a probar en su propia carne la nuestra muy poderosa máquina del tiempo.

Hay un silencio amoroso, casi eficaz, y los doce pijos de ojitos dulces carraspean como para toser más fuerte, se agigantan en sus uniformes verde champán, resbalan gotitas de naftalina por sus frentes lustradas de sudor y piensan cada uno si seré yo tan valiente como para ofrecerme, claro que sí, mein Gott para mí la gloria, y dan un paso al frente, rudo y animal, levantando esquirlas de polvo y yeso, crujidos enfermos de tablones a medio pudrir y dicen yo, camarada, soy voluntario, viva el Reich, Heil Hitler.

Manfred Vogelweide no dice nada, no mueve nada excepto un músculo que pega un tirón en su mejilla limpia, recuerda que debiera haber ido al dentista la semana pasada pero no lo hizo y recrimina camaradas, esto no es un juego, sino algo vitalmente peligroso que, triunfe o fracase, incluso podría impedir que todos nosotros llegáramos a estar aquí. Verwünschung, desde que nuestro camarada Herr Profesor Winckelmann ideó su cronodeslizador, una idea de locura me está rondando la mente, una idea peligrosa pero que podría restablecer el poderío del Nacionalsocialismo en el mundo. Camaradas conspirados, lo que yo propongo es viajar al pasado, retroceder en el tiempo doscientos años, asistir a los gloriosos instantes en que nuestro admirado Führer dominaba el mundo y conseguir que los invencibles ejércitos germanos venzan aquella guerra que injustamente perdimos. Teufels, lo que estoy pidiendo son dos voluntarios que viajen a 1941 y acaben con la vida de ese perro judío inglés llamado Winston Churchill.

Hay otro silencio más poderoso, apuntalado de ansias ante las palabras del líder, el jefe nato. Manfred Vogelweide, excitado él mismo por su propia voz, deja caer el monóculo desde lo alto de su calaverada cuenca, golpea la mesa con sus manos cándidas, muestra unos dientes blancos donde apenas se ve, desde lejos, un corrector de plata que le costó carísimo, y recalca la misión es infinitamente peligrosa y corremos el riesgo de alterar la historia para bien del Tercer Reich e incluso así impedir que nosotros mismos nazcamos algún día, ¿pero son acaso nuestras vidas importantes para el triunfo de la raza aria? Nein, camaradas. Sólo debemos lamentar no tener más que una vida que ofrecer por nuestra Santa Alemania. Bolcheviques y judíos caerán bajo el sagrado poder de nuestros tanques. La bomba atómica no estallará a favor de los americanos si nuestra misión sale con bien. Nuestro excelso Führer y sus hombres sabrán actuar correctamente ante la muerte de su enemigo, el premier Churchill. La guerra se decantará a favor de nuestros antepasados. ¡Dominaremos Europa, Asia, el Mundo! ¡Heil Hitler!

Los doce niños pálidos dicen Heil, hacen entrechocar las botas, elevan las palmas de sus manos hacia arriba como para ver si llueve y dicen otra vez Heil, aseguran no nos importa la muerte, gloria al Tercer Reich. ¡Heil Hitler!

Hans Kleist y Wolfgang Büchner se adelantan a los otros diez, dicen nosotros estamos dispuestos, nosotros acabaremos con la vida de ese Schwein rojo, al infierno los judíos y los bolcheviques, Heil Hitler.

Manfred Vogelweide palmea los hombros, las mejillas sin pelo de sus dos hombres, y se da la vuelta y descorre una cortina roja donde destaca, sobre un círculo blanco, la doble ese de la cruz negra. Ante los ojos de azul curioso aparece la máquina, paralelepípedo extraño con paredes de plastiacero, cabina de teléfonos venida a más, brillando en oro su fuselaje límpido. Presa de la emoción, Manfred Vogelweide se olvida de reprimir el aullido de gusto de su comando suicida, acaricia con sus deditos finos la superficie lisa, conduce a sus hombres al interior, estrecho como el asiento de un coche para hacer el amor y asegura por última vez está programado para viajar a Londres en 1941, sólo tenéis que esperar y acribillar a balazos a ese cabrito de Winston Churchill, metedle el puro donde le quepa, procurad volver si es que podéis. No olvidéis hacer trizas la máquina si veis que algo falla. Auf Wiedersehen, Heil Hitler.


A¹)

Sir Winston Churchill enciende el puro, aspira muy fuerte su humo agrio, lanza la cerilla por la ventana abierta y se extasía brevemente con el aroma del cigarro, tan grato a su organismo después de un día de trabajo agotador. Está preocupado por el giro que la guerra está tomando en África y teme mucho, aunque por ahora es un secreto, que los hunos decidan bombardear muy pronto su amada Londres con un nuevo prototipo de arma. Toda su esperanza se reduce a un golpe de suerte: una batalla ganada, otra perdida, ojalá los americanos decidan pronto entrar a tomar parte de esta locura sin nombre.

El Bentley se detiene. La escolta armada rastrea cuidadosamente el camino hasta la puerta, busca con ansia de fox terrier algún indicio de agentes nazis infiltrados y un capitán pelirrojo y bigotudo se adelante hacia su excelencia y le abre la portezuela, atento a los movimientos de su primer ministro, halagado cuando el primer ministro le dice buen trabajo, Forrester, creo que quizá no vendría mal un galón más para ese hombro.

Sir Winston Churchill baja del coche especialmente anti-todo, fabricado ex profeso para él, y cruza la calle gordito y rápido, deseoso de un buen sorbo de Charlie McNaff al calor de ladrillo rojo de su chimenea galesa. La historia está a punto de decir que éste va a ser un día más en la vida del prestigioso descendiente de Mambrú: cenará frugalmente, tomará su vaso de leche, leerá los informes top secret que lleva en la cartera y se irá a dormir al filo de las dos, dispuesto a empezar un nuevo día a la mañana siguiente. La historia está empeñada en no recordar este día en su insulso anecdotario, lo considera un día anónimo sin mayor importancia. La historia, por supuesto, también puede equivocarse.

Hay un zumbidito feo, tosco, improcedente casi, y un poco estético paralelepípedo de cristal y acero se materializa entre la escolta y el canciller, abre su vientre de estrecho metal y expulsa a dos hombres jóvenes vestidos con el tan odiado uniforme nazi. Sir Winston Churchill apenas sale de su asombro —el puro cae redondo de su boca— y dice qué es esto y nada más, una lluvia de balas lo tumban en el suelo, le vuelan la cabeza, desprenden su nariz, taladran un abrigo de cachemira que costó carísimo y mandan al premier cuatro o cinco metros más allá, lo hacen gritar de dolor y sorpresa los impactos y convierten esta fecha, anónima según todos los indicios, en el día más importante de la vida del primer ministro. Cuando la escolta reacciona ya es demasiado tarde.

Edward Stannard Forrester, capitán de la Royal Air Force, destacado como jefe de seguridad de Su Excelencia el Primer Ministro, saca su pistola de reglamento visiblemente cabreado por tanto alboroto, pensando que su ascenso acaba de irse, con perdón, a la puta mierda. Apunta casi sin mirar a los dos fritzs que han aparecido como por arte de magia, coloraditos sus pómulos blancos, good grief, y ordena fuego a discreción sin darse cuenta de que está justo en medio de la línea de tiro. Dispara una vez y dieciséis balas lo tumban también, convierten en rojo intenso el débil resplandor rosado de su bigote enorme.

Hans Kleist, asesino con doscientos años de adelanto, es el primero en sentir que sus rodillas acaban de recibir algo no muy deseado en la justa mitad de la articulación. Roja la sangre mana por sus perneras, tan horrible y oscura como las cuatro flores que le nacen en el pecho. Mein Gott, al menos ese cerdo británico ha caído, nuestra misión ha sido un éxito son sus últimos pensamientos. Se desploma hacia adelante y al caer se da de boca contra el suelo, pierde los dos dientes de delante, que ya no le hacen falta para nada, y expira ruidosamente echando un caudaloso río rojo por la ventanilla izquierda de la nariz.

Wolfgang Büchner contempla con horror cómo su muy amado compañero acaba de dar su vida por la Sacrosanta Alemania y grita algo así como bolcheviques del diablo, ahora vais a ver, pero no le sirve de nada porque los asustados soldados ingleses no entienden alemán y no hablan más que medio bien el cockney y a veces incluso dejan que hablen por ellos los cañones de sus armas. Media docena de cargadores se vacían sobre él, calientes y dolorosos, poniéndole hecho un asco el hermoso uniforme limpio que planchó con tanto amor, convirtiéndolo en títere a fuerza de impactos, de forma que apenas tiene tiempo de sacar subrepticiamente una última granada de efecto retardado con los tres dedos que le quedan en la mano izquierda y lanzarla hacia la cabina temporoespacial con mucho disimulo, esperando que haga bum dentro de unos segundos, y se muere, lleno de boquetes, como un queso bañado de tinta roja, pensando si volverá a nacer dentro de doscientos años, si servirá de algo esta su descabellada acción, diciendo volveremos, cerdos británicos, Heil Hitler, esto ha sido nuestra rache.

Los inglesitos se acercan a los cuatro cuerpos muertos, todos manchados de rojo, carmín de una mujer translúcida llamada Muerte, y la explosión de la cabina temporoespacial, que no han advertido, precipita su final y el de esta primera sonda.


A´)

Manfred Vogelweide —cruel paradoja del espaciotiempo— se quita las lentes de montura de acero, las empaña, frota cuidadosamente el cristal graduado con su camisa de cuadros y tarda uno o dos segundos en recuperar el pulso, atento a que las marciales pisadas que truenan fuera se alejen un dos un dos con su paso de oca hacia otra parte, y habla en voz muy baja no hay ya peligro, compañeros, podéis dejaros ver, esos cerdos fascistas ya andan lejos. Casi una docena de muchachitos rubios se va desempolvando de los fondos de este sótano todavía no muy convencidos de que el peligro de ser detenido, encarcelado, torturado y fusilado por conspirador anarquista-liberal judeomasónico haya pasado. Un dos un dos, medio kilómetro más allá, la patrulla entona Deutchland Deutchland celebrando a grito pelado este doscientos un aniversario de la Victoria.

Manfred Vogelweide tímidamente enciende la luz, aparta con sumo cuidado su ejemplar raído de Das Kapital escondido dentro de unas tapas en cuero negro de Mein Kampf y revela compañeros nuestra resistencia organizada ha dado su fruto; tenemos un arma potentísima que quizá logre restaurar la democracia en todo el mundo y acabar con el poderío de este estado opresor que es dueño del planeta. Los doce luchadores por la libertad asienten en silencio, llenos de miedo aún por los rumores de torturas y castraciones, y dicen ya, compañero, habla rápido porque cada minuto que pasa es un peligro para nosotros y nuestras familias.

Manfred Vogelweide, destrozados sus dientes por un oficial SS hace dos años —no saberse bien el himno de las Hitler Juggens fue la causa— sonríe con alegre tristeza y dice los proyectos de nuestro compañero el profesor Winckelmann han dado su fruto: desde Auschwitz ha conseguido filtrar los planos de su colosal descubrimento y ahora los tenemos aquí. Compañeros, lo que voy a pediros es un suicidio seguro, y lo más lógico es que ninguno de vosotros desee presentarse voluntario; no os lo reprocho.

Casi una docena de rostros púberes varía la vista, interrogan retóricamente por enésima vez si no estarían más seguros allá en casa, escuchando música de Wagner, viendo por televisión antiquísimas cintas de Fritz Lang, en vez de estar jugándose el cuello estúpidamente por una causa que todos consideran perdida por muy importante que sea el descubrimiento que el compañero Winckelmann, desde su horno crematorio en Auschwitz, haya podido pasar en el intestino de una visita con pase oficial, si no era la vida más sencilla antes de que se afiliaran a este débil e ilegal partido democrático.

Manfred Vogelweide habla con su voz de tenor de cuerdas vocales rotas y continúa dos de nosotros deben exponerse no únicamente a la posibilidad de morir, sino también a la muy factible de no nacer nunca. Compañeros, nuestro desaparecido cerebro ha logrado hacer real una máquina del tiempo, revela satisfecho, reprime tímidos murmullos medio escépticos. Otros compañeros más versados que yo han convertido los planos en un aparato real, y todo lo que nuestra debilitada resistencia necesita para asestar un golpe mortal al Reich es probarla. Compañeros, mi idea es que dos de nosotros viajemos a 1945, cuando ese loco malsano llamado Adolf Hitler dominaba medio mundo, después de que el líder democrático Winston Churchill muriera misteriosamente asesinado por agentes del Reich, cuando los aliados no tenían apenas posibilidades de subsistir un mes más bajo el asedio de sus tropas. Compañeros, viajaremos a 1945 y acabaremos con la vida de ese demente que gobernó durante cincuenta años Alemania. Trastocaremos el curso de la historia con nuestra acción de venganza y ofreceremos a los aliados una oportunidad de oro que tal vez sepan aprovechar. La máquina está dispuesta: todo lo que necesito son dos hombres.

Los muchachitos no dicen palabra, miran al suelo lleno de polvo, rascan sus cejas, dicen cof cof pero ninguno se ofrece, musitan palabras de compromiso, sufren de miedo ante esta loca posibilidad de evitar tanto mal al mundo y a su historia inmediata, reconocen no somos héroes.

Manfred Vogelweide, prevista tal contingencia, saca una bolsa de cuero con doce bolas —diez bolas blancas, dos bolas negras— y las va ofreciendo uno por uno a los muchachos temerosos, sabiendo que sí aceptarán el legado de la suerte, la elección siempre acertada del destino.

Hans Kleist, estudiante de filosofía, aparentemente experto en la teoría del espacio vital, conocido en nombre clave como Albert, dice mi bola es negra, compañeros, la suerte me señaló a mí. Wolfgang Büchner, contrabajo en una de las dieciséis orquestas de música marcial de la ciudad, descendiente de gallardos teutones, como su compañero, con nombre en clave un tanto cursi, Mohrrüben, dice a mí me tocó la otra, espero que no te importe que hagamos juntos el gran viaje.

Manfred Vogelweide se levanta, cruje su espalda —una vez, hace tres años, un grupo de Hitler Juggens le bailó a patadas el Paso de las Valkirias—, cruza la estrecha habitación y conduce a los dos héroes a la fuerza a la burda y tosca máquina temporal, les da las armas necesarias, les sonríe, y asegura está preparada para ir a la Cancillería, será sencillo como ensartar una aguja, debéis disparar y procurar dar plenamente en el blanco, y no permitáis que nada salga mal, compañeros míos, destruid la máquina si falla algo. Auf Wiedersehen, buena suerte.


A´´)

Manfred Vogelweide —triple pirueta de un caprichoso destino— se pasa la lengua por sus labios pálidos, encoge la nariz de perro de caza y dice camaradas, todo está dispuesto para nuestro glorioso golpe de audacia. La sacrosanta misión que nos hemos impuesto está a punto de tocar a su fin. Afilados arios de mentón firme sonríen con mandíbulas tensas, rectos en su doble fila de cinturones y uniformes negros, y aseveran ja, camarada, nuestro amor a Alemania es más fuerte que nuestro miedo, cuéntanos tu plan, Heil Hitler. Tímidos automóviles, oruguitas de diez ruedas, crepitan más allá de este sótano tres veces maldito, ruedan como la rueda de este destino trágico empeñado en hacer cumplir su legado a los humanos que se han atrevido a desafiarlo.

Manfred Vogelweide mueve el cuello, irritado por el peso de la cruz de hierro que compró en un baratillo, y mientras contempla con ojos de enamorado quinceañero la —según él— hermosa bandera roja, qué linda es, dice camaradas nuestra acción será breve, mucho más eficaz que secuestrar algún diputado judío de corazón negro o colocar cargas de plástico sin nada dentro o entregar panfletos que la gente ni siquiera se toma la molestia de leer, malditos bolcheviques. Nuestra acción es tan peligrosa que tal vez sólo podamos ejecutarla una sola vez, por lo que debemos tener la seguridad de que será un completo éxito. Camaradas, nuestro admirado profesor Winckelmann, desde su exilio en Spandau, ha logrado sintetizar un aparato capaz de transportarnos en el tiempo. Así pues, nuestra acción, dilectos próceres del resurgimiento del Cuarto Reich, consistirá en retroceder en el tiempo y aparecer en aquellos momentos en que la guerra se decantaba hacia nuestro valeroso ejército, antes de que nuestro excelso Führer fuera misteriosamente asesinado por traidoras fuerzas del comunismo y el poder semita. ¡Achtung, camaradas! ¡Dos de nosotros tendrán el privilegio de conocer en persona al fundador del Nacionalsocialismo! ¡Dos de nosotros viajarán a 1945, antes de su infame asesinato, y traerán de vuelta con ellos a nuestro bien amado Führer! ¡Con él vivo junto a nosotros, el poder volverá a nuestras manos! ¡Convertido en un símbolo viviente, el Führer volverá a atraer son su magnetismo de dios en la tierra el cariño de las masas que tan renegadamente lo traicionaron! ¡Camaradas, el nuevo día alboreará para la raza aria! ¡Heil Hitler!

Los doce niños de uniforme negro apenas pueden reprimir un orgasmo varonil lleno de crujidos de almidón y armas. Excitado y miope, Manfred Vogelweide no atina a tomar un sorbo de agua y acaba haciendo trizas el vaso que tenía preparado. Muy listos y con ágiles reflejos, Hans Kleist y Wolfgang Büchner, los triplemente elegidos por el círculo del destino, dicen ich, camarada, yo soy voluntario, viva el Reich, Heil Hitler.

Manfred Vogelweide, en plena erección de su apogeo viril los ve venir, dice jawohl, jawohl, dilectos camaradas, se hace atrás y descubre una cortina de raso donde brilla, enigmática y triste, con resplandor de muerte en sus botones chinos, la horrible y muy poderosa máquina del tiempo.


A¹´) o A¹´´)

Adolf Hitler, castrado exponente de los supremos valores de la raza aria, termina de hacer fútiles carantoñas a su muy amada Eva de mi corazón Braun, ajusta los tirantes a su escuálido torso, coloca más o menos bien el flequillo que le tapa un ojo, se alisa el bigote y reconoce que está francamente satisfecho por la inmejorable marcha de la guerra que él solito ha organizado contra el mundo. Ignora qué anónimos patriotas segaron la vida de su muy odiado enemigo Winston Churchill que los infiernos pudran, pero reconoce que éste ha sido un golpe de efecto que sus ejércitos y sus servicios de propaganda han sabido aprovechar muy bien. Ach, nadie diría que una guerra se gane o se pierda por un golpe de suerte.

Adolf Hitler rebusca sus pantalones de raso oscuro a los pies del lujoso tálamo donde ha compartido caricias y baba más que otra cosa con su muy amada Eva de mi corazón Braun, tarareando feliz Lilí Marlen, cancioncilla que debería odiar visto el desprecio que esa ingrata de Marlene Dietrich ha hecho a sus proposiciones imperiales. Mein Gott, ya tendré tiempo de ajustarle las cuentas en cuanto mis tropas de elite desembarquen en América.

Eva de mi corazón Braun se sube el escote arrugado, repinta de rojo sus labios empleados segundos antes en un trabajito mucho menos molesto y busca uno de sus carísimos pendientes entre el lino de sus sábanas, en las que están bordados, a manera de flecos, los símbolos de su sagrada patria. Se echaría a reír si le dijeran que apenas queda un minuto dieciséis segundos cuatro décimas de vida en su prostituido cuerpo de amante loca.

Hay un ruidito extraño que llena toda la habitación, y el Führer —aún buscando los pantalones— grita qué puñetas es esto y la furcia de lujo trata de apaciguar comentando deber ser el idiota de Goebbels probando algún nuevo aparato de seguridad, cuando ante los ojos atónitos de Eva de mi corazón Braun y el bigote recién recortado de Adolf Hitler, apodado por otras meretrices «angelito» aparece un feo cilindro de brillo verde y desmañados remaches del que mana un clik clik clik que escupe inmediatamente un par de bien armados hombres.

Hans Kleist sale el primero, pistola en ristre, con los riñones marchitos por culpa de las rodillas de su compañero de misión Wolfgang Büchner, que arrastra en su mano izquierda —de toda la vida de Dios ha sido zurdo— una Luger del 45 a la que incidentalmente ha olvidado quitar el seguro, y empieza a decir maldito nazi, hijo de puta ahora vas tú a ver lo que es bueno, asesino de niños, cuando un nuevo ruidito vuelve a llenar la habitación y ante los desorbitados ojos de Eva de mi corazón Braun, y los recién recortados mostachos del Führer de Alemania, e incluso ante los desastrados e inexpertos asesinos del futuro aparece un resplandor de plata primero y un romboedro enorme después, seguido de un tap tap tap que vomita dos figuras esbeltas engarfiadas dentro de sendos y apolillados uniformes negros.

Hans Kleist —impetuoso en cualquier tiempo en el que aún haya de nacer— irrumpe diciendo Heil Hitler, Mein Führer, hemos venido a rescatarte y llevarte al futuro con nosotros, y se vuelve hacia los otros dos hombres creyendo estar ante cualquiera sabe qué oficiales del Alto Estado Mayor, cuando se reconoce a sí mismo, vestido de paisano, qué demonios estoy haciendo aquí, y a su amigo del alma Wolfgang Büchner empuñando pistolas listas para abatir a tiros al siempre loado Führer, qué es esto.

Wolfgang Büchner no sabe qué está pasando (ninguno de los presentes tiene la menor idea), pero sabe que ha venido hasta aquí desde tan adelante solamente para matar a este hombre bajito sin pantalones que los libros dicen se llama Adolf Hitler. Tiritando como un caracol malayo apunta a la negra cabeza de este hombre que pretende el predominio de los rubios y se queda muy cortado, donner und blitzen, gottenhimmel, cuando la pistola no hace fuego y se le traba. Su otro yo venido de otra sonda es más agudo (al fin y al cabo su misión es tocar el contrabajo en la orquesta número trece) y advierte lo que va a pasar, capta en un segundo lo que ha tardado tres veces doscientos años en fraguarse, y dice Hans, dispara por el amor de Dios, que intentan matar al Führer sacando la pistola y encajando con puntería endiablada cuatro balas en la frente de quien ha sido él mismo en otro futuro que todavía no ha pasado.

Hans Kleist dispara otras dos veces pero su otro yo vestido de paisano lo esquiva echándose a rodar por el suelo. Su primera bala rebota en la pared y cae indefensa en la alfombra que tal vez el embajador de España regaló al Führer algún día. La segunda bala casi acierta al Kleist que quiere solamente conservar su vida y traer la muerte a Adolf Hitler, pasa por encima de su cráneo rubito, cruza la habitación silbando una canción mortífera que recuerda a alguien Yo tenía un camarada, y se aloja en el globo ocular de Eva de mi corazón Braun, rasga el párpado, corre el rimmel, destroza el interior y sale toda manchada de hematíes por el bulbo raquídeo de la tuerta mujercita ahora muerta. Adolf Hitler, Führer de Alemania, no sabe si salir corriendo, llamar a su escolta personal, buscar sus condenados pantalones que algún asistente debe haber cogido para plancharlos o socorrer a su muy amada compañera cuando ve que uno de los dos locos gemelos que han aparecido dando voces le apunta con un pistolón que justo hasta hace un segundo le había parecido el summun de la estética en armamento, y como no sabe hacer otra cosa chilla con su voz bien modulada de pintor de acuarelas tocado por la suerte, se mea piernas abajo dejando un rastro de amarillo orín por las dos piernecitas flacas cubiertas de vello. Los tres disparos no le dan en la cabeza por muy poco.

El único Wolfgang Büchner que queda vivo sigue disparando como un loco contra el doble vestido de corriente de su compañero. Las balas rebotan histéricas por toda la habitación, alcanzan un objetivo que dice aaach y cae redondo cuan largo es contra la moqueta del suelo que pone perdida no sin antes intentar cumplir con su misión de muerte. Un último disparo de la mano inexperta de Hans Kleist alcanza en los genitales a su matador, al doble de su muy querido compañero Wolfgang Büchner. Las esquirlas de la bala obligan al nazi convertido en buey a danzar un baile loco lleno de sangre y dolor, alcanzan el romboedro que ha traído a los dobles del futuro engendrado por ellos aquí, y la máquina infernal (tan parecida a la del propio moribundo Hans Kleist, tan diferente) estalla en un efecto especial digno de una película espectacular que de seguir así las cosas puede incluso que jamás llegue a rodarse. Destrozado y chamuscado, Wolfgang Büchner apenas puede sino dejarse salir despedido por la habitación, diseminarse estúpidamente en un polvillo de confetti rojo.

El único Hans Kleist que queda, el único viajero paranoide de futuros que ya ni serán, busca inútilmente a su muy loado Führer por la habitación en llamas pero sólo atina a ver las piernas abiertas y blancas de Eva de mi corazón Braun tirada en la cama, medio chamuscada por el poder inmenso del fuego, con una expresión bobalicona y feliz que le haría pensar —si la cortina de humo no le impidiera verle el rostro— que se halla bizca pero feliz de tener un borbotón de sangre en lugar de una pupila en su lustroso ojito derecho. El Führer anda gritando enloquecido al otro extremo de la cámara, a mí la guardia, los bomberos, tráiganme un pantalón, y Hans Kleist intenta decir aquí, mein Führer, por aquí, conmigo. Cuando se da cuenta de que todo es inútil de que una barrera de fuego se interpone entre él y la cama, entre él y el cuerpo de la prostituta muerta, entre él y el Führer, y la máquina del tiempo, y los espejos rococó y los cuerpos muertos de sus dobles venidos cualquiera sabe de dónde, las llamas alcanzan su cinturón lleno de balas, de granadas de mano y bombas en miniatura, y él mismo muere acribillado, danzando un baile típico, ideal para amenizar el camino por el río Estigio.

Hay una explosión anaranjada, casi de la forma de un pomelo abierto, y toda la Cancillería vuela en pedazos, con horrible fragor, devorando con su lengua mortífera una manzana entera de casas.


A + A´ + A´´)

Arriba, abajo, como un corcho que flotase en el río del tiempo, la máquina se mece tranquila, melosa, mimosamente. Adelante, atrás, como un péndulo cilíndrico en un reloj sin horas, devora años hacia el futuro o hacia el pasado, consume millas, kilómetros y siglos, alejándose del aquelarre diabólico que han entrelazado tres destinos. Está a salvo. El fuego apenas a fundido un poco el ilustre fulgor de su cubierta plateada. El mecanismo automático de partida ha hecho el resto. La máquina gravita pastosamente en un universo azul, perdido de momento de la mano del hombre. Todo es tan agradable aquí. Suena tan sublime la música de los cielos.

El tripulante apenas sale de su asombro primitivo, intenta retener un hilillo de sangre que mana de su nariz sensible. No entiende nada. Sabe que ha burlado a la Gran Dama, la Muerte. No entiende más. Intuye que ha ganado algo, que con el cambio ha hecho un buen, agradable negocio. No comprende nada. Una voz le susurra al oído, una voz de mujer nacida de sus propios delirios adolescentes. Se diría que esto es un sueño, pero la voz interior le advierte que es real, lo acaricia con suave gesto de amante, le dice ya no eres el Führer. Ahora eres Adolf Hitler, Señor del Espacio y el Tiempo.

El tripulante sólo desea descansar. Aún no ha encontrado unos pantalones y duda que en la reducida cabina pueda hallarlos. De cualquier forma, sabe que esto no es lo importante. Los destellos de la máquina lo confunden y lo halagan, le hacen imaginar un millón de nuevos sueños.

Todavía no tiene idea de cuál es su poder.

Mas ya pensará en algo.


Rafael Marín nació en Cádiz, España en 1959. Es Licenciado en filología inglesa, profesor, traductor, articulista, guionista de comics, novelista. En su faceta de traductor, ha traducido un centenar de novelas de todo tipo para editoriales como Martínez Roca, Júcar, Ultramar, Folio, Ediciones B, Gigamesh. Ha ganado varios premios literarios.