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Las Heroicrónicas
Tercera parte

Por Andrés D.

Resumen: Reducción a términos breves y precisos, o considerando tan sólo y repitiendo abreviadamente lo esencial de un asunto o materia. (El interesado en saber qué pasó antes, mejor léase la primera parte y después la segunda.)

Se hundió esa tarde el sol en el horizonte y nos estremecimos: era el último ocaso que veríamos antes de llegar al Torreón del Monje. Allí era donde el Monje Negro tenía cautiva a Rosemary Romero, y para liberarla habríamos de enfrentarnos a las huestes de hoplitas que guardaban la fortaleza.
      Decidimos hacer noche en la última posada del camino y recorrer al día siguiente el trecho final, a través del desfiladero. Determinado a que llegáramos bien preparados a destino, me acerqué al mostrador y le dije al encargado:
      —Buenas noches. Déme salitre, azufre y carbón.
      —Salitre no nos queda.
      —Ah... Bueno, ya encontraremos algún bosque de salitreros por el camino.
      Munido de mis nuevas adquisiciones, volví a la mesa en la que me esperaban mis compañeros. El Mago Rann-Dhi traducía las referencias de nuestro mapa torcido, escritas como se ha dicho antes en una lengua desconocida:
      —Pantano de las Pestes... Bosque de la Histeria... Planicie de las Mil Muertes... Bahía de los Cornalitos Infernales... Cornisa del Chancho Vengativo... Paso de los Toros Pomelo...
      —Ja, ¡de todo lo que nos salvamos por no saber el idioma!
      —¿Y esto que está en una tinta de otro color? No me puedo sacar la sensación de que cambia de lugar cada vez que lo miro.
      —Dice “usted está aquí”.
      Me alegró que, por quedar menos de una jornada de marcha, pudiéramos prescindir del mapa. Me dolía el cuello de tanto consultarlo. Me pasé una barrita de azufre para aliviarme mientras el Bárbaro encendía el carbón para preparar un asadito. Teníamos que estar bien alimentados y descansados para la dura prueba que nos esperaba al día siguiente.
      —¿Y el salitre para qué lo querías?
      —Nunca vi, tenía curiosidad por saber cómo era.
      —Bien. Recobremos fuerzas, que mañana atravesaremos el Desfiladero del Tránsito Sereno y llegaremos a nuestro destino.
      —¿Cómo? ¿No se enteraron? —dijo un parroquiano mientras se clavaba un choripán.
      —Eso depende. ¿De qué?
      —El desfiladero ya no es lo que era antes. Hace años fue invadido por los trolls, y ya ningún viajero va por ahí a menos que no quiera volver jamás. Nadie lo ha llamado Desfiladero del Tránsito Sereno en mucho, mucho tiempo.
      —¿Y cómo se llama ahora?
      —Ex-Desfiladero del Tránsito Sereno.
      —Ah... Bueno, se me ocurre una idea para cruzarlo. Ahora comamos...
      Disfrutamos de una abundante cena, durante la cual el Bárbaro bebió como si él solo fuera toda la tripulación de un barco mercante en su única noche en tierra. El Mago Rann-Dhi, que no pudo seguirle el tren, terminó bastante mareado y se puso a desmitificar a todo el que se le pusiera a tiro. El Ladrón, mientras tanto, me contaba cómo su casa no había sido arrasada por soldados, cómo no se había escondido en la alacena y, sobre todo, cómo no había tomado la decisión de hacerse pasar por hombre y ocultarse en los bajos fondos para buscar venganza.
      Cuando nos reunimos a la mañana siguiente, algo me llamó la atención.
      —Un momento, acá pasa algo raro. A ver, ¡numérense!
      —¡Uno!
      —¡Dos!
      —¡Cuatro!
      —Ya me parecía. ¡Acá falta alguien! ¿Dónde se metió el Negro Monchi?
      —No sé, no lo vemos desde antes de que se hundiera esa tarde el sol en el horizonte y nos estremeciéramos porque era el último ocaso que veríamos antes de llegar al Torreón del Monje.
      —No podemos esperarlo para siempre. ¡Vámonos!
      Antes de mediodía llegamos al desfiladero. En ningún momento vimos a los trolls, pero sus ataques no dejaban de llegarnos desde las alturas que se elevaban a los lados del camino:
      —¡La globalización económica va a mejorar el mundo!
      —¡La idea de una máquina consciente es estúpida!
      —¡El que ama a su país tiene que odiar a todos los demás!
      —¡La ciencia ficción no tiene valor literario!
      —¡Hay que cerrar las escuelas para poner shoppings!
      El tormento se extendió por horas. Fue un alivio cuando finalmente salimos del desfiladero.
      —Listo, cruzamos. Ya pueden sacarse los tapones de cera de los oídos.
      —¿Qué?
      —¡Que se saquen los tapones de cera de los oídos! ¡Y desátenme de una vez, que eso no era parte del plan!
      —¿Qué?
      Tuve que señalarles con la nariz la cajita de hisopos para que me entendieran. Ya liberado de mis ataduras, el Ladrón se acercó a mí con un brillo de admiración en los ojos.
      —¡Eso fue soberbio, extranjero! Si no hubiese sido por tu ardid, nos habríamos quedado polemizando interminablemente con los trolls y habríamos acabado como todos esos pobres viajeros que vimos, ahogados en nuestra propia bilis. Pero dime, ¿cómo se te ocurrió?
      —Je je...
      Recorrimos las últimas millas hasta que nos encontramos con un encabezado de capítulo...

CAPÍTULO 42
LA BATALLA FINAL

... que le dio al asunto un adecuado toque de dramatismo. Más allá, erguido sobre una colina, como un escarbadientes clavado en una aceituna pero más grande y distinto, nos aguardaba el Torreón del Monje. Y entre el Torreón y nosotros se extendían miles y miles de hoplitas.
      Tuvimos suerte de llegar antes de que se crecieran y se convirtieran en hoplas hechas y derechas. Las derrotamos a cachetazo limpio, y finalmente quedamos ante una figura alta y espigada, vestida en un hábito oscuro, que nos esperaba en lo alto de la escalera que daba acceso al Torreón.
      —Miren, ése debe saber dónde encontrar al Monje Negro.
      —¡Silencio! Eh, ¿vos sos el Monje Negro!
      —Não, eu sou o Negro Monje.
      —¿Qué? ¿Que aquel Negro Monchi era el mismo que este Negro Monchi? Pero, ¿por qué no me avisan? Ahora voy a tener que mentir en la crónica para no quedar como un imbécil con los lectores.
      —¡No! ¡No lo hagas! —me instó el Mago—. ¡Resiste! Una vez que pasas al Lado Oscuro del Periodismo, ya no hay retorno.
      El Monje Negro permanecía impasible. Rebuscó entre los pliegues de su túnica y un brillo siniestro chispeó en sus manos. Extrajo una especie de vara o báculo de plata que reflejaba la luz del sol en ángulos funestos. Uno de los extremos se abultaba monstruosamente en un ensanchamiento bulboso y cóncavo, que sugería una versión de pesadilla de aquellos artilugios con que los hombres de tierras lejanas le echan azúcar al café. Llamar cuchara a aquella abominación de la cubertería roza la blasfemia, pero la verdad es que no se me ocurre otro nombre.
      Sosteniendo ante sí el sacrílego utensilio, echó a lanzar imprecaciones que provocaron que el miedo estrujara mi corazón y afluyera a mis intestinos de una manera tal que poco me faltó para transgredir los límites del decoro público.
      —Eu tenho poderes! Eu tenho grandes poderes da escuridão! Olhem vocês como esta colher dobra-se pela força do meu pensamento.
      A la vista de aquel prodigio, nos echamos al suelo y veneramos el poder ilimitado del Monje Negro. Verdaderamente, quien es capaz de afirmar que dobla cucharas con el pensamiento es capaz de cualquier cosa.
      Pero el Mago no se dejó impresionar:
      —Dale, Gilberto, dejá de hacerte el banana, que la cuchara no existe y vos tampoco.
      —Está bem! Se vocês não se entregam, isto deve-se resolver num combate singular com o vosso campeão. E devo-lhes advertir que eu sou pentacampeão!
      —¡Ja! Disculpame, pero ¿vos viste a nuestro campeón? ¡Mirá, mirá qué espalda tiene! ¡Mirá qué bíceps! ¡Mirá qué tríceps, que cuádriceps, qué quínticeps...!
      —Esteee... Disculpame, macho, pero todo esto es asunto tuyo.
      —¿Eh?
      —Y sí. A la Rosemary la tenés que rescatar vos. No vas a arrugar justo ahora, ¿no?
      Por supuesto que no iba a arrugar. ¿Dónde se ha visto que un héroe se dé por vencido? ¿Dónde se ha visto que retroceda en el momento crucial? ¿Dónde se ha visto que un simple desmayo lo amilane? No, no me iba a echar atrás. No mientras hubiera gente mirando.
      Se produjo un impasse mientras me preparaba para la batalla. El Mago, a falta de algo mejor, me dio algunos consejos:
      —Cuídate, extranjero. El Monje Negro es muy ladino, y no dejará de tenderte trampas para atraerte al Lado Oscuro.
      —Tranquilo, ni borracho dejo que ése me lleve a ningún lugar oscu...
      —¡Alto! ¡No termines la frase! Esa clase de tropiezos puede hacerte terminar en el Lado Oscuro del Humorismo. ¡Y te habremos perdido para siempre!
      El Bárbaro, por su parte, me prestó su espada, animándome a que se la devolviera manchada de sangre (la del otro, de ser posible). Y el Ladrón me deseó suerte con un beso que no por casto y puro impidió que los otros nos entraran a mirar raro.
      La verdad, no ayudaba mucho que la espada fuese proporcional a su dueño. La hoja era tan larga como el brazo del Bárbaro; el mango, como el mío. Sí, era una bestia.
      Fui arrastrando el arma con gran esfuerzo, abriendo en la tierra un surco que no tardaron en aprovechar los campesinos pobres del lugar para sembrar cebada. Empecé a buscar en las cercanías alguna grúa que me ayudara a blandirla, cuando vi al Monje Negro despojándose de su túnica y avanzando con ágiles saltos de capoeira. Finalmente cayó ante mí, y vi que lo que tenía en las manos ya no era una cuchara. El artilugio tenía, en virtud de la misma inexistencia que lo volvía psicoflexible, la capacidad de transfigurarse en lo que su propietario deseara.
      —Agora é uma faca. Agora é uma forquilha. Agora é uma lança. Agora é uma thurman... E agora é uma espada! E a minha é muito mais grande que a de você!
      “¡Domínate! ¡No sucumbas a la respuesta fácil!”
      “¿Eh? Don Rann-Dhi, ¿es usted? ¿Me está hablando por telepatía?”
      “No seas crédulo, la telepatía no existe. ¡Cuidado!”
      En ese mismo instante el Monje Negro daba un salto de jaguar hacia mí, y no se me ocurrió nada mejor que refugiarme bajo la espada. Sonó un golpe, metal contra metal, y el mango cayó cercenado al suelo.
      —Obedeça-me e venha comigo ao Lado Preto.
      —¿Por qué te tengo que obedecer? ¿Quién sos, mi mamá?
      —Não, eu sou seu pai.
      —Disculpame, pero ¿no podías inventarte algo que requiriera menos suspensión de la incredulidad? Así no me voy a pasar al Lado Oscuro ni aunque quiera.
      —Então, jovem estrangeiro, vai morrer!
      Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con eso, vi cómo su arma multiforme adquiría la forma de un revólver. Parecía querer despachar el asunto sin más trámite.
      Pero entonces, ante mi consternación, cometió un error fatal:
      —Ha ha ha! Agora é um revólver! E qué era? Diga-me, que era antes este revólver?
      —¿Una espada?
      —Não! Antes disso, ao princípio de tudo.
      —Este... ¿una cuchara?
      —Sim! Ha ha ha! E para que vou usá-la? Para revolver! Ha ha ha ha ha! Que bom graçejo, não é?
      Aquello era más de lo que estaba dispuesto a tolerarle a cualquiera, incluso a alguien que se opusiera a la libre circulación de mis fluidos vitales. Ciego de furor, caí sobre él y empecé a molerlo a palos con el mango cortado.
      —Não! Não! Isso é doloroso! Onde está o jogo bonito? Por favor, não!
      Y en tal estado de exaltación habría continuado, aplicando aquel castigo durante buena parte de la eternidad, si en ese momento no hubiera comenzado inesperadamente a recibir el mío propio. Con gran sorpresa reconocí el llamador de ángeles con que alguien me magullaba musicalmente las costillas.
      —¡Ay, dejalo! ¡Dejalo, pobrecito!
      —¡Eh, Rosemary! ¿Qué hacés? ¿No ves que te vengo a salvar?
      —¿Quién te dijo que quería que me salvaras? ¿Estás bien, mi monjezinho? ¿No te hizo daño este salvaje?
      —¿Eh? Pero... ¿no viste que quería llenarme de plomo?
      —¿Qué, tampoco creés en la balapuntura?
      —Pero... ¡Bueno, no importa! Igual tenés que venir conmigo, que en la cobertura del cumpleaños ya puse que te había rescatado y hay que preservar la coherencia interna.
      —¿Para qué querés coherencia interna, si todo fue un sueño?
      —¿Cómo un sueño? ¡No! Justo ahora que el Ladrón me empezaba a tirar onda... ¡Siempre me pasa lo mismo! ¡No es justo! ¡No es justo!
      —¿No es justo que este director interino te comisione una investigación sobre juegos de rol?
      —¡Licenciado Menditegui! ¿Qué pasó?
      —Lo de siempre, empezaste a soñar antes de tiempo.
      No podía creerlo. ¿De verdad había sido un todo sueño? ¿Era posible que el final fuera tan anticlimático?
      
En un impulso, llevé la mano al bolsillo y allí encontré la prueba de que no era así. Allí estaba, en efecto, el recuerdo de un episodio ocurrido con el Ladrón (ya puedo llamarla abiertamente Ladrona, lo que tal vez sorprenda al lector) que hasta ahora por caballerosidad he callado. La última noche en la posada, mientras todos dormían, entró sigilosamente en mi habitación, se acercó a mi lecho... ¡y me robó la billetera!


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