|
FICCION BREVE (treinta y cuatro)Varios Autores |
Andrés Diplotti - Argentina
Doce figuras en trajes de astronauta bajaron por la escalerilla de la Ray 1. Doce rastros humanos marcaron por primera vez la superficie del nuevo mundo.
El comandante Anderson marchaba al frente, portando la bandera. Con gesto solemne hundió el asta en la arena roja y las Barras y Estrellas flamearon bajo el cielo de Marte.
¡Hemos llegado! exclamó jubiloso y, consciente de que la historia recordaría sus palabras, agregó: ¡Nuestros hijos se llamarán marcianos!
Un coro de vítores saludó el vaticinio.
Un rumor nació y fue creciendo en la delgada atmósfera, hasta que retumbó como un trueno. Los pioneros alzaron la mirada y vieron cómo la Ray 2 maniobraba en el aire y acababa por posarse a menos de un kilómetro de ellos.
Doce pares de ojos se clavaron con desprecio en el invasor. Anderson movió una mano desdeñosa en su dirección.
Los hijos de ellos se llamarán terrestres-marcianos anunció, y los doce pioneros volvieron a la seguridad de su nave para no cruzarse con la chusma inmigrante.
Cristian Mitelman - Argentina
Todas las mañanas, cuando despierto, encuentro a los pies de mi cama una inmensa araña muerta. Me he pasado días buscando en qué sitio pueden congregarse las arañas, pero no hallé restos de tela en esos cuadrantes donde limitan las paredes con el techo. El sótano guarda una limpieza ejemplar. En vano he recorrido la casa cientos de veces.
Por las noches siento una molestia: una especie de movimiento que brota del pecho y que luego se deposita en la lengua. Sin embargo, siempre logro dormirme.
Al otro día, invariablemente, vuelve a aparecer esa ofrenda muerta, con las patas agarrotadas y esos ínfimos pelillos humedecidos por la saliva.
Milán Banjanín - Venezuela
Un chispazo. Recobro el conocimiento. No siento nada. ¿Dónde estoy?
Todo está oscuro. Trato de mover mis piernas, pero no lo consigo. Lo mismo pasa con mis brazos. ¿Qué pasó?
No recuerdo nada. Mi pasado ha quedado borrado de mi mente.
Mi cuerpo empieza a enviar sensaciones. Me siento raro, muy extraño.
Obligo a mis párpados a levantarse, pero no obedecen.
¡Un momento! No es que no me obedezca, sino que no tengo párpados, mis ojos están abiertos, pero ¿por qué está tan oscuro aquí?
Trato de abrir mi boca. Lo consigo, o por lo menos mi cerebro registra la percepción.
Ahora puedo mover mis piernas, pero apenas comienzo a moverlas tropiezo con algo que no me deja continuar. Sigo golpeando y mis oídos captan sonidos de algo parecido a madera.
Entonces todo se aclara. Consigo levantar mis manos, que estaban cruzadas sobre mi pecho, y también chocan con algo duro. Ruido de madera. Confirmo mis sospechas: estoy encerrado en un cajón de madera.
¿Por qué? ¿Quién soy y por qué estoy aquí?
Trataré de salir. Empujo con todas mis fuerzas pero no lo consigo.
Otro intento y siento crujir la madera encima de mi cuerpo.
Al mismo tiempo que empujo, algo entra en la caja y percibo su contacto fresco y desigual. ¡Es tierra! ¡Sí, tierra!
Otro chispazo surge desde las profundidades de mi abismo interior y cruza mi mente. Suelto la madera.
¡Estoy enterrado dentro de un ataúd!
Pero si estoy vivo, ¿por qué estoy enterrado?
¡Ah!, catalepsia. Estado similar a la muerte. Eso lo explica todo. Creyeron que fallecí y me enterraron.
Tengo que salir de aquí. Empujo con todo lo que me queda y al fin logro abrir la tapa.
Ante mis ojos aparece el disco brillante colgado en el cielo, en cuarto creciente, que ilumina mi cuerpo. Suerte que los enterradores todavía no cubrieron mi ataúd por completo.
Me concentro y escucho, pero solamente oigo el suave susurro del viento entre los árboles.
Me incorporo poco a poco y salgo de la fosa. No hay nadie en el cementerio.
A lo lejos un reloj en una torre indica las doce de la noche. Buena hora para revivir entre las tumbas.
Chispazo. ¿Quién soy? Algo me viene a la memoria, un recuerdo confuso que al fin logro aclarar. El nombre de una calle y su situación en la ciudad donde me encuentro.
Me sacudo el resto de la tierra y salgo del cementerio saltando la cerca, cuidando de no hacer ruido.
Me encuentro deambulando por las calles de la ciudad, cubierta por la neblina, y en cada esquina, débilmente iluminada por faroles, los nombres me resultan familiares.
Continúo caminando, cruzando esquinas, bajando calles, desviando ocasionalmente la mirada de algún policía que pasea con tranquilidad por su cuadra.
El tiempo transcurre sin que me dé cuenta, no puedo medirlo. Sin embargo, la luna continúa en el cielo, apenas visible a través de la niebla.
Al fin, la calle buscada. ¿Y ahora qué?
Me detengo a pensar el siguiente paso. Si en esta calle vive algún conocido mío, el choque ocasionado por verme después de saberme enterrado puede ser grave. Por otro lado, si soy yo el que vive por aquí, debo seguir adelante.
Escojo la segunda opción. Comienzo a caminar con lentitud, tratando de reconocer alguna casa.
Me detengo delante de una, de estilo victoriano antiguo. Percibo un ligero sentimiento de... ¿pasión? ¡Sí, pasión! ¡Algo me espera detrás de esa puerta!
Subo la escalinata que me lleva a la puerta y toco el timbre.
Ella abre la puerta, me mira y grita, pero luego logra sobreponerse y dice: ¡Tú, aquí!
No la dejo hablar más. Una sensación extraña recorre todo mi cuerpo y me obliga a aproximarme. La pasión aumenta, la siento estremecerse de terror en mis brazos. La abrazo, inclinándome sobre su cuello, abro la boca y....
La claridad de la luna remarca dos colmillos muy afilados, cubiertos de sangre tibia.
Lo he descubierto todo.
David Vivancos Allepuz - España
Los diarios devorados en busca de inspiración se amontonaban junto a la papelera, llena de arrugadas cuartillas desechadas. Un tipo de Louisiana se había comido a su compañera, previa sazón de sus partes más insípidas, mientras un duque alcoholizado fotografiaba niñas ajenas en sus nobles dependencias y un cantante negro, que ni siquiera cantaba ya, se metamorfoseaba en hembra caucásica ante la indiferencia de la opinión pública. Le sacó de su ensimismamiento una enorme mancha de tinta en el papel, incapaz de perfilar el monstruo que debía protagonizar su próximo relato por encargo. El escritor deslizó con mimo infantil la pluma, demasiado sucia o rota, sobre el borrón fresco, y le añadió grandes ojos, afilados colmillos y doce patitas peludas. Su monstruo, al fin.
Diego E. Gualda - Argentina
Y mire usted lo que es la fatalidad, míster Wilbur: los últimos tres empresarios que se asociaron conmigo murieron de forma misteriosa. Sé que es terrible comentarlo así, de manera anecdótica, como si fuera una frivolidad. Pero, por lo menos, como buenos británicos, tuvieron el buen gusto de dejar todo perfecto, prolijo y ordenado antes de su lamentable paso a otro mundo. Con Sir Herbert de Hartford nos habíamos asociado para importar carnes saladas desde Sudamérica y mire usted lo que es el destino justo el día después de firmar el contrato lo encontraron muerto en su cama. Pero por suerte siempre tomo mis recaudos y una cláusula de nuestro convenio me deja legalmente a cargo de la empresa que fundáramos con mi ingenio y su capital.
Con míster Huck fue exactamente lo mismo. Él acababa de comprar las máquinas para la imprenta que instalaríamos en la afueras de Londres cuando... puf... simplemente se fue. Obviamente yo no iba a dejar que tan refinadas piezas de la ingeniería moderna se echaran a perder, por lo que estoy explotando el taller de impresión y me duele en lo más profundo de mi ser decirlo con rotundo éxito. ¡Si tan sólo el viejo Huck viviera para verlo, moriría de la alegría! Y ni mencionar el caso de mi queridísimo amigo Hans Von Neuenburg; un germano de la más pura estirpe que, tras asociarse conmigo para un negocio de bienes raíces, apareció tieso, sentado en su escritorio.
Se imaginará usted, míster Wilbur, que los oficiales de Scotland Yard han investigado estas curiosas fatalidades hasta las últimas consecuencias y fíjese Ud. lo que es la maravillosa justicia británica en los tres casos se encontró un denominador común: sus tazas de té habían sido envenenadas con cianuro. Pero afortunadamente ninguna de las tres tragedias quedó impune. Al chequear pistas, señas, historias y coartadas se descubrió que los tres gentiles caballeros habían sido emponzoñados por sus crueles y despechados sirvientes que, por supuesto, al momento cumplen condena. ¡Qué bajeza, ir a envenenar la taza de un caballero!
Pero dejémonos de historias tétricas y volvamos a lo nuestro, mi amigo Wilbur. Aquí tiene el contrato y en un segundo le alcanzo una pluma para que lo firme.
A propósito... ¿le sirvo otra tacita?
Fernando Del Carpio Sparrowe - México
Decapitado vagaba el maldito perro por toda la ciudad. A tres pasos de él su cabeza, aún enganchada a la correa que abrazaba su dueño, buscaba la mano que lo acariciaba todas las noches.
Todos los decrépitos cuerpos de esa ciudad lloraban al pasado.
¿Por qué?
Nadie lo sabe con precisión. Unos dicen que fue la gran explosión; otros que fue la nube rosa~ que los asfixió. Sólo una cosa es segura: el destino nefasto por fin los alcanzó.
Quizás mañana nadie amanezca, pero hoy todos sudan misericordia, alejándose en la niebla de un sabor amargo y un tenue rosa que embriaga sus deseos de soledad.
Mariano Cáceres - Argentina
Después de tanto tiempo, es cosa fácil interrumpir el pensamiento y quedar vacío. Lo que siempre duele es volver a ponerlo en marcha.
Así que pestañeé.
Y pestañeé otra vez, y después pensé cuánto tiempo llevaría allí, escondido en la humedad oscura. Y después recordé la fábrica y me dije qué me importa, si nada tengo que hacer ni de qué preocuparme.
Había un olor, una pestilencia de algo que alguna vez había vivido y que ahora se pudría en la fábrica abandonada. Había ruido, también, en la penumbra, había ruido de sirenas aullando cerca. Y ruido a tacones y a órdenes a los gritos. A la vuelta de un pasillo unas sombras se deformaron como devorando las paredes. Policías.
Todavía aturdido, me incorporé lo más rápido que pude. Tomé mi bufanda harapienta, el perramus andrajoso, el gorro deshilachado. No encontré los zapatos. Me fui corriendo en la dirección opuesta a las sombras. No por miedo a ser encarcelado, la idea del encierro puede resultarme atractiva. Lo que no soporto es la imposibilidad del anonimato.
Me introduje en la penumbra de un pasillo estrecho, pisando vidrios y astillas y cosas. Caminé más lentamente, para no hacer ruido. Qué ironía, pensé: a cierta edad todos aminoran el paso, y al final todos se detienen, pero yo no puedo, pensé, con las paredes del pasillo corriendo a mis costados como borrones grises. Grises como las manchas en que se van convirtiendo los nombres, las caras, las modas: manchas, apenas manchas. Y por mucho que las mires, por más honda que sea tu desesperación, nunca vas a poder encontrar en ellas un rasgo distintivo, algo lo bastante sólido como para anclar.
El pasillo terminaba en una puerta. Por una ventana al lado entraba, difusa, la luz del exterior. Abrí la puerta. Era una tarde nublada, llena de gente. La fina llovizna que caía sobre la ciudad realzaba el brillo de los carteles de neón. Publicidades rojas y amarillas, rojas y amarillas... me pareció que el espanto desteñía sus colores sobre todos.
Salí al otro lado. Dejé pasar a una, dos personas, y me sumé yo también a la fila india de los caminantes, esa hilera inmortal que conozco tan bien. Durante un rato, caminé sin rumbo entre la gente, esa suma de conciencias lanzadas, implacables, pesadas, dejándome llevar por los empujones, apenas una mancha entre otras manchas. La gente caminaba apresurada, y volví a sentirme entre hormigas arrastradas por un río. Y qué, si al fin y al cabo todo es una mancha. Y desde lejos todas las manchas son iguales. Hace falta mirar de cerca para percibir la sutil diferencia que hay entre la vida y la muerte. Y yo estoy lejos, demasiado lejos ya. Veo claramente, porque no distingo los colores.
Así pensaba, y me servía para vaciarme, pues eso es cosa fácil, pero entonces me detuve, pues de pronto me había sentido una presencia en el aire, casi como un olor, o como la caricia de una uña sobre la piel desnuda.
Me desesperé. Ella estaba cerca. Tal vez acababa de pasar, quizá doblaba la esquina ahora. Miré en todas direcciones esperando encontrar un accidente de cualquier tipo, un hombre caído en la vereda, una ambulancia ululando entre los autos, el tropezón de una anciana. Y, al mismo tiempo, una parte de mí suplicaba no encontrar ninguna evidencia de su paso, pues eso significaría que todavía podía encontrarla, llegar a ella, salirle al paso, putearla, increparla, rogarle, besarla al fin.
Un semáforo, una pequeña sucursal de un Banco, comercios llenos de gente, bares con mesitas desvencijadas a la calle; nada fuera de lo normal. Ella debía andar cerca, pero aún no había actuado. La inminente posibilidad de un encuentro bastó para devolver el fuego a mi alma inmortal. Con casi una erección, con casi un espanto de ansiedad anudada al pecho, avancé unos metros notando que el paisaje a mi alrededor cambiaba. Como barridas por mi repentino estado de ánimo, las nubes que tapaban el sol de pronto se abrieron y un rayo de cálida luz me bañó la frente, los hombros, el pecho. Purificados en el tamiz de mi alegría, los bocinazos, frenadas y roncar de los autos se convirtieron en el rumor espumeante de un río mezclando para siempre sus aguas con las del mar.
Entonces, gritos y corridas a la salida del Banco. Me detuve y respiré, llenándome el pecho con aquel olor inconfundible. Inmensamente feliz y pleno, me detuve y abrí los brazos en cruz.
Entonces, en ese mismo momento en el que sentí entre las piernas una brillante luz de placer, en ese momento tronó el disparo, y sobrevino el impacto en mi pecho, el ardor en mi pecho, la explosión de la sangre en mi pecho. Con los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los labios, alcé mi rostro para recibir el beso de mi amada en la frente.
Y así permanecí, hasta que al pasar unos segundos las nubes volvieron a cerrarse sobre mí y el ruido de los autos fue nuevamente apenas ruido. Y lo supe, lo supe aún antes de palpar la sangre en mi pecho. Bajé la vista, todavía con los ojos cerrados. Una vez más, mi amada me ofendía pasando a mi lado sin mirarme siquiera. Yo ardía por sus besos cálidos y dulzones que no habían sido hechos para mí.
Volvió a llenarme la lucidez sombría. Me desembaracé, casi con ansia, de esa triste imitación mía de la alegría, del patetismo de un perro moviendo la cola ante su amo.
A mi lado pasó corriendo un pibe de no más de veinte. Llevaba una pistola. Al llegar a la esquina, un policía de casi el doble de su tamaño lo derribó al suelo y lo inmovilizó boca abajo.
Miré alrededor.
Una joven embarazada de meses me observaba con sus grandes ojos negros de venado. En el temblor de sus pupilas leí, como en un libro, la vieja historia del miedo a lo desconocido. En los míos ella no pudo leer nada, cómo hubiera podido.
Me palpé el pecho. La joven se acercó con paso titubeante, su mano extendida hacia mí, mirando aterrada mi pecho. Me preguntó si yo estaba bien. Mansa, mi sangre chorreaba por el sobretodo hasta el suelo, donde mis pies descalzos resbalaban sobre un charco oscuro.
No le respondí.
Había vuelto el cansancio, había vuelto el hartazgo, había vuelto el hastío fatal.
Me di vuelta y me fui, dejando atrás su miedo, su asombro, su mano de finos dedos apuntándome, su alegría por estar viva, la promesa de la vida en su vientre. Caminé dos cuadras, tres. Allá atrás, algún policía miraría el charco de sangre sin entender.
Me detuve en una esquina, frente a una montaña de basura amontonada. Rasgué una bolsa con los dedos y comí entre lágrimas.
No es que me importe el hambre. Es este insoportable gruñir de mi estómago que intento acallar, pues me recuerda, ese ruido, que a pesar de mis intentos por olvidarlo sigo vivo.
Fabián Casas - Argentina
A menudo, dos formas de vida se asocian para beneficio muto. Los humanoides, sin ir más lejos, solemos acompañarnos con otras especies. Algunas habitan nuestro propio organismo, como las bacterias del intestino, que permiten digerir mejor los alimentos a cambio de nuestra hospitalidad más íntima. En la Tierra la gente usa hacerse domesticar por gatos y perros, quienes conceden un poco de amor y diversión barata a cambio del trabajo del lacayo humano. Pero la galaxia, en su infinita riqueza y vastedad, a veces conmociona a los jedis más viajados.
En las lagunas someras de Dantoine habita el Pretanio. Este organismo volador se alimenta de las formas de vida nadadoras o reptantes de las lagunas. Pero en este renovado drama de la crueldad carnívora exceptúa a una especie en particular, que escapa al apetito del predador. Esta beneficiaria simbionte es la Kalarca Celeste Dantuina, que vive entre el plumaje del ave. La kalarca no se asemeja a algún orden conocido, más vale decir que cae en la denominación genérica de bicho mamífero. Como simbionte que usa vivir en las espaldas de un ser volador, debería poseer una masa corporal breve. Sin embargo, pesa casi tanto como el mismo pretanio. El resultado de tal emparejamiento de masas es que el pretanio adulto, luego de cargar buena parte de su ciclo vital con una o varias kalarcas en su espalda, pierde prontamente la aptitud aeronáutica para adoptar una vida rastrera. Además, la cercanía de su pico al piso es una mala noticia para especies que nada tendrían que temer si el pretanio adulto volara hasta las semillas vegetales que brotan de los altos árboles lacustres del cinturón ecuatorial de Dantoine. Pero se sabe que cuando el Pretanio adopta una kalarca, se despide del vuelo y de las migraciones vegetarianas.
La kalarca se comunica con el pretanio y acaso sea ésa la forma de intercambio entre estas especies. Puede que en lugar de alimento, energía o protección, simplemente intercambien comunicación.
La comunicación de la Kalarca es un compendio de frases sin sentido o inútiles para el simbionte pretanio, quien las responde en su propio idioma. En qué beneficia este intercambio a estas dos especies es algo que no queda demasiado claro.
Ejemplos de comunicación kalarca-pretanio:
K: Estás más viejo.
P: O sea que le tiempo sigue fluyendo en la dirección acostumbrada. Me tranquiliza que lo menciones.
K: Tienes un ala más corta que la otra.
P: Gracias por advertírmelo, tomaré las medidas del caso.
K: ¿En qué estabas pensando cuando le diste ese regalo a la pretania de enfrente?
P: En la inusitada frecuencia de los eclipses de Dantoine A
K: ¿Tú sabes lo que estás diciendo?
P: No, para nada. Todo lo que digo me resulta un misterio insondable.
K: ¿No te parece que ya estás grande para practicar el mentalo-jumping libanés?
P: Tal vez tengas razón. Ser el más viejo de sus practicantes podría convertirme en una celebridad nostálgica de la vida mediocre.
K: Regalémosle las alas a esos pretanios pobres que las han perdido.
P: De acuerdo, mientras yo me hago a la idea, puedes comenzar regalándoles las tuyas.
K: A veces no te entiendo.
P: ¿"A veces"? Ojalá pudiera compartir tu optimismo epistémico. Creo que entenderme te resulta imposible por diseño.
K: El pretanio que vive en el remanso mantiene dos kalarcas y sus crías en su espalda sin quejarse.
P: Si quieres puedo esperarte mientras vas hasta allí a preguntarle si no quiere una kalarca extra.
K: Me resulta difícil creerte.
P: Ya lo lograrás. Persevera.
K: Antes eras distinto.
P: ¡Y eso que no me conociste cuando era una larva!
K: Has cambiado mucho.
P: ¡Oh, por la galaxia! ¡No me digas que olvidé detener el tiempo!
Y así.
Cualquiera pensaría que kalarcas y pretanios poco obtienen de esta relación simbiótica que establecen. Pero se dice que los beneficiarios son los propios pretanios. Que de esta manera logran establecer parejas duraderas y fecundas con otros de su misma especie. En efecto, la convivencia entre pretanios se desarrolla en forma armónica, libre de egoísmos y malos sentimientos. Cualquier ser inteligente del resto de la galaxia pagaría mucho por
semejante receta.
Tal vez no haga falta pagar, después de todo.
"Las kalarcas ya hicieron el trabajo sucio" decía una pretania, al momento de sus esponsales.
¿Qué más podemos agregar a eso?
Axxón 178 - octubre de 2007
Ilustrado por Valeria Uccelli y Fraga
Cuentos de autores de procedencias diversas (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Varios países).