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FICCION BREVE (TREINTA Y NUEVE)Varios Autores |
Jesús Ademir Morales Rojas - México
Citlali sale de las aguas rumorosas, casi al ocaso del día.
Se acerca, calma, a la arena de la playa solitaria. De pronto observa a sus pies una caracola marina varada, impasible al roce de las olas en retirada constante.
Observa a su alrededor una y otra vez, como si no creyera que tal aislamiento pudiera ser algo totalmente real.
Luego sí, se acerca la caracola al oído y escucha...
***
Un sonido ominoso, como de millares de lamentos ínfimos, como de múltiples maquinarias extravagantes laborando en un lugar inverosímil, la envuelve por completo: Citlali se siente arrastrada por el flujo sonoro proveniente de la profundidad cavernosa.
Y de pronto ya no se siente allí, y ni siquiera sola.
***
Sus conocidos le habían dicho que, de un día para otro, como por obra de un inusual acontecimiento, había visto transformado por completo su modo de ser, como si de pronto ya no fuera la misma. Esto había sido una sorpresa para ella, porque de ningún modo había sentido la alteración de su modo de ser, en lo más mínimo, y menos recientemente. De tal manera que si ella no había llegado a ser diferente, entonces todos sus conocidos y el mundo entero eran los que habían cambiado, y lo más inquietante para Citlali es que ella había permanecido ajena por completo a tan radical mutación.
Inquietante.
***
Esto es lo que había querido comunicarle a Salvador, en el silencio y las penumbras de su habitación semivacía. Se había vuelto hacia él mientras permanecían reposando en la cama y, sin poder definir del todo los contornos del rostro de su pareja, le contó acerca de la incertidumbre que sentía, de lo extraño que parecía todo. Salvador, por su parte, no le dijo nada, sólo le tomó la cabeza entre las manos y comenzó a besarla dulcemente.
***
Al terminar su unión, se levantó sin decir nada y fue al tocador.
Todo estaba casi entre sombras y en una quietud irreal. Se miró largo tiempo en el espejo, como queriendo fijar su identidad, sin poder concretarlo. Se miró largamente.
De pronto dio un paso atrás, se internó entre las sombras, se perdió allí.
***
Citlali regresa a la cama, se acuesta y se cubre con las mantas, dándole la espalda a Salvador.
Una voz susurrante le dice entonces en la oscuridad:
Tienes esta opción para saber si estás dentro, o no lo estás: si no vuelves a verme es que no es más que una ilusión, todo. Si no es así, es que estás dentro aún.
Súbitamente, Citlali se percata de que esa no es la voz de Salvador. Se voltea para mirar.
Un rostro pálido e indefinido la observa en la penumbra.
Citlali, sin saber qué pensar, oculta el rostro entre las sábanas.
Negrura.
***
Movimientos oscilantes, líquidos.
La imperiosa necesidad de emerger a la superficie.
Citlali sale de las aguas rumorosas, casi al ocaso del día.
Se acerca, calma, a la arena de la playa solitaria. De pronto observa a sus pies una caracola marina varada, impasible al roce de las olas en retirada constante.
Observa a su alrededor una y otra vez, como si no creyera que tal aislamiento pudiera ser algo totalmente real.
Luego entonces se acerca la caracola al oído y escucha...
***
Busca comentarle a Salvador la inquietud que la atormenta desde hace días, por eso se toma mucho tiempo en el lavabo para aclarar sus ideas. De pronto se decide: respira hondo y sale del privado. Camina en el largo pasillo silencioso y oscuro: llega al fin frente a la habitación que comparte con su pareja. Gira el picaporte. Abre la puerta. Se acerca a la cama. Levanta las sábanas. La cama está vacía.
***
Sale de las sombras en las que había permanecido; recuerda haberse visto en el espejo del tocador apenas iluminado durante largo rato, también le viene a la mente, sin saber por qué, la imagen de ella misma levantando una caracola en una playa solitaria y llevándosela al oído a fin de escuchar.
Quiere comentarle todo esto a Salvador. Levanta las sábanas de su rostro. Y se da vuelta en la cama para hablarle. No está él. Allí no hay nadie. Se escuchan pasos desde el tocador, vienen. Luego alguien abre la puerta de la habitación, sumida casi en la negrura. Citlali no puede apreciar los contornos de Salvador, hasta que la figura se acerca, y ella ve con sorpresa que no es él: es alguien con un rostro pálido e indefinido que se queda frente a ella, y que de pronto abre una boca de donde se emite un sonido ominoso, como de millares de lamentos ínfimos, como de múltiples maquinarias extravagantes laborando en un lugar inverosímil; los sonidos la envuelven por completo: Citlali se siente arrastrada por el flujo proveniente de la profundidad cavernosa.
Negrura.
***
Una playa rumorosa y vacía, durante el ocaso.
Una caracola varada.
Y nadie.
Guillermo Galli - Argentina
Dicen que los libros no muerden. Yo digo que libro que ladra no muerde. Pero no todos los libros ladran. Ojo. Hay un libro llamado Anselmo que es calladito pero en cuanto te descuidás te lanza el tarascón. Porque muchos libros son guapos cuando están en la estantería y hacen más barullo que estornudo de bibliotecario, pero si los tomás para hojearlos son mansitos y perfectamente domesticables. Anselmo no. Cierta vez, una señora muy confiada lo tomó de las tapas susurrándole cosas como ay que bonito libro, ay que ternura de libro, ay que belleza mi amor, y ahí nomás Anselmo le cerró las tapas en los dedos con la fuerza de la prensa que lo parió. Tuvieron que llamar a los paramédicos. Al libro lo encerraron en el subsuelo, con los incunables. No, si era bravo. Una vez se la agarró con otro libro de la biblioteca. Mario, se llamaba el otro. Era como Anselmo, no ladraba nunca, permanecía en los anaqueles rodeado de libros que eran unos quilomberos, que se la pasaban protestando por las condiciones edilicias de la biblioteca o por la poca cultura de los lectores, y que de vez en cuando amenazaban con hacer una revolución. Pero Mario permanecía inmutable, concentrado en el lomo de Anselmo que reposaba en el anaquel de enfrente. Ya el bibliotecario había notado que ambos libros se profesaban un odio sincero y cultivado. Uno odio de esos que se alimentan de silencios y de miradas inquebrantables, que crecen de a poquito en la sombra sin hacer mucho espamento. Así que el hombre tuvo la buena intención de mover a Mario a otro anaquel para evitar una desgracia. Apenas acercó la mano el libro le lanzó una mordida que casi le cuesta tres dedos.
¡Qué se arreglen! rezongó asustado el bibliotecario, alguno de los dos va a terminar mal.
Y así fue que una noche Mario pegó el salto hacia el anaquel de enfrente, donde Anselmo ya lo esperaba con las tapas abiertas. Dicen los otros libros que fue una lucha encarnizada, que se trenzaron a mordisco limpio envueltos en la nube de polvo que despidieron sus cuerpos al estrellarse. Volaron frases enteras arrancadas de las páginas malheridas, y aún así no se escuchó ni una palabra de los luchadores, ni un quejido que advirtiese debilidad en su costumbre de no ladrar. Al día siguiente el pasillo de la biblioteca amaneció cubierto de hojas. El bibliotecario se encargó de juntar los restos de papel y cartón. Más tarde confesó que le había costado reconocer a quién pertenecían. Recién cuando encontró las tapas de Mario, que agonizaba en el suelo, supo que el vencedor había sido Anselmo, que estaba otra vez en su anaquel, maltrecho pero más imperturbable que nunca. A Mario lo metieron en la bolsa de desperdicios de la fotocopiadora. Al reciclaje, le dijeron. Por eso es que, asomado en el carrito de la basura, alcanzó a susurrar que volvería siendo millones. En realidad todos los libros sabían que Mario hubiese querido morir en una quema, como mártir y como prohibido, y no en esa forma tan deshonrosa y tan moderna. Como dije, luego del incidente con la señora muy confiada, Anselmo fue condenado al subsuelo donde los incunables. Y aunque al principio se sintió orgulloso porque entendió "incurables", pronto se vio rodeado de viejos mañosos que si no ladraban era por falta de aliento. Hace años que Anselmo está ahí abajo, pocos los saben. Algún día habrá un hombre buenudo que intente sacarle el polvo. Mirará a Anselmo con cariño por creerlo obsoleto e invaluable, creerá que los libros no muerden y esperará, ingenuo, a que ladre.
Jonathan Minila - México
La gota cae, cae, cae...
Una gota, casi imperceptible, cae desde un grifo que tal vez existe o tal vez no. Es simplemente así: en algún lugar el eco de aquella caída interminable, de una gota interminable, se repite sin final llenando aquel espacio, que nadie conoce, de sonidos quiméricos que no son escuchados. No puedo darlo por cierto, pero supongo o simplemente siento, que aquella gota existe, y debe ser así. En algún espacio perdido de la tierra fluye como la imagino. Y por lo mismo la percibo; por lo mismo surge y muere. Como el día aquel en que encontré los ojos que ya había sentido, pensado, soñando. Unas manos ya creadas, deseadas, imaginadas por mí en algún espacio de la vida. Un olor, una caricia, un tiempo, un beso, un amor; unas palabras que parecía haber profetizado alguna vez. Del mismo modo percibo la existencia de esa gota, como alguna vez lo hice con el nacimiento, la muerte, las lágrimas, la tristeza, el silencio, el cielo, el infierno, la vida más allá de la luna. Es una voz que llega con el viento y te enseña el mundo entre sueños para que lo lleves contigo, en tus ojos, sin que lo sepas. Para que un día caiga, hecho imágenes que se forman en alguna parte del universo como si las crearas; como si tú, yo o algún otro, fuera su Dios, su creador.
Es por eso que aquella gota seguirá existiendo hasta que yo la olvide o muera; tal vez hasta que aquel que me haya imaginado me olvide o muera. Mejor aún: el eco dejará de escucharse, la vida terminará, los besos soñados dejaran de existir; la gota casi imperceptible se transformará en una lágrima, igualmente imperceptible, hasta que aquel Dios que me ha creado imagine mi muerte, y la haga una realidad, y me deje perdido en algún lugar donde sólo yo podré escuchar mis gritos desterrados; que serán como el llanto de aquel grifo que derrama gotas como si fueran lamentos. Así, todo será algo en algún lugar que no veré, y nada será para mí porque yo habré muerto. Entonces nada de lo que mis ojos han creado alguna vez en el mundo, después de mi muerte, será parte de eso que deseen otros ojos. Esas cosas que yo he puesto en la tierra, con mis deseos y miedos, dejaran de formar parte de aquellas otras que comparten el mismo espacio; de aquellas imágenes, objetos, sueños y pesadillas creadas por cualquiera. Porque entonces, habiendo yo muerto, ya no podré concebir, ni crear, ni soñar, ni imaginar nada más.
Ahora mismo, al igual que aquella gota que yo imagino, una lágrima cae desde un ojo que cualquiera de nosotros pudo haber inventado; igual como otro creó nuestro día más triste, la forma de nuestras manos, nuestro sueño más entero, nuestro primer beso; la muerte, nuestro más grande miedo, nuestro paso más corto. Puedo suponer entonces que esa lágrima que alguien ha formado es como aquella gota eterna que se derrama lentamente poniendo ritmo al tiempo; y que mis ojos miran, y que mis oídos escuchan, y que mis manos sienten. Deseo encontrarla para terminar con ella, y no sólo olvidarla y dejarla perdida en el espacio donde caminan los muertos que no la miran (no tienen ojos), sino también para beberla, tragarla, y hacerla mía para convertirme en eso que más temo.
Es así como aquella gota, aquella lágrima, el tiempo, y todo lo que observo se derramarán en forma circular, y serán inmortales, siempre y cuando mi corazón siga despierto; como un gran latido que las seguirá haciendo nacer al mismo instante. No podría decir, a ciencia cierta, si todo lo que veo es realmente para todos (los que existen o no) parte de lo que miran. Es como un gran sueño que se escurre por las manos, entre los dedos, y cae en sentido contrario hasta quedarse frente a nuestros ojos que al cerrarse, al final, dejan caer aquello que miran.
Una gota casi imperceptible cae desde un grifo que tal vez existe o tal vez no. Y al final sólo quedará un último hombre con aquellas cosas que ha cimentado (esa soledad es parte de aquellas cosas), mientras, los otros Dioses se habrán perdido en algún lugar que nadie sabe, que tal vez es como un sueño perdido, o como un árbol enorme de ramas largas que nadie mira. Y todo terminará entonces cuando aquel último Dios cierre los ojos y desfallezca cayendo en la nada; porque al no haber ojos que lo perciban, el cuerpo caerá sin fin hasta llegar al mismo lugar donde se encontraba... para seguir cayendo. No sé si seré yo aquel hombre que nada mira, o que lo mira todo, pero ahora creo fervientemente en que aquella gota existe en algún lugar que nadie sabe, y que lograré encontrarla al hacer desaparecer todas aquellas cosas que he puesto ante mis ojos para sufrir, vivir y seguir la vida. Mientras tanto, la gota seguirá cayendo constantemente, y yo seré yo gracias a alguien, y tú, y todo será gracias a alguien; como si fuéramos una de aquellas gotas que, yo supongo, caen de un grifo que existe en alguna parte.
Damián Cés - Argentina
Me sentía a gusto en ese abdomen de fríos líquidos, acunado y protegido.
Jamás le hice daño, ni siquiera se me cruzó por la cabeza hacerlo, pero aún así, como un desecho me defecó.
Y ahora, en esta corriente que se parece al infierno, soy arrastrado a través de las arterias de mi nuevo huésped.
Quizá pague justo por pecador, pero no me volverá ocurrir, no me volverán a abandonar. Sí, sé que el resentimiento envenena, pero igual mataré a este hombre.
Adrián Ferrero - Argentina
Para Liliana Bodoc
Nos habían dicho que saldrían de cacería esa noche, porque era viernes y es el primer día de la semana. También es el día de la semana en que las familias van a cenar con sus hijos afuera porque el Templo ha abonado los salarios, los adolescentes se juntan en oscuras cavernas de los suburbios a beber un preparado con jugo de piñas salvajes y hielo color lacre de la Isla del Juanot, de donde una multinacional expresamente la provee y, como es natural, la vende a precios altísimos. Es por eso que ha surgido un mercado negro, no porque lo comercien los negros (que nada tienen que ver en esto) sino más bien porque de ese color es el cielo cuando se inician las primeras transacciones.
Los viernes las jóvenes de Tir van a bailar en busca de un buen partido. ¿Opulentos hombres de negocios? ¿Traficantes de mercancías? No, nada de eso: en Tir un buen partido es sinónimo de alguien con una colección de petos y armaduras de hierro, cobre, níquel y, sobre todo de acero: las más valiosas.
Pero ¿era posible adivinar lo que se avecinaba? Creo que no. Nadie estaba preparado para lo que nos tocaría esa noche. Quizás un abuelo, un bisabuelo o acaso un patriarca de Tir, de esos que ya ni hablan porque piensan que el sólo hablar ya no es de sabios, hubiera recordado historias de antes del mundo, en que había grandes heredades y los humanos deambulaban en bandos o tribus, en parte para protegerse de otras tribus en parte para hacerlo de las fieras y los sementales, que por cierto abundaban en esos tiempos y asaltaban como sátiros a las mujeres sin apenas desvestirlas. Las tomaban y luego de arremeter y dejar su simiente se marchaban. Vuestra imaginación me eximirá de describir la anatomía de estos sementales, así como el producto de esos acoplamientos. Cierto que las mujeres no gozaban ni de placer ni de buena salud después de episodios de este tipo, pero eran muy frecuentes y me atrevería a agregar que hasta eran generalizados, particularmente en ciertas épocas del año, épocas de celo, en que se evitaba el confinamiento propio de las temporadas heladas o las borrascas.
La práctica de las cacerías de muchachos se había inaugurado hacía unos años, al menos en Tir. Es cierto que primero los jerarcas habían apuntado a los viejos, a las víctimas de enfermedades y a los recién nacidos muertos o defectuosos: tres brazos, cinco piernas, dos cabezas, el mentón ligeramente desplazado hacia el hemisferio izquierdo. ¿Quién sabe? Los confundirían con antiguas deidades, con bocados exquisitos, con manifestaciones perfectas de algo antiguo. Pero pronto comprobaron que estos ejemplares presentaban varias desventajas a la hora de elegirlos como presa, lo que los volvía prescindibles. Cuando eran ancianos, la vida en el mejor de los casos los había convertido en seres torpes y miopes, vulnerables y de carnes flácidas cuando no entecas, debido a que no podían proporcionarse ya a sí mismos el alimento. Sus melenas encanecidas, además de piojosas debían ser rasuradas, y al final quedaba una suerte de cabeza de monje tonsurado que impresionaba negativamente a los paladares. Los muertos por enfermedades, en cambio, presentaban el peligro nada menor del contagio de peste (por causa o por corrupción, dado que los insectos y alimañas los hacían botín de su voracidad de manera inmediata y podían inocular algún tipo de plaga a quien royera sus restos). Los jerarcas de Tir se cuidaban con obsesión porque un atracón producto de una agonía o una muerte súbita (violenta o espontánea) tampoco eran recomendables. Los tejidos y los músculos, las articulaciones y los coágulos adoptaban el tono rígido de la catástrofe, no la flexibilidad de un ser vivo, produciendo alguna clase de indigestión que fatigaba u obstruía al sistema digestivo. Por último, los recién nacidos, que en general no presentaban el reparo de patología alguna, eran demasiado diminutos. Su talle exiguo implicaba verdaderas matanzas al estilo de algunas célebres narradas en antiguas historias, que, si bien no eran excepcionales, tampoco eran fomentadas desde los decretos ni menos aún los códices de Tir.
Como dije, pese al aviso que se divulgó merced a algunos medios disidentes y a cadenas de información clandestinas (financiadas por naciones no adictas a los jerarcas, interesadas menos en brindar un panorama pluralista y tolerante de civismo que en desestabilizar al régimen), fuimos informados de las calamidades que esperaban a cualquiera que se avecinara a merodear por las noches. No obstante, fuimos imprudentes, las desoímos. Si algo tienen la adolescencia y la primera juventud es la incapacidad para medir el peligro, la capacidad de ignorarlo, la felicidad de desobedecer la cordura de los padres y los psicólogos que asesoraban a los tiresianos disfuncionales al sistema, la de guiarnos por la mera temeridad. En fin, queríamos pasarla bien y era posible sentirnos un poco héroes, un poco irresponsables, un poco maleantes, un poco santos, un poco bandidos. Reírnos era un deber, como el de cualquier joven. Pero no reírnos de nosotros mismos, reírnos de otros: los viejos, las hembras amatronadas con muslos arrugados, hombres cuya virilidad ya sabíamos extinguida, el servilismo del personal subalterno, los animales a los que infligíamos suplicios y mutilaciones. No nos sentíamos desalmados.
El primer disparo de arma me alcanzó en la espalda, a la altura del omóplato derecho. Mis amigos se dispersaron alarmados por el ruido sordo y estrepitoso de la descarga. También por la amenaza inminente de futuras agresiones. Dos o tres intentaron quedarse para auxiliarme. Los disuadí. Los engañé diciéndoles que había sido sólo un rasguño, que libres serían más útiles que atrapados tras las rejas o sobre la fuente de un banquete, con una ridícula manzana asada en la boca abierta; que de permanecer allí se exponían al riesgo de ser del todo inútiles a la causa de la juventud de Tir.
Los jerarcas no actuaban en persona. Poseedores de ilimitados recursos financieros y prácticos, impartían órdenes vagas, ambiguas, que sus servidores interpretaban a su manera y ejecutaban de modo aún más libre. Daré un ejemplo. Si Ulred, uno de los jerarcas mayores, pedía para una noche de amor un bocado exótico, sus sicarios secuestraban a una mujer oriental (negra o de rasgos mongoles), se la llevaban por la noche perfumada, vestida y adiestrada después de unas horas previas de ensayo con varios de ellos de prácticas sexuales para que respondiera exitosamente a las solicitaciones de Ulred. Como ven, nadie podía acusar a Ulred de secuestros, abusos, violaciones o arrestos ilegítimos. Ulred sólo había sugerido a sus subordinados una vaga prueba de lealtad que ellos interpretaban a su libre y modesto entender, había deslizado un poema cuya belleza residía precisamente en la libertad y apertura de significados. No había dado una orden unilateral. La amenaza de muerte y una jugosa suma en oro eran los cruciales estímulos para esa repetida práctica. Los premios, los castigos y el peligro de padecer represalias naturalizaban el modo en que los gobernados y los súbditos, como suele ocurrir en este universo desde que los Jerarcas Milenarios (entre ellos Ulred) se apoderaron de las fuerzas de seguridad y los capitales mayores del imperio, perpetuándose en su gobierno. Modificando de modo encubierto sus leyes, más tarde dictando decretos que saltaban por encima de los cuerpos colegiados, se consolidaron en la cumbre del poder. Concentrados en unos pocos grupos que, viven riñendo e incidentalmente se ponen de acuerdo en función de una o dos decisiones que afectan al Imperio en su totalidad organizan su funcionamiento y nuestro modo de habitar en Tir: trabajar obedecer, amar y, eventualmente, si nos ceden una hembra ya gastada y menos requerida por los apetitos de los jerarcas, saciar nuestra lascivia.
Llego al centro medular de mi relato. Después haberme herido en la espalda, tal como lo referí, me condujeron en una camilla de madera rígida como el algarrobo hacia una especie de celda. Todos los días un hombre de ciencia (supongo que los juramentos hipocráticos no se contaban entre sus compromisos contraídos) me vendó y curó a lo largo de dos lunas. La luna roja de Ad y la luna celeste de Tir transcurrieron sin novedades. Cuando ya me estaba familiarizando a ese espacio y sus rutinas, un día alguien hizo sonar un clarinete de cobre. Se aproximó hasta mi celda un hombre altísimo, de espaldas muy anchas, como las de los nadadores profesionales, y me guió con los ojos vendados hacia otra celda. Me introdujo en ella y pude apreciar que era un lugar más luminoso y cálido. Reinaban los aromas de las especias: el ajo y el enebro, la salvia y el pimentón, la albahaca y el romero, el orégano y la pimienta negra. Marmitas de cobre de un tamaño superior al de mi guardián bullían sin cesar, alimentadas por un sistema de leña crepitante, no de carbones (lo supe por el aroma agreste).
El guardián entró en la celda para revisarme: palpó mis glúteos, los muslos de mis piernas, mis genitales, mis brazos y mis antebrazos. La típica revisión que se practica a un recluso por si esconde armas o elementos punzantes que puedan ser mortales para sus guardianes. Por último, examinó cada uno de mis dedos, como si necesitara verificar que no eran huesudos ni tumefactos y que podrían ser pequeños bocados, similares a un huevo de codorniz o una frambuesa. Ponderó la flexibilidad de mis metatarsos. Ignoré su elogio, menos un piropo que una forma de brindarme tranquilidad en un momento de horror. Intuyendo la ceremonia, su frase me alarmó, me puso en guardia.
En ese instante, en el que comprendí que estaba en una cocina y no precisamente en el rol de comensal, comencé a languidecer y perdí el sentido. La idea atroz y siniestra, que mi instrucción alojaba en un pasado remotísimo, anterior aún a la especie organizada en tribus, a perimidas costumbres ya anticuadas o, en el peor de los casos, a un eventual accidente aéreo sobre las montañas en el que un grupo de sobrevivientes desesperados se devoran unos a otros (la había leído en una novela en la escuela preparatoria, cuando sólo contaba diez años), me sumió en un letargo deliberado, propio de quien se preserva para no morir desapaciblemente aunque su muerte ya está servida.
Antes de cerrar los ojos y sumirme en ese estado que venía, que proseguía a mi reclusión, supe o comprendí que otra nueva historia empezaba. La que yo ya no podría contar. La que chasquidos y desgarrones, jugos y tubos, órganos internos y filosos caninos, escribirían por mí. Miré la luna y supe que sería la última. Por supuesto no condescendí a la puerilidad ni la cursilería de una despedida definitiva. Más bien, me dejé estar como quien abandona su cuerpo, su morada, el mundo.
Felipe Rodríguez - México
Consciente de vivir sus últimas horas, ordenó la clonación. Se reproduciría a sí mismo y así, aunque muriera, sería inmortal. Terminado el proceso, vio, tocó y habló con su otro yo. Era una réplica exacta, tanto que los dos modelo y copia; padre e hijo fallecieron al mismo tiempo de un ataque al corazón: padecían una lesión hereditaria.
Diego Gualda - Argentina
Mirá, Florencia... Esto te lo cuento a vos, porque estás tan loca que sé que me vas a creer.
No, en serio, te lo digo con onda. Yo no quiero abrir la boca, porque podría terminar en una de esas habitaciones de paredes acolchadas, con esas simpáticas camisas de mangas largas... esas que se atan en la espalda ¿Me entendés, Flor? Ya lo viví aquella vez de la depresión y por eso ahora estas cosas me las guardo. Y porque me dan vergüenza ¿Sabés? Aunque lo haya heredado del viejo...
Sí, "tocados" de familia, che.
Shhhhhh... no te rías, boluda, que los médicos miran y van a sospechar algo. ¿Que no te conté nada de esto?
Bueno, resulta que volvía de Bahía Blanca, de un viaje de laburo. Aerolíneas Argentinas 2647, el mismo Boeing 737 pedorro de siempre, el anochecer sobre Sierra de la Ventana, bla bla bla bla bla... Ya me conozco la ruta de memoria de tantas veces que la hice. Para que te des una idea, hace tiempo que ya ni disfruto del paisaje de la ría de Bahía Blanca vista desde el aire.
Como siempre, embarqué temprano y me conseguí el asiento que va sobre el ala. No es que tenga miedo, sino que, en el avioncito diminuto ése, la butaca que está sobre la salida de emergencia tiene un poco más de espacio para estirar las piernas. Y para un tipo como yo, "voluminoso", cada centímetro de espacio extra que se pueda ganar es crítico.
El tema es que, a mitad del vuelo, la lata de sardinas ésa con alas se empezó a sacudir como una licuadora vieja. Miré por la ventanilla y no vas a creer lo que vi. Sí, el gran miedo de todo viajero: la turbina en llamas. ¡Pero eso no es todo!
No, Flor. La dejo acá, la historia, porque no me vas a creer. No, te digo que no. Olvidate. Hacé de cuenta que no empecé con el cuento. Gracias por venir a verme.
No, en serio.
Estás preocupada... Sí, loca, claro que no quiero caer de nuevo como caí, ni estar tan mal... y mucho menos gastar toda esa guita en psiquiatra, en internación... al final, están todos fundidos por mi mambo...
Bueno, está bien, te cuento.
Yo creí ver la turbina incendiándose, como en las películas de los '70, era el peor miedo de todo hombre en el aire. Pero no. Cuando miré vi algo mucho peor. ¿Te acordás de aquel capítulo de Dimensión desconocida? "Señorita, Señorita... hay alguien parado en el ala", decía el tipo, y la azafata no le creía...
¡Y ya te empezaste a cagar de la risa otra vez! ¿No me vas a creer? Mirá que si no me creés vos, no me va a creer nadie.
Y puedo volverme a poner medio loquito si no hablo de esto.
El asunto es que había algo en el ala. No sé. Un bicho, una persona, una gárgola, un duende, una criatura. No sé, Florencia, no sé qué era, no insistas. Era una figura, recortada sobre el atardecer. Se distinguían piernas y manos, que se metían en la turbina y arrancaban cosas, igualito que en la serie. Te juro.
Imaginate el cagazo que me pegué. Y le estuve por avisar a la azafata, pero justo cuando iba a abrir la boca miré de nuevo y le vi bien la cara a esa cosa.
¡No te imaginás! Fue como cuando me miraba al espejo algunas mañanas en el loquero: esa cara de desquiciado, esa cara que no era mía, la de un tipo acabado que se quiere ir de la vida sea como sea, que se quiere bajar en la próxima. Baba en las comisuras, ojeras oscuras, los dientes apretados.
No lo podía creer. Sí, ahí arriba, destruyendo de nuevo, con las manos como garras arrancando piezas...
Justo ahí salió el Capitán por los parlantes, bastante alterado este buen hombre, avisando de un aterrizaje de emergencia en Mar del Plata.
Y heme aquí, en el hospital. Tibia y peroné de la gamba derecha, rotos. Cuatro tornillos me tuvieron que fajar. Dos costillas fracturadas. Un chichón en la frente del tamaño de una pelota de tenis...
Sí, el loco no se lució con el aterrizaje forzoso, salimos todos bastante lastimados.
No, ni a palos les dije nada. Los muchachos de la Policía Aeronáutica pasaron varias veces por acá. Hicieron muchas preguntas. Algo raro se deben sospechar. Pero ni en pedo pienso decirles nada.
A ver si todavía me encierran.
Axxón 182 - febrero de 2008
Ilustrado por Valeria Uccelli
Cuentos breves de diversos autores (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Varios países).