Cuba |
Los golpes en la puerta estremecieron la noche. Yhlda se levantó y fue hasta la ventana, donde un grupo de Cazadores esperaba por ella. Rápidamente, tocó a su amante dormido con una caricia en la mejilla y le susurró palabras breves de urgencia. Sial saltó del lecho de heno y escuchó las sacudidas brutales y los gritos de los Cazadores clamando su nombre.
El pastor comenzó a temer.
—Yhlda, por favor, escóndeme de ellos —le rogó a su mujer, cubriendo la cabeza con ambas manos.
—¡¿Qué me pides?! ¿Qué quieres que haga? Si ellos tan siquiera suponen que yo practico los ritos ocultos, entonces… perderé todo. —Sin embargo, Yhlda alzó sus dedos y esbozó en el aire los símbolos arcanos de la brujería. Sial cerró los ojos, mientras la carne le hervía como si mil fuegos le gritaran dentro. Vio cómo, lentamente, su cuerpo se iba disolviendo en el aire, sin perder la esencia; Yhlda no había olvidado aún las Artes. La magia continuaba obrando a través de sus manos. Sial era un espectro entre la sombra.
Ahora, ninguno de los Cazadores sabría que él estaba justo ante la red, ignorándola, caminando a través de ella con más inteligencia que sus captores. Sial sonrió con alivio —podía reírse todavía en la invisibilidad— mientras buscaba refugio en el último rincón de la covacha.
—Gracias —balbuceó a media voz, pero Yhlda estaba demasiado amedrentada para responderle. La muchacha avanzó hacia la puerta y descorrió el cerrojo.
Los Cazadores penetraron. Cada uno de ellos llevaba en los hombros las marcas de Humo, en redondeles grisáceos atravesados por un único rayo escarlata. Al cinto, varios puñales de hojas venenosas. Las ibdaias, espadas consagradas por la muerte, cuyo propósito era sembrar destrucción en las filas de los traidores a Humo, dormían aún en sus vainas. Yhlda retrocedió algunos pasos.
—¿Por qué has demorado, sierva del poder? —preguntó el que parecía el líder, un soldado de espaldas de montaña, con una mueca de rabia en los labios. Alto, de piel arrugada como el pergamino, el muñón de una mano amputada resplandecía en la oscuridad; quizás por algún hechizo de años pasados, cuando el Humo no había llegado a aquellos lares.
—Mi señor… —Yhlda se puso de rodillas, rogando a los cielos que nadie adivinara su pecado— recién acababa de despertar. Soy lerda… Mis piernas son torpes y lentas.
—No eres tan vieja como para eso, mujer —el soldado husmeó el aire como un sabueso—. Todos saben que ante nuestros toques deben salir con premura, sea día o noche. Ancianos y jóvenes por igual; lentos y rápidos… Puedes ser castigada y nadie intervendría a tu favor, ¿lo sabes?
—Sí, señor, sí —balbuceó la infeliz, esperando sentir ya la mordedura del látigo.
—Cállate —le espetó el otro, violento—. No tenemos tiempo para enseñarte cómo moverte con más rapidez, ni para cambiar los modales de tu lengua. Venimos con otros propósitos a tu choza. Humo ha llamado a sus filas a un tal Sial D´Liamerges, de ocupación pastor. Vive contigo desde hace unos años. ¿Dónde está ahora?
—Se ha marchado —mintió, inclinándose en una reverencia servil—. Lejos, no dijo a dónde. Se fue solo, quizás en busca de suelos más fértiles. Nuestros rebaños están famélicos.
—Sin embargo, sus ovejas pacen en calma en tus campos. ¿Cómo lo explicas? —inquirió y sus ojos sonreían con sorna.
—Él le teme a los lobos —dijo ella—. Por eso se ha marchado sin las ovejas.
—Entonces regresará, mujer, regresará. —La sonrisa arrugó aún más su rostro, mientras le entregaba un fajo de papeles manchados—. Guarda esto para él. Dile que ahora ya no cuidará más rebaños, porque Humo lo ha llamado para servir en su combate contra Mudiar, las costas enemigas. Que parta pronto, si no quiere ser un traidor y manchar el nombre de sus padres.
Los Cazadores se retiraron con ruidos de metales y pasos de muerte. Yhlda afirmó en silencio, mientras el líder se acercaba a ella y le tocaba una mejilla. La muchacha tembló de horror, pero no pronunció una queja ni dejó que su boca delatara el espanto. El soldado acercó su aliento de fiera en celo a los oídos de Yhlda y murmuró:
—Puedo oler la Magia a mil pasos de ella. Cuando Humo ordene que te capture, bruja, seré yo quien vuelva a esta casucha para prenderte. Recuerda, puedo oler las Artes… —violentamente, cerró la puerta tras de sí.
Yhlda cayó de rodillas, mesándose los cabellos. Lloró mientras percibía el abrazo de Sial, aunque no podía verlo ni saber en qué pensaba entonces. Lloró por todos los hijos que no tendrían y las mieses que jamás sembrarían juntos. Lloró por las estrellas condenadas de su sino.
—Tienes que dejarme, Sial. Humo te ha llamado. Debes huir a los bosques — hizo una pausa—. No puedo hacer más por ti si tu cuerpo está ya marcado por el llamado a la guerra. Soy sólo una aprendiz de los ritos ocultos, ¿no entiendes?, y me escondo de los Cazadores, para que no vengan a mi puerta a derribar mi paz. Vete a los bosques y busca a Yeneghal. Es vieja y una vez fue también una Hechicera poderosa y terrible. Si hay alguien que pueda salvarte, será ella. Pide que haga para ti la transición. Ella tiene la fuerza necesaria, Sial, para salvarte…
—La transición —repitió el hombre, para grabarlo bien en su memoria—. Adiós, Yhlda. Perdóname el mal que pude traer a tu techo. Intentaré volver a ti algún día.
—No lo jures, Sial. Tu camino está sembrado de tinieblas —ella sollozó.
Sial, invisible, no dijo más. Debía huir mientras la magia bogara aún en su sangre. Se internó en la noche, mientras las ovejas balaban tristemente; evitó caminar tras las huellas de los Cazadores. Comprendió que los bosques sólo lo resguardarían un momento. Luego sería un animal acorralado; su cuerpo había sido reclamado por Humo y desde entonces comenzaba a caducar. Dejaría señales por todo el camino, porque estaba Marcado. Los Cazadores detectarían su olor como perros de caza, y lo seguirían hasta encontrarlo.
Si en tres jornadas no llegaba a las puertas de la ciudad de Humo para luchar por él, sería un cadáver. Pero si obedecía el mandato de los Cazadores, Mudiar tragaría su sangre. Sial penetró en el follaje.
***
Los árboles creaban sobre él un cerco de nubes verdes. Sial llevaba dos días sin probar alimento. Evocaba a Yhlda como parte de un pasado que había quedado atrás, junto a las promesas de una vida sin que la guerra persiguiera sus huellas. Pero sus esperanzas habían resultado vanas.
Él, como muchos de los hombres de Eldebaeer, temía el momento en que Humo lo llamara a las filas. Siempre, más tarde o más temprano, llegaba el día en que aparecían los Cazadores trayendo junto a ellos el olor de sacrificio y de las maderas finas que se quemaban ante los Profetas de Humo.
Sial era sólo un pastor. Había crecido en una camada de niños harapientos y analfabetos; a veces se atrevía a soñar con la gloria que esperaba a los hombres en las batallas. Pero no deseaba morir bajo la espada o la flecha de un enemigo, o regresar al pecho de Yhlda marcado por el estigma de las batallas contra Mudiar, mutilado por el terror.
Caminó siempre hacia el sur, sin pensar demasiado en su futuro, hasta que el follaje se hizo menos denso sobre su cabeza. Se detuvo, y en un principio no supo bien dónde se encontraba. Pero pronto avistó la casa; reflejo de aquella que había abandonado dos jornadas atrás y llamó a su puerta con puños impacientes.
—Abre, Hechicera —gritó Sial—. Vengo en nombre de Yhlda.
Lo recibió el silencio. Sial volvió a golpear y repitió el llamado. En la quinta ocasión, una voz cascada llegó a los oídos del pastor, proveniente del otro lado del portón.
—Extraño es que tras tantos años venga alguien a invocar a Yhlda. ¿Qué buscas?
—Refugio, ayuda y pan —dijo él escueto—. Y sobre todo, los favores de tu poder… Necesito que obres sobre mí la transición.
—¡Calla, maldito! —una vieja se asomó a una ventana, mientras esbozaba en el aire símbolos de las artes olvidadas—. Y entra de una vez, pero no esperes demasiado de mí.
Con expresión helada, Yeneghal descorrió los cerrojos para cederle el paso a Sial. Cada golpe en su puerta le había recordado la cercanía de lo inevitable… cuando ya no sería posible continuar evadiendo el cerco impuesto a los Hechiceros.
Durante siglos, Eldebaeer respetó la dignidad de aquellos que practicaban las Artes, y se convivía en paz bajo el sol. Pero ningún bienestar es eterno. Al estallar la guerra, y comenzar el dios Humo con sus imágenes intangibles a apropiarse de los hombres, la Hechicería fue denunciada y condenada, sus practicantes asesinados u obligados a abandonar el hogar y hallar refugio en los bosques. Como Yeneghal, que apenas podía recordar la última vez que vio desde lejos las calles de Eldebaeer sin tener que huir con una horda de Cazadores tras ella.
—¿Vienes solo, caminante? —preguntó la vieja, vestida con unos harapos miserables y sucios. Su rostro no podía ser más vulgar; sólo su mirada le confería la apariencia de un ser con cierta inteligencia.
—Necesito de tus servicios, Yeneghal.
La anciana lo miró unos segundos y luego desvió la vista, fijándola en un tejido que descansaba sobre sus muslos.
Sial no era el primero en llegar hasta su casa. A pesar de las prohibiciones, cientos de seres buscaban en su poder las soluciones que las palabras de los Profetas de Humo no encontraban. No pocos le habían pedido que realizara la transición…y todos habían salido de allí sin obtener de ella más que un consuelo.
Veo que mi talento no ha sido olvidado aún- rió entre dientes, dejando el tejido junto a la lumbre. Agregó—: ¿Qué es de la vida de Yhlda? ¿Sigue escondiendo su condición?
—La ha usado para salvarme de los Cazadores —dijo él—. Me temo que tal vez ésa sea la causa de su perdición.
—Tarde o temprano, ella también tendrá que venir a buscar amparo en los árboles. Hasta ahora ha fingido ser otra mujer más… pero nada es eterno, muchacho. Cuando la descubran, si corre con mucha suerte, vendrá aquí, como el resto de los Hechiceros. Aunque algunos quedan en la ciudad aún, como Yhlda. Sobreviven en silencio, sin mostrar su poder. Otras veces son develados sus misterios y entonces… —Yeneghal volvió a sonreír macabramente—. ¿Te ha ayudado ella a escapar, dices? Ah, pero sólo yo puedo realizar la transición.
—Pagaré por ella —Sial se alzó con dignidad— con lo que tengo.
La anciana no le prestó mucha atención. Tomó entre sus manos el brazo moreno del pastor y esta vez dejó de reír. Había leído en su piel las señales de Humo.
Todo aquel que es por su voz llamado, debe al punto acudir… o verá caducar su cuerpo hasta que su alma vague sin descanso por los ocho infiernos.
La carne de Sial, temblorosa y sudada, empezaba a mostrar las huellas de los Marcados. Brechas blancas como gusanos a todo lo largo de la carne y anillos púrpuras rodeándolas. No tardaría mucho en consumirse.
—Nadie me llevará hasta la sangre —murmuró el hombre, sin prestar demasiada atención a las cavilaciones de Yeneghal—. Yo pertenezco al barro, al campo y las ovejas. No quiero ir lejos de mi hogar. Si me marcho, Hechicera, los soldados de Humo y los mercenarios piratas del Mar de Osldert danzarán pronto sobre mis huesos.
—Basta —le interrumpió la vieja, soltándolo. Después agregó, en un tono que no admitía demoras—: ¿Cuál será mi paga?
—No tengo mucho —se disculpó Sial con aliento derrotado, mientras las mejillas se empañaban de vergüenza. La bolsa de su cinturón se escurrió entre la saya y la mugre de la Hechicera—. Es cuanto ha podido reunir un trabajador en veinte años de faenas.
—Hum… —farfulló la vieja, y sin mostrar gran interés por el contenido, se arrojó sobre una silla. Sial descendió junto a ella hasta el piso—. Ahora voy a escucharte. ¿Qué pasa en Eldebaeer?
Sial habló sobre el dios, sobre las inmensas colonias de Humo alzándose sobre la ciudad. Contó del Derecho de la Primogenitura: cada primer hijo en cualquier familia debía ser conducido a los pocos días de nacido a las manos de los Profetas. Mencionó a los Cazadores de brutalidad feroz, a las lanzas empenachadas de millones de soldados eldebaeeranos que avanzaban contra Mudiar. Habló de los campos de Usmár devastados por el fuego y la sequía, y los sacrificios fastuosos que desperdiciaban alimento en las colinas de Arhdareghar’ust, mientras miles de hombres asesinaban sólo por una fruta con que calmar el hambre. Narró sobre las largas filas de criaturas que se encaminaban a Tremarchal Dumír, la capital, para recibir las armas de Humo y escuchar las interminables arengas de Jiogald el Visionario. Después, eran conducidos a los buques en los Puertos Occidentales de Siuor, desde donde marchaban al combate, más allá de donde los ojos del pastor podían imaginar que existiera nada.
Sial se lamentó. Resumir la avalancha de acontecimientos le tomó todo un crepúsculo, hasta que la luna se alzó sobre la cabaña, plateada e impasible.
Sólo entonces Yeneghal lo detuvo; ya sabía suficiente. Volvió a su tejido con indiferencia, uniendo las agujas a ritmo acompasado.
—Pertenezco a los Sacerdotes —culminó el muchacho, paladeando la acidez de sus labios.
—Nada nuevo —la Hechicera evitaba mirarlo.
—Pero no quiero ir —se debatió Sial—. Huir de ellos es el suicidio. Quedarme es sólo la aceptación de otra muerte. Atravesaría el desierto de Usbaeillén, me enfrentaría a los peligros de las maldiciones de la arena, buscaría otra frontera si eso pudiera alejarme de Humo, pero, ¿sirve de algo escapar? En algún momento, debilitado por la Marca, perderé mi resistencia y entonces el desierto engullirá mis pasos y seré una sombra más vagando más allá de la muerte.
—Estás Marcado —aseveró la vieja con expresión taciturna—. No hay nada que pueda hacer por ti.
—Lo he pensado bien, Hechicera. —Los músculos de Sial se contrajeron—. Quiero abandonar mi cuerpo. Es mi última oportunidad. Realiza la transición… pero de forma definitiva.
—¿Sabes qué significan tus palabras, niño? —la vieja tocó los hombros de Sial con una uña de acero—. Existen códigos incluso para mí, que nada le debo a nadie. Ni los Siete Tesoros del rey Lausúr pueden comprarme, ni el fruto de los Mares Dorados de Ainuedeler, y mucho menos ahora que me cuentas de la situación de Eldebaeer. ¿Sabes de qué hablas, tonto? Desprenderé tu alma de tu cuerpo; eso es la transición. —Yeneghal se movió por el cuartucho, como animal enjaulado—. Una vez que realice la magia en ti, jamás podrás volver al organismo que abandonaste. Tendrás que vagar, como un espíritu enfermo, hasta que yo encuentre una nueva carne que se ajuste a tu esencia. Puede que nunca la encuentre. Pocas veces aparece a tiempo, y entretanto, tú comenzarás a perderte en el laberinto del olvido. Todo lo que fuiste una vez: recuerdos de la vida, esperanzas, amor, irá desapareciendo. Hasta que sólo seas un espectro sin memoria apenas atado a la tierra por mi poder, sin posibilidad de volver a ser humano.
Sial meditó, y una mueca de furia y decepción apareció en su rostro. De repente, se puso de pie y tomó a la Hechicera por las muñecas, con más fuerza que los conquistadores de Uertye’ceir antes de enfrentarse a los ejércitos paganos:
—Realiza la transiciónen mí. Estoy decidido. Cualquier cosa es mejor que esperar la muerte en las manos de Humo.
—¡Loco! —gritó ella, devolviéndole la bolsa de un zarpazo. Las monedas tintinearon como cascabeles—. No imaginas lo que pides. El oro de cien mundos no compra una conciencia tranquila. Si algún profeta de Humo llega a imaginar que realicé magia en ti, entonces estaré perdida por completo. ¡Vete ahora!
—¡No! —gritó Sial, y se aferró a la mujer como un caballo sudoroso—. Te he dado los frutos de toda una vida a cambio de tu Magia. ¡Te necesito!
—¡Loco!
—Quiero ser parte de tu tejido —musitó el chico, bajando la cabeza—. Hazme pertenecer a esa madeja hasta que tú puedas devolverme a otra esencia. Busca un animal, una planta, lo que sea, compatible con mi alma, y permíteme vivir. ¡Refúgiame en tu hilo, mientras el tiempo pasa!
—¡Vete, muchacho! —pero ahora parecía menos convencida—. Conservaré mi paz.
—Quizás la llevas encima por demasiado tiempo. Quizás también tú necesitas de mí… —Sial se despojó de su capa de pastor. Sobre el pecho desnudo ya danzaba un tatuaje de espirales luminosos. El desfallecimiento abrazó a la Maga—. Déjame comprar tus favores. Déjame despertar otra mañana.
Ella no dijo nada.
Sial no rogó más. En silencio, buscó la boca de Yeneghal y acarició aquella piel castigada por el tiempo. La anciana no se opuso… más bien se dejó reducir por el ardor juvenil. Sial avanzó sobre ella, consumido por la desesperación que barría toda cordura, arrancó las tiras de su vestido, y la poseyó hasta abismarse en un agujero oscuro sin vestigios de conciencia.
Cuidadosamente, evitó pensar en Yhlda.
Esa misma noche, Yeneghal realizó la transiciónsin reparos ni remordimientos.
***
Ahora, Sial pertenecía a la trama del lienzo, era un hilo más en la intrincada trama del dibujo. Disuelta su identidad en la madeja, poco a poco, sentía a su espíritu cruzar una vereda amplísima que conducía a la desmemoria. Ya no recordaba la voz de Yhlda ni su olor de flor campestre; tampoco de qué manera había sido llevado a buscar refugio en la Magia de Yeneghal.
Día tras día, la Hechicera se acercaba a él, tomaba pedazos de su espíritu y los iba hilando a paso acompasado. Sial también quería olvidarla. La frialdad de los dedos de Yeneghal sobre él —sobre el Tapiz— le hacía revivir aquellos vergonzosos instantes, cuando compró la salvación con su propio cuerpo.
Pero su cuerpo ya no existía. La vieja lo había ocultado en el bosque; para que los Cazadores siguieran las señales del Marcado y llevaran el cadáver como alimento para Humo.
—Pagué mi precio —se consolaba el pastor, intentando borrar la cercanía concreta de la Hechicera.
El Tapiz descansaba en la ventana. Sial extrañaba la frescura de las tardes y la calidez del hogar, como un huérfano echa de menos a su familia. Allí estaba, dividido por la angustia, mientras la aguja de la anciana iba tejiendo su magia. Y Sial lo permitía, condicionado por su miedo…
En las lejanías, bajo la luz de dos soles, los Profetas permanecían honrando al Humo. Densas llamas policromas subían en columnas hacia el infinito y descendían luego transformadas en cenizas. Los soldados pasaban frente a ellas en compactas filas de hierro, y la cadencia de sus pasos llegaba hasta el fin de las edades del hombre.
Quince décadas habían pasado desde que Humo llegara a aquel mundo; quince décadas en que sus Profetas habían esgrimido su nombre para conducir a las hordas contra las costas enemigas.
Sólo los Profetas eran capaces de leer en los rayos y el agua las vicisitudes de su pueblo. Ellos ordenaban los ejes de aquel universo. Por eso, en cada solsticio, acudían millones de servidores a ofrendar su vida en el ara de los deseos de Humo y su principal intérprete: Jiogald.
Jiogald el Visionario, que se proclamaba a sí mismo señor de los Campos de Aruh, recibió con placer los cadáveres colocados en filas interminables, mezcladas las castas. Eran aquellos que habían elegido la muerte en lugar de servir al dios, y que, por tal motivo, debían inclinarse ante las llamas para lavar su crimen. El ejército de Humo alzó las armas y aguardó en silencio. Jiogald se levantó y cubrió su rostro de cenizas.
—He aquí tu ofrenda —declamó, alzando los brazos al cielo con una tea en la mano—. Doy fe de ello. Que los penetre el fuego y por su medio busquen el perdón. ¡Golpe, golpe! Sobre las semillas de Urtuarén, sobre los ríos de lava de Iytreyu donde las almas se consumen, sólo Humo será capaz de conducirnos a la victoria.
Jiogald calló. La tea tembló en su mano y luego descendió cargada de furia. Había mirado hacia los cadáveres de los Marcados traidores y el horror lo sometía. Jiogald vio que aún la magia gobernaba de forma sutil, deslizándose en su propio terreno. No podía creer que las huellas de la peor Hechicería se mostraran ante los ojos del mundo. No podía creer que uno de aquellos cuerpos inertes, antifaz de los magos, se mofara de él ante todos.
Escupió con rabia. Lo sabía desde siempre. No había bastado con desterrar a los hechiceros y reducirlos a un manojo de expatriados que vagaban con los árboles como única defensa. Nunca sería suficiente. Era el momento de golpear con el martillo, de terminar de una vez lo empezado.
—El Humo no va a tomarlo —espetó. Con un ademán furioso, esparció polvo en su lengua, mientras señalaba hacia adelante—. Advierto corrupción. ¡Aléjenlo de aquí! El rito se ha mancillado.
Una oleada de Cazadores se abrió paso en el Cortejo de Jiogald. Los Profetas cantaron su desesperación, maldiciendo las artes ocultas. Las puertas de la locura y el frenesí estaban abiertas; únicamente la voz de Jiogald les devolvió un poco de cordura, dándoles un motivo para borrar de la faz de Eldebaeer a los Hechiceros:
—El Humo nos pide venganza.
—¡GOLPE, GOLPE! —ladraron los Profetas, haciéndole coro.
—Un ente sin alma para alimentar el apetito de Humo… Un cuerpo mancillado por la transición…
—¡GOLPE, GOLPE!
—… cuando tantos de nosotros estamos dispuestos a ofrecernos a la flama en vida. Nuestro enemigo proclama su nombre; ¿acaso pensaban que Jiogald no sabría la verdad, que no podría leer las señales?
—¡GOLPE, GOLPE! —las hoces de doble filo se levantaron, amenazantes.
—¡Saquen a los Hechiceros de las rocas, devuélvanlos a su madriguera! ¡El Humo nos pide venganza!
Bajo la luz de las centellas y de las armas de los Profetas, el cuerpo que una vez fuera de Sial mordió el polvo y la mugre, pisoteado con euforia. Jiogald continuó gritando hasta que no quedó hueso en pie y todo el mal no fue más que jirones sanguinolentos adheridos a las piedras y las cuerdas.
Entonces escupió despectivo y ordenó la Caza.
***
Los Cazadores llegaron y sus hachas arrasaron la choza de la Hechicera.
La madera de la casa crujió con un postrer quejido. Yeneghal se encogió, animal rodeado que en su terror no identifica las salidas. Durante días había escuchado los rumores de la revancha que avanzaba desde la capital; sabía que todas las salidas y encrucijadas del bosque eran vigiladas por los Cazadores y que practicar su arte era una condenación.
Ella, una vez sabia y poderosa, ahora se sentía tan indefensa como el más vulgar insecto aguardando la pisada. Sin embargo, no había sitio que acogiese su Arte. Huir era una tentativa desesperada; la Casta de los Taladores de Eldebaeer esperaba en los lindes para asesinar a todos los Hechiceros, culpables o no.
Yeneghal no tuvo tiempo de pronunciar una palabra, ni resguardar su tapiz donde Sial, o alguna parte de él, respiraba aún; el portón cedió al embate brutal de los Cazadores y el caos entró en su choza.
Una bofetada le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó arrastrando tras de sí el telar y las agujas. Una espada mordió su carne. La sangre manchó los harapos. Sacudida por la evidencia del próximo fin, Yeneghal aferró el tejido de Sial y salió a enfrentar la violencia.
Una veintena de hombres armados con picos y piedras la esperaban afuera, con sonrisas de desprecio y asco en sus rostros.
Yeneghal intentó huir. En vano; un brazo la detuvo, mientras otro Cazador avanzaba hacia ella con una tea encendida:
—Te perdono con el agua de la vida —balbució alguien, rociándola con un líquido transparente de penetrante olor—. Te perdono con el fuego.
Yeneghal apenas percibió la caricia de una lengua ardiente. Le pareció que el universo giraba bajo sus pies, que todo se confundía. Brillaron sobre ella estrellas de un púrpura doloroso. Una llama mordió su mejilla, y se movió irregular sobre las ropas. Yeneghal, desesperada, corrió, casi voló para traer los ríos a su encuentro. Pero cada paso sólo le ofrecía más fuego y espanto. Hasta que la carrera dibujó su trazo sobre las yerbas en una estela agonizante.
Sial advirtió la quemadura en su piel de hilo, pero no tenía labios con los que expresar su sufrimiento. Yeneghal lo arrastraba al mismo sino de fuego, y él no podía detener su avance. Entonces, un Cazador se interpuso en el camino del desastre; la sombra de la Hechicera descendió hasta el suelo y Sial se separó de ella, separado por el choque.
Unos pies apagaron las llamas sobre él. Sial deseó gritar.
***
A primeras horas de la tarde, en el Mercado pululaban la música y los acertijos de un grupo de niños adivinos. Ocho librepensadores, juglares de las épocas viejas, se acercaron a la Tienda de Falufel haciendo sonar las gaitas, bailando entre las sombras como si fueran parte de ellas. Desde siempre, el Mercado había sido la capital del arte y la venta; en la constante barahúnda se mezclaban los pintores, los corredores de bolsa y los mendigos.
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Falufel el Vendedor reposaba el almuerzo en la silla del patrón. Trasponiendo la rígida barrera de las castas, los mercenarios del mar se acercaban a él para obtener los productos de tierra firme. Aunque Falufel pertenecía a los hombres bajos, muchos olvidaban este detalle, pues en el Mercado no existía nadie con más talento que él para la compraventa.
Lucaiz Setar, Pirata de Usdeltrylt’epara los de Eldebaeer, se acercó a la tienda. Cubrían sus manos llenas de cicatrices unos guanteletes de piel guarnecidos con pequeños punzones. De sus hombros aún firmes colgaba una espada corta con la hoja oxidada como recuerdo de su primera matanza, cuando aún era un joven aprendiz de marino en los mares del sur de Osfaler. Era un cliente fijo del Mercado de armas y alimento, y uno de los principales compradores de Falufel.
—¿Qué me das a cambio? —preguntó el vendedor sin preámbulos, mientras mostraba al Navegante sus productos. Sabía que Lucaiz Setar era un hombre de pocas palabras. Después agregó—: Dudo mucho que alguien más se atreva a ofrecerte lo mismo por toda esta mercancía.
—En ocho vueltas de cielo hay pocos patanes como tú, Falufel. —Una mueca de burla se asomó a la boca de labios finos—. Pero razón tienes y yo pocas posibilidades de obtener mejor venta.
—Dices bien… —reconoció el mercader.
—Sí —asintió Lucaiz, entretanto sus trabajadores comprobaban el peso exacto de la venta y le ofrecían al ayudante de Falufel las bolsas de oro. La harina y el trigo, alimentos indispensables en la guerra, pasaron de una mano a la otra—. Quizás sería mejor para ti que comenzaras a pensar en abandonar este riesgo. Pronto, hasta la venta de pan estará prohibida en Eldebaeer. ¿No escuchas acaso las voces de los Profetas, anunciando muerte y captura por doquier?
—Conozco mi negocio, Lucaiz Setar. No por gusto soy el único que pertenece a la vieja guardia de los Mercaderes —dijo el vendedor, apartando gotas de sudor de su frente.
—Igual cuídate. No me gustaría perder mi mejor contacto en la costa. —Años de rencillas, intercambios y negocios los convertían a ambos en una especie extraña de amigos. Lucaiz colocó su puño en el pecho del otro—: La vida es una rueda, Falufel.
—Vale el consejo —concedió el otro y, en un acto de impulsividad, puso en brazos del Navegante un trozo de tela cortada que un Cazador le había cambiado jornadas atrás por un poco de harina—. Un regalo de la Tienda. Al menos te servirá para protegerte de las tormentas en el océano… Buenas mareas para ti y un pronto regreso.
—Te deseo prosperidad… y que volvamos a vernos.
Lucaiz se alejó del Mercado apresuradamente, mientras observaba con cuidado cada una de las calles empedradas, con el temor trabado entre los dientes. No sabía si su condición de mercenario lo libraba del peligro, pero de algo estaba seguro: la muerte llevaba demasiado tiempo persiguiéndolo. Desde las batallas de las Tierras Angostas de Mudiar, donde el golpe de un hacha pasó a pulgadas de su cabeza. Otra vez, la flecha envenenada de un aidú, un soldado suicida, rozó su piel, causándole incluso así una herida que sólo las artes de un Hechicero pudieron curar, tras meses padeciendo en la soledad de los bosques.
Y ya había olvidado otras muchas persecuciones y traiciones que casi lo llevaron al fin de sus días. De orilla a orilla, Lucaiz Setar —más que un Pirata— era un pacificador, que intentaba poner fin a la lucha de Eldebaeer y Mudiar. Pero pocos sabían la verdad, aún entre sus propios compañeros de travesía.
«Buen tejido», pensó Lucaiz, acariciando la tela. «Y extraño. ¿Qué hábil mano habrá unido estas hebras?»
Se cubrió los hombros con él, a modo de capa corta.
Sial no supo nunca adónde iba. Cruzó medio océano sobre las espaldas del Navegante, unas veces huyendo de la guerra, otras en su busca. A veces extrañaba su antigua existencia, como una mariposa echa de menos a la oruga que apenas si recuerda haber sido, pero no le daba mayor importancia.
Ahora, todo ese ayer le parecía otra vida, casi ajena. Su cuerpo de hilo era lo único de lo cual tenía conciencia; y sabía que estaba atrapado en él.
Nada tenía sentido, ni sabor, ni vida propia. No para Sial…
***
El navío de Setar, el Uslder’Meardmerodeaba entre las costas, sorteando el bloqueo impuesto por los barcos eldebaeeranos sobre las rutas marítimas. Para burlarlo y abastecer a los poblados de uno y otro bando que padecían las consecuencias de la lucha, el único camino era pasar a través de un boquete de olas y niebla, conocido como el Paso de Mir.
En la penumbra de la niebla, una lluvia de flechas de los invisibles navíos del bloqueo rasgó las velas del buque pirata y los Mercenarios temblaron de miedo, pero el Uslder’Meard no zozobró. En susurros, Lucaiz Setar impartía órdenes de un lado a otro, bañado por el sudor y la salinidad del océano, mientras pensaba de qué manera podía convencer a los soldados y campesinos de Mudiar de detener de una vez por todas aquella batalla sangrienta, sin que ellos se sintieran manipulados por un paria del mar.
—Qué paradoja… —musitó el navegante para sí mismo. Acarició la ligereza de su esclavina—. Volver y enfrentarme al desafío del bloqueo, cuando lo que más deseo en estos instantes es escapar de todo, quedarme a solas.
El agua mojó el cuerpo de Setar. La voluntad casi nula de Sial se abrazó a Lucaiz, protección de sus lamentos. Sentía que existía, de alguna extraña manera, un paralelismo entre el Navegante y él. Sial sólo quería saberse a salvo. Nada más podía conmoverlo.
Ya no era humano. Ni siquiera un espíritu. Ahora era el Hilo…
El Navío atracó en un puerto semidestruido.
Cuidadosamente, los mercenarios se dispusieron a abandonar el Uslder’Meardy buscar la firmeza de la tierra. Lucaiz Setar avanzó, rodeado por milenios de aprensión, hasta pisar la arena caliente de sus abuelos, esa arena donde había jugado de niño y que un día había decidido abandonar.
Sabía que incluso en el seno de su propio pueblo se encontraba en peligro. Tantas décadas de luchas sin frutos y de hombres muertos habían convertido a la costa de Mudiar en un lugar de desastre. Ladrones y asesinos, consternados y en busca de presas fáciles, no dudarían mucho en clavar su puñal en la carne de cualquier inocente. Y menos en la suya.
Sin embargo, Lucaiz nunca había retrocedido ante el riesgo. Llamó a voces a los ancianos del pueblo. Llamó a voces a la ciudad, hasta que su reclamo fue contestado.
Entonces dejó caer al suelo su espada, para demostrar que venía en son de paz, y aguardó, indefenso e impaciente, por los hombres desesperados de Mudiar.
***
Llevaban horas escuchándolo. Los ancianos movían la cabeza reprobatoriamente, golpeando el suelo con sus varas sagradas a un ritmo acompasado. Los habitantes de Mudiar pocas veces se enteraban de lo que ocurría más allá de su mundo bloqueado por las fuerzas de Humo. Las noticias siempre les llegaban tardíamente, cuando los parias del mar lograban atravesar el peligro de las aguas y traer hasta ellos la verdad.
E incluso entonces, en muchas ocasiones, sólo habían recibido engaños a cambio de su hospitalidad. No existía coherencia ni estrategia definida en sus ataques, ni conocían el poder del puño de Humo al golpear contra Mudiar; por eso cada combate culminaba con una cacería sin origen ni nombre, donde ni siquiera los límites entre victorias y derrotas estaban bien definidos. Los campos de Mudiar, bañados por la sangre de sus defensores, eran un recuerdo demasiado cercano…
Lucaiz Setar habló:
—Eldebaeer… Mudiar… Distintas esferas colocadas sobre un mismo pilar. Ellos no son monstruos, ni desean esto más que nosotros. Son manipulados por Humo, su dios invisible y por sus Profetas que claman muerte y destrucción. Y mientras tanto, los mudiaros entregamos a nuestros retoños a una guerra sin fin, sólo para hacer honor a nuestras promesas de fidelidad y honrar a los antepasados. Realmente, no entiendo…
—¿Y por qué continúan cazándonos ellos? —inquirió un anciano, Alcyhbald—. Yo entregaré a mi primogénito con la aurora, sin ninguna garantía de que regrese. Pero si así fuera, sólo lo habría perdido a él. Si me negase, toda nuestra familia sería perseguida.
—¿Por qué las cacerías? No es mi potestad decirlo. Soy sólo un mensajero —farfulló Setar—. Lamento que el joven Diabald deba partir a cumplir con su deber… pero yo, Lucaiz el Navegante, pregunto: ¿hasta cuándo continuaremos con esta farsa? ¿Hasta cuándo ofrendaremos a nuestros hijos en holocausto? ¿No habrá llegado el momento de recapitular? Cuando decidí que los cirujanos me libraran del poder de engendrar, lo hice por mucho más que apartarme de una responsabilidad. Con ello decía a los vientos de Mudiar que no iba a entregar esa parte de mi carne y mi sangre que es un hijo en aras de su gloria. Decía que no iba a beber de su copa de sacrificio. Por eso renegué y abandoné mi propio terruño. Lo siento, venerable. No puedo compartir tu sufrimiento, ni entender. Pero me parece que es hora de hablar con todas las cartas en la mesa…
—¡Mercenarios de mar! —escupió con rudeza un muchacho imberbe ante las palabras de Setar—. La peor rama de los desterrados… ¡No hables así en presencia de Alcyhbald!
—¡Los convoco a la prudencia! —le interrumpió Lucaiz—. Si seguimos consumiendo nuestras rodillas en reverencias, obedeciendo sin preguntarnos por qué, empeñados en una lucha inútil, entonces mi presencia en Mudiar es vana. ¡Vivamos, por todos los dioses que moran en las siete estrellas hermanas! ¡Renunciemos, por la piedad de Sulhmar, el más grande de nuestros Padres!
—Sirves a un designio —dijo otra vez el anciano, entretanto los demás asentían mudamente— que no es el nuestro. Vienes aquí y pretendes hacernos saltar la venda de los ojos, pues, según tú, llevamos años ciegos. Sin embargo, yo pienso: ¿dónde estaba Lucaiz Setar cuando necesitamos su brazo en una forja, o alzando un arma para defender a nuestras mujeres y niños? ¿Dónde estaba el Navegante cuando los eldebaeeranos quemaron su villa en Estaurupilh? Lejos, en la seguridad de las aguas infinitas. —El viejo hizo una pausa, clavando las pupilas vacías por el peso del sufrimiento en la faz de Lucaiz—. Cruzas demasiadas veces los estrechos de Fret’yur y Osldert, escapando siempre de los barcos de Eldebaeer… ¡Cosa extraña, en verdad… y peligrosa! Tengo muchas preguntas para ti, ¿cuándo comenzaste a ser un traidor?
—¿Traidor? ¡Día tras día me juego el pellejo saltando de un margen al otro! —estalló Lucaiz con violencia. Buscó en un gesto reflejo el puño de su arma en la espalda y no la encontró. Y temió entonces haber entrado en el redil buscando ovejas sólo para encontrarse sin defensa ante los lobos—. En los errores de nuestro pueblo respira la fatalidad, venerable. Buscan al enemigo en el lugar equivocado. Jamás mi boca se ha ensuciado con la delación. ¡Lo juro!
—Eres demasiado inteligente, navegante. Te endulzas la lengua para venir aquí y decirnos que el mensaje de nuestros Mayores es el equivocado. —Diez puños se levantaron, cargados de furia apenas contenida. Nadie escuchaba a Setar—. ¿Pretendes enseñarnos a llevar nuestros arados y servirle el pan a la familia?
—Pronto no tendrán alimento que poner en sus bocas. —Lucaiz se incorporó—. A menos que me escuchen y actúen.
Con dignidad, Lucaiz Setar les dio la espalda. La conversación había llegado al punto de no retorno. Ya no era posible el diálogo. Ahora, sólo le quedaba rogar porque pudiera regresar al océano con vida, tomar su Navío y alejarse para siempre de Mudiar.
Caminó lentamente; no quería que los otros se dieran cuenta de que huía. Se mordió los labios de rabia y dolor, mientras su puño estrujaba una de las esquinas de la capa donde Sial, el Hilo, dormía.
Sial sintió el tirón y percibió la amenaza que se cernía sobre ellos. Fue el primero en distinguir las sombras de los mudiaros acercándose a Lucaiz, con las hoces en alto. Aquellas herramientas que en épocas mejores habían segado las cosechas, se disponían ahora a segar la vida del Navegante. Sial, incapaz de movimiento, quiso al menos advertir, pero su boca era también parte de la madeja y del dibujo de la capa, y no pudo.
No pudo decir ni hacer nada.
—¡Lucaiz, Lucaiz! —bramaron los hombres, pero el Navegante no se detuvo ni dio media vuelta para enfrentarlos—. ¡Lucaiz Setar!
El primer golpe lo tomó por sorpresa; la hoz clavada en su espalda lo hizo revolverse inútilmente, intentando desligarse de la curva hoja. Lucaiz aulló, esquivando los brazos de una veintena de jóvenes de mirada asesina y labios fruncidos que mostraban los dientes, reluciendo como luciérnagas en la noche.
Un golpe, dos, tres… y ya no pudo contar las heridas, ni el dolor unido a ellas. Sin embargo, con los brazos en alto, intentó aún detener las manos de sus asesinos, como suplicando sin palabras.
—Golpeen todos, para que nadie cargue la culpa de la muerte —pronunció Alcyhbald, mientras los instrumentos de trabajo subían y bajaban como péndulos de venganza.
Lucaiz chocó contra la tierra, con los párpados abiertos como flores yertas. Y Sial cayó junto a su cuerpo.
El anciano se inclinó sobre el Navegante y le arrancó la capa…
«Será para mi Diabald», pensó el viejo. «Para mi hijo».
***
—Vístete, pequeño. —El progenitor le arrojó a Diabald la capa corta y raída. Los rayos abstractos de la luz del sol acariciaban el pecho desnudo del muchacho—. Toma, es un regalo, para que te cubras con él y recuerdes que llevas a la guerra mi honor.
Diabald se puso de pie de un salto, anudándose la tela en torno a su cuello. No tenía otra armadura, ni más arma que un hacha mellada y un punzón largo con mango de madera.
Alcyhbald lo besó en la frente. Creía haber sido un buen padre; lo había desafiado con cada sílaba desde su niñez, cada caricia suya le había indicado el camino a seguir, las huellas que debía evitar, allí donde otros habían sucumbido.
Diabald reconocía su carga. Su senda era la guerra… Mudiar le había otorgado el don del combate, y debía honrarlo, para que la sangre de su familia continuara limpia del mal. Y quizás podría regresar alguna vez; aunque fuese como volvió su padre: con la cara desfigurada por un tajo profundo y el corazón inundado de rabia.
Sí, quizás retornaría como Diabald el héroe, Diabald el de puños recios o Diabald la espada vencedora, mensajero de la gloria. Aún no soñaba con morir en otra tierra que no fuera la suya.
—Demuestra siempre dignidad… —díjole Alcyhbald, mientras le aseguraba la capa en los hombros—. No perdones, descarga tu furia en un solo golpe. Sé fuerte y despiadado.
Diabald partió al fin, con un solo abrazo y una hogaza de pan rancio por único alimento. Miles de jóvenes como él salían a las calles y buscaban el camino del puerto, donde la Birdomante, la Nave de Batalla, los esperaba, como años atrás había aguardado por sus padres para conducirlos a las fauces de la violencia.
Zarparon, y el vaivén de las olas le recordó a Diabald alguna pesadilla de la infancia, que terminaba con oscuridad y unas tenazas de humo que atrapaban sus músculos en una trampa.
Intentó desviar sus pensamientos.
El viaje fue corto. En el recibimiento de los nuevos reclutas, las orillas eldebaeeranas aullaban como una sola masa compacta. Golpe, golpe. El llamado de guerra de los enemigos, la garganta de los Profetas incitándolos a la guerra… Golpe,golpe, cada vez se escuchaban más cerca, mientras la Birdomante se estremecía por la acción conjunta de las aguas y las voces del ejército contrario. Golpe, golpe.
Diabald comenzó a temblar como un recién nacido. Sentía vergüenza de sí mismo mientras se aferraba a la capa. Sus tendones parecían hechos del más frágil cristal. Se preguntó si Alcyhbald alguna vez había sentido tanto pavor, o había sollozado con igual fuerza.
—Dignidad, dignidad —se repitió a sí mismo, casi gritando a través de la barahúnda.
Sial podía aún advertir el miedo del muchacho, pero no le prestó atención. Había aspirado el aroma de Eldebaeer, aquel aire que le recordaba el olor de una mujer sin nombre ni rostro que había abandonado en algún recodo del universo; y también recordó una choza donde cambió su destino por una esperanza fortuita, y las cadencias del fuego que se habían cebado en su espíritu. Pero por encima de todo, percibía que regresaba. Finalmente.
Luego volvió a las sombras. No le importaba la paradoja de su destino, que lo había apartado por instantes de la guerra y que ahora lo conducía nuevamente a ella, desde el cuerpo de otro hombre. Un mudiaro…
La Birdomante encalló en las rocas y despertó al infierno.
—¡Golpe, golpe! —los eldebaeeranos chocaban las armas.
—Y Humo los llevará sobre los males y abrirá brechas en el enemigo… —los Profetas aullaban sobre la algarabía, incitando a los hombres a avanzar—. Al morir los acunará en sus brazos y ascenderán al éter… Volverán junto a Humo.
—¡Golpe, golpe! —el suelo tembló bajo los pies de Diabald. Echó a correr desesperado, al abrirse las compuertas de hierro de la Birdomantecon un estruendo unánime. El hacha danzó en su muñeca. Muy lejos, en sus oídos, aún percibía el rumor de las palabras de los Profetas.
—Humo los convida al sacrificio, los invita a vibrar en su guerra —vendavales de ceniza alcanzaron los ríos de Eldebaeer y las frentes y mejillas de sus soldados, que aún gritaban:
—¡Golpe, golpe!
Diabald se aproximó al ejército, chillando como un animal. Las hordas contrarias corrían hacia ellos, estableciendo el cerco, murmurando palabras ahora sin sentido.
Chocó contra un enemigo. Esquivó una espada con una finta inconsciente, y su hacha golpeó el flanco de un muchacho; quedó anonadado unos segundos, pero después reaccionó con furia primitiva. Con saña, su arma golpeó al caído varias veces…
Diabald se alzó con una espada cargada de símbolos eldebaeeranos, donde el sol incidía como un reflejo sucio. Había ganado su primera arma en combate. Esta vez, el mudiaro aulló con complacencia.
—¡Golpe, golpe! —las masas se confundieron en un estallido como de centella.
Sial retornaba a casa. Sial retornaba… pero ya no podía diferenciar nada a su alrededor, ni el resplandor del cielo, ni las cenizas que caían como lluvia, ni las caras descompuestas por el odio o el horror de aquellos que pasaban a su lado. Ni siquiera se diferenciaba a sí mismo, pedazo minúsculo de una capa con la que un ser ajeno se cubría las espaldas.
Nada importaba para Sial.
Nada sino continuar allí, eternamente.
Había vencido. En medio de la guerra, había encontrado su paz.
En el hombro de Diabald, el Hilo sonrió.
Elaine Vilar Madruga. Ciudad de La Habana, 1989. Graduada de Nivel Medio de Música en la especialidad de guitarra clásica. Graduada de la Academia de Etnografía y Tradiciones Canarias en Cuba, de la especialidad de Literatura. Obtiene premios como “La flauta de chocolate”, “El viejo y el mar” de literatura infantil, mención en el Calendario 2006 de ciencia-ficción, mención en el Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA – Casa de la América 2007, Premio Identidad Femenina y Primera Mención del concurso Tertulia Canaria 2008, así como diversos premios y menciones en los Encuentros de Talleres Literarios municipal y provincial. Primera mención del Concurso de literatura infantil y juvenil de la Tertulia Canaria 2008. Finalista del concurso internacional Evohé Ediciones 2008 de poesía mitológica, en España. Colaboradora y editora de la revista digital La Voz de Alnader. Ha sido publicada en antologías y revistas nacionales e internacionales. Ganadora del Decimosegundo premio “Indio Naborí” de décima del año 2008. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz desde el año 2007. Ganadora del Premio Extraordinario de Cuentos de Nunca Acabar, del Primer Concurso Internacional “Garzón Céspedes” 2008, con el relato “Concepción”. Ganadora de la primera mención en poesía de los VI Juegos Florales, auspiciado por la Asociación Canaria de Cuba en el año 2008. En el año 2009, obtiene mención en el género de cuento en la 20 edición del concurso “Alfredo Torroella”. Ganadora también del Premio del Primer Certamen Internacional de Poesía Fantástica y de Ciencia-Ficción “Minatura 2009”, en España, con su poema “Eva”; donde otro de sus poemas “Las preguntas de la zorra”, quedó también finalista. Ganadora del I Premio “Día Mundial de la Poesía”, en poesía de temática libre. Ganadora del segundo premio del concurso Juventud Técnica 2009, de ciencia-ficción. Ha ganado también el VII Premio de la Décima Tertulia Canaria (año 2009), auspiciado por el Gobierno de Canarias y la Asociación Canaria de Cuba. Ha organizado, en colaboración con la Editorial Gente Nueva, el proyecto “Behíque” de divulgación del arte fantástico, en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Habana, en el año 2009. Co-fundadora y co-organizadora del Taller de Creación de Arte y Literatura Fantástica “Espacio Abierto”, también en el año 2009. Graduada del curso de Técnicas Narrativas “Onelio Jorge Cardoso” en el mismo año 2009. Graduada del curso de Etnografía y Tradiciones Canarias, en la especialidad de Literatura (2009). Co-organizadora del Segundo Evento de Arte y Literatura Fantástica “Behìque 2009”. En proceso editorial se encuentra su novela “Al límite de los Olivos”; así como diversas antologías y revistas en Inglaterra, Italia, Venezuela, México, Argentina, Cuba y España con obras de su autoría. Publicaciones en antologías: Vuelos de colibrí- Casa Editora Abril. Cartas al padre- ARCI, Italia. Secretos con alas- Casa Editora Extramuros. Cuaderno de los V Juegos Florales- Editorial Cubano- Canarias. Compilación poética de los VI Juegos Florales -Editorial Cubano -Canarias. SOS, Ternura- Editorial Extramuros. 2009. Voces con Vida- Palabras y Plumas Editores S.A. México, 2009. Aldea Poética SXO- Editorial Aldea Poética, España 2009. Publicaciones en revistas: La voz de Alnader- ezine de fantasía épica y ciencia-ficción. La Edad de Oro en Nosotros- Casa Editora Abril. Cuba Confluencias- Madrid, España. Gaviotas de Azogue, número 67, año 2008. México. Minatura. Número 92, año 2009. España. Axxón. Argentina.
Hemos publicado en Axxón: GÉNESIS
Este cuento se vincula temáticamente con LOS AMANTES DE PIEDRA, de Rubén Serrano, EN EL BANQUETE DE LA ALIANZA, de Yoss, EN EL UMBRAL ENTRE LUGARES Y TIEMPOS, de María Eugenia Pereyra, DE NUEVO, EL PRINCIPIO, de Alfredo Alamo
Axxón 207 – mayo de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Brujería : Humanos transformados : Cuba : Cubana).