«Donde usted quiera llegar», Magnus Dagon
Agregado en 9 mayo 2011 por dany in 218, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Me levanté de la cama a ciegas, tanteando con el pie a cada paso que daba, y caminé de ese modo, lento y aparatoso, hasta que estuve en el umbral del balcón. Una vez allí me apoyé sobre la barandilla, aún recubierta del calor pegajoso de todo el día, y reflexioné mientras intentaba relajarme con el suave murmullo de las olas.
Vacaciones. Se suponía que estábamos Monique y yo de vacaciones y ni aun así lograba conciliar el sueño. No era algo nuevo en mí, claro, pero tenía la esperanza de que unos días alejado de toda preocupación, por escasos que fueran, me sirvieran para dejar atrás los problemas y la incertidumbre de Madrid.
No fue así, por desgracia. Existen cosas de las que uno no puede huir, siempre acaban por perseguirle. Y aunque en aquel momento aún no estaba seguro de ello, ahora lo veo con perfecta claridad.
Volví la cabeza hacia la habitación y logré ver, gracias a que la vista ya se había adaptado a la oscuridad, la silueta de Monique, en camisón y plácidamente dormida sobre la cama. Habíamos pasado por tantas cosas juntos. Empecé a recordar el día que la conocí, en las cercanías de Orly, en un viaje de unos pocos días a Francia. Habíamos aterrizado en mitad de la nada, a un montón de kilómetros de nuestro destino, y no teníamos ni idea de cómo podíamos llegar a París. La vi con mochila y aspecto de estar también haciendo turismo como nosotros y supuse que sabría qué transporte nos llevaría a la capital. Se alojaba en el mismo albergue que nosotros, Le D’Artagnan, cosa no tan casual dado que se trataba de uno de los mejores de la ciudad y en aquella época, pleno invierno, no había demasiados turistas deambulando por las calles parisinas. Congeniamos bastante bien, además de que al ser francesa nos ayudó mucho como intérprete. Recuerdo que en ese viaje mis amigos estuvieron en el Louvre y yo no, aunque me harté de verlo con ella en viajes posteriores y caminar una y otra vez por la galería Denon mientras admirábamos los cuadros italianos.
Luego hubo malos tiempos. Malos tiempos que dejaron su huella. Traté de ser escritor, pero la crisis del sector editorial y la mala acogida del público a los autores de género fantástico en castellano hundió todas mis expectativas. Cuando me quise dar cuenta, mi pasado no era más que un cúmulo de sueños rotos, y las noches de copas de los viernes se prolongaron hasta empezar los miércoles, ya en pleno mediodía.
No fue fácil, pero gracias a Monique dejé atrás la bebida, abrí una librería en el centro de Madrid y la vida pareció ofrecerme una segunda oportunidad. Pero estaban aquellas noches en vela, aquella sensación apagada y cenicienta que solía perseguirme de vez en cuando. La impresión de que había algo incorrecto, algo que no encajaba bien en el puzzle de piezas perdidas que era mi vida por aquel entonces.
Dios santo, no sabía cuánta razón tenía.
Al día siguiente Monique tenía que regresar a Madrid, ya que sólo habíamos conseguido unos cuantos días simultáneos de vacaciones, y por eso intentamos relajarnos y disfrutar juntos de lo que nos quedaba. Pero suele suceder que cuanto más desea uno que suceda algo más parece ponerse el mundo en nuestra contra para impedir que ocurra, y no sólo no acabamos tranquilos nuestro periodo vacacional común sino que encima tuvimos una pequeña discusión, una discusión que no creo que pueda olvidar jamás. Yo estaba sentado en el comedor del apartamento, en una silla de plástico que había cogido del balcón, e intentaba entender el funcionamiento del navegador GPS para que Monique se lo llevara y así le indicara el camino de vuelta. Dado que no había dormido bien, aquella tarea inicialmente sencilla comenzó a volverse cada vez más cuesta arriba, hasta que llegó un momento en que era una cuestión de orgullo programar el endemoniado aparato. Se trataba de un modelo un poco antiguo de la marca Uendelig, bastante poco conocida pero al mismo tiempo más asequible de precio en comparación con otras marcas de primera línea.
Se hizo el mediodía y todavía no había sido capaz de dominar el maldito aparato, aunque me sentía seguro de estar a punto de conseguirlo. Ya había comprendido cómo había que utilizar el menú, había introducido el país mirando en el listado de la propia máquina y me disponía a escribir la ciudad con el teclado numérico cuando se acercó Monique, enfadada. Llevaba un bikini que realzaba su hermoso cuerpo y que yo mismo le había regalado, justo antes de las vacaciones. Creo que es la discusión más dura pero con menos palabras que he tenido jamás. Se limitó a mirarme de pie, como si yo fuera Lucifer y ella fuera San Miguel, observando su caída inexorable después de derribarlo de un certero espadazo. Dejó todos los utensilios de playa en el suelo con un estruendo, cruzó los brazos y con los ojos fijos y puestos en mí, entornados con rabia, dejando apenas ver las pupilas, dijo:
Va au diable.
En un francés claro, susurrante, sin exclamar. El mismo con el que había logrado seducirme, empleado para un fin muy distinto. Y de repente, fuera de sus casillas, agarró el navegador con un movimiento impulsivo que no pude ni quise evitar, y con mucha, mucha lentitud, comenzó a teclear mientras elevaba el tono de voz.
¿Me entiendes? Va au diable! ¡Vete al infierno! Enfer!
La última palabra la dijo muy lentamente, acompañando casi cada letra con un golpe de uña contra el teclado. Arrojó el navegador sobre la cama, se puso un pareo y cogió las llaves de la habitación, dispuesta a marcharse con un portazo.
Antes de que se fuera dije algo de lo que aún me arrepiento. Muy lentamente, de manera maquiavélica. Demostrando una frialdad de la que ahora me siento repugnado.
No. Vete tú al infierno.
Monique se quedó mirándome un momento, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, y se marchó sin más violencia, cerrando la puerta con mucha calma, una actitud que resultaba más inquietante que cualquier portazo. Y lo cierto era que me había oído decir cosas mucho peores, sobre todo en los días de abstinencia, y yo también la había visto desahogarse de una manera mucho más brutal, pero aquel día fue distinto. O tal vez sólo sea distinto para mí.
Porque aquel día fue el comienzo de la pesadilla.
Me quedé a solas en la habitación, mirando a ninguna parte durante varios minutos, rojo de rabia y de impotencia, sólo pensando y desgranando cada palabra que acabábamos de decir, analizándola, recordando cada matiz, el odio impregnado en cada sílaba. Finalmente opté por intentar calmarme, aunque había asumido que apenas hablaríamos en lo que quedaba de día, y por tanto, hasta que volviéramos a encontrarnos en Madrid.
Miré a la cama, donde estaba el navegador. «Todo por culpa de aquel aparato», pensé. Como si pudiera echarle la culpa de mis problemas a una máquina inanimada.
Me fijé en la pantalla del navegador. Ya había introducido el país, España, y el siguiente paso era especificar el área. Pero Monique ya había tecleado ella misma el destino.
You are going to
ENFER
ESPAÑA
Go to centre of area
Find street
Find Point of Interest
Cancelé la operación y me quedé un rato mirando la pantalla donde me pedían teclear un área distinta. No sé qué se me pasó por la cabeza en aquel momento. Probablemente nada, sólo la tenía en blanco y jugaba con mis dedos para no tener que pensar en ninguna cosa. Pero el caso es que acabé por teclear un nuevo destino.
You are going to
INFIERNO
ESPAÑA
Go to centre of area
Find street
Find Point of Interest
«Conque vete al infierno», pensé observando la pantalla del navegador. «Muy bien, vamos a ver dónde queda eso».
Apreté la opción de ir al núcleo del área de interés si hay que visitar el infierno será mejor viajar hasta su mismo centro, pensé con ironía y apareció la pantalla de previsualización del mapa bidimensional. En él apareció una zona que no me sonaba de nada, pero una vez que amplié el mapa comprobé que estaba de paso en el camino de vuelta. Pensé que cuando regresara bien podía hacer una paradita en el infierno, y como si estuviera jugueteando con la idea, salvé la ruta en mis favoritos, que por otro lado estaban vacíos. Apagué el navegador y lo guardé en su funda. Nada más hacerlo me fijé en el logotipo de Uendelig, un par de círculos unidos con una raya, dispuestos en vertical, y en su eslogan publicitario: Donde usted quiera llegar. «Veremos si es verdad», concluí divertido para mis adentros.
Dejé el navegador en su cajón, junto al resto de los aparatos del coche, y decidí salir también del apartamento a tomar el aire. Necesitaba despejarme a costa de lo que fuera.
Monique regresó, y como era de esperar, apenas nos hablamos en lo que quedó del día. Cuando llegó la tarde se limitó a coger lo imprescindible, lo metió en las maletas de su coche cada uno tenía el suyo, debido a que ambos necesitábamos vehículo para ir a nuestros lugares de trabajo y puso rumbo a Madrid. Fue una despedida fría, indiferente, que pudo ser peor pero que definitivamente era sintomática de que aún no se le había pasado el enfado.
Después de eso, me quedé solo en el apartamento. Solo durante cinco días para hacer lo que quisiera. Los primeros días traté de olvidarme de todo y relajarme leyendo, bajando a la playa y dándome algún chapuzón ocasional en la piscina, pero no tardé en estar completamente asqueado. El motivo es muy sencillo, y no sé si a ustedes les ocurrirá pero a mí me pasaba constantemente: no sé no hacer nada. Soy incapaz de estar simplemente tumbado de manera contemplativa. Siempre tengo que estar metido en algún fregado, en alguna clase de proyecto, por absurdo o improductivo que pueda parecer en un principio. Porque hacía ya mucho que sabía que la mejor terapia es la ocupacional y que estar solo sin tener nada que hacer puede acabar llevando a una depresión hasta a la persona más fuerte y emocionalmente preparada.
Es por eso que el tercer o el cuarto día recordé el navegador y lo que había ocurrido con él, y me planteé si no habría alguien a quien le hubiera pasado algo similar en el pasado. Esas situaciones suceden, y a la gente le hace gracia no sólo vivirlas, sino sobre todo contárselas a los demás. Por eso encendí el ordenador portátil, me conecté a Internet y comencé a buscar casos similares en las webs y en los blogs.
Sorprendentemente, no tardé en encontrar páginas donde se hablaba al respecto de búsquedas jocosas en los navegadores GPS. No tardé en leer casos de personas que habían pedido al navegador que les indicara cómo llegar a las puertas del infierno Hell’sGate en el idioma original, pero éste no les devolvió ninguna indicación. Pensé que igual tenía una anécdota interesante que contar a los conocidos, y que los programadores del navegador habían tenido la ocurrencia de preparar una broma dentro del aparato, uno de esos conocidos huevos de pascua, aplicaciones escondidas dentro de los programas de uso habitual, como un huso horario del reloj de Windows que activa un nuevo tipo de minijuego o una opción para ver una nueva escena en el menú de un DVD que aparece cuando pulsas la flecha derecha allí donde no debería haber nada.
Sin embargo, a medida que leía más de aquellos casos, me daba cuenta de que la mayor parte de las veces los links originales a los que hacían referencia ya no estaban operativos, como si los hubieran borrado. Del mismo modo, vi que algunas otras páginas realmente se tomaban en serio esa clase de bromas, argumentando que no se debía jugar con esas cosas a la ligera, y mencionaban de manera recurrente una página web llamada sessenkrad.com. Cuando intenté buscar esa página web comprobé, como ya esperaba, que no existía, no al menos actualmente, aunque en algunos lugares decían que mudaba de sitio, y en otros que no siempre mirando en los buscadores era posible encontrarla. Sea como fuere, el contenido de esa página web parecía ser muy extraño, a juzgar por lo que se decía en los sitios donde se hablaba de ella. Muchos decían que estaba escrita en una peculiar variante del inglés que, a pesar de no ser correcta en términos gramaticales, poseía una cierta estructura interna que la hacía coherente, como si alguien pretendiera crear un idioma propio a partir de uno ya existente.
La otra cosa en la que insistía con recurrencia era en la tecnología como vehículo para la manifestación del mal. De esto me enteré, sobre todo, gracias a otra página web francesa llamada refne.fr. No se me pasó por alto el hecho de que, precisamente, su nombre al revés fuera la palabra que se usa en francés para denominar al infierno. Imaginé que eso se debía, sencillamente, a que a la hora de buscar un nombre para una página los nombres buenos ya están cogidos.
Esta página francesa se dedicaba a compilar numerosos casos de sucesos que ellos calificaban de inexplicables y en los que, según ellos, había intervenido de una u otra manera la tecnología moderna. Argumentaban que a lo largo de la historia de la humanidad los aparatos tecnológicos han sido la llave que ha permitido a entidades que nos resultan desconocidas tomar conciencia de la existencia de nuestro mundo e intentar dominarlo o, cuanto menos, dejar una huella de su presencia en él. Algunos casos que mencionaba eran los de piratas informáticos a los que nadie ha visto jamás, montajes clandestinos de películas que revelaban un mensaje inquietante o correos electrónicos en cadena que lanzaban maldiciones a aquellos que los leían y no los cumplían.
Toda aquella pantomima, a pesar de absurda, me resultaba divertida debido a lo bien orquestada que estaba en términos de presentación. De vez en cuando introducían algunos párrafos sueltos que, según ellos, eran parte del contenido original de sessenkrad.com. Estaban escritos en un francés mal traducido, no como si se tratara de una traducción automática, sino más bien como si alguien tuviera la intención de retorcer las palabras.
Más allá de los portales, sobre todas las naciones, ellos luchan por la supremacía. Tramposos por naturaleza, agotan todos los recursos que poseen para aumentar su poder. En especial adoran nuestra mente y nuestra pasión por inventar, y se apropian de nuestras ideas para pervertirlas y transformarlas en actos malignos, ya sea con un sentido práctico, ya sea por mero placer.
Concretamente, por lo poco que pude entender, pues muchas veces el texto era vago e inconexo y no parecía ni siquiera estar del todo bien redactado, asociaban el fenómeno que se suponía que yo estaba experimentando a una entidad llamada Riesfer, el Guía, cuyo nombre parecía ser una vaga deformación del término original alemán. Siempre según la página, el único interés de Riesfer en nuestro mundo era servir de enlace entre unos y otros, por el mero placer de comprobar las reacciones de ambos. Otras criaturas a las que aludía, entre una interminable lista de nombres, eran Bhaumb el Estático, Warreh el Guerrero, Asserlar el Observador y un sinfín de nombres más, cada uno más raro que el anterior.
La descripción del Guía, sin embargo, no dejaba de resultarme llamativa. Era como un hombre, pero carecía de ojos y nariz, y sólo poseía una sonrisa vertical. Era una sonrisa amplia, llena de dientes mellados, que babeaba lentamente humedeciendo sus labios podridos. En la mano llevaba una brújula, al parecer, por lo que leí, símbolo de su capacidad de orientarse y orientar a otros.
Para cuando quise darme cuenta ya era noche cerrada, y aunque no tenía nada que ocupase mi tiempo en aquellos días, me gustaba levantarme temprano por las mañanas para aprovechar las horas más soportables de sol, antes de que todos los lugares se pusieran hasta arriba de gente. Por eso me fui a dormir, pero mi creciente insomnio, unido al hecho de haber estado frente a la pantalla de ordenador apenas minutos antes de acostarme, hicieron que mi sueño fuera intranquilo y poco reparador. Muchas veces soñaba que estaba despierto, aún mirando esa malsana página francesa en el ordenador, y seguían apareciendo más nombres y descripciones extrañas, y a veces, cuando el sueño se hacía más opresivo, aparecía primero el logotipo de Uendelig y luego se transformaba en la sonrisa torcida de esa repugnante imitación de ser humano, que no me permitía pensar con claridad ni derribar de manera voluntaria el muro que separa realidad de ficción.
Sea como fuere, los siguientes días regresé a mi estado de vegetación contemplativa, sin nada especial que hacer, aunque a veces miraba el navegador, aún guardado en su cajón, con un cierto arranque de diversión, pensando que al menos podría llevar a cabo un experimento interesante en el camino de vuelta.
Por las noches, sin embargo, mi subconsciente me traicionaba, y demostraba con sus ligeras pesadillas que en el fondo, aunque no lo quisiera reconocer, aquellos escritos habían dejado una huella profunda en mí. No era fácil encontrarse con un espectáculo tan bien orquestado, por lo que tenía cierto sentido que mi mente reaccionara de esa manera a la hora del descanso, que es cuando se presenta más vulnerable a las vivencias interiores.
Cuando llegó el día de regresar a Madrid metí el equipaje en el maletero del coche, sin molestarme demasiado en guardarlo de forma ordenada, y dejé las llaves del apartamento al casero. Me puse al volante y de repente, sin que viniera a cuento, me di cuenta de que hacía días que no sabía nada de Monique. Ciertamente debía estar enfadada.
Coloqué el navegador junto a la guantera, bien sujeto por su ventosa, me introduje en las rutas favoritas y marqué la única que había. Apreté el botón de Go y me puse en marcha.
Después de unas cuantas indicaciones, y en cuanto tomé el camino que me llevaba a la autopista principal, tomé la determinación de no hacer caso al navegador en el momento en que me desviara mucho del camino correcto a Madrid. Una cosa era comprobar un hecho curioso y otra que éste llegara demasiado lejos. Sin embargo, cuando llevaba ya casi un centenar de kilómetros comprobé que no había tenido que desviarme ni una sola curva de mi destino prefijado.
«Parece que el infierno me pilla de paso», pensé mientras tarareaba I Feel Free de Cream.
El único cambio en el navegador ocurrió cuando llevaba más o menos la mitad del camino, indicándome que tomara la siguiente salida cuando lo único que tenía que hacer era continuar recto. De todos modos, vi que la salida me llevaba a una gasolinera, y me venía bien repostar y estirar las piernas de modo que le hice caso y me desvié hacia el destino que me indicaba.
Nada más llegar a la gasolinera el navegador me indicó que parara, cosa que me resultó muy extraña, ya que nunca le había escuchado decir tal cosa. Cada cinco segundos, más o menos, repetía de hecho la palabra, como si fuera un mantra y con eso intentara hipnotizarme.
Miré a mi alrededor. Una gasolinera perdida en ninguna parte, con poco más que una cafetería al lado y montones de camiones aparcados. Aquello no tenía mucha pinta de infierno, aunque después de un par de años de vivir y trabajar ahí seguramente podría ejercer tal función.
Justo en aquel momento sonó el teléfono móvil, y el navegador dejó de repetir su cansina arenga. Cogí el teléfono y miré la pantalla. Era Monique. Descolgué, pero para cuando contesté ya habían colgado.
Inmediatamente después el navegador me indicó, con instrucciones claras y concisas, que regresara a la autopista.
Miré a la pantalla del navegador y previsualicé el mapa. Estaba indicando Madrid. Parece que el infierno está cada vez más cerca de casa, pensé. Muy bien, vamos allí.
Tras tomar un café y un bollo y echar gasolina, me eché a la carretera de nuevo, siempre siguiendo las instrucciones del navegador. Igual que había pasado antes, no tuve necesidad de torcer ni una sola vez en todo el trayecto, haciendo que aquel particular viaje al infierno fuera, en el sentido literal de la expresión, en línea recta.
Cuando ya estaba llegando a Madrid y me metí por el Paseo de Extremadura recordé que el navegador podía ser configurado para que hiciera un viaje por etapas, cosa que nunca había hecho por no tener necesidad de ello. Era posible que la instrucción que me indicó que esperara sirviera para señalar que había llegado a una etapa. Posiblemente el navegador preprogramaba puntos de descanso para trayectos largos.
Miré el menú del aparato de reojo, cuando tuve que pararme en un semáforo. Tenía programada una etapa más antes de llegar a su destino definitivo. Por otro lado, nunca había tenido ese comportamiento. Eso podía querer decir que quería que atravesara Madrid de lado a lado y siguiera recto. En ese caso, el infierno tendría que esperar. Me limitaría a comprobar en el menú cuál era el destino final, aunque tuviera que pelearme durante horas con las instrucciones para conseguirlo.
A medida que seguía las instrucciones mi desconcierto iba en aumento, puesto que no tuve necesidad de desviarme ni una sola vez en el camino hacia casa. Finalmente, sin poder soportar más la curiosidad, en cuanto tuve ocasión comprobé cuál era la segunda etapa. Era, con número y dirección coincidente, mi propia casa.
Aquello me hizo convencerme de que todo se trataba de una broma de los programadores. Seguramente el navegador registraba de manera interna las rutas más habituales y simplemente lo habían configurado para que el infierno estuviera en la casa de tu novia o en tu bar favorito.
Siempre hay una explicación coherente para todo si uno sabe cómo buscarla.
Estuve tentado de apagar el navegador pero recordé que había una etapa más, es decir, que mi casa era sólo un alto en el camino. Seguí la ruta por el túnel, a través de la M-30, hasta que estuve ya a pocos minutos de llegar a casa. Al mismo tiempo, en el horizonte, comprobé cómo el cielo empezaba a estar cada vez más nublado. «Espero que llueva», pensé.
Nada más detenerme del coche, comprobé que el navegador era, de hecho, tan preciso que seguía dándome instrucciones de qué hacer. ¿Siempre había sido tan preciso? No era capaz de recordarlo, puesto que siempre al llegar frente al portal de casa lo apagaba. ¡Ya no necesitaba instrucciones para seguir yo solo el camino!
Claro que igual aquella vez ya no me llevaba a casa. Igual me llevaba a otro sitio.
Me olvidé por un momento de las maletas, una acción algo inconsciente por mi parte si algún desaprensivo estaba atento en ese momento pero, incapaz de controlar mi curiosidad, seguí las instrucciones del aparato GPS. Nada más cruzar el portal la pantalla mostró un mapa del interior de mi edificio, o eso me pareció al verlo.
Aquello ya sí que me parecía increíble. Semejante cacharro no podía tener los mapas de todos los edificios. ¿O tal vez lo había memorizado de viajes anteriores?
Las explicaciones comenzaban a resultarme, poco a poco, cada vez menos convincentes.
De todos modos no razonaba mucho en aquel momento puesto que estaba concentrado en seguir las instrucciones del navegador, que me indicaba, de manera milimétrica y precisa, que subiera las dos plantas que me separaban de mi piso. Al pasar a la altura del primer piso comprobé que hacía mucho calor, cosa inusual puesto que solía hacer bastante frío en aquel descansillo viejo y oscurecido. De todos modos, la sensación desapareció cuando llegué a la segunda planta. El navegador me llevó hasta mi puerta no sabía que pudiera guiarme con una precisión de pocos metros, donde metí la mano en el bolsillo, cogí la llave y la introduje en la cerradura. Un momento antes de hacerlo miré a los lados, posando la vista en las esquinas oscurecidas del pasillo, y la mente me jugó una mala pasada cuando empecé a imaginar una silueta en las sombras, una silueta que portaba en su mano un objeto redondo que bien podía pasar por una brújula.
Entré en casa y lo primero que comprobé era que estaba vacía. Vacía en términos objetivos. Faltaban cosas. Cosas que, aunque no recordaba cuáles eran, sí que echaba en falta, al menos de un vistazo preliminar. Cerré tras de mí y llamé a Monique por si estaba. Pero nadie contestó.
El navegador, sin embargo, seguía dando instrucciones. Concretamente, me indicaba de nuevo que parara. Había llegado al segundo y último alto en el camino.
Una vez más aquel trasto comenzó a comportarse como si estuviera en un bucle y a repetir una y otra vez la misma orden, de modo que me senté un momento, cansado por el viaje, y para cuando me quise dar cuenta me quedé dormido durante lo que debieron ser varios minutos pero no lo recuerdo con claridad, siempre con la voz muerta del navegador de fondo e imágenes inquietantes vagando entre mis sueños ligeros.
De repente, me despertó el timbre de la calle. Me levanté molesto y me froté los brazos con las manos, pues había cogido algo de frío y el día se estaba poniendo cada vez más feo. De hecho, creía escuchar la lluvia de fuera.
Se trataba de un mensajero. Tenía un burofax para mí. No sabía ni lo que era un burofax en aquel momento, pero tuve claro que era alguna clase de comunicación oficial y urgente que no podía rechazar. Firmé que lo había recibido y en cuanto estuve solo me senté y me puse a leerlo, siempre con la orden recurrente del navegador de fondo.
DEMANDA CONTENCIOSA DE DIVORCIO SIN HIJOS (ART.86.3 CÓDIGO CIVIL)
AL JUZGADO DE Iª INSTANCIA DE MADRID Nº 27
Don Ricardo Esteban Fernández, Procurador de los Tribunales, en nombre y representación de Doña Monique Meynier, según acredito mediante escritura de poder bastante para pleitos que, se acompaña al presente escrito para su inserción en autos por copia con ruego de devolución del original, comparezco ante el Juzgado y como mejor proceda en Derecho, DIGO:
Que mediante el presente escrito, interpongo DEMANDA CONTENCIOSA DE DIVORCIO MATRIMONIAL contra…
No tuve necesidad de leer más. No podía creer lo que estaba leyendo. Ni siquiera pudo decírmelo personalmente, me enteré por medio de un documento oficial, sin la posibilidad de tan siquiera intentar un divorcio de mutuo acuerdo, cosa que, por otro lado, tampoco creo que hubiera aceptado de buen grado.
En ese momento el navegador cambió su orden, indicándome que fuera al pasillo. Lo cogí con ambas manos y lo miré, por primera vez, con cierta inquietud sincera. Porque el viaje que me estaba haciendo efectuar me parecía cada vez menos casual y más maquiavélicamente organizado.
Dejé la demanda sobre la mesa a la que le faltaban adornos y me concentré única y exclusivamente en el navegador. Podía averiguar cuál era su destino final, pero en aquel momento estaba demasiado anonadado por la reciente noticia del divorcio como para ponerme a razonar en términos coherentes. Lo único que hice fue dejarme llevar por sus indicaciones y seguirlas como un depredador sigue a su presa.
«Sigue recto». Sigo recto.
«Gira a la izquierda». Giro a la izquierda.
«Sigue recto». Sigo recto.
«Gira a la izquierda». Giro a la izquierda.
Me encontraba en el dormitorio, y ante mí tenía el armario donde Monique guardaba la mayor parte de su ropa. El navegador me indicaba que avanzara.
Miré las puertas del armario, ya presa de un miedo que subía cada vez más por mi garganta. Me quedé quieto por un momento, paralizado, sin tener muy claro qué hacer. Podía darme la vuelta, podía girar sobre mis pasos.
Pero eso no cambiaría nada. El armario estaría ahí, esperando.
Me eché un poco hacia atrás, agarré los pomos y tiré para abrir las puertas de par en par. «Si tiene que suceder, que suceda de golpe», pensé.
El armario, que solía estar siempre a rebosar de ropa de Monique, incluyendo sus nuevas compras, estaba vacío. Bueno, no vacío del todo.
Había un agujero.
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Un agujero de más de un metro de altura, de forma más o menos ojival, irregular y completamente oscuro, haciendo que resultara completamente imposible escudriñar en su interior a menos que uno se introdujera físicamente en él.
Por un momento, un breve momento, llegué a pensar que se trataba de una boca enorme con dientes, en posición vertical. Pero logré alejar aquel pensamiento de mi mente atribulada, y haciendo de tripas corazón, me agaché para pasar a su interior. «Tengo que avisar al vecino», pensé, «esto no es normal. Tendrán que reparar este agujero cuanto antes. Tal vez se deba a alguna de las típicas chapuzas de verano».
No sé cuántos pasos di dentro de aquel túnel oscuro como el fondo de un pozo en plena noche. Sin embargo estoy seguro de que fueron más de los necesarios para atravesar de lado a lado cualquier tabique que se haya construido nunca.
El ruido lejano de un trueno me avisó de que estaba ya cerca del otro lado. Me planteé que podría salir a cielo abierto, y en consecuencia calarme hasta los huesos. Por un momento pensé en las maletas, pero estaban a la cola de la lista de pensamientos preferentes en aquel instante paranoico.
Cuando salí al otro lado, comprobé que estaba bajo cubierto. Estaba, de hecho, en una habitación. Sólo necesité unos segundos más para comprobar qué habitación era.
Era nuestro dormitorio. El mismo del que había salido. Había vuelto al punto de partida. De algún modo, había caminado en círculos por el interior de aquel túnel.
Pero en mi interior había una verdad que no quería reconocer. Que escuchaba sólo en susurros dentro de mi cabeza. Caminé recto. Seguro. No torcí, ni giré.
Además, si me había equivocado, aquel trasto del demonio podría indicármelo. Lo agarré con las dos manos, como si fuera mi posesión más preciada, y esperé sus instrucciones. Me indicaba que girara a la derecha, siguiera recto, girara a la derecha otra vez y siguiera recto otra vez.
Es decir, me llevaba de vuelta a la entrada.
La lluvia ya sonaba con mucha fuerza en el exterior. De hecho, había oscurecido considerablemente la casa. ¿O no era la misma casa? No me lo parecía al menos, teniendo en cuenta cómo había cambiado mi percepción de ella y el ambiente que la rodeaba.
Cuando llegué a la antesala de la entrada de nuevo, comprobé que había un paquete sobre la mesa, en el lugar donde había dejado la demanda de divorcio hacía un momento. Me quedé por un momento paralizado, frente a él, con la mirada perdida.
El navegador me dio una orden directa y precisa.
«Cógelo».
Cuando me acerqué a cogerlo, comprobé que en realidad no tenía fondo, y era sólo un trozo de cartón que estaba tapando algo de mi vista.
Lo retiré y nada más ver su contenido empalidecí al instante.
Se trataba de un vaso. Un vaso lleno de whisky, con sus dos hielos aún girando entre ellos, como si acabaran de ponerlos. Mi bebida favorita. Gotas de humedad se deslizaban por el borde, como si estuvieran celebrando una competición entre ellas.
Tragué. Pero sólo encontré saliva.
Con las manos temblorosas dejé el cartón a un lado y me senté frente al vaso. Estuve así, sin poder reaccionar, durante varios minutos. El navegador, como si entendiera que necesitaba soledad por un momento, esperó hasta darme la última indicación.
«Bebe».
Estiré la mano hacia el vaso, temblando de los pies a la cabeza, y me bebí su contenido. De un solo trago.
Y juro por Dios que desde que llegué no he sido capaz de salir del infierno.
Magnus Dagon es un seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta, publicada después bajo el sello de Ediciones B. Ese año fue finalista también del Premio Andrómeda, al año siguiente del Premio Pablo Rido y en el 2009 ganador del IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo. Ha publicado relatos en numerosas publicaciones digitales y de papel. Es miembro de la asociación Nocte de escritores de terror. En abril de 2010 salió a la venta su primer libro, “Los Siete Secretos del Mundo Olvidado”, con la editorial Grupo Ajec. Es cantante y letrista del grupo musical Balamb Garden, que se puede escuchar AQUÍ.
Hemos publicado en Axxón: EL LÁNTURA, EL BRILLO DEL MAL, EL IMPERIO CAOS, NUEVO COMIENZO, COCHES AZULES, LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS PERDIDOS: LOS HOLOGRAMAS, EL JUGADOR, BEYOND, SELOALV y RESET.
Este cuento se vincula temáticamente con BEYOND, WARREH SPAWN, SELOALV y RESET, todos de Magnus Dagon.
Axxón 218 – mayo de 2011
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Tecnología : Adicciones : España : Español).