Revista Axxón » «Las luciérnagas del tiempo», Sergei Ivanovich - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

En alguna ocasión alguien me dijo que la vida es como un río en cuyas aguas uno se baña una sola vez. O quizás lo leí en un libro de Herman Hesse. En realidad, no recuerdo quién fue, pues a mi edad las voces y los rostros se nublan a menudo y suelo confundir a mis nietos con sus hijos en bastantes ocasiones. Los días pasan veloces y el tiempo se concentra ante mis ojos en un solo punto, mezclando el pasado con un escaso futuro. Pero, en general, estaría de acuerdo con esta afirmación si en esta vida no hubiera tenido el placer de conocer a Hans Kluber, cuya curiosa historia voy a relatar.

Durante mi juventud, estudié la carrera de Física. Todo el mundo aseveraba que aquello no supondría valor alguno en el futuro profesional que me aguardaba, augurándome que acabaría como profesor en algún remoto instituto, dedicado a la docencia. Pero mi anhelo por la investigación del mundo que nos rodea era tal que para mí era una gran ilusión dedicar el tiempo a semejante sacerdocio. Por ello, al terminar mis estudios, envié centenares de currículos a los centros de investigación que resultaban interesantes a mis propósitos. Transcurridos los meses, no obtuve respuesta alguna, lo que me sumió en un estado de apatía e indiferencia. Cuando pensaba que todo esfuerzo era inútil y comenzaba a resignarme con una vida de común asalariado en cualquier oficina o de funcionario en una institución, un buen día recibí una carta de Industrias Kluber, en la que se me ofrecía un puesto de científico en Bruselas. La investigación estaba relacionada con la naturaleza de la luz. Ese mismo día hice mi equipaje y me dispuse a tomar el primer vuelo de la mañana.

Al salir del aeropuerto, un taxi me condujo hasta la dirección que figuraba en el membrete, que resultó ser una inmensa mansión en las afueras de la ciudad. La gran puerta de hierro de la mansión estaba abierta de modo que me adentré caminando ruidosamente y con una maleta en cada mano por el camino de grava, rodeado por un cuidado jardín francés, que conducía a la puerta de la mansión. Ya al pie de las escaleras una agradable joven, vestida con un trasnochado conjunto a lunares, me dio la bienvenida

—Buenos días —dijo, sonriendo—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Buenos días —contesté intentando devolverle la sonrisa—.Me llamo Pedro García y he venido a cubrir una vacante en el equipo de investigación de Industrias Kluber.

—Encantada, señor Pedro. No le esperábamos tan pronto —dijo la joven tendiéndome la mano—. Acompáñeme, por favor. Mi tío le recibirá en seguida.

La joven me condujo hasta el interior de la casa abandonándome en el hall, al pie de una gran escalera, en donde hube de esperar un buen rato. Finalmente, reapareció en lo alto de la escalera y desde allí gritó:

—¡Suba, por favor! ¡Le están esperando!

Subí las escaleras sin demasiada prisa y la muchacha me condujo hasta la biblioteca en donde aguardaba Hans Kluber.

El señor Kluber se hallaba junto a la ventana, mirando distraídamente al jardín. Era un hombre maduro, de estatura media y elegantemente vestido. No parecía apercibirse de mi presencia en la habitación. Me disponía a presentarme cuando él comenzó a hablar, sin dejar de mirar por la ventana.

—Supongo que es usted Pedro García.

—Sí, señor.

—¿Está casado? ¿Algún tipo de relación sentimental?

—No.

—Me agrada eso en un científico. El matrimonio y la investigación son a menudo actividades incompatibles, salvo, por supuesto, que tu pareja comparta la misma pasión. ¿No lo crees así, Pedro? —dijo Kluber apartándose unos pasos de la ventana.

—Pues… Verá, señor Kluber. Hasta ahora sólo he conocido a unas pocas chicas y no he tenido ninguna relación sentimental seria, por lo que no tengo al respecto una opinión —dije, mientras miraba de reojo a la joven que me había acompañado, que permanecía junto a la puerta.

—¡Bien! —masculló Kluber, dándose la vuelta—. Muchas gracias, Marta. Puedes retirarte.

Marta se deslizó fuera de la estancia no sin antes dedicarme una luminosa sonrisa de bienvenida. Kluber se apartó de la ventana y avanzó unos pasos hacia mí.

—Dime, Pedro, ¿qué esperas de este trabajo?

—Pues, a decir verdad, todavía no tengo una opinión formada. Pero tengo experiencia en programas de investigación de la universidad, y espero que el trabajo que me ofrece esté en línea con las actividades que he venido desarrollando.

—Espero que sí —dijo Kluber, colocándose frente a mí y mirándome fijamente—. El trabajo que te ofrezco está relacionado con la naturaleza de la luz. Es un trabajo de investigación, y por lo tanto está mal pagado. Comerás, dormirás y vivirás aquí, y los pocos ratos libres que te queden los dedicarás a revisar tus notas. ¿Es esto lo que esperabas?

—Pues la verdad que sí, señor. Como ya le he dicho, tengo experiencia en programas de investigación.

—¡Y veo que también sentido del humor! —rió Kluber. Con una mueca irónica, sopló largamente sobre mi rostro. Agitó la mano ante mis ojos y preguntó—: Dime, Pedro, ¿crees que el aire existe? ¿Acaso puedes verlo? Ciertamente no, pero puedes sentirlo. Estás tan acostumbrado a su presencia que realmente resulta en gran medida inapreciable. Y sin embargo, ahí está.

Permanecí callado mientras Kluber me daba la espalda y descubría un bar oculto en una inmensa librería que ocupaba el fondo de la estancia. Destapó una botella de cristal finamente tallada y llenó dos copas.

—Quisiera que probaras este brandy. Es de mi cosecha personal. Estoy seguro que será de tu agrado.

—Gracias, pero el alcohol no me agrada excesivamente. Preferiría algo menos fuerte. ¿No tiene algo más suave, como cerveza o un poco de vino?

—¡Mi joven amigo! —dijo Kluber, ligeramente ofendido—. El vino se convierte en brandy con el paso del tiempo. Te ruego que lo pruebes. Lo encontrarás suave en extremo.

Nos sentamos en el salón de la biblioteca y mientras degustábamos el brandy, Hans Kluber encendió un cigarro.

—El aire, mi querido amigo, es el ente invisible que sostiene este humo de mi cigarro. Pero no es del aire de lo que realmente deseo hablarte, sino del tiempo. No me malinterpretes —dijo riendo—. No estoy interesado en saber si lloverá mañana, o si por el contrario habrá sol. Me refiero a esa clase de tiempo que ha transformado un rojo vino joven en brandy añejo. Algo que está aquí, como el aire. Algo que acumulamos diariamente, que nos hace cambiar imperceptiblemente hasta consumirnos.

—No comprendo a qué se refiere.

—¡Por supuesto que no! ¡Hace falta la experiencia de la edad para comprender la esencia del tiempo! —contestó, apurando el brandy en un último trago—. Pero si tú, Pedro, eres la persona que estoy buscando, no tardarás en comprender el significado de mis palabras.

Mientras degustaba con dificultad el brandy que me había servido, Kluber abrió la carpeta que había sobre la mesa del salón. Se colocó unas gafas de montura redonda y hojeó el contenido de la carpeta.

—Veamos… Según parece, efectuaste tus estudios superiores en el Instituto de Tecnología de Massachusetts… Estudios de física, termodinámica, astronomía e informática. Supongo que sabes cómo funciona un aparato de aire acondicionado.

—Por supuesto, señor.

—De acuerdo. Acompáñame, por favor.

Abandonamos la biblioteca y descendimos las escaleras hasta llegar a un sótano. Allí tomamos un ascensor. Mientras el ascensor descendía, conversamos sobre la naturaleza de la luz. Experimentos en laboratorio habían revelado un hecho insólito sobre la naturaleza de la luz: que un mismo haz luminoso desviado en un punto y siguiendo un camino más largo alcanzaba el punto de destino simultáneamente con el haz principal. Las teorías relativistas sobre este hecho evidenciaban una contracción del espacio-tiempo difícil de descifrar. Kluber afirmó que la explicación a este fenómeno no se debía a una curvatura del espacio, sino a un flujo de tiempo a través del propio haz luminoso, provocado por la expansión y compresión de la luz.

El laboratorio estaba instalado a gran profundidad, en lo que parecía una antigua mina de carbón. La instalación no presentaba un aspecto demasiado moderno, pero parecía bien equipada. Kluber abrió una pesada puerta, mostrándome un reactor con un cilindro de cristal en su interior, con cabida para un ser humano, rodeado de un tanque que envolvía un líquido verdoso y luminiscente.

—¡Bacterias luminiscentes! —afirmó con entusiasmo—.¡La luz de la vida! Y ahora quiero enseñarte otro de mis secretos. Mi bodega.

Tras el reactor se escondía una inmensa bodega repleta de barricas de roble. Las paredes de la bodega estaban llenas de botellas, en receptáculos con forma de panal. Kluber escogió una botella, la abrió y llenó dos pequeños vasos. Después, colocó la botella abierta en una vitrina contigua al reactor.

—¡Vino joven! —exclamó—. ¡De la cosecha de este año! ¡El trabajo es tuyo, si lo aceptas!

—Gracias. A su salud.

—El sol ha sido este año generoso con la tierra —dijo, chasqueando los labios—. Espero que sepas apreciar el buen vino.

—En mi país, señor, el vino es una costumbre que se remonta al principio de los tiempos.

—Eso me gusta. Creo que con la edad aumentará tu aprecio por los buenos caldos. Ahora quiero mostrarte algo sobre lo que deberás guardar un total silencio. ¿Ves ese frutero que hay sobre la mesa?

—Sí.

—Coge la manzana más madura y colócala dentro del reactor.

Escogí una manzana roja y blanda al tacto. Siguiendo las instrucciones de Kluber, abrí la puerta del reactor y la coloqué dentro del cilindro de cristal. Luego cerré la puerta. Kluber permanecía de pie ante una consola de mandos. Activó un interruptor y la luz de las bacterias se incrementó paulatinamente hasta resultar cegadora. El líquido que contenía las bacterias entró en el cilindro formando un vórtice alrededor de la fruta. Un viento invisible parecía agitar a la manzana en el interior del reactor, como si el núcleo del vórtex quisiera absorberla. A los treinta segundos, el reactor se detuvo y extraje la manzana. Se hallaba envuelta en un líquido resinoso, por lo que procedí a limpiarla. El color rojizo de la misma había desaparecido, tornándose en un verde claro. Su tacto era duro y firme. Me acerqué a la mesa y, con un cuchillo, corté la manzana en dos trozos. El resultado no ofrecía dudas.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡La manzana ha reverdecido! ¡Se ha producido una disminución de la entropía de la manzana! ¡Es asombroso!

—¿Entropía? —contestó Kluber—. ¡Puedes llamarlo como quieras, pero yo lo llamo tiempo! La manzana ha retrocedido en su propio tiempo, revirtiendo los procesos biológicos que la transformaron hasta una etapa anterior. La expansión de la luz absorbió el tiempo acumulado en la manzana. ¿Quieres saber a dónde fue a parar ese tiempo? —cogió de la vitrina el vino joven que instantes antes habíamos degustado—. ¡Bebe!


Ilustración: Valeria Uccelli

—¡El vino se ha tornado en vinagre! ¡Su entropía ha aumentado! Es lógico. La disminución en la entropía de un cuerpo viene acompañada por un aumento en la entropía del otro. Es un descubrimiento magnífico, pero dudo que tenga realmente algo que ver con un flujo de tiempo.

—Y yo dudo que tenga algo que ver con la entropía. El aumento o disminución de entropía en los cuerpos es sólo una anécdota. Es sólo una función que indica la energía interna entre dos estados diferentes. La respuesta de cada sistema al absorber el propio tiempo. La baja entropía se asocia con conceptos como el orden, la salud, la paz y la vida, y la alta entropía con el caos, la enfermedad, la guerra y la muerte, pero es tan sólo una abstracción termodinámica. ¿Preparado para el siguiente experimento?

Y, sin darme apenas tiempo para responder, Hans abrió una jaula que contenía ratones de laboratorio y extrajo dos ejemplares. Al segundo le administró una inyección letal.

—No me es agradable sacrificar a mis amigos, pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar el tiempo? —dijo, mientras abría la nevera y extraía un cadáver de ratón medio descompuesto, envuelto en una bolsa.

Kluber depositó los dos cadáveres de ratón y el ratón vivo en el interior del reactor. Por último, llenó un recipiente con agua y lo introdujo junto a los ratones.

—Como te será fácil comprender, todas las células del ratón que extraje del refrigerador están muertas y en fase de descomposición. En cuanto al segundo ratón sacrificado, está físicamente muerto, pero la mayor parte de sus células están aún vivas. El tercer ratón goza por el momento de buena salud. Veamos lo que ocurre.

El reactor arrancó nuevamente. A través del visor de la cápsula observé cómo el ratón vivo, levitando en el reactor inmerso en el vórtice, menguaba de tamaño hasta perder el pelo, convertirse en un feto de ratón y desaparecer completamente en medio del líquido luminiscente, como si el vórtice hubiera acabado por disolverlo.

Atónito por lo que contemplaban mis ojos, observé los resultados de la segunda cápsula. El ratón sacrificado mediante la inyección experimentó un ligero rejuvenecimiento en sus células. El estado de descomposición del ratón congelado disminuyó sensiblemente, si bien su tamaño no se alteró. En cuanto al agua contenida en el recipiente, no experimentó cambio alguno.

Permanecí en silencio un largo rato, mirando a través del visor los resultados del experimento.

—Escucha, Pedro —dijo Kluber,en tono conciliador—. Como puedes ver, este experimento sólo afecta a los seres vivos. Si hubiese habido una disminución en la entropía de los cuerpos, el agua se hubiese congelado. Y no ha sido así. Simplemente, hemos conseguido invertir los procesos biológicos.

—No sé qué decir, señor. Estoy fascinado. Este descubrimiento podría cambiar la vida de mucha gente. La humanidad tendría acceso a la inmortalidad y…

—No corras tanto, Pedro. Recuerda que, como científicos, hemos de consolidar los descubrimientos antes de hacerlos públicos. La humanidad puede pasar sin ellos por el momento. Además, habrás observado que extraer de los seres vivos lo que yo llamo el tiempo no les devuelve en ningún caso la vida. Tan sólo consigue rejuvenecerlos. Y el proceso de rejuvenecimiento que has contemplado no es precisamente un lifting. Afecta a los seres vivos en su propia composición celular y, si se aplica a un ser humano, los resultados pueden ser imprevisibles ya que las células viejas son reemplazadas por otras nuevas. Probablemente, las células de memoria del cerebro resultarán regeneradas y perderían la información almacenada durante toda una vida, resultando borrada una parte de la propia existencia humana. La persona saliente de la cápsula bien pudiera ser distinta a la que entró…

—Y esa posibilidad sólo puede comprobarse experimentando con seres humanos, exponiéndonos a su destrucción como persona e individuo—respondí, interrumpiendo a Hans mientras intentaba salir de mi asombro—. Tiene razón, señor Kluber. Debemos ser prudentes. No es un asunto para tomarse a la ligera.

—Si lo deseas, podemos continuar esta conversación en el salón —dijo Kluber, esbozando una sonrisa.

Dos grandes leños ardían en la chimenea del salón, tan sólo iluminado por el resplandor de las llamas. La chica, Marta, ofreció una copa de brandy a su tío. Después se acercó a mí sonriendo e insistió en traerme una bebida, la cual acepté devolviendo la sonrisa a tan agradable portadora.

—Confieso que estoy asombrado, señor —le dije a Hans sinceramente—. Su descubrimiento puede revolucionar el concepto de la física desde sus cimientos. Le veo a usted recogiendo un premio Nobel. No creo que exista nadie con mayor merecimiento…

—No es necesario que me halagues, Pedro. Realmente, el mérito no es mío. Obedece a un accidente. A la casualidad. Yo sólo he recogido los frutos, pero por el momento, la humanidad deberá quedar fuera de nuestro trato. ¿Entendido?

—Sí, señor —musité, sin demasiado convencimiento.

—Es un viaje atrás en el tiempo sin alterar el tiempo del universo presente —dijo Hans, mientras se recostaba sobre el respaldo de su sillón—. Pero existe el enorme inconveniente de que el viaje puede destruirte como persona. Ya has visto cómo la manzana reverdecía. Pero la pregunta es ¿se trata realmente de la misma manzana o de un simple clon que ocupa su lugar? Al destruir sus células durante el proceso, ¿qué garantía tenemos de hallarnos frente al mismo ser?

—Sin embargo, el ratón ha rejuvenecido delante de nuestros ojos, hasta desaparecer en un momento previo a su existencia. ¿No es aquello una prueba de la conservación del ser en esencia?

—El proceso de rejuvenecimiento puede prolongarse hasta el mismo momento de la concepción —respondió Kluber gravemente—. Si la esencia de un ser se encuentra en su concepción, estarías en lo cierto, pero ¿acaso no somos una alianza temporal de fuerzas que se unen para formar a un ser? Y si se separan ¿dónde queda la esencia? ¿En el óvulo o en el espermatozoide, portadores ambos del código genético? ¿O acaso hay una esencia, un pasajero del cuerpo? Lo que ocurre más allá, en el instante anterior, sigue siendo para mí un misterio. Pero en cualquier caso, deseo que investigues el fenómeno. Debemos controlar el proceso a voluntad para que sólo una zona del cuerpo pueda ser alterada. De este modo, podremos devolver localmente la juventud a aquellas partes del cuerpo que lo necesiten, respetando la integridad de otras. Hasta la fecha, no he podido conseguirlo. Espero que tú tengas más suerte.

Tras una larga velada y horas de reflexiva conversación, Marta me condujo por los corredores de la mansión hasta la puerta misma de mi habitación, en donde ya se encontraba mi equipaje.

—Bueno. Finalmente hemos llegado—dijo Marta tras abrir la puerta—. Antiguamente estos aposentos se destinaban a mazmorras. Pero con una buena calefacción, resultan confortables.

—Me parece perfecto —respondí, mirándola a ella en lugar de la habitación—. Creo que me va a gustar estar aquí.

—Espero que no te aburras —respondió, sonriendo—. Además del laboratorio, no hay mucho que ver por aquí.

Seguidamente me deseó buenas noches y procedí a instalarme en lo que sería mi cubil durante los meses siguientes.

Durante el tiempo que duró a mi estancia en la mansión de Hans Kluber raramente abandonaba el laboratorio. Me entregué por completo a la investigación, con la máxima pasión que puede ofrecer un ser humano. Las radiaciones emitidas por aquellas increíbles criaturas luminiscentes absorbían toda mi atención, colmando mi capacidad de asombro. Cuando se alteraban de modo brusco sus condiciones de presión y temperatura, durante los periodos de decremento hacían que las enzimas de los seres vivos funcionaran al revés de como lo hacían habitualmente, mostrando una actividad frenética, desmontando literalmente las cadenas de ADN que forman células vivas como una meticulosa brigada de desguaces y combinándolas con las vecinas. De este modo, las células no se dividían, sino que se fusionaban entre sí, y de la unión de dos células surgía una nueva y mejorada, que sumaba la vitalidad de sus dos donantes desechando los elementos descartados al soluto circundante. Por el contrario, la radiación inducida al comprimir la luz aceleraba la mitosis celular y el caos se abría paso a través del organismo hasta provocar su derrumbe.

A veces pensaba que Kluber había errado al elegirme como ayudante, ya que mis conocimientos de biología eran escasos y quizás la explicación al fenómeno estaba más cerca de la propia naturaleza de los seres vivos que de las propiedades de la luz en expansión. Pese a ello, mi ánimo no decayó y me empeñé en efectuar extraños experimentos con los roedores del laboratorio, seccionándoles un miembro y reimplantándolo nuevamente. Pese a que los resultados no fueron malos, ninguno podía compararse con la aplicación del ensayo a un ser vivo completo.

Durante las pausas, tomando café o a la hora del almuerzo, solía conversar con Marta. La joven se sentía demasiado controlada por su viejo tío que la mantenía aislada del resto del mundo y la obligaba a someterse a reglas estrictas. Frecuentemente se quejaba de que su tío le prohibía ver la televisión o tan siquiera escuchar la radio, pues según Hans, ello repercutía negativamente en el intelecto del ser humano. Tan solo la lectura le era permitida y Kluber filtraba también el contenido de los libros. El tabaco lo tenía totalmente prohibido y, pese a ello, Marta parecía tener adicción. Frecuentemente se pasaba por el laboratorio para mendigar un cigarrillo e intercambiar una pequeña charla. De este modo, sin apenas darnos cuenta, la distancia que a ambos nos separaba fue disminuyendo, uniéndonos a ambos en un círculo más y más pequeño, hasta que, un buen día, el círculo se convirtió en un punto y nuestros labios se juntaron en un beso.

Ella desapareció corriendo escaleras arriba, dejando en mis labios el sabor de su boca y sin haber podido decirle tan siquiera que la amaba. Aquel día no pude concentrarme en el trabajo, pues el hecho ocupaba toda mi mente y no pude dejar de pensar en Marta durante todo el día. Al caer la noche, los tres cenamos en el comedor. Kluber charló locuazmente, como siempre solía hacerlo, preguntando sobre los progresos de mi trabajo e interesándose por el estado de los ratones mientras Marta consumía su cena sin apenas levantar la vista del plato. Pero cuando ocasionalmente lo hacía y nuestras miradas se encontrabansu rostro se ruborizaba visiblemente.

Ya de madrugada, mientras el insomnio castigaba mi mente y mi cuerpo rodaba a un lado y otro de la cama, la puerta de mi habitación se abrió y entró ella. Quise hablarle pero de un salto se montó sobre mi cuerpo como una amazona y colocando el dedo índice sobre mis labios, me rogó silencio. Apartó las sábanas y alzó los brazos, despojándose del camisón que la envolvía, volteándolo sobre su cabeza y mostrando su cuerpo desnudo. Le besé los senos y nos fundimos en un interminable abrazo…

No sé en qué momento, mientras nuestros cuerpos se agitaban juntos presa de sudorosa pasión, apareció Kluber junto a la cama, como surgiendo de la oscuridad de la habitación bajo el fulgor de un relámpago. Tenía los ojos enrojecidos y una mueca de ira cubría su rostro. Por un instante, pensé que iba a matarnos a ambos y grité. Marta también gritó, pero Hans gritó el último. Y lo hizo con el aullido enloquecido de un animal herido.

Sin apenas esperar un segundo, Marta saltó de la cama, cogió su camisón y tapándose el pecho, salió corriendo desnuda y descalza, atravesando los oscuros pasillos. Kluber le ordenó inútilmente que regresara y visiblemente frustrado salió en su persecución, no sin antes volverse hacia mí, señalarme con el dedo y gritarme que ajustaríamos cuentas más tarde. Se encontraba tan alterado que, al desaparecer de la habitación, comencé a vestirme apresuradamente, pues temía que Marta pudiera sufrir algún daño, dado el evidente estado de alteración que Hans presentaba.

Al llegar a la habitación de Marta, encontré la puerta entreabierta. Ambos lloraban, sentados en el borde de la cama. Hans había cubierto el cuerpo de la joven con la manta y la rodeaba con su brazo. Al verles, preferí permanecer detrás de la puerta escuchando la conversación que mantenían.

—Nunca me importó tu edad, ni las arrugas de tu rostro —sollozó Kluber,acariciando el rostro de la joven—. Todo lo hice por ti, para librarte de ese cáncer que te consumía. Una nueva oportunidad. No me importó si tu memoria desaparecía o se alteraba porque existía un amor que nos unía.

—¡Déjame, por el amor de Dios! —gritó Marta, liberándose a codazos del abrazo de Hans—. ¡Estás totalmente loco! Te odio. ¡Has convertido mi vida en un infierno! ¡No lo soporto más!

—Pero el amor es efímero. Ya la Marta que conocía se la llevó el tiempo. ¿Debí dejar que te extinguieras como una llama entre mis brazos y recordarte luego como mi amor perdido? Quizás hubiera sido mejor que soportar tu nueva e insoportable adolescencia, pero esperaba que el tiempo despertara en ti lo que una vez fue entre nosotros…

—¡Mientes! ¡No quiero seguir escuchándote! ¡Márchate!

Hans Kluber abandonó la habitación sin apercibirse de mi presencia. Cuando hubo desaparecido por el largo pasillo, me aventuré a entrar en la habitación. Marta temblaba de frío. La abracé con suavidad y ella apoyó su frente contra mi hombro.

—¿Crees que es cierto lo que dice? No me lo puedo creer. Hans es para mí como un padre. ¿Cómo es posible que invente tales cosas para mortificarme?

—Tal vez sea cierto. O quizás una mentira. No lo sé. ¿Puedes decirme qué recuerdos tienes de tu infancia?

—Realmente, tengo pocos recuerdos. Me acuerdo de la muerte de mis padres durante la guerra. Después tuve aquel accidente en el que quedé en coma. Desde entonces, Hans ha cuidado de mí.

—Marta… —mascullé mientras sentía un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo—. No ha habido guerras en más de sesenta años. ¿Estás segura de lo que dices?

—¡Qué importa! —dijo,mientras me besaba una y otra vez—. Tómame ahora. Mañana abandonaremos juntos este lugar para siempre.

A la mañana siguiente, poco después del amanecer, ambos abandonamos la mansión Kluber, caminando con nuestras maletas sobre el camino de grava que atravesaba el jardín frontal. Al llegar a la puerta de hierro, un niño rubio de unos once años nos esperaba. Vestía únicamente una camisa de adulto que le colgaba hasta los pies, los cuales asomaban descalzos, casi pisando las mangas en las que las manos habían desaparecido.

Aquella mañana hacía frío. Marta se acercó al niño y le preguntó si se había perdido. El niño asintió llorando y se agarró con fuerza a su cintura. Un instinto maternal se despertó en ella. Me miró a los ojos y yo asentí con un suspiro. Marta se agachó y le besó la frente. Después tomó su mano, le abrigó con su bufanda y juntos nos alejamos de la mansión.

Marta y yo nos casamos y adoptamos al pequeño y desorientado niño. En cuanto a Hans Kluber, nadie volvió a saber de él. Desapareció la misma noche en la que Marta se arrojó en mis brazos. Pero Marta y yo siempre supusimos que el pequeño niño que habíamos recogido aquel frío amanecer era Kluber, que finalmente había experimentado con su propia máquina, buscando con el rejuvenecer de su ser un olvido. Un bálsamo para un corazón herido. Aunque quizás hubiera otras explicaciones para su desaparición, dada la coincidencia de la misma con el paso de un polémico circo. Por ello, llamamos al pequeño Hans en recuerdo de Kluber.

Marta murió el año pasado, de cáncer. Nunca dejó de fumar. A pesar de ello, nuestra vida juntos fue larga y muy feliz en la mansión Kluber, la cual heredó Marta por expreso designio de su generoso tío, una vez que se hizo oficial su desaparición. Con el tiempo, fue aumentando mi afición a los vinos y actualmente, los jardines han desaparecido. En su lugar se levanta un hermoso viñedo. En cuanto al joven Hans, jamás experimentó ningún tipo de interés o habilidad científica. Lo cual me lleva a pensar: ¿alguna vez este alocado juerguista que tengo por hijo fue Hans Kluber? ¿O la casualidad nos jugó una mala pasada? Creo que nunca podré saberlo.

En cuanto al antiguo laboratorio de Hans, allí sigue. No he vuelto a tentar al destino con drásticos y destructivos rejuvenecimientos, pues he aprendido que, como en los viejos vinos, la esencia humana está enraizada con el tiempo que uno vive. Con sus amores y obras. Con las experiencias que atesora. No con una piel más joven. Y también he aprendido algún que otro truco para atesorar esas esencias…

Pedro García se inclinó pesadamente sobre la chimenea para avivar el fuego. Después abrió el mueble bar y se sirvió un brandy añejo en una ancha copa, recorriendo el borde de cristal con la nariz antes de llevarlo hasta su boca. Al mojar con el brandy sus labios, sintió en los mismos el contacto de un dulce beso de amor. Una energía vital irradió desde su interior fluyendo a través de todo su cuerpo hasta rodearle por completo de una esfera de luz, una cálida y confortable burbuja, incandescente como el sol y tibia como el agua. Al abrir los ojos, contempló a su esposa. Flotaba ante él, besándole en el aire vestida con un vaporoso camisón de seda blanco que se mecía ingrávido, agitado por la intensa luz de la esfera.

—¡Marta! ¡Cómo te echo de menos! —dijo, antes de caer dormido.

 

 

Sergei Ivanovich (Sergio Fernández de la Cruz) vive en Móstoles (Madrid). Estudió Ingeniería técnica Industrial en la rama Electrónica, que nunca llegó a practicar, ya que durante casi treinta años ha estado trabajando en el sector del agua, diseñando y comercializando equipos especiales. Es autor de varias patentes destinadas a la separación sólido/líquido o a la depuración de aguas residuales por medios biológicos, y un ferviente consumidor de cómics (ya olvidados), películas y libros de fantasía y ciencia ficción. Siempre fue aficionado a escribir cuentos y relatos fantásticos. Pero particularmente en estos momentos, con la que está cayendo en España en donde no queda un euro ni para pagar las medicinas (y menos aún para hacer depuradoradoras), se plantea dejar definitivamente esa vida-trabajo (si así puede llamarse), para vivir del cuento.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON, de F. Scott Fitzgerald; MONOLOGO DE DORIAN VIENDO AGONIZAR A OSCAR, de Miguel Ángel González; y DE ALQUIMIA, de Juan Manuel Sánchez.


Axxón 225 – diciembre de 2011

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Experimentos : Rejuvenecer : España : Español).

2 Respuestas a “«Las luciérnagas del tiempo», Sergei Ivanovich”
  1. Martín dice:

    Simplemente excelente. Muchas gracias.

  2. Me gustó evaluar este cuento: el final, sorprende. Saludos y felicitaciones ;-)

  3.  
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