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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

A través de la escotilla, el capitán de la Acuadonis ve crecer el asteroide a medida que su nave se va acercando a él. Desde hace seis años, la venerable nave patrulla el sector recogiendo cualquier fragmento de basura espacial que flote a la deriva. Pero Juan Anderson sospecha que esta vez no encontrará solamente algunas retorcidas planchas de titanio: los sensores de la nave han detectado un eco más allá del asteroide. A pocos kilómetros. Y ese eco indica algo de tamaño colosal.

Anderson siente fluir la adrenalina: si encuentra material suficiente para vender, quizá pueda comprar una zona menos peligrosa y con mayor cantidad de desperdicios. Cualquier sector cerca de alguna ruta comercial o turística entre las colonias y la Tierra… Y —¡por Dios!— más libre de asteroides. Anderson y su piloto se pasan la mitad de los viajes reparando los orificios que los micrometeoros practican en el casco del carguero.

—Alberto —ordena el capitán—, rodealo por el lado nocturno.

Ahora pueden distinguirlo mejor: el asteroide no es muy grande, y en pocos minutos el lejano sol vuelve a oscurecer el fotocromático de la escotilla.

Algunos kilómetros al frente, un destello contra la negrura del espacio deja a Anderson sin aliento. Ahí está el eco que detectaron: una enorme nave interestelar. Comandar algo como eso es el sueño de toda su vida. La razón frustrada por la que se hizo astronauta.


Ilustración: Pedro Belushi

—Aquí carguero recolector Acuadonis —dice por el comunicador—. Soy el capitán Anderson, a nave interestelar en sector B4 del cinturón de asteroides. Por favor, identifíquense.

Anderson admira las líneas, la tecnología. Es de las nuevas, de las lanzadas al mercado interplanetario un año atrás desde el satélite Europa. Hecha completamente con biometal y titanio. Cuántas veces ha soñado con estar al mando de algo así… Y si no al mando, aunque sea como grumete. Pero viajar entre las estrellas.

Atraen su vista las luces de posición que laten con un ritmo acompasado, un débil latido que se le antoja inquietante.

—Aquí carguero recolector Acuadonis —repite—. Soy el capitán Anderson, a nave interestelar en sector B4 del cinturón de asteroides. Por favor, identifíquense.

Alberto Rosetti manipula la radio rastreando todas las frecuencias: muda, ninguna señal.

—Juan —dice, y los ojos le brillan de codicia—. Nadie responde, y me costó calibrarlos, pero los sensores no detectan actividad a bordo. Los infrarrojos muestran pequeños puntos en movimiento… posiblemente ratas.

—¡Al fin se nos da una! —grita el capitán.

—¿Preparo los cercenadores, entonces?

—¿Cortar esa belleza? Daría cualquier cosa por capitanear una nave así. Es mi sueño hecho realidad. Primero intentaremos ponerla en funcionamiento. Y la reclamaremos.

Fastidiado, Rosetti sacude la cabeza.

—Juan, Juan. ¿Tenés idea de los trámites que tendríamos que cumplir para quedarnos con una maldita intergaláctica? En cambio, si la reducimos a planchuelas de acero y titanio, no harán preguntas ni nada. Nos pagan y listo.

—¿Y?

—Yo no quiero ni pienso hacer ningún trámite.

Anderson sigue admirando la nave a través de la escotilla.

—Sos empleado mío, Alberto —dice, sin mirarlo—. Podemos ser muy amigos, pero aún soy el Capitán. Si yo me quiero quedar con esa nave, y mientras te dé el porcentaje del material en mercado como lo estipulamos, no podés decirme ni exigirme nada. Quizás, hasta te puedas quedar con la Acuadonis —Anderson advierte que su piloto lo observa con esa mirada torva. Cuántas veces, el capitán pensó en despedirlo, pero… es su amigo. Un grano en el culo, pero amigo.

Rosetti se crispa, descarga un puñetazo en los controles. Anderson decide no llevarle el apunte.

Por la escotilla delantera, ya lee el nombre de su nueva propiedad: Spectrum. Un escalofrío lo recorre. Recuerda un informe del Sistema de Búsqueda y Rescate: esa nave se había dado por perdida un año atrás, en las afueras del sistema solar, cerca de la nube de Oort, cuando probaban los nuevos motores subespaciales. La compañía de seguros no quiso pagar: varios testigos afirmaban haberla visto navegando.

Las reglas son muy estrictas en lo referente a naves abandonadas: debe ser declarada como perdida por su dueño, y no debe estar tripulada. Ya que nadie responde —piensa Anderson—, se supone que está desierta. Sólo debo ir, verificarlo y tomar el control.

Alberto timonea el Acuadonis. Los silbidos del sistema de empuje susurran dentro de la nave. El piloto maniobra hacia la plataforma de carga de la Spectrum.

Ahora que la nave está muy cerca, Anderson puede ver la compuerta del hangar de salvavidas. Cerrada.

—Capi. No podemos usar el hangar de las naves salvavidas. Aparentemente las unidades de escape no han partido siquiera.

—¿No usaron los salvavidas? —dice el capitán—. ¿Habrá alguien adentro? Quizá necesiten ayuda. Acerca el recolector a la exclusa de mantenimiento de estribor. Haremos una caminata espacial.

—Ni lo pienses.

—¿Que ni lo piense? Lo que no pienso es dejarte solo en la Acuadonis. Vendrás conmigo.

—No te salvé la vida tantas veces para cortarte dentro de esa porquería.

—Si mal no recuerdo, nos salvamos la vida mutuamente —responde el capitán con una media sonrisa.

—Es lo mismo —dice Alberto, entre dientes, mientras verifica la telemetría—. Sólo que esto no me gusta

El capitán activa los sistemas de enganche y, a través de la ventanilla superior y de la cámara, vigila la operación del brazo mecánico. Con lentitud, el gancho de uno de los malacates encastra en el anclaje junto a la escotilla de la Spectrum.

—Vamos, nene, vamos, nave de rescate acercándose —dice, mirando los monitores.

El malacate acerca a las dos naves. Anderson y Rosetti se enfundan en los trajes presurizados y entran en la cámara de intercambio de la Acuadonis.

El capitán escucha la vibración de las viejas bombas que absorben el aire. Siempre se pone nervioso antes de una actividad extravehicular. Será que imagina al vacío que espera llenarse con su cuerpo, con su aire. Quizá sea esa inmensidad que uno descubre al mirar donde fuese. O tal vez la desprotección contra esos proyectiles de roca que viajan a velocidades increíbles. Ricardo ignora la causa de su propia inquietud.

Un dispositivo en la pared muestra la caída de presión de la cabina. La luz roja se enciende, y la compuerta exterior se abre a la nada.

Pequeños chorros de aire lo impulsan fuera del carguero. Rosetti flota tras él.

 

En pocos segundos, la cámara de intercambio de la Spectrum se llena de aire. Una intensa luz verde destella indicándoles que ya pueden quitarse los trajes. Rosetti comienza a deshacerse del suyo, pero el capitán lo detiene.

—No te lo saques. Pensá: nadie nos vino a recibir a pesar de todo el ruido que hicimos. Además, las naves salvavidas no salieron de sus hangares.

—¿Y?

—Que los tripulantes no abandonaron la nave… A no ser que se hayan arrojado todos al vacío. Puede haber algún contaminante en el aire.

Anderson tiene una extraña sensación. Levanta el antebrazo a la altura de su mirada y observa atentamente el analizador atmosférico. Los porcentajes están bastante bien. Pero el detector biomolecular tarda un poco más en dar los resultados.

Sale de la cámara seguido de Rosetti, e inmediatamente siente el peso por la acción de la gravedad artificial. Con pasos lentos explora la sala. Colgados de ganchos alineados en la pared, una veintena de trajes los vigilan.

—Ricardo, vení.

Rosetti se inclina sobre un traje desparramado con el visor hacia abajo. Intentan moverlo, pero una costra ennegrecida de sangre seca se los dificulta. Con un chasquido cede, y una cara acartonada, pegada al plexiglás del casco por la podredumbre, los mira con ojos muertos, aterrados.

El piloto retrocede espantado, dando traspiés: donde debería encontrarse el pecho, un enorme boquete deja ver puñados de gusanos fosforescentes que se agitan. Rosetti vomita dentro de su propio casco. Se desespera por desprenderlo del traje, lo arroja lejos. El hedor de la descomposición le provoca más náuseas. El capitán observa su bioanalizador: está en verde. Pero igual no quiere quitarse el traje.

—Limpiá ese casco, Rosetti, y volvé a ponértelo. Nos vamos.

—¿Estás loco? Ya estamos acá. ¿Cómo nos vamos a ir ahora, que tenemos todo a nuestro alcance? ¿Quién te entiende?

—Calmate. ¿No te das cuenta de que este hombre fue asesinado? Y el asesino aún se encuentra en la nave.

—¿Calmate? ¿Calmate, decís? ¡Andá a cagar, Ricardo! Ya me obligaste a venir. Yo ese casco no me lo pongo ni por joda. No, al menos hasta activar la autodestrucción y recolectar los restos. Esto es un filón, Juan. Si querés, andate vos.

Anderson enrojece de furia, pero se contiene. En cualquier estación espacial encontrará un nuevo piloto.

Rosetti se desprende de la indumentaria espacial y desenfunda una pistola. Mira despectivamente al capitán.

—Voy al puente —dice—, a activar la autodestrucción.

—¡No! —le grita Anderson, pero Rosetti se pierde tras la puerta.

El capitán verifica el medidor de aire de su equipo: apenas le alcanza para volver al Acuadonis. ¿Y el otro estúpido?

—A la mierda con él —dice.

Intenta salir de la nave. Pero, donde antes estaba la exclusa para la cámara de intercambio, ahora hay un panel como cualquier otro: la entrada ha desaparecido.

Recorre con las manos enguantadas la pared nueva buscando inútilmente algún resquicio. Observa toda la sala: los trajes vacíos, el cadáver, la puerta que lleva al interior de la nave y que usó Rosetti. Quizá pueda salir por el hangar superior.

Suenan disparos en alguna parte. Alguien se acerca sin dejar de disparar. El capitán desenfunda y decide darle apoyo a su amigo. Va al pasillo, y al final, en un recodo, ve que su piloto viene corriendo. Sin mirar, dispara hacia atrás, dispara hasta quedarse sin munición. Rossetti sigue intentando disparar, pero los estampidos son apenas rítmicos clics.

—¡No quiero morir aquí! No quiero morir en medio de la nada. ¡Suéltenme! ¡Déjenme en paz! ¡Malditos bichos!

Anderson se interpone en su camino, lo agarra de las solapas, lo zarandea. No hay razón en los extraviados ojos de Rosetti. El capitán mira hacia el pasillo: nadie se acerca. El piloto se deshace de la sujeción, lo empuja y se arroja de cabeza en la cámara de intercambio, que inexplicablemente ha reaparecido.

—¡Rosetti! —grita Anderson intentando alcanzarlo—. ¡Tu traje!

Pero el hombre cierra la escotilla del otro lado y activa la apertura de emergencia. Ya es demasiado tarde para él. Queriendo huir de una muerte horrible, encontrará enseguida una mucho peor: por el ojo de buey, Anderson reconoce los síntomas de descompresión, ve a Rosetti temblar en espasmódicas convulsiones y puede imaginar ese cerebro desintegrándose en una masa de sangre hirviente.

La compuerta exterior se abre bruscamente, y el poder de succión del vacío arrastra al moribundo hacia el espacio destrozándole la cabeza contra la exclusa.

Anderson intenta activar los cierres de la cámara de intercambio. Quiere aprovechar para huir de esa nave, pero los mecanismos no responden.

Cada vez más mareado, controla su medidor de oxígeno: ya está en rojo. En vano busca junto a los trajes alguna mochila aún con aire. Decide arriesgarse con lo poco que le queda. Pero inútilmente busca la escotilla, que otra vez ha desaparecido reemplazada de nuevo por un panel.

Resignado, Anderson se quita el traje ahora inútil: ya no puede salir; mejor dicho, la nave no lo deja escapar.

Por una de las ventanas de la Spectrum ve a su pequeño carguero a la deriva. El cable de anclaje dibuja extrañas formas junto al Acuadonis, y el gancho del extremo destella en cada giro reflejando el lejano sol, como despidiendo a su antiguo capitán. Parece una nave vieja y oxidada. Será cuestión de tiempo: tarde o temprano se encontrará en la ruta de algún asteroide. Y Anderson no podrá evitar su destrucción.

¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Qué había visto el imbécil de su amigo que lo aterró de esa manera? Anderson decide que es mejor saber enseguida a qué se enfrenta. El corredor se le antoja más largo ahora, interminable. ¿Qué habría en su final? Si es que hay un final, pensó.

Algunos paneles muestran los impactos de las balas, que con lentitud se van borrando. Anderson se detiene. Apenas escucha el rítmico murmullo, un bombeo que parece el de su propio corazón pero que proviene de las sombras del fondo. Se decide, y avanza hacia el ruido que no disminuye.

Lentamente avanza.

Porque uno sabe cuándo lo están observando.

Esos leves movimientos que se captan de soslayo, esas sombras que nunca se materializan, esos movimientos que no son.

Oye lamentos. A su izquierda, un panel parece moverse. Intenta sacarlo, y la sólida plancha de biometal se deforma, se ondula como algo vivo.

Una cara.

Se forma una cara crispada por el dolor, y unos brazos suplicantes se proyectan hacia él.

Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos Libéranos

—¡Dios! ¿Qué es esto?

Anderson no puede dejar de mirar esa imagen que fluctúa. Retrocede, pero otros brazos que salen del panel intentan sujetarlo. Una mano que se descuelga del techo apenas le roza la cabeza. Decide retroceder. Los paneles se comban. El piso quiere hacerse uno con el techo, y las paredes se acercan entre sí, se estrechan: imposible volver. Las planchas de titanio parecen vivas. A medida que Anderson trata de huir del pasillo que se cierra, brazos y caras implorantes tratan de retenerlo. Y los lamentos ya son aullidos de terror.

Se esfuerza y sigue avanzando: el final de aquel pasillo de ánimas ya se encuentra a pocos metros.

Dobla a la izquierda y frena de golpe: al frente, el corredor termina en una abertura al espacio.

No hay nada a sus pies.

Nada, salvo el infinito.

Anderson se queda sin aire ante su máximo terror: quedar expuesto al vacío.

Cierra los ojos y lo asaltan imágenes de Rossetti, la sangre hirviendo por nariz y boca, flotando en burbujas granates por la falta de gravedad. Empieza a desfallecer, cuando advierte que aún está vivo. Es absurdo: ¡puede respirar!

Abre los ojos. El piso, las paredes, el techo, todo está en su sitio. Un metro más adelante, un cadáver acartonado lo mira impasible.

—Debo estar alucinando —dice, en un murmullo—. Los fantasmas no existen.

No, no estás alucinando.

Rosetti.

Rosetti, ahora junto a él.

Unas líneas de sangre ennegrecida aún brillan heladas junto a sus ojos, y otras salen de su nariz. El cráneo, hundido por el impacto con la exclusa, deja ver parte de su masa encefálica, que se escurre entre la grieta.

Y sí, gracias a los gusanos subespaciales, existimos.

Rosetti camina hacia una de las paredes…

Te quieren en la sala de control, pero queda para el otro lado.

…y sin detenerse se funde en ella.

El capitán tiembla, intenta controlarse. Busca respirar lento. Con esfuerzo y paso a paso, vuelve a la encrucijada. Y de pronto, corre. Corre con toda su alma hacia la sala de control. Tropieza y cae, pero no golpea contra una superficie dura: el panel se arquea absorbiendo el impacto. Retira las manos, aquello tiene una repugnante consistencia viscosa.

—¡Maldito biometal! —masculla.

Una puerta automática le franquea la entrada al puente de mando. El olor nauseabundo apenas lo prepara: cuerpos podridos, colonias de gusanos rezuman de bocas abiertas, de oídos y de terribles heridas.

Sentado en la consola de combate, frente a la pantalla principal encendida, quien había sido el oficial táctico aún sostiene los controles de los lanzamisiles fásicos. De su cabeza, hundida en dos partes, cuelga uno de los hemisferios cerebrales. Una enorme rata deja de roer la cara de uno de los esqueletos y huye para refugiarse en el pecho abierto de otro.

En la silla de comando, un cadáver tiene un agujero en el pecho del tamaño de un balón. Con lentitud exasperante gira su cabeza hacia Anderson. La mueca de esa cara marchita.

Bienvenido al puente, capitán. Lo estábamos esperando. Cuando lo ordene podremos partir.

El puente de mando apesta a muerte y corrupción. Sin embargo parece operativo. Aun con un cadáver al mando y una tripulación de esqueletos apenas cubiertos por una capa de piel apergaminada y destrozada en varias partes.

Pero Anderson no será capitán de una nave fantasma. De hecho… los fantasmas no existen.

Al fondo del recinto ve la puerta de la oficina del capitán. Enfurecido por lo de Rosetti, y a la vez aterrado, corre hacia ella seguido por la mirada expectante de los cadáveres.

La puerta se abre automáticamente.

Le llama la atención una de las bibliotecas. Sobre el estante superior hay un mecanismo: tubos de cristal, frascos traspasados de cables. Dentro de cada frasco, un extraño pez parece revolverse rítmicamente. Cuando Anderson se acerca un poco más, le repugna reconocer que no son peces: se trata de corazones. Corazones que laten al unísono. Y puede leer los rótulos de cada frasco: Echeverri, Finkellevich, Gerard, Matsumoto…

Con esfuerzo deja de mirar ese estante y advierte que no puede controlar el temblor de su cuerpo. Al darse vuelta, queda cara a cara con el cadáver del boquete en el pecho. Apenas se lee la identificación en el raído uniforme: Gerard.

El cadáver estira la mano podrida y la acerca al hombro de Anderson, que no puede moverse: el resto de los despojos humanos cierra filas tapando la salida de la cabina.

Anderson intenta deshacerse de esos huesos apenas cubiertos. Sacudiéndose, se acerca a los frascos. Le llama la atención uno vacío.

—Lo necesitamos, capitán Anderson —dice el cadáver señalando el frasco—. La nave lo necesita. Necesita de su corazón para volver a la actividad. Y usted lo dijo: daría cualquier cosa por comandar una nave como esta.

—¡Nooo! —grita Anderson. Y el círculo de muertos se cierra a su alrededor. Apenas le dejan un resquicio contra la pared. Se dispone a defenderse. Pero el panel de la cabina se deforma proyectando tentáculos hacia él: elongadas masas de titanio vivo.

Firmemente sujeto a la pared, Anderson siente el dolor de los tobillos sujetos por los seudópodos. Un aro ondulante de titanio le presiona los hombros y el pecho. Dolores agudos. Un borboteo de sangre inunda su boca. En su espalda se abre camino un tentáculo. Desesperado mira su pecho. De él sobresale un filo que, cortando huesos, va describiendo un círculo a la altura de su corazón. Siente cuando los gusanos circulan por sus venas.

—¡Ahhh! —el grito apenas abandona su boca.

 

 

Anderson despierta sentado dentro de su cabina. Respira hondo en medio del alivio. Si se pone a pensarlo, todo lo que ha vivido no le parece un costo demasiado elevado por comandar una nave como la Spectrum.

Se levanta de su sillón y queda paralizado frente al anaquel de los frascos: en el que había visto vacío ahora late su corazón, al unísono con el resto.

Todo se ha consumado.

Anderson va al puente de mando.

—Hacia la Tierra —ordena el nuevo capitán de la Spectrum—. Necesitamos más tripulantes.

 

 


Daniel Antokoletz Huerta (Buenos Aires, 1964) comenzó a escribir desde muy joven y ha obtenido varios galardones tanto a nivel local como nacional. Entre los principales se encuentran el Primer Premio del certamen “Cuentos para Niños”, del Consejo Argentino de Mujeres Israelitas de la Argentina, en 1993, y, en ese mismo año, la Primera Mención del Premio “Más Allá” del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía por su cuento breve “La sentencia”. Sus narraciones fantásticas y de terror se han publicado en diversos diarios, revistas y antologías, entre los que debe señalarse el que fue seleccionado para Cuentos de la Abadía de Carfax, historias contemporáneas de horror y fantasía, y Grageas 2, entre otras. Ediciones Andrómeda anuncia su novela Contrafuturo. Trabaja en investigación tecnológica y desarrollo de robots y sistemas.

Hemos publicado en Axxón: MEDUSA EN LA CIUDAD y AYER VI MI MUERTE.


Este cuento se vincula temáticamente con ¡DE PIE, SOLDADO!, de Hugo Perrone; ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao y AL ACECHO, de Eduardo Poggi.


Axxón 251 – febrero de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Nave fantasma, Zombis : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«El recolector», Daniel Antokoletz”
  1. Fernando dice:

    Qué buena! Me hizo recorrrer desde las aventuras de Emilio Salgari y las historietas de Skorpio hasta las pelis de Piratas del Caribe! Un viaje espacial gigantesco.

  2.  
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