Revista Axxón » «Al acecho», Eduardo L. Poggi - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

I

A uno lo veía cruzado por las retículas de la Bushnell 4×32 de mi Browning semiautomática .22LR —no soportaba el retroceso de calibres mayores—. En cuanto al otro, yo esperaba que cruzase la línea de tiro. Debían alinearse: no bien oyeran la descarga, perdería la ocasión de matar a los dos de un único disparo con mi munición de punta hueca. No podía darles la oportunidad de escapar: conocía las consecuencias de un fracaso. Por eso llevaba la .9mm en la cintura.

Mi corazón latía a mil. Latía como aquella vez que había rodeado a un grupo de liebres para esperarlas a contraviento. Sentía esa agitación, el riesgo de perder la presa: el cuerpo temblando en oleadas de adrenalina bajo los rayos del sol, la vista nublada por el esfuerzo de evitar el parpadeo.

Aquella vez, apuntaba a las liebres con la Sarrasqueta calibre .16. Me la había regalado papá. La mira central de los caños yuxtapuestos y cargados con cartuchos del 5. Apuntaba a las liebres: jugaban, atentas, en cámara lenta. Avanzaban hacia mí, sus saltos elásticos, sus orejas paradas. Yo contenía la respiración, cuerpo a tierra. Veía a las tres rodeando un abrojo que tapaba parcialmente a la del medio: los cuarenta metros abrirían la roseta y las abarcarían. Le apunté al abrojo, disparé, y cayeron: la del medio, fulminada; otra yacía de lado y pataleaba en el aire como si fuera tierra firme. Y la tercera dio un salto hacia arriba y atrás: el perdigón le había entrado en un ojo.

Mis pulsaciones se aceleraron en una mezcla de euforia y ansiedad: quería compartir la experiencia. ¡Tres liebres de un solo escopetazo! ¿Me creerían?

Pero ahora… Ahora no estaba a campo traviesa bajo el sol, y mis presas —por llamarlas de algún modo— no eran liebres. Y el olor no era olor a pólvora: yo olía un hedor cadavérico.

Y no acechaba. Me acechaban. Nos acechaban, mejor dicho. Nos acechaban en medio del bosque.

A mi amigo Guido y a mí.

Ahora, yo me defendía. Y las palpitaciones eran producto del miedo.

Siempre pensé encontrarme con ellos, pero nunca bajo estas circunstancias: inmerso en el crepúsculo, cuerpo a tierra como aquella vez de las liebres.

Espiaba en la mira cada uno de sus movimientos. Guido trataba de rodearlos. Había sido un acierto la elección de la Bushnell gran angular, campo de visión amplio, ideal bajo condiciones de baja luminosidad y blancos móviles. Así, podía verlos a ellos, agazapados bajo los pinos, arrastrándose sobre la pinocha rojiza, husmeando el aire en busca de Guido y de mí, las auténticas presas.

 

II

Todo empezó hace cinco semanas, durante unas vacaciones en Gesell.

Mi esposa Verónica, yo, nuestros dos hijos, mi suegra y mi cuñada pasábamos los días de playa y las noches de Scrabble y TEG en la casa prestada por mis padres.

Esa vez, jugando a la lotería, oímos pasos en el fondo de la casa. Nos quedamos tiesos mirando la puerta de atrás, abierta, la cortina de tiras multicolores colgando sin moverse. Pude ver, entre las aberturas de la cortina, una sombra moviéndose en la oscuridad del jardín.

Nadie atinó a levantarse y cerrar la puerta. Inmóviles como muñecos, mirábamos la cortina: entre los flecos apareció una mano, y después alguien o algo se detuvo bajo el dintel. Ese cuerpo rígido, la boca abierta y los brazos colgando, seguramente gozaba del espanto de quienes habitábamos la casa.

—Hola —dijo, y se abalanzó, los brazos abiertos.

—¡Carajo! —grité, y sentí mi corazón palpitando— ¡Qué susto nos diste, Guido!

—¡Ja, ja! —se rió el muy boludo, abrazándome.

—¡Siempre con estas jodas de mierda, vos!

Guido. Lindo hijo de puta. Sus anécdotas de cirujano cardiólogo eran espeluznantes.

—¡Dale, Tito! —zamarreó mis hombros—. Reíte, la vida es una sola.

—Sí, sí, la vida. Pero a mí me vas a matar de un susto, y a vos te van a pegar un tiro si seguís con este tipo de bromas.

—No seas aguafiestas, Tito querido. —Me abrazó otra vez—. Si sabés que te quiero.

Nunca sospeché que el guarango de Guido aceptaría venírsenos en carpa con su esposa Diana y sus tres hijos. Y menos con el más chico, de apenas dos meses. Y menos que vendrían esa primera semana a quedarse… ¡quince días! Y mucho menos que nos pegaría tremendo susto; aunque, conociendo sus locuras, debí imaginarlo.

A pesar de la protesta de mis hijos, dejamos de jugar al TEG, nos saludamos, y mientras tomábamos café cambiamos impresiones: que habían viajado un miércoles, y así evitaron el tránsito del fin de semana, que el tiempo de marzo siempre resultaba más estable que el de enero o febrero, que…

—¿Qué tal si vamos a comer pizza?

La noche espectacular nos animó: fuimos a la pizzería «Ventura». La excelente pizza cocida en el horno de barro, la temperatura agradable y, especialmente, la calma —una calma extraña—, nos alentaron a tomar unas cuantas cervezas frías.

Después de los postres volvimos a casa. Los demás entraron al comedor —Vero prepararía café—, pero yo sentí la necesidad de quedarme afuera, en el jardín, y disfrutar de esa noche.

No se movía una hoja. Una rara emoción de tranquilidad me invitó a sentarme en el pasto. La quietud me animó a levantar la vista, a mirar las estrellas —cuando yo era un pibe, papá compraba la revista Más allá—. Miré, y vi una especie de bruma: bajaba lentamente y envolvía la copa de los árboles, me rodeaba. Sin embargo, aunque borrosas, seguía distinguiendo las estrellas. Me deleitaba la serenidad del ambiente, esa impresión de poder apreciar todas las variables en equilibrio, como si el mundo se hubiera paralizado. Como si aquel lugar, aquel jardín y aquella casa a metros de la playa, fueran el centro del universo.

En estado de gracia, me atravesó una sensación de paz y placidez.

Y entonces la vi.

A una altura que apenas excedía las lanzas de los pinos, una esfera difusa y rojiza, una luna llena, se desplazaba lenta y en silencio entre la bruma. Es más: no sólo se desplazaba entre la bruma, sino que —fue una rápida ocurrencia— usaba la bruma para trasladarse.

Me levanté y corrí por el jardín hasta el costado de la casa, quería seguir su movimiento. La esfera frenó súbitamente, como si un muro invisible la hubiese detenido. Quedó en el aire suspendida, quedó flotando.

La vi observándome —parecía reconocerme, parecía percibir que no podría atacarla—. Y de pronto aceleró y desapareció. Fue… diría… la transición fue instantánea.

—¿Tito? ¿Mi amor? —Vero, pocillo y plato entrechocándose en la mano temblorosa, tiraba de mi remera—. ¿Qué está pasando?

—Nada, Vero. Nada malo.

—No dirías eso si te vieras la cara.

—Es que… no sé cómo explicártelo. Vi…

—¿Qué, Tito? ¿Qué viste?

Levanté el brazo, señalé el infinito y me di cuenta de que la bruma se había evaporado tan rápido como la esfera: el cielo límpido dejaba ver la Vía Láctea, su claridad total.

—¿Qué es este quilombo? —dijo Guido al salir de la casa junto con Diana.

Traté de contar la experiencia, y su humor brotó enseguida.

—Che, Tito —empezó a reírse—, ¿no habrá sido que la cerveza…? ¿Eran flacos y altos, o gordos y bajitos?

—¡Pará un poco, che! —dijo Diana.

Me molestó el comentario de Guido, y pensé que lo mismo debió sentir ella. Él siguió con su costumbre:

—¿Viste a la Ripley con Alien?

No, no había visto a la Ripley con Alien. Bien sabía yo lo que había visto. Pero también pensé que, si me lo contara otro, tampoco lo hubiese creído.

—Te lo juro —le dije a Vero—. Aunque éste no me crea —con bronca, lo señalé a Guido—, lo que vi… —Vero, sentada en el mismo lugar que yo había dejado, me escuchaba, miraba mis gestos—. Lo que vi no era humano ni construido por humanos, Vero. Te juro que lo vi. De verdad te lo digo.

Vero asentía. Esa actitud de confianza me calmó. Guido, a pesar de que Diana le había pedido calma, volvió al ataque:

—Che, Tito, ¿pudiste verle el culito a la Weaver? Lindo culito el de la Weaver, ¿eh? Lástima las tetitas.

—¡No le lleves el apunte! —dijo Diana, nerviosa—. ¿Qué pensás que era?

Yo me encogí de hombros y no contesté.

—¡Dale, contanos! —insistió Vero mientras tapaba con una mano los labios de Guido.

Yo dudaba si contar más o no: temía otra burla. Diana se lo llevó a armar la carpa en el jardín.

Volví a encogerme de hombros. Miré a Vero, y en sus ojos vi que me había entendido.

Súbitamente se levantó.

—¡Mirá! —gritó, los ojos grandes y el brazo en alto señalando atrás de mi cabeza—. ¡Mirá eso!

Me di vuelta y vi resplandecer un corto relámpago blanco azulado brotando de la negrura del espacio. Lo que parecía una descarga eléctrica se separó en cuatro puntos elípticos y luminosos. Pronto formaron los vértices de un rombo de diagonal mayor vertical en ángulo de unos 75º. A diferencia de las estrellas que los rodeaban, los contornos de las cuatro elipses se apreciaban perfectamente delineados.

—¡Vengan! —grité hacia el fondo: Guido y Diana clavaban estacas en la arena—. ¡Vengan a ver esto!

Oí a mi suegra y a mi cuñada: salían de la casa. Y enseguida quedaron absortas mirando el cielo, en éxtasis.

Sin perder la formación romboidal y la dimensión de sus tamaños, los cuatro puntos silenciosos se movieron hacia nosotros para doblar abruptamente a la derecha.

Yo corrí a la calle, y allí vi la trayectoria a través de las ramas de unas acacias. Vero me siguió. Igualmente noté las sombras de Guido y Diana avanzando bajo los mismos árboles.

Los cuatro puntos se plantaron en el aire, suspendidos. Así también quedamos nosotros, deslumbrados por el espectáculo. Y, al igual que la luna difusa, parecían observarnos desde la inmensidad del espacio, en total quietud. Pensé que nada conocido podía frenar de esa manera, sin una continua y constante desaceleración. Nada.

Entonces comenzaron a zigzaguear a su antojo —¿en forma aleatoria?—: ángulos y traslaciones geométricamente imposibles derivaban hacia los infinitos puntos de la bóveda celeste. Pasaban por nuestro cenit y desaparecían atrás de la casa, emergían ante nuestros ojos sin romper su formación. Jamás dejaron de mostrar el mismo plano del rombo —ni siquiera vi su perfil cuando pasaron por la derecha o por sobre nuestras cabezas—: como si fuese una cara rodeándonos, nunca dejó de enfocar sus ojos sobre nosotros. Después desapareció atrás de un médano, del otro lado de la bocacalle.

Corriendo volvimos al jardín, atropellándonos. Vero cayó al pasto, Guido la agarró de los brazos y la llevó bajo el techo del cuartito de herramientas.

Yo me alegré de ser socio del Tiro, de no haber escuchado los ruegos de Vero: contra su voluntad, había traído los fierros a la costa. Fui a buscar la .9mm, me la calcé en el cinturón y volví al grupo.

Cada uno quería ser el primero en contar, cada uno necesitaba corroborar su versión.

Y, cuando por fin pudimos escucharnos, ya no tuvimos dudas: todos los detalles coincidían.

 

Vero y yo pasamos la noche al sereno, sentados contra la pared de la casa, esperando. Le había quitado el seguro a la .9mm, siempre bien a mano.

A Guido y a Diana les prestamos nuestro dormitorio: no quisieron quedarse en la carpa con los chicos. Y Guido seguía comportándose como un auténtico psicópata. Desde adentro me gritaba a cada rato:

—¡Dejate de joder y andá a dormir, que mañana quiero ir temprano a la playa!

Y nosotros dos, ¿qué esperábamos? Esperábamos que aquello se diera otra vez. Esperábamos saber qué había sido. Nos ganaba una extraña obsesión: la misma que muchos sintieron con Encuentros cercanos del tercer tipo, al identificarse con la incertidumbre de los personajes. Sólo que esto no se trataba de una película, y nosotros éramos de carne y hueso y habíamos visto.

¡Queríamos saber!

Vero y yo queríamos saber. Y supimos. ¡Vaya si supimos! Porque… esa madrugada, a oscuras, en silencio y abrazados, vimos algo más increíble. Algo tan inverosímil —aun después de la experiencia vivida—, que decidimos no comentar nada.

A nadie.

 

Al día siguiente, Guido seguía sin darme bola, no le interesaba saber. Él y su familia se fueron a la playa a primera hora.

En cambio, Vero y yo nos fuimos a Casa Böhm: compramos libros sobre la oleada española de 1950, la oleada francesa del 54, el triángulo de las Bermudas, el área 51, el caso Roswell, las teorías de von Däniken, las pistas de Nazca, las fascinantes formas geométricas en los sembrados de maíz, el libro de Antonio Ribera (fundador y presidente de honor del «Centro de estudios interplanetarios de Barcelona», editado por Plaza y Janés). Este libro incluía un pormenorizado detalle de los avistamientos desde la prehistoria hasta la actualidad.

Con las horas se iba apoderando de mí una certeza: si seguía leyendo a tal ritmo, en pocas semanas enloquecería. Pero nada me importaba más que saber sobre eso. Nada.

En los días siguientes, sólo leía. Nada de playa, nada de juegos con mis hijos, de sexo con Vero.

Nada.

 

III

En esa semana, poco a poco, me volví un maldito autista: me quedaba horas y horas con Vero mirando la inmensidad del cielo nocturno. Y esperando. Aprendí a no encandilarme de ilusión cuando lo que aparecía en nuestro campo visual era apenas un mero satélite o un fugaz meteorito.

Hasta que, unos días después, leí en El mensajero de la Costa: «Fabio Zerpa invita a una disertación a realizarse el 29 de marzo en Buenos Aires, en el Teatro Astros».

—No puedo perderme esa conferencia, Vero.

—¿Vos estás loco, Tito? —ella me miraba sorprendida: por primera vez yo preparaba las valijas—. ¿Lo echaste a Guido y a su familia, y ahora te vas vos?

—Y… Vero —le dije guardando el equipaje en el baúl del auto—. Te entiendo si lo ves de esa manera. Si vos podés olvidarlo, yo no.

—No me gusta quedarme acá, sola, con los chicos. —Al decir esto (sé que fue un movimiento instintivo), Verónica miró al cielo, los ojos asustados.

—Mirá, Vero: estaré loco, pero no tanto. —Cerré el baúl y fui al dormitorio—. Termino de cargar el portaequipaje y nos vamos todos. Ni por puta los dejo después de lo que vimos hace apenas una semana.

—¿Qué puede pasar, Tito? —Vero me miraba llevar las valijas hasta el auto—. Además: ¿no le prometiste a tu viejo que compartiríamos la Pascua?

—Al carajo con mi viejo, mi vieja, Guido. ¡Al carajo con todo, Vero! ¿Me entendés? ¡Al carajo con todo! —Vi que Vero estaba a punto de llorar—. Además, papá también tiene las llaves de la casa. Mis viejos pasarán la Pascua solos: qué le vamos a hacer. Nosotros nos vamos.

 

IV

La conferencia de Zerpa no me aportó mucho más de lo que yo venía estudiando. No sé si porque brindó datos muy conocidos y asimismo divulgados hasta el hartazgo, o porque yo ya había leído la misma idea, pero mejor desarrollada en otros autores: antiguas civilizaciones habían dejado huellas en este planeta —las pirámides de Teotihuacán enxico y las pirámides de Egipto, el templo de Sri Meenakshi en la India, las pistas de Nazca en Perú, o los moais de la Isla de Pascua—. Ellos habían logrado dominar las fuerzas gravitacionales para poder viajar a la velocidad de la luz. Y yo también había leído que —según la Teoría de la Relatividad—, cualquiera que viajara a esa velocidad y regresase a la Tierra, vería a los familiares de varias generaciones posteriores a su descendencia directa.

Una conclusión posible: nosotros, en Gesell, habríamos sido testigos del viaje de aquellos antepasados. ¡Aquellos antepasados habían vuelto a su lugar de origen!

Pero: ¿por qué no hacían contacto? No lo sabía. Obviamente, no poseía conocimientos suficientes.

Unas semanas después, ya no tendría ninguna duda.

¿Loco, no? Sí, suena loco.

Pero cuando mi viejo regresó de Gesell después de la Pascua —él y mamá, al volver de un viaje, siempre pasaban por casa a saludar a sus nietos—, todo empezó a aclararse.

 

V

—Tito —empezó a decir papá después de los saludos. Encendió su pipa y me miró, circunspecto—. Al llegar a Gesell, nos sorprendimos al no verlos. Después leí la nota que dejaste sobre la mesa, y me tranquilicé al comprender que tenías que ir a una conferencia.

Vero, que jugaba con los chicos y mamá en la cocina, se acercó. Yo lo notaba raro a mi viejo, y no me agradaba el olor de la pipa ni el humo azulado y denso rodeándome.

—Te cuento algo, hijo: cuando fuimos a comprar al almacén, el viejo Muschietti nos contó sobre el alboroto de la Villa.

Vero y yo cerramos la boca y escuchamos.

—Dos semanas antes de nuestra llegada a la Villa —siguió diciendo papá, después de largar otra bocanada—, un grupo de personas alojadas en el hotel Tejas Rojas oyó gritos en uno de los cuartos de la planta baja.

Vero me miró, y yo le hice una seña de silencio: nuestra casa en Gesell quedaba a pocas cuadras del Tejas.

—El conserje y dos huéspedes corrieron hasta la habitación y se encontraron con una mujer gritando aterrorizada por el pasillo. —Papá exhaló un humo denso, penetrante, y me miró, serio—. No pienses que yo creo lo que te estoy contando, pero el revuelo de Gesell me llama la atención.

—Y… ¿a qué se debía concretamente el alboroto, papá?

—La señora dormía, y un gran resplandor la despertó: aun con las cortinas cerradas, le cegaba la vista. Se levantó, plegó el cortinado, y vio a través del ventanal un gran pájaro luminoso sobrevolando el mar, y luego la playa del hotel.

—Eh, viejo —dije, y miré a Vero excitado—. Qué raro, ¿no? Y hay testigos.

—Todo está escrito en el libro de novedades de la portería —dijo papá quitándose de la remera una mota de ceniza—. Algunos que a esa hora caminaban por la playa se metieron en sus autos. Otros se escondieron en los médanos, entre las ramas de los tamariscos.

—¿Tamariscos? —preguntó Verónica.

—Esos pinos anchos y rastreros —expliqué— que usamos para protegernos del viento cuando vamos a la playa, ¿viste?

—Y dicen —papá no me dejaba hablar— que otros rajaron por la avenida costanera.

—Es increíble, ¿no, viejo? ¿Y cuándo ocurrió todo?

—El diez de marzo. Más o menos a las dos y media, tres de la madrugada. —Mi viejo se dio cuenta: yo la miraba a Vero, excitado al saber de los testigos: no éramos los únicos «mitómanos».

Entonces, me sentí extraño, como si papá hubiese leído mi mente. Porque, lo que Vero y yo habíamos descubierto aquel día, solos, abrazados en las sombras —y a nadie se lo habíamos dicho—, coincidía con el relato de papá.

En la noche de nuestro encuentro cercano habíamos visto surgir un relámpago entre blanco y azul, similar al de pocas horas antes, en el mismo lugar de la bóveda celeste. Pero, en vez de convertirse en los cuatro vértices del rombo, se transformó, luego de una explosión que no oímos, primero en una densa niebla, y luego en un resplandor. Y el resplandor tomó la forma de un inmenso pájaro que, batiendo sus alas a unos cien metros de altura, se dio a sobrevolar la costa.

Eso, eso que habíamos visto Vero y yo, no era creíble. A nadie se lo habíamos dicho… y ahora dudaba si comentárselo a mi viejo. Aunque coincidiera con lo que me había contado.

Él, como si otra vez me hubiese leído la mente, me dijo:

—Vos lo viste, ¿no?

—¿Vi qué, papá?

Me miró, hizo una mueca imposible con el labio, una mueca anormal mientras chupaba su pipa.

—Dale, sonso —me dijo, y pude ver cariño en sus ojos—. Si yo sé.

Yo le notaba una inteligencia desconocida. Notaba en su voz un tono que nunca había advertido, un tono que variaba entre la malicia y la bondad.

¿Por qué me sentía cómplice de mi padre? ¿Acaso no me lo había dicho? Él no creía en lo que me estaba relatando. ¿Sería mi padre quien andaba distinto, o yo seguía enloqueciendo?

Papá se acercó. Me pasó la mano por el pelo. Y dijo:

—Yo sé, Tito. Yo sé —me miró, forzó un gesto de sonrisa—. Y vos, cuando llegue el momento, sabrás actuar.

Se dio vuelta, desenchufó el cable del televisor y acercó dos dedos a los negros huecos del tomacorriente. Un arco voltaico blanco azulado salió del toma hacia sus dedos —¿o de los dedos hacia el toma?—, y las descargas lo recorrieron, cada vez a mayor velocidad. Y entonces, aunque ahora me cueste aceptarlo, percibí una risa que apenas salía de sus labios. Él se reducía, se reducía sobre el piso hasta convertirse en cenizas.

Mamá lanzó un grito de horror.

Vero —el instinto de madre la levantó de la silla— corrió y abrazó a nuestros hijos para evitar que vieran aquella insólita transformación.

Quedé con la boca abierta, paralizado: sentía terror de tocar el cable y los restos de papá. Las cenizas humeantes formaban una alfombra de pestilente olor.

Entonces mamá se acercó hasta casi pisar las cenizas de papá. Cuando pasó a mi lado, olí otra vez ese mismo hedor de papá. Y la oí decir:

—Si tienes la impresión de que intento… de que intento hacerte daño, corre hijo, corre. ¿Me entiendes, hijo querido?

Y mamá, con la torpeza de un zombi, fue tambaleándose hacia el tomacorriente… y el arco voltaico la recorrió desde la coronilla a los pies. Antes de reducirse a cenizas, pude ver una expresión de raro alivio en su cara. Recuerdo la eléctrica fetidez del ozono, la carne ardida, el chisporroteo y el humo penetrándome el cerebro por las fosas nasales.

Y ahí, en medio de esa devastación doméstica, yo.

Yo sentado en el suelo, mirando a Vero y a los chicos.

 

VI

La tragedia me impulsó a pedirle ayuda a Guido. Metimos en el baúl del Corsa la .22, la .9mm, la Sarrasqueta, cajas y cajas de balas expansivas y cartuchos, los prismáticos Zenith, los borceguíes, la ropa camuflada y un Aitor Montero para cada uno.

Ilustración: Pedro Belushi

Durante el viaje a Gesell barajamos hipótesis. Nada tenían que ver con las pistas de Nazca, ni con la teoría de la relatividad, ni con las plantaciones de maíz, ni con aquellas elucubraciones tipo Charles Berlitz que yo había asimilado. Tampoco nos preguntamos qué aspecto tenían ellos ni de dónde provenían. Habría sido inútil. Pero concluimos que, de alguna manera, utilizaban la electricidad para desplazarse. Y que leían la mente.

Trazamos planes: debíamos evitar la cercanía con todo tipo de energía eléctrica, atraerlos a un bosque alejado de cualquier población.

Ignorábamos cuánto tardarían en captar nuestras intenciones.

Y pronto lo supimos.

Ahora, los dos estábamos ahí, en medio del bosque: Guido trataba de rodearlos y yo, mirando a través de la mira, aguardaba a que se alinearan para dispararles y matarlos de un único disparo.

Yo, en silencio. Una tumba.

No.

Más silencioso que una tumba.

Aunque pensaba que, de todas formas, ellos se estaban enterando de mis pensamientos.

Y poco a poco los sentí. A ellos. Cerca.

Enfoqué mi ojo derecho en la mira, y sólo vi a uno. Mi campo de visión no abarcaba ni al otro ni a Guido: ¿se habían desplazado por la pinocha revuelta?

Entonces oí.

—Son inmateriales, Tito. —Me di vuelta y lo vi a Guido, parado, estirando su brazo hacia mí. Y me di cuenta de que hablaba en serio—. Nos usan, Tito. Usan nuestro cuerpo. —Se tocaba el pecho con los dedos, repetidamente—. Nos manipulan.

—¡Te convenciste, estúpido! ¿Y ellos? ¿Dónde están ellos?

—Él me lo dijo, Tito. Ese otro al que logré acercarme.

—¿Qué te dijo? —Mi cuerpo temblaba: la adrenalina me estimulaba a correr—. ¡Carajo, hablá rápido! ¿Qué mierda te dijo?

—Sé que no miente, Tito. Soy cardiólogo. —Yo me preguntaba qué tenía eso que ver ahora, ahora que nos estábamos convirtiendo en comida.

—Te volviste loco, amigo —le dije apenado—. Loco, loco.

Yo, sentado en el suelo, con el .22 abrazado y la .9mm al cinto, vi que Guido doblaba las rodillas para ponerse a mi altura y zamarrearme.

—Haceme caso —lloraba, quería convencerme—. Me lo dijo sin hablarme, Tito. Él, el otro: la actividad eléctrica en el tejido cardíaco, las contracciones y dilataciones del corazón.~El corazón produce pulsos eléctricos rítmicos, pulsos que disparan las contracciones mecánicas del músculo.

—Pedazo de pelotudo. —Le di un empujón y se cayó de espaldas—. ¡Hablá claro, la puta madre!

Y entonces me llegó el hedor, y lo vi: parado atrás de Guido, me miraba fijo.

Me arrastré de espaldas, la pinocha arañándome las palmas, los codos. Choqué contra la corteza del pino que me había ocultado, perdí la .22 a los pies de Guido. Saqué la .9mm y le apunté a eso.

—¡No, no lo mates! —gritó Guido—. Él no es él. Ocupa ese cuerpo. Si lo matás, se mete en el mío.

—¡Loco infeliz!

Entonces, cambié la dirección del arma y disparé dos veces: primero a Guido, que deliraba, y después al otro. Luego de un chispazo, se convirtió en unas repugnantes cenizas junto al cuerpo sin vida de mi amigo.

Me arrastré tan rápido como pude para levantar la .22. Volví a mi posición y busqué al otro, al que había perdido en la mira. Logré enfocarlo de nuevo: huyendo en cuatro patas, su forma reptílica me recordaba a un dragón de Komodo. De pronto, se detuvo. Y, al volver su cabeza, me pareció entender. Las palabras no eran palabras. Eran sones inteligibles —al menos para mí— que no provenían de una boca:

Hemos encontrado, hace ya mucho tiempo, una fuente inagotable para nuestra reproducción y supervivencia. ¿Nos entiendes? No nos importa la materia de vuestro cuerpo. Hemos venido sólo para apropiarnos y vivir de la maldad que anida en ustedes.

Sacudí la cabeza, quería despejar las visiones y apartar las lágrimas. Entonces distinguí las retículas cruzando su cabeza y le disparé una dumdum al centro de su cerebro.

Se desparramó en la hierba. Hubo un fulgor, y sólo quedaron cenizas sobre la pinocha.

 

VII

Ha pasado poco tiempo. Todavía me cuesta aceptar las pérdidas y la nueva vida.

Puedo verme en el espejo, puedo atarme los cordones de las zapatillas, puedo cepillarme los dientes. Incluso, como ven, puedo escribir a máquina.

No tendría problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Pero no lo necesito. Aunque debo confesarlo: llegué a pensar, a mi regreso a casa, que ésa podría ser mi única salida.

Ahora no.

Ahora sueño paisajes marinos de cuarzo cristalizado, romboédrico, incoloro en estado puro. Al comprimirse, ese cuarzo adquiere propiedad piezoeléctrica: produce una separación de cargas con capacidad termo luminiscente. Emite luz cuando es calentado, y es visible solamente en la oscuridad. Un fenómeno similar al que se observa en las luciérnagas, en minerales de uranio, en varios sulfuros metálicos, en las maderas y en los pescados putrefactos. Una corona de llamas azules. La luz mala, que le dicen.

En tanto, yo sueño con volver.

¿Volver a dónde?, me pregunto.

Miro los huecos negros del toma, y me doy cuenta de que para nada sirvió la ofrenda de los dos viejos.

Vero me mira. Piensa: «Algo le pasa desde que está escribiendo».

Ahora está pensando que estoy loco.

Y quiere apartar la vista.

Porque siente asco cuando le muestro la lengua y me la paso por los dientes en un gesto de impenitente lascivia.

 

 

Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945) integra el círculo de escritores de horror y fantasía «La abadía de Carfax» (http://www.geocities.com/abadiacarfax/). Sus cuentos La trampa y Tahití fueron premiados en los sitios web elaleph y revistaaxolotl, revista que también ha publicado el cuento El viento y varias de sus pinturas. Colabora con el periódico cultural FIN: escribe sobre plástica y literatura. Escribió la novela Razones de un homicidio y un libro de cuentos, ambos inéditos. Un día descubrió que escribir horror y fantasía le provocaba un goce creativo superior al de la literatura realista, y volvió a la pasión de su adolescencia, producto de libros de Verne, Defoe, London, Poe; de revistas como Sexton Blake, Más allá; y de programas de TV: Obras maestras del terror, Rumbo a lo desconocido, Dimensión desconocida y Los vengadores.

 


Este cuento se vincula temáticamente con ESE DÍA, de Yoss, OBJETIVO PRINCIPAL, de Frank Roger, EL EXTRATERRESTRE, de Rebeca Montañez

 

Axxón 202 – noviembre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Invasión : Argentina : Argentino).