Revista Axxón » «Escombros, fuego y una columna de humo blanco», Cristian Acevedo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

A metros del Boulevard Voltaire, N se ha detenido. Sus pies decidieron plantarse frente a un kiosco de diarios, y él no hace más que obedecer.

En el kiosco parece no haber nadie; tampoco oye ruidos adentro del cuartito de chapas azules, aunque es imposible oír algo con la Avenida Parmentier tan cerca. N ha empezado a reconocer las calles, a recordar los nombres de las plazas, a pronunciar correctamente.

Se distrae con las tapas de las revistas de turismo. Aunque, sin sus anteojos, debe conformarse con intuir algún contorno, alguna silueta, y completar de memoria lo que sus ojos miopes no alcanzan a ver.

No tiene pensado comprar nada, solo hace tiempo antes de su clase de francés. Pasea y descansa. Se pone a hurgar entre las gruesas y lustrosas revistas. Es evidente que el livreur no está.

Debajo de una revista que, al parecer, tiene fotografías de una cascada, sobresale la tapa de un diario. Aun sin los anteojos, N nota que ese deslucido diario amarillo no merece mezclarse en medio de tan elegantes revistas. Que ese no es el lugar que le corresponde a un diario viejo.

N mira la hora. Debe seguir: su parada no ha sido más que un breve descanso. Sus pies cosquillean, le ordenan que avance. Pero aquel diario sepultado bajo una pila de revistas ha llamado su atención.

No sin mucho esfuerzo, N libera ese diario que, en realidad, no es más que una única hoja sucia y desteñida. Una única hoja que lleva estampada una foto borrosa y manchada. Tanto polvo tiene esa foto que N no puede evitar un estornudo.

Y sabiendo que, posiblemente, pronto llegará el livreur, N decide que ya está bien, que es mejor seguir. Por eso ha dejado la hoja mugrosa hundida bajo las revistas y ha seguido su camino.

A ambos lados de su remera blanca han quedado las marcas roñosas de sus dedos.

N atraviesa el bulevar. Y el cielo, hasta recién salpicado de regordetas nubes, se oscurece en el momento en que comienza a cruzar: una inmensa sombra lo inunda por completo. El sol parisino es reemplazado por una cubierta negra, densa, apocalíptica. Y enloquecen las bocinas de los autos y los perros de los paseadores desesperan y gruñen y lloriquean. Y tras esa espeluznante penumbra, N oye un silbido pesado y agudo —silbido que desciende, que aturde, que aumenta—, y tiene la certeza de que va a empeorar.

El estruendo un poco más adelante y una luz caliente que encandila, aúlla contra los baldosones; el piso tiembla; y la calle que revienta, que explota y que arde como si fuera un volcán en erupción, y todo es tan inverosímil que N busca la manera de rechazar lo que sus ojos ven.

Y, enseguida —tanto que no es posible pensar en nada— una pared ardiente de esquirlas y escombros lo derriba, lo golpea y lo sacude. Y antes de un silencio de muerte, otra explosión y una más: decenas de explosiones, cada vez más distantes; acaso él cada vez más sordo.

Y N, que está tan malherido que no es ni siquiera capaz de notarlo y que todavía no ha perdido el conocimiento, oye un nuevo silencio como el de aquellas pesadillas que nunca ha sabido explicar, y un último estallido.

N se desvanece.

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Tal vez han sido horas, pero N siente que ha estado desmayado nada más que unos segundos.

Apenas despierta, oye que todo a su alrededor cruje y se rompe. Que todo se va derritiendo, desmembrándose. Debe toser para llenarse los pulmones. Pero no los llena con aire, sino con el hollín y las cenizas que sobrevuelan a sus costados. Y ahora tose sangre también. Tiene una pierna rota o dormida. No siente los dedos. El dolor se agudiza a medida que respira, en cada tos, en cada parpadeo. N se mueve lento, más lento de lo que cree. Se da vuelta y se arrastra por el suelo. Las palmas de las manos le queman. También le queman las rodillas, le queman los ojos, le quema la frente.

Consigue ponerse de pie unos segundos, pero la pierna derecha no le responde, y N se derrumba contra los restos de la vereda. Vuelve a superar un nuevo y doloroso ataque de tos y se aleja gateando. Se apoya sobre los codos ahora. Detrás de él solo quedan escombros, fuego y una columna de humo blanco.

N avanza como puede, procurando no tropezar, no chocar en medio de las sombras. Ya sus ojos comienzan a acostumbrarse; pero, igual que sus ojos, el resto de su cuerpo también se hace sentir. Y todo duele como el mismísimo infierno.

Logra alejarse del fuego y pide ayuda a los gritos.

—¡Auxilio! ¡Ayuda! Secour!

Pero, quizás a causa de sus oídos, quizá por su garganta, él apenas si percibe un ligero sonido. Su voz, un eco apagado.

N reconoce, aplastado por los cascotes y los restos que se retuercen bajo sus piernas, un pedazo de chapa azul: una pequeña parte del kiosco de diarios. En medio de tanto desastre, en medio de la confusión y de la certeza de una muerte inminente, él se pregunta si el livreur habrá tenido la suerte de sobrevivir.

Ahora se esfuerza en tomar aire por la nariz: la boca es un pedazo de carne reseco y ajado con sabor a sangre y a polvo. Sigue arrastrándose, no piensa en otra cosa que en escapar, huir del infierno.

Autos volcados, chispas, llamas. Ningún lamento, no oye voces.

Deja atrás los escombros, el fuego y la columna de humo blanco.

Una luz relampaguea no muy lejos. Un flash breve que le devuelve los temores de una nueva explosión. Pero nada estalla. Nada explota. Nada más que un flash.

N se apura —cree apurarse—. De rodillas llega hasta la mitad del bulevar. Y encuentra, volcado contra lo que queda de una pared, otro pedazo del kiosco. Intenta hacerlo a un lado, pero ya no le quedan fuerzas. Se desploma ahí mismo, no le queda nada. Un nuevo grito, más apagado que los anteriores:

Secour…

Acomoda la cabeza en el piso y se acurruca debajo del kiosco de diarios. Se rinde. Pero todo es tan doloroso que no puede cerrar los ojos así nomás. Todo es una incesante tortura. Los abre, despega los párpados. Querría llorar pero no le sale, el suyo no es un dolor de lágrimas. Es un dolor de agonía, de muerte.

A su lado, debajo de una pila de revistas que parecen intactas, la foto sucia que despertó su interés cuando había cosas que todavía le interesaban.

Todo ha sido tan rápido y, sin embargo, parece tan lejano…

Pasa la mano encima de la foto. Pero, en lugar de limpiarla, la mancha de sangre y de cenizas. N sonríe. Sonríe porque ya no piensa, porque su cabeza le reclama no haber llevado los anteojos. Sonríe porque su tonta cabeza se rehúsa a aceptar que ya nada importa.

Apoya la foto contra el pecho y la limpia con un pedazo no muy sucio de su remera. Y se le da por pensar qué dirá su madre cuando vea el estado de la remera nueva. Se sacude el costado, ya no sonríe.

Acerca la foto a su cara. Sus ojos ahora ven la foto con claridad y terror. Debe mirarla y parpadear y seguir mirándola. No consigue despegar la vista de la foto.

El espanto le ha servido para olvidar el ardor en las manos, para ignorar la herida en la pierna que le moja la rodilla y el tobillo, para dejarse de estupideces. Esa fotografía es absurda y perturbadora. En ella, un muchacho de remera blanca gatea en la oscuridad: la cara destrozada, la boca tumefacta, los ojos idos. Y detrás de ese muchacho, lo inconcebible. A las espaldas de ese muchacho sucio y medio muerto, todo es escombros, fuego y una columna de humo blanco.

 

 


Cristian Acevedo, escritor argentino nacido en septiembre del ´79 en Buenos Aires. Entre sus autores preferidos subraya a Julio Cortázar y a Edgar Allan Poe.

Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes: Antología de Narrativa 2013: Marañas; Finalista del Premio de Cuento Itau 2012; Ganador de El Cuento del Día 2012; 1ª Mención Concurso Nacional «Sucedió bajo la lluvia».

También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales de Latinoamérica: Revista Corónica (Col.), Cavea Cultural (Esp.), Hamartia (Arg.), Revista Almiar (Esp). Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.

Ya hemos publicado en Axxón su cuento LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS.


Este cuento se vincula temáticamente con EL HOMBRE DEL SIGILO, de Pé de J. Pauner; UNA PEQUEÑA MENTIRA, de Pé de J. Pauner; ME ESCRIBE DESDE EL PASADO, de Marina Braeckman; y LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA, de Alejandro Alonso.


Axxón 253 – abril de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Bucle temporal, Armagedón : Argentina : Argentino).

9 Respuestas a “«Escombros, fuego y una columna de humo blanco», Cristian Acevedo”
  1. Juan D. dice:

    Me ha dejado la mente en blanco, al igual que el editorial, muy impactante.

  2. El autor dice:

    Gracias por comentar, Juan. Espero que te haya gustado. Que haya provocado lo que a mí al escribirlo.

  3. Ruben Pepe dice:

    Conmovedor y deja un regusto amargo. El deja vu del protagonista despiertan temores de otros deja vu que todos llevamos ocultos. Removedor realmente. Es el tipo de prosa que más me atrae. Hace pensar y nos remite a ese pequeñísimos instante que nos toca vivir en el cosmos inmenso. Esa mota de polvo que somos. Adelante. un abrazo.

  4. El autor dice:

    Ufff…
    Inmensamente agradecido, Ruben. Tu comentario es inmerecido. Celebro que te haya gustado. Un honor.
    Gracias. De verdad: ¡muchas gracias!

  5. Pablo Vigliano dice:

    Muy bueno! Impecable la parte el incendio, de cómo intenta recuperarse, la desesperación… eso es brillante.

  6. Noelia dice:

    ¡Cuentazo, Cristian! Te genera dudas y expectativa desde el principio, y el final es alucinante. ¡Felicitaciones!

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