Revista Axxón » «Un jardín en Nueva Kybartai», Pablo Dobrinin - página principal

¡ME GUSTA
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URUGUAY

 

 


Ilustración: Tut

Al repasar el trágico destino de Sergei Adamov, vienen a mi memoria esos cuadros donde se aprecian planos superpuestos que exhiben los estados sucesivos del pensamiento. También asocio lo ocurrido con las ilustraciones que tienen, camuflados entre el paisaje, rostros y figuras que a menudo pasan desapercibidas.

Sergei vio algo que el resto de las personas no fue capaz de percibir, aunque, en este caso, la imagen escondida o en un segundo plano no estaba en el propio dibujo, sino en su mente. Lo que él contempló aquella tarde en las cuevas de Kazanjira, se fundió con un recuerdo, y entonces, frente a la revelación de esa nueva estructura, fue víctima de sus peores miedos. Cuando bajó la vista ya era demasiado tarde, porque había visto lo que no deseaba, y comprendió que nada podría impedir el final tan temido. Ahogó un grito, se llevó una mano al corazón, cayó al suelo y dejó de respirar. Tenía veintisiete años, fue el segundo antropólogo fallecido en el mes.

 

 

¿Por qué algunas personas tienen un talento natural para los dibujos realistas? ¿Cómo es posible que puedan dibujar seres humanos perfectos sin utilizar modelos o haber estudiado anatomía? ¿Es el pulso? No, eso podría explicar que las líneas sean seguras, sin cortes, pero no la exactitud de las proporciones. ¿Es entonces por la memoria? No precisamente, es algo distinto que se define como un alto índice de percepción estructural. El índice de percepción estructural mide la capacidad de reconocer, retener, completar y crear estructuras complejas. Es una cualidad innata, si bien puede desarrollarse con entrenamiento. Un talento que se puede encontrar en destacados músicos, lingüistas, matemáticos, ajedrecistas, entrenadores de equipos deportivos o expertos en códigos, por solo poner unos ejemplos. Sergei Adamov era uno de los mejores. Como antropólogo y especialista en arte, se había dedicado al estudio del arte de origen alienígena que la humanidad encontró tras la colonización de Ganímedes. Su libro «Introducción al arte ganimediano» es una muestra de su pericia en este campo.

Sergei descubrió que los ganimedianos tenían una «matriz artística» que no parecía diferir demasiado de la humana. Así, llegó a la conclusión de que los templos eran una imagen del cosmos y del ser, y que, en términos generales, así como ocurre en el arte islámico tradicional, los ganimedianos preferían el arte geométrico frente al naturalista para garantizar de un modo más claro la transmisión de símbolos.

El arte elitista es sintomático de la falta de cohesión social, o dicho de otro modo, de una sociedad que no es feliz. Por el contrario, el arte ganimediano era popular y sagrado al mismo tiempo. Inseparable de la labor artesanal, suponía una genuina vía de realización para las personas que lo creaban o disfrutaban.

Sin embargo, nada de lo investigado le permitió a Sergei saber qué había sucedido con aquella fantástica civilización. Cuando los humanos, hace ya cien años, llegaron con sus cohetes a Ganímedes, se encontraron con un satélite deshabitado. Ni los templos (únicas construcciones que sobrevivieron a esta civilización), ni las pinturas, ni los distintos objetos hallados permitieron saber qué había sido de los ganimedianos. Parecían haberse evaporado. Lo peor de todo, es que nadie sabía cómo eran. Los investigadores conjeturábamos que tenían forma humanoide, pero ignorábamos qué tan distintos a nosotros podían llegar a ser. Por otra parte, algunos símbolos, de difícil interpretación, sugerían la posibilidad de que los ganimedianos albergaran la creencia de un supramundo llamado «el reino» que les estaba destinado. Respecto a la naturaleza de este mundo mítico, sin embargo, las opiniones estaban divididas: unos creían que era un equivalente del paraíso, otros del infierno. Yo mismo aún no había logrado decidirme.

 

 

La sede del C.E.P.E. (Centro de Estudios de Percepción Estructural) se hallaba en Nueva Kybartai, pero no dependía de la Unión de Repúblicas Eslavas ni de ningún otro país, sino de la Liga de las Naciones, y había sido concebida como parte de un programa macro de desarrollo humano. El edificio, enclavado en la cima de una meseta, tenía tres pisos, era de ladrillos a la vista y estaba rodeado de álamos y setas. Allí trabajaba una decena de funcionarios cuyas tareas consistían básicamente en recopilar información y realizar test y mediciones de P.E. a hombres y mujeres llegados desde distintas partes del satélite.

Desde la terraza se tenía una visión panorámica de las verdes colinas de Nueva Kybartai en las que vivían los funcionarios del centro. Las casas eran de una planta y habían sido construidas con paredes de ladrillos y techos de tejas. Todas disfrutaban de un jardín y algunas de huertas o árboles frutales. En el este estaba el parque eólico que proveía de energía a toda la zona, y en el oeste, un lago en el que se veían patos y garzas.

Nueva Kybartai, alejada de la pobreza, el hacinamiento y el bullicio de las ciudades, el humo de la política y los estruendos de la guerra, era un verdadero remanso. Un espacio pequeño creado para favorecer la labor de los investigadores. Pero para mí, era mucho más que eso. Había visto a los ingenieros, a los artistas y a los obreros llegados desde los distintos planetas, satélites y planetoides de la Confederación, poner su talento y su sudor para crear aquel proyecto de la nada. Al principio era un páramo, luego empezó a llegar la tierra fértil, las plantas, los animales, las instalaciones sanitarias y eléctricas, los generadores eólicos y cada ladrillo, cada cristal, cada madera y cada ser humano.

Siempre que contemplaba las colinas de Kybartai sentía emociones encontradas. Si bien disfrutaba de la serena belleza del paisaje, no podía dejar de recordar que, más allá de los límites de esta localidad, el mundo era algo muy distinto. Por eso, dependiendo de mi ánimo, Nueva Kybartai podía ser una esperanza o una excepción. Y sobre todo a determinadas horas, cuando el día simulaba detenerse, yo experimentaba una abierta melancolía.

 

 

Una semana después del fallecimiento de Sergei Adamov, decidí visitar a la viuda. Aunque no deseaba molestarla, como director del C.E.P.E. yo tenía la obligación de investigar el asunto. Si Sergei había dejado algún documento que nos permitiera acercarnos a los ganimedianos, debía conocerlo.

Podría haber utilizado la motocicleta o el propulsor a chorro portátil, pero en los últimos tiempos me había aficionado a la bicicleta. A mis sesenta años era un buen ejercicio, y me hacía sentir en paz con la naturaleza. De modo que tomé el vehículo, descendí la pendiente, y comencé a recorrer los sinuosos caminos de tierra que se dibujaban como un laberinto entre las colinas.

El aire estaba en calma y unas nubes largas sesteaban en el cielo plomizo.

A esa hora, Nusch Moulian debería estar cuidando de sus rosas o tocando el piano, siempre y cuando tuviese ánimos. Todo había sido muy duro para ella. También para mí, porque conocía al matrimonio bastante bien. Nusch y Sergei habían ingresado al C.E.P.E. con diecisiete y diecinueve años de edad.

Ella era ciega de nacimiento, pero lo compensaba con un oído extraordinario y una capacidad innata de orientación. Al verla caminar con esa seguridad y ese aire de nobleza que la caracterizaba, nadie advertía su ceguera. Era una joven decididamente hermosa, con un cuerpo esbelto, un rostro delicado y largos cabellos rubios. Pero lo más llamativo en ella eran sus increíbles ojos azules, bellos como un sueño detenido en el preciso instante en que rogamos que no se detenga.

Sergei llegó al centro una semana después que lo hiciera Nusch. Era un joven bondadoso, algo desprolijo, flaco y desgarbado, y estaba dotado de una voz tersa que inspiraba confianza. Tenía talento para las imágenes, podía relacionar un dibujo cualquiera con otro que había visto hacía cinco años o más. Aún no teníamos muy claro cómo, pero su mente le avisaba de las relaciones estructurales.

La atracción entre ambos fue inmediata. Él se enamoró de la belleza de la joven, y ella de su voz. Durante varios días, instalado en la comodidad de la terraza del C.E.P.E., con una humeante taza de café entre las manos, tuve el placer de presenciar el fino trabajo de seducción que ella ejerció sobre él. Aunque se movía con una destreza que envidiaría incluso un vidente, se las ingenió para que Sergei se ofreciera a sacarla a pasear por las verdes colinas de Kybartai. Así los vi, tomados del brazo, ambos vestidos de blanco, (él con chaqueta y pantalones de vestir, ella con ancho sombrero, sombrilla y vestido solariego) deslizarse por las curvas del paisaje, casi ingrávidos en las luminosas mañanas. También solía verlos bordear el lago en una bicicleta de dos asientos, en el hall del edificio, en la cafetería; cualquier entorno se volvía el marco perfecto a sus gestos o palabras. Lo más divertido del caso es que Sergei creía que él era el seductor, cuando en realidad no hacía otra cosa que cumplir con los pacientes planes urdidos por Nusch. Algunas noches, sin embargo, después de las cenas que tenían lugar en el comedor de C.E.P.E., Nusch se sentaba al piano y con su exquisito arte seducía sin pudor a los presentes. El instrumento le obedecía sin protestar.

Más allá del afecto que los unía, sus respectivos talentos resultaron complementarios. Apenas dos años después de ingresar al centro, Sergei logró armar un reproductor de música sacra ganimediana que funcionaba con rodillos de cobre; dos meses más tarde Nusch descubrió una serie de mensajes ocultos en una de esas piezas instrumentales. Sustituyendo las notas por fonemas (lo poco que conocíamos gracias a algunas inscripciones en piedra) llegó a identificar un mantra que rezaba: «El reino espera».

Tres años después de conocerse, Nusch y Sergei contrajeron matrimonio.

 

 

Sergei Adamov era consciente del peligro que corría. Durante tres noches, había soñado con un dibujo geométrico que le producía un terror que cualquier otra persona hubiese calificado de irracional. En el mismo sueño, recibía un mensaje perturbador: esa figura, similar a un mandala, era un portal a otra dimensión. Sin embargo, la estructura no estaba completa, era apenas una parte de otra mayor. Sergei vivía con el constante temor de encontrarse en la vigilia con otro dibujo que completara el del sueño, porque ese día, afirmaba, su alma sería arrastrada al reino de los ganimedianos.

Tres meses atrás, había mantenido una conversación con Greil Sanders, otro antropólogo también dotado de un alto I.P.E. Los dos habían tenido sueños similares y sabían lo que podía ocurrir. Cuando, a principios de mes, Greil falleció de un paro cardíaco mientras contemplaba una reproducción del libro «Introducción al arte ganimediano», Sergei no tuvo dudas de que él sería el próximo en ser transportado. Había adelgazado, y se lo veía alterado y temeroso. No sabía qué hacer, ni cómo evitar algo que no era capaz de prever. La figura, que debía fusionarse en su mente con la que ya había soñado, podía aparecérsele en cualquier lugar o medio: una pared, una revista, una vasija; no había modo de protegerse de algo así.

Él no me había aportado datos del mundo que lo aguardaba tras el portal, y mi ignorancia en ese sentido era total, pero a juzgar por la desesperación que lo embargaba, debía tratarse de un sitio terrorífico en el que la demencia más absoluta desplegara su obsceno baile de máscaras. Quizá, por ser el hábitat de alienígenas, la profundidad del horror que allí lo aguardaba ni siquiera podía ser concebida por los seres humanos.

Un día, en el colmo de la desesperación, me contó que había estado a punto de provocarse una ceguera permanente. Sin embargo, la consciencia de que él era «los ojos de Nusch» lo había hecho desistir. Dos días después de esta confesión, ocurrió el episodio que le provocó la muerte.

Yo no había incluido su nombre en la lista de los antropólogos que debían investigar un pasaje recién descubierto en las cavernas de Kazanjira, pero tampoco hice nada por evitarlo. Podría haber hecho una llamada telefónica, pero consideré, como seguramente lo hizo el propio Sergei, que la posibilidad de que algo malo ocurriera era remota.

Un día después de su muerte, un dirigible me condujo a Kazanjira. Con ayuda de algunos técnicos, hice el mismo recorrido que la expedición anterior, deambulé por las sinuosas galerías que se abrían en la roca, y finalmente llegué hasta el lugar exacto del fallecimiento. El fresco que le había arrebatado la vida a Sergei ocupaba el centro de la pared del fondo de la cueva. Se trataba de un mandala circular de aspecto imponente, de tres metros de radio, ilustrado primero con círculos concéntricos y luego con rectas que se cruzaban para delinear cuadrados, triángulos y otras formas compuestas. Sin embargo, parecía evidente que no estaba completo. En algunos lugares era posible prever las líneas que faltaban, en otros, sobre todo en el centro, resultaba imposible.

Al contemplar el orden de los colores del mandala (rojo, naranja, amarillo y blanco, desde la circunferencia hacia el centro) tuve una imagen del terror que, como un vértigo creciente, debió apoderarse del rostro y el alma del muchacho. Si mi presunción es correcta, Sergei fue arrastrado de un modo feroz hacia un vórtice que solo él podía ver, y nunca, en toda su vida, se sintió tan solo y vulnerable.

 

 

El aroma de las colinas despejó los pensamientos oscuros de mi mente. Continué pedaleando de modo mecánico por los caminos de tierra, pero ahora intenté concentrarme en lo que debía hacer.

La casa de Nusch Moulian estaba a la vista. Había sido construida con el mismo molde que todas las que poblaban Nueva Kybartai: paredes de ladrillos, techo a dos aguas de tejas de un color café que hacía juego con la puerta de madera y las persianas enrollables, un frente de unos diez metros de largo por cinco de ancho en el que la mayoría había plantado un jardín, y una cerca baja, también de madera. Y sin embargo, en cada visita que le realizara, yo había sentido que esa casa era distinta al resto. Es cierto que tenía las mejores rosas de Nueva Kybartai, y que hasta el pasto parecía más verde, y que la propia construcción se veía mejor conservada e incluso más resplandeciente, como si la luz del sol la alcanzara de un modo privilegiado, pero todo esto no bastaría para explicar esa brisa fresca que, al acercarme, yo sentía soplar sobre las cortinas de mi propio espíritu. Había algo más, sin duda, y probablemente tuviese que ver con el saludable hecho de que dos personalidades diferentes pero compatibles se hubiesen unido para darle un sentido preciso a la palabra hogar.

En contraste, a unos doscientos metros de distancia y bajo la sombra de unas nubes, se veía la casa del difunto Greil Sanders. Era lúgubre y estaba desocupada, Greil siempre había vivido solo.

Bordeé una loma y luego inicié un descenso por un camino que habría de dejarme en la entrada de la vivienda de Nusch.

 

Encontré a la mujer en el rosal, con unas tijeras en las manos.

Ella recordó el sonido de mi bicicleta y dijo con su voz segura y cálida:

—Buenas tardes, director.

—Buenas tardes, Nusch —respondí al tiempo que me apeaba del vehículo y abría el portón de madera.

El jardín se distribuía en tres canteros grandes que ocupaban el ala derecha del frente de la casa. Las rosas, abiertas o en pimpollos, pero siempre saludables y luminosas, alcanzaban más de un metro de una altura. Los tallos rectos y la armonía del conjunto daban cuenta de un esmerado trabajo de jardinería. Cualquiera hubiera dicho que era un milagro que una persona ciega fuese capaz de crear aquel deleite para la vista, y con razón. Pero, después de todo, el grado de identificación entre el creador y su obra era tan natural que yo no podía pensar en el jardín sin pensar también en Nusch, como si éste fuera una extensión de sus encantos.

El exquisito y tenue perfume flotaba como una ilusión. De haberlo deseado, podría haber seguido ese rastro como si cogiera un hilo para perderme entre las brumas de un tiempo mejor.

Nusch seguía siendo muy hermosa: alta, delgada, de piel fresca y rasgos delicados. Llevaba el rubio cabello atado en un moño, y en su rostro claro, bajo las exactas cejas negras, resaltaban sus inefables ojos azules. Tenía veinticinco años, pero su apostura serena y elegante la hacía parecer mayor. Lucía vestido y sandalias blancas.

Las manos de Nusch se movían como una brisa entre las rosas. Nunca había visto en su piel el mínimo rasguño. Cuando me acerqué para saludarla, vi que seguían inmaculadas.

Me invitó a pasar al interior de la casa. Caminaba con la frente en alto, sin perder un ápice de la serena majestad que le conocía. Ni siquiera el dolor producido por la muerte de su esposo había logrado socavar su dignidad.

Cuando ingresamos al living comedor, ella puso las flores en un jarrón.

—¿Puedo ofrecerle una taza de té? —preguntó.

—No deseo causar molestias.

—Por favor, director, ya hemos pasado por esto —sonrió.

—Está bien, pero solo si me acompañas.

Ella se dirigió a la cocina y puso agua a hervir.

Como siempre me sentí un tonto frente a una mujer ciega que hacía todo el trabajo, pero no tenía opción. Una vez había cometido el error de sugerir que sería mejor que yo preparara el té, y ella me había hecho saber su opinión.

Con las manos en los bolsillos del pantalón, miré en derredor.

La luz mortecina de la tarde que entraba por las ventanas le daba al piano, a los muebles de madera y al mantel verde un tono apacible. Todo estaba limpio y ordenado, y en el aire flotaba el perfume de las rosas que Nusch acaba de cortar. La casa no parecía haberse enterado del fallecimiento de Sergei. Quizá esta sea una de las cosas más desconcertantes de las pérdidas: la apariencia de que todo sigue igual. Allí, de pie en el comedor, veía las puertas del baño, del dormitorio y la de los dos estudios: el de Nusch y el de Sergei. Nada hacía pensar que esa última no podía abrirse en cualquier momento para que él saliera en mangas de camisa, con los cabellos revueltos y una sonrisa en el rostro.

Respiré hondo y procuré concentrarme en lo que me había llevado hacia esa casa. El estudio de Sergei parecía llamarme. Estaba casi seguro de que en el interior de esa habitación podría encontrar una respuesta. Un dibujo, un esquema, un texto explicativo, lo que fuese debería estar aguardándome allí. Me debatía entre el deseo de abrir esa puerta y la necesidad de respetar los tiempos que la situación requería.

 

 

Nusch colocó una bandeja en la mesa y sirvió el fragante té de manzana.

—Gracias —dije cuando recibí mi taza.

Me sentí incómodo. Quería preguntarle cómo había estado, pero sin hacer una pregunta tan obvia que solo podía tener una respuesta posible. Y no preguntar nada tampoco era una opción.

—Antes de que me lo pregunte, director, —señaló con calma— he estado bien, tan bien como es posible estar en estas circunstancias.

Miré las flores y dije tan solo para no entrar de un modo abrupto en el tema de fondo:

—Veo que no descuidaste las rosas.

—Él decía que lo hacían pensar en mí —explicó—. Sostenía que el color de la rosas tenía una estructura de frecuencia vibratoria que se parecía mucho al ritmo de mi respiración.

—Vaya, sería un caso más que extraordinario de percepción estructural —consideré con seriedad.

Nusch sonrió.

—Director… —señaló con un tono que se compadecía de mi ingenuidad—. Yo nunca creí que eso fuera cierto, pero fue hermoso que él me lo dijera.

—Claro —sonreí. Bebí otro sorbo de té. Junté ánimos y dije: —Nusch, no sé si es el momento oportuno, tal vez ni siquiera exista ese momento…

—Puede preguntar lo que desea, director; lo peor que podría haber pasado ya pasó.

Pensé, y no me equivoqué, que bajo aquella imagen serena había una mujer que hacía un gran esfuerzo por no desmoronarse. Podía sentirlo. No puedo explicar cómo, pero lo sabía, y la admiré por ello.

—Los dos sabíamos que esto iba pasar. El dibujo que Sergei vio en la cueva de Kazanjira se fusionó en su mente con una imagen que había soñado. Ahora, tengo que hacerte una pregunta muy concreta: ¿sabes si él llegó a dibujar la imagen del sueño?

—No lo sé, él no me lo dijo. Los últimos días casi no hablaba —explicó ella. Hizo una pausa y añadió: —Pero puede usted revisar su estudio, supongo que ha venido para eso. Está sin llave.

Como siempre, Nusch parecía estar un paso adelante de mí.

Comencé a ponerme de pie. El ruido que hice con la silla me dio la medida de mi torpeza. No quería que fuera así. Hubiese deseado que la conversación se deslizara hasta el momento de abrir la puerta, pero no supe cómo hacerlo, nadie nos educa para la muerte.

—Solo será un momento —dije, y me dirigí al estudio.

Nusch no se levantó del asiento, pero sentí, aunque suene ridículo, que sus ojos ciegos se posaban en mi espalda.

Giré el pestillo y entré.

El estudio de Sergei estaba en la habitación más pequeña de la casa, pero allí tenía lo necesario: un par de bibliotecas que ocupaban sendas paredes (en su mayoría libros de arte y antropología), y un escritorio con una máquina de escribir, fardos de hojas, un lapicero, pinceles, cajas de acuarelas, varias carpetas, una silla, y una ventana para descansar la mirada en el verde de las colinas.

Sergei, a pesar de su gran percepción estructural (o tal vez a causa de ella) era muy desordenado, dejaba papeles tirados y nunca pasaba una escoba, pero siempre sabía dónde estaba cada cosa. Se sentía cómodo en ese ambiente informal y no le preocupaban las apariencias, era su estudio y no tenía que darle cuentas a nadie. Tampoco se tomaba la molestia de ventilar con regularidad la habitación, olvidaba hacerlo o acaso prefería aislarse en su mundo. Sin embargo, cuando abrí la puerta encontré todo en orden y no había rastros de polvo en los muebles ni en el piso. El aire no estaba viciado, y esa era una clara señal de que Nusch había estado hacía poco. La imaginé abriendo las ventanas, limpiando, ordenando las carpetas y las hojas de acuerdo al tamaño o la textura, y acomodando cada cosa en su sitio: los lápices y los bolígrafos en el lapicero, una goma de borrar, una regla y una engrampadora en los cajones del escritorio. Y en todo ese tiempo, ella debió pensar que allí, entre todos esos papeles, podía estar la imagen que su esposo había visto en sueños. Mientras ordenaba cada hoja, debía preguntarse, con una mezcla de impotencia y ese temor que sentimos frente a lo desconocido, si no tenía la respuesta en sus manos.

Encontré todo tipo de papeles: apuntes para una revisión de su libro, artículos sobre arte y copias de cartas personales. Por desgracia no vi correspondencia dirigida a Greil Sanders, tampoco textos que se refirieran al reino de los ganimedianos. Al final, me quedó por revisar una carpeta azul y otra negra.

La primera contenía una decena de retratos de Nusch hechos a lápiz. Algunos se detenían en el rostro y otros la mostraban de medio cuerpo o de cuerpo entero. En dos de los trabajos el fondo lo proporcionaba la pradera, en los restantes el jardín de rosas. De modo invariable, el exquisito arte de Sergei destacaba la distinción y belleza de su esposa. Las líneas eran tan seguras y elegantes que cualquiera que no hubiese conocido a la modelo podría haber pensado que eran una mera invención del artista. Ninguna de las ilustraciones, salvo la última, me sorprendió, ya que en todas ellas vi a la mujer que conocía. La que cerraba la serie, apenas el rostro femenino apoyado en una esbelta mano, me obligó a detenerme. En este retrato había una Nusch que era nueva para mí, pero que, es de imaginar, no lo era para Sergei. Más allá de sus conocidas virtudes, ella mostraba, con una sonrisa que le iluminaba el rostro, los signos de un inequívoco sentimiento. Era ese tipo de gestos que una modelo nunca le dedicaría a un pintor, a menos que estuviese dispuesta a entregarle su vida y su alma.

Yo nunca había dudado del amor que ella sentía por su marido, pero era una mujer discreta y no estaba en su talante exhibir en público la intensidad de su afecto. Frente a aquel retrato, realizado en la intimidad del hogar y concebido tan solo para ser contemplado por Sergei, no pude menos que sentirme un intruso. Ya me había sentido así desde que llegara a la casa, y el dibujo no hizo más que redoblar esa sensación. En ese preciso instante, como si temiera ser descubierto, giré la vista atrás. Y allí estaba Nusch, de pie bajo el marco de la puerta, rígida y silenciosa como un guardián. Tan concentrado estaba, que no la había escuchado acercarse. Por un segundo pensé que ella podía verme, pero al observar su rostro advertí, con un poco de vergüenza, que en él solo había una tensa expectativa.

Cerré la carpeta, la dejé en su sitio y tomé la carpeta negra. Apenas la abrí, se me hizo evidente que era la que estaba buscando.

«El reino de los ganimedianos» se leía en la primera hoja. Había tres dibujos pintados con acuarelas. Predominaban los colores amarillo y anaranjado, lo que dotaba a las escenas de una luz espiritualizada. Tardé en darme cuenta de algo que después, al tiempo que se me erizaba la piel, se me hizo obvio: no eran imágenes de Ganímedes.

El primer dibujo mostraba un templo rodeado de jardines, que se extendía de forma horizontal en una meseta escalonada. El color naranja, que exhibía la luminosidad del cristal, le daba a los muros, las columnas y las escaleras un aspecto más precioso que el oro. Aunque las líneas (sobre todo en las aberturas y las cúpulas) eran de inconfundible factura ganimediana, podía afirmar, sin temor a equivocarme, que jamás había visto algo tan hermoso en el satélite que ahora pisaba. De hecho, tuve la impresión de que todo lo que había visto en mi vida no era más que un pequeño indicio de la cultura ganimediana, de la que aquellos dibujos eran un buen ejemplo.

En el segundo dibujo se apreciaba una ciudad en perspectiva. Había torres con forma de cuernos espiralados, puentes que cruzaban barrancos, edificios de formas torneadas y amplias ventanas, jardines colgantes, canales que se extendían como calles y sugerentes cascadas. Todo estaba dispuesto con tan buen gusto que era imposible no sentirse conmovido por la belleza que irradiaba. Para colmo, la paleta (ámbar, amarillo y anaranjado) reforzaba la sensación de estar presenciando un mundo definitivo que vivía más allá del tiempo. Recordé el mantra ganimediano: «el reino espera». Supuse que el mundo que estas ilustraciones me mostraba, era la mejor explicación al satélite deshabitado que nos habían dejado los ganimedianos. En algún momento de su historia, ellos debieron utilizar los mandalas para transportarse a su «reino». En la última ilustración había algo que los investigadores habíamos esperado encontrar durante años: imágenes de los primitivos pobladores.

En el claro de un bosque de altos árboles, había seis seres, tres femeninos y tres masculinos, sentados a una mesa de piedra. Eran morfológicamente iguales a los seres humanos. Tenían junto a ellos una jarra y sendos vasos y, a juzgar por la expresión de sus atractivos rostros, se sentían felices. Sus vestimentas, túnicas blancas y sandalias, me recordaron a las de los antiguos griegos. Uno de los rostros me resultó familiar, al observarlo detenidamente vi que era Greil Sanders. Es posible, pensé, que el destino de este eminente antropólogo, así como el de Sergei Adamov y el de todos los humanos con un alto índice de percepción estructural haya sido decidido mucho tiempo atrás. Tal vez fue el recurso que los ganimedianos idearon para atraer solo a quienes consideraban aptos para vivir con ellos.

—¿Encontró algún mandala, director? —preguntó Nusch a mi espalda.

—No. Hay tres dibujos en una carpeta rotulada como: El reino de Ganímedes.

—Él me había hablado de eso. Me describió los dibujos y es como si yo también los hubiese visto.

—Él los vio en sueños, ¿verdad?

—Sí.

—El hombre que está en el bosque es Greil Sanders —afirmé.

—Eso fue lo que me dijo Sergei. Greil fue el primero en ir a esa dimensión donde están ahora los ganimedianos.

—Parece un sitio… —dije concentrándome en el último dibujo.

—¿Perfecto?

—Sí, un paraíso o algo así.

—Es exactamente eso —admitió Nusch—: un paraíso. Greil Sanders le confió a mi marido que quería ir a ese sitio; cuando cruzó el portal debió hacerlo con una gran satisfacción.

—Pero no sucedió lo mismo con Sergei —pensé en voz alta.

—No. ¿Y sabe por qué, director? —me preguntó Nusch con un tono que indicaba que ella ya sabía la respuesta.

—Puedo imaginarlo —señalé, y me volví para observar a mi interlocutora.

En su mirada había una luz acuosa que no daba lugar a equívocos. No me sorprendió, lo extraño fue el darme cuenta de que ese brillo siempre había estado allí. Con un estremecimiento me vi obligado a admitir que esa tristeza no solo era anterior a la muerte de Sergei, sino incluso a la primavera en que se conocieron, aunque recién ahora se me revelara en toda su dimensión.

La posibilidad de un destino prefigurado en la mirada era algo descabellado, pero su lógica poética me sedujo. Y esto, considerando que yo había pasado años estudiando algoritmos, fórmulas matemáticas y estructuras complejas, no dejaba de tener su gracia.

Sergei debería haberse sentido atraído por la posibilidad de completar una estructura que le posibilitara el pasaje a un mundo mejor, pero no fue así. Prefería quedarse aquí.

—Nos amábamos —dijo Nusch como si pudiese leer mis pensamientos. Por primera vez su voz parecía quebrada.

—Lo sé, Nusch —expresé con un vacío en la boca del estómago.

Eso era todo, pensé. Un hombre no necesita más. Sergei estaba enamorado de aquella hermosa mujer, y ninguna promesa de un mundo alternativo y utópico podría haberlo disuadido de separarse de ella. Recordé los entretelones de la política del comité, las guerras territoriales y todas las cosas que se mueven por el poder y el dinero, y pensé en cuán necesario era para el espíritu la existencia de aquel jardín en Nueva Kybartai.

—Mi consuelo —confesó ella, haciendo un esfuerzo por recuperar el aplomo de su voz —es que sé que ahora está en un buen lugar. Un mundo mejor.

Miré a Nusch. Seguía con la espalda recta y la cabeza erguida, y acaso parecía más noble y hermosa que nunca, porque ya había sorteado lo más difícil y ahora había decidido concentrarse en la certidumbre de que su esposo continuaba vivo en un reino paradisíaco. Así que después de estas palabras, aunque la pena no se había disipado, yo sentí que la atmósfera era más ligera, y Nusch y yo compartimos aquel silencio como si bebiéramos de una misma agua.

Al cabo de un rato, ella dijo:

—Llévese los papeles que necesite, director. Confío en su discreción para seleccionar solo aquello que sea relevante.

—Desde luego, Nusch. Tomaré los tres dibujos del reino de los ganimedianos.

—Bien.

—Aquí están los retratos que te hizo Sergei. Supongo que querrás conservarlos —le expliqué mientras colocaba la carpeta en sus manos.

—Sin duda. Aunque no puedo verlos, significan mucho para mí. Reconozco esta carpeta porque tiene un cordón más grueso que las otras —sonrió.

—Claro.

Luego ella me acompañó hacia la puerta de calle.

El cielo exhibía pinceladas de un azul profundo y la campiña comenzaba a sumergirse en la quietud que precede al sueño. La superficie del lago estaba tan inmóvil como a esa hora las aspas de los generadores eólicos.

Le dije adiós a Nusch y le di un beso en la mejilla.

—Si necesitas algo solo llámame —señalé.

—Estaré bien —afirmó.

Subí a la bicicleta y comencé a alejarme del jardín y de aquella mujer que nunca sabría lo hermosa que es. Al llegar a un cruce de caminos, la vi girar sobre sus pasos, meterse en la casa y cerrar la puerta. Luego aceleré la marcha y me fui respirando ese aire dulce y triste que, por las tardes, se apodera de las colinas de Nueva Kybartai.

 

 


Pablo Dobrinin (Montevideo, Uruguay, 21-05-1970) estudió Literatura y Periodismo. Publicó relatos en antologías de Argentina, España, Francia e Italia, así como en numerosas revistas —la mayoría especializadas en ciencia ficción y literatura fantástica— entre las que se destacan: Diaspar, Días Extraños (Uruguay); Axxón, Cuásar, Sensación!, Próxima, Sinergia, Otro Cielo, Kundra (Argentina); Asimov Ciencia Ficción, Catarsi (España); IF (Italia); Lunatique, Fiction (Francia). Ha sido traducido al italiano, francés, catalán y esloveno. En el 2011 la editorial argentina Reina Negra publicó Colores Peligrosos, un libro de 250 páginas con algunos de sus mejores cuentos. En mayo del 2012, en el número 230, Axxón, la revista en línea más leída de habla hispana, le dedicó un especial que incluye cuentos, artículos, datos biográficos y una extensa entrevista que le realizara Ricardo Germán Giorno. Ha publicado ensayos en la propia Axxón y en Espéculo, la revista de estudios filológicos de la Universidad Complutense de Madrid. Colabora con reseñas para el periódico La Diaria y con artículos para la revista de arte La Pupila. En el 2012 salió una edición uruguaya del libro Colores Peligrosos, editada por El Gato de Ulthar. También en el 2012 publicó una plaqueta de poesía titulada Artaud, en la editorial argentina Melón. Está en Facebook y mantiene un blog personal en: http://pablodobrinin.blogspot.com/.

En Axxón hemos publicado: EL CARÁCTER POLÍTICO DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), EL REGRESO DEL CAPITÁN RAYO, LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO, HISTORIA DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), BLUE, LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, LA VISIÓN DEL PARAÍSO, ESCRITORES Y ARTISTAS (artículo), LA VENGANZA DE LOS NIÑOS, EL REGRESO DE LOS PÁJAROS, LOS HIJOS DEL VIENTO, LUCES DEL SUR, SEXO BIZARRO (artículo), COLORES PELIGROSOS, TRES EXPERIENCIAS EN LA NOCHE ABIERTA (artículo), ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO y EL BOSQUE QUE CRECE POR LAS NOCHES.


Este cuento se vincula temáticamente con DESPOJOS; de Pé de J. Pauner y EL BOSQUE QUE CRECE POR LAS NOCHES, de Pablo Dobrinin.


Axxón 277

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con Civilización Extraterrestre : Salto Dimensional : Amor trágico : Uruguay : Uruguayo).

3 Respuestas a “«Un jardín en Nueva Kybartai», Pablo Dobrinin”
  1. Soledad dice:

    Uno de los mejores cuentos que he leído, sin dudas. Es un autor que siempre deja al lector con ganas de más.

  2. Julián RK dice:

    Buen cuento. Melancólico. Interesante lo del índice de percepción estructural como idea central. Saludos.

  3.  
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