COLOMBIA |
Los ojos extraterrestres del Extraterrestre lo dijeron.
—Porque respiramos y exhalamos humo— susurraba el guardián a cada uno de los elegidos mientras los arrojaba al abismo de llamas casi muertas.
—¿Todos van a respirar mis huesos menos yo?— le preguntó la niña a su padre en la mesa durante una cena de noche vieja, pocas horas antes de que el comando capturara a los elegidos para alimentar el fuego.
Un par de siglos atrás, la fumarola emanada de los volcanes amainó y debieron incendiar a un cuarto de la población: su humo insufló los pulmones de quienes tuvieron trescientos sesenta y cinco días más para respirar. El orden de calcinamiento fue establecido por la edad de los calcinados: cuando un ciudadano cumplía los 75 años, era tirado al abismo incandescente.
Los jóvenes abundaron; los viejos, escasearon. El canon de edad para ser arrojados al abismo disminuyó año tras año. Los niños cuadruplicaron en número a los adultos; no hubo la mano de obra suficiente para trabajar en las cosas en que trabajan todos los humanos para así no matarse o aburrirse, aunque, a fin de cuentas, terminarán todos muertos y, antes de muertos, aburridos. A comienzos del siglo II, después la implantación del Sistema de Calcinamiento (SC), el Consejo emitió una ley para contener el desequilibrio: toda familia procrearía un sujeto, destinado a ser incendiado el primer amanecer de cada año nuevo cuando tuviera diez años cumplidos. El Consejo, por unanimidad, tildó de “feliz coincidencia” al hecho de que los cuerpos calcinados de diez años de edad produjeran una mayor cantidad de humo respecto a los ancianos quemados antes.
—Tus huesos nos darán aire y vida— le contestó el padre a la niña en la mesa durante una cena de noche vieja, pocas horas antes de que el comando capturara a los elegidos para alimentar el escuálido fuego del abismo.
—Papá, puedo darle vida a todos menos a mí misma— dijo la niña en la mesa durante su penúltima cena de noche vieja, horas antes de la captura de los elegidos para alimentar las llamas casi muertas del abismo.
—Y eso te hará santa— le contestó el padre a la niña en la penúltima cena de noche vieja.
—¿Qué es ser santa?— le preguntó la niña al papá mientras discurría su última cena de nochevieja, horas antes de que ella fuera entregada al comando.
—Amar a los demás por encima de tu propio amor. Renunciar a ti misma, a tus anhelos y deseos— Le contestó el padre a la niña en la misma cena.
“Seré una santa por disposición tuya y de los demás hombres y me entregarán a Dios”, pensó la niña, aún en la mesa de su última cena. “Dios estará en mis huesos incendiados”, siguió pensando la niña; y murmuraban el comando y su papá al otro lado de la puerta cerrada de su cuarto.
El autobús estaba lleno de otros pequeños de su edad. Ella vio el sendero trazado por las manos sudorosas del niño que iba a su lado sobre el cuero del espaldar del asiento delantero.
El amanecer se precipitó por el oriente, justo cuando llegaron al abismo lleno de ceniza tibia.
—No quise ser santo— le dijo el niño a la niña mientras bajaban del autobús.
—Yo tampoco, pero papá sí— le contestó la niña al niño, cuando hacían la fila frente al precipicio.
—¿Quién es tu papá?— le preguntó el niño a la niña, en la misma fila, cada vez más cerca del borde que daba al abismo.
—Dios— dijo la niña; “y Dios es el padre de todos”, pensó el niño y vio que lo separaba otro niño del ardor abisal.
—Algunos me contaron que es más doloroso vivir sin haber pasado por el fuego que morir y hacerse humo en él— le dijo el niño a la niña poco antes de que el guardián le tocara el hombro y acercara la boca a su orejita.
“Yo no quise venir al incendio”, pensó la niña que lo dijo, sin reparar que, quien la empujaba, le susurró: “porque respiramos y exhalamos humo”.
El niño y la niña dejaron de ser niño y niña y fueron incendio.
El fuego se agrandó como las lenguas que lamen paletas dulces en los parques durante las primeras mañanas de cada año nuevo. El humo insufló los pulmones de quienes tuvieron trescientos sesenta y cinco días más para respirar.
Andrés Felipe Escovar. Domiciliado en Bogotá. Ha publicado “Tríptico de verano y una mirla”, libro de cuentos escrito con Luis Cermeño y Julián Andrés Marsella Mahecha y “Arrúllame Ramona”, escrito con Cermeño. Es coeditor de milinviernos.com.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «ABUELA», «CRÓNICA DE LAS CARICIAS»