Revista Axxón » «Crónica de las caricias», Andrés Felipe Escovar - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

COLOMBIA

 

 


Ilustración: Juan Manuel Dirassar

Hugo abre su boca sanguinolenta: una jetaza sin dientes expuesta como las heridas mortales. Se le escurren coágulos por las comisuras de los labios y esputa susurros rencorosos a los periodistas y médicos ubicados al otro lado de la barrera de polietileno celeste.

Sus escupitajos caen sobrepuestos a otras manchas adheridas al suelo de hierba seca y polvo. Al Ébola lo ha sucedido un fenómeno del niño: el niño Ébola de las sequías. En oriente mueren de sed los chigüiros que sobrevivieron a las exploraciones petroleras; en occidente, los negros persisten en escapar de la peste y, en el caribe, se han cercado las ciudades turísticas para que los extranjeros se bañen en las playas y se droguen en las discos.

Hugo extiende los brazos y los susurros emanados de su boca devienen palabras:

—¡Doy abrazos gratis, malparidos!

Y los coágulos se hacen torrentes de sangre.

Tanto médicos como periodistas somos hijos malparidos. Lo que menos importa es la manera como fuimos paridos, así como inimportante para el hijueputa es la profesión de su madre: siempre seremos malparidos o hijueputas, no sé si por ser periodistas, o médicos, o por no estar infectados. O por no darle ese afecto que Hugo nos exige entre carcajadas.

El temor a los asaltos en el transporte público y las calles se trasladó a las muestras de cariño, a los roces. Las miradas fijas son vectores de diarrea, fiebre y vómito.

Ayer exterminaron una banda de enfermos que escapó del hospital de la Cruz Roja. Abrazaron a los transeúntes que se toparon en su trayecto sin destino fijo. Uno de los prófugos se puso un aviso con la misma consigna de Hugo.

Nadie intentó lincharlos pues el más mínimo contacto implicaba un aumento en el riesgo de contagio.

Los abalearon dentro de una estación de Transmilenio. A ellos, y a todos los no portadores que esperaban en la parada. Luego incineraron el lugar y el humo se extinguió a la madrugada del día siguiente, es decir, de hoy. Vi la hoguera en la primera emisión de noticias. El gordo Mario cubrió el hecho; usó tapabocas mientras hablaba frente a la cámara, relatando lo previo y lo posterior al crepitar de las llamas que basculaban tras él, resumiendo su contorno en una masa claroscura.

El gordo no me ha vuelto a contestar los mensajes de texto. Seguro que vomitó sangre apenas culminó su informe, pero por una infección de origen psicológico: está apestado aunque no porte el virus. Siempre lo estuvo; cuando debíamos ir juntos a la morgue le titilaban los ojos como las llamas de las higueras de muertos, y me preguntaba si era posible infectarse con la gonorrea de la muchacha muerta. Le contestaba que, para que eso ocurriera, debía penetrarla con su pene o lamerle los genitales. Todos los días llegaba un cadáver con gonorrea, y él preguntaba lo mismo, y yo le contestaba igual y no importaba si el muerto era hombre o mujer.

Hugo regresa a la carpa con otros doce enfermos para formar un círculo en torno a baldes rebosantes de sus evacuaciones, alimentos y medicinas que les dejan las enfermeras a las mismas horas mediante los mismos movimientos memorizados y recitados por ellas mientras los realizan.

Los negacionistas tienen un protocolo tan riguroso como el de las trabajadoras sanitarias y los médicos que creen en la enfermedad: caminan descalzos, ocupándose de pisar los restos de sangre y vómito, e ingresan a cada carpa para abrazar y besar a los enfermos. Cuando lo quisieron hacer con Hugo, él los empujó, gastando los escombros de energía relegados por la avalancha de diarrea. El amor de él no está para jueguitos con muchachos que afirman que el Ébola es un invento de las grandes farmacéuticas.

Los escépticos llevan comidas, y las entregan mientras graban con las cámaras de sus celulares; las imágenes las suben de inmediato a su grupo de Facebook, el de mayor crecimiento de seguidores a nivel mundial desde la declaración de la peste. Días después regresan a la entrada del refugio, donde nosotros estamos registrando cada nueva salida de alguien del cuerpo médico con nuevos cadáveres envueltos en bolsas negras para la basura.

La peste tiene una sola cara que carcome los rostros de los enfermos, convirtiéndoles en manchones de una facies alojada en cada una de las carpas del refugio; tanto en la epidemia como en la eternidad, los nombres y edades son incidentes menores.

Reinaldo, el líder de los negacionistas, no ha salido desde hace un mes. Algunos dicen que murió; otros, que ha sellado el pacto con las entidades invisibles apostadas en la falda de la cordillera, donde termina el campamento y comienza el bosque de niebla. Los parapsicólogos que indagan sobre las criaturas del bosque las entienden como pensamientos extraterrestres que encarnarán en los muertos para refundar al mundo.

Los otrora escépticos hoy son creyentes; creen en el Ébola y libran una batalla de trincheras contra los negacionistas en las redes sociales y los blogs. Suben fotos donde aparece el presunto cuerpo sin vida de Reinaldo e imágenes que demuestran que, los que ingresan al campamento para regalar comidas y abrazos, son hologramas. Esperan desgastar al enemigo y para ello no dudan en apoyar al gobierno con la campaña #yocreoenelebola, diseminada, también, con vallas de fondo negro por toda la ciudad.

Abelardo Escalante, semiótico de la PUSC, ha advertido el «vaho fúnebre de la propaganda gobiernista, que consolida la figura paternal del presidente». El apellido del académico ya es citado en los más prestigiosos centros de estudios lingüístico(s) / semiótico(s) / discursivo(s) de Francia debido a la construcción de nuevas categorías que, a juicio de Robert Pecheux, «abren posibilidades insospechadas en la auscultación del sentido y la semiosis social».

Varias universidades de la ciudad permanecen abiertas y han logrado realizar videoconferencias con los más notables profesores del mundo. Se avizora un torrente de memorables tratados en diferentes disciplinas. Los médicos de clínicas privadas han ido adquiriendo la soltura suficiente para manejar los tiempos en las entrevistas radiales y se dan el lujo de contar chistes e infligir dislates ingeniosos con las palabras acuñadas por los infectólogos.

Sólo los trabajadores de salud egresados de las universidades de sospechoso nivel académico ingresan al campamento a prestar auxilio. Todos los días llegan dos o tres nuevos. Los de esta mañana eran jóvenes, parecían recién egresados de la facultad. Levantaron la banda de polietileno celeste y se flexionaron como boxeadores que ingresan al ring donde serán noqueados.

Antes de perderse entre las carpas me entregaron un papel con los nombres de sus familiares. Les grabé unos mensajes de despedida que serán primicia cuando se registre el primer muerto de ellos.

Sobre una sábana de plástico transparente se tira Hugo al lado de una mujer tendida bocarriba, con las piernas abiertas: su nueva novia; la anterior pereció hace dos días y los cálculos no le dan más de tres días de vida a él, al menos así me lo indican las enfermeras.

Hugo es el enfermo más iracundo que he visto desde mi llegada a la entrada del campamento. Fue el primero que fotografié y no dejaré de hacerlo hasta cuando vea su cadáver, envuelto en una bolsa de basura, sobre una camilla conducida por otros enfermos a la fosa común. Aún tiene los impulsos suficientes para poner su boca en el pubis azabache de la mujer que se retuerce y le toma la cabeza apretándola contra su entrepierna. Los vecinos no se inmutan. Cada uno está ocupado en los cálculos y los estertores de su propio fallecimiento. El chillido final de la mujer provoca que nos miremos entre los periodistas y médicos. Un periodista alemán dice algo que, presumo, es gracioso porque su compañero ríe.

El caso de Hugo y la mujer se repite en las carpas diseminadas por el potrero… si todos forman parte del mismo rostro de la peste, sus himeneos son las masturbaciones del Ébola. Han hecho crónicas sobre cómo nace el amor entre la enfermedad. Los periodistas suelen trazar paralelos con «La peste» de Camus porque acechan al Pulitzer. Para el asalto final precisan un símil o metáfora con vocación de título para etiquetar a una época.

A quienes declaran curados, los suben a una ambulancia rumbo a la Carrera 68 con calle 68. Bajo el puente donde se cruzan las dos calles estacionan los vehículos llenos de recipientes en los que se vierte el suero con el plasma de los sobrevivientes. Muchos de ellos retornan al campamento y abrazan a los enfermos; entre ellos también ha surgido la división entre negacionistas y escépticos.

Los que son indiferentes a una y otra corriente, también forman parte de los cronistas buscadores de rarezas. Eudalio, un chico de 15 años que embarazó a su novia, volvió al campamento para atenderla hasta la muerte. Él mismo la enterró en las fosas comunes y, acto seguido, se ahorcó. Su cara, que recobró sus señas propias una vez se recuperó de la infección, es usada para mostrar una plaga que no sólo ataca al cuerpo: «Enfermó el amor», fue el titular aparecido en el diario matutino de más circulación en el país la mañana siguiente del suicido.

Nunca pensé que iba a temer el contacto con cualquier entidad viva: me da miedo tocarme. Un inmunólogo de Sierra Leona dijo que el Ébola hace que tu cuerpo ya no sea tuyo; la peste nos ha separado de nuestra carne y huesos. Todos estamos apestados y como apestados viviremos pese a que el brote merme y presumamos la evaporación del virus.

Según la OMS, el pico de la epidemia es cosa del pasado. Hay quienes aguardan con ansiedad un retorno al sopor anterior al estallido. Los racimos de genitales volverán a ser las tapas de los diarios y los ojos diáfanos de un bardo triste como san Juan de la Cruz Bordoy serán recordados como la música del poeta que cruzó el campamento pisando cada escupitajo y vómito con sus pies descalzos hasta la falda de la cordillera, donde desapareció para siempre. Los escépticos volverán a burlarse de los crédulos, los pondrán en la picota de sus blogs y demostrarán que el santo es un simple habitante de las fosas comunes. Pasarán muchos años: nadie las abrirá y los versos de San Juan de la Cruz Bordoy[1] trasuntarán estos días:

 

Cuando miserable el desierto
vista la finita humanidad,
de soles que la adornen tendrá sed
y de noches que la amansen tendrá hambre.
Cuando expire la noche,
el día ha de volver a brillar
con trémula languidez
e irisados albores lo poblarán.
Cuando la ciudad sea hombre
el corazón será piedra.
Cuando la piedra lata
mi alma soñando estará.
Cuando calle el ruiseñor
febril la lira hablará.
Cuando la mano acaricie,
la poesía, ¡La poesía vivirá!

 

La poesía nada en los fluidos contaminados y en la cabeza exánime de Hugo, clavada en el pubis azabache de la mujer. Ella pide auxilio y mira el techo de la carpa.

 

 

Notas

 

NOTA 1: El nombre del poeta, argentino, es Juan Cruz Bordoy. Este texto fue tomado del muro de Facebook del poeta. [VOLVER]

 

 


Andrés Felipe Escovar. Domiciliado en Bogotá. Ha publicado «Tríptico de verano y una mirla», libro de cuentos escrito con Luis Cermeño y Julián Andrés Marsella Mahecha y «Arrúllame Ramona», escrito con Cermeño. Es coeditor de milinviernos.com.

Ya hemos publicado en Axxón su cuento ABUELA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL BAILE DE LAS VÍCTIMAS, de Carlos Gardini, CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow, EL SÍNDROME DE PINOCHO, de José Miguel Pallarés y LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA, de Edgar Allan Poe.


Axxón 268

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopia, Peste : Colombia : Colombiano).

Una Respuesta a “«Crónica de las caricias», Andrés Felipe Escovar”
  1. […] pueden encontrarse principalmente en publicaciones digitales, entre las que contamos Axxón (“Crónica de las caricias” – Axxón 268, diciembre de 2015; “Abuela” – Axxón 235, octubre de 2012) y el libro de […]

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