«Todo está lleno de trank: Capítulo 1, Capítulo 2», Víctor Conde
Agregado en 16 febrero 2020 por richieadler in 292, Ficciones
ESPAÑA |
1. UN ATISBO DEL MUNDO DEL SOLO-MARCUS
Y entonces, Corea.
La influencia de la raza extraterrestre que parecía haberse extendido por todo el planeta Tierra se parecía a la de los antiguos videojuegos del siglo XXI, por buscar un símil popular. Antes de que los Vahn infectaran Internet y se hicieran con el control de todo, la gente solía pasar sus horas de esparcimiento jugando a algo que llamaban «videojuegos» o saliendo por ahí a tomar copas con la novia o con los amigos. Lo segundo no necesitaba reglas: era algo atávico que llevaba ahí desde que el mundo era mundo, y todos sabían por instinto cómo se hacía. Pero lo primero fue un movimiento social exclusivo de los siglos XX y XXI, creado por la democratización de la tecnología informática, y funcionaba —por lo poco que Marcus había podido escuchar— siguiendo modas. Grandes movimientos sociales que nacían en alguna parte de América, Europa o Asia, y que desde allí se extendían como grandes mareas hasta ocupar las horas de ocio de los frikis del mundo.
Un videojuego llamaba la atención de la gente en Corea, por ejemplo, y en muy poco tiempo generaba un culto asociado y una religión de fieles —al Cristianismo y al Islam les había costado varios siglos hacer lo mismo, mientras que esta gente lo conseguía en días—. Eso hacía que poco a poco los acólitos se fueran enganchando más y fueran aumentando su número. El culto hacia el juego se extendía como un virus hasta abarcar todas las redes sociales, todos los grupos de opinión, todos los hogares de europeos y americanos aburridos. Poco tiempo después, tal y como había llegado, el fenómeno se esfumaba como si nunca hubiera existido, y los avariciosos dedos, los hambrientos dedos que pulsaban botones, eran subyugados por el siguiente fenómeno-tontería.
Eso mismo había pasado con los Vahn, una especie sofonte que encontró el sistema solar terráqueo por casualidad —eso decían ellos— circa 2073. Se sintieron llamados por su potente emisor de ondas de radio, y fueron atraídos hasta nosotros como polillas a la luz. Solo que no eran polillas terrestres, ni siquiera se parecían a insectos, pero los niños crearon aquella canción tan pegadiza:
La polilla lunar, la polilla lunar,Ha llegado ya, se alza en vuelo ya,La polilla lunar. Todos adorad, todos cantadA la polilla lunar.
…Y así fueron llamados desde entonces: las polillas de la Luna. Los Vahn.
Marcus entendía la metáfora: para un vagabundo del espacio, el planeta Tierra es como un gigantesco altavoz de ondas electromagnéticas y de radio que chilla sin parar, más fuerte cada año que pasa, alzando su voz en todas direcciones hacia ese vacío cósmico plagado de silencio. Es un faro de ondas invisibles, una cacofonía en la quietud, un coro de voces que grita tan alto que hace daño cuando a su alrededor, y en un radio de muchísimos años luz, reina la calma. Y claro, alguien tenía que acabar escuchando esos gritos. Ese alguien fueron los Vahn. Se acercaron a nuestro sistema solar como polillas acudiendo a la llamada de la luz.
Entonces, como decía, Corea.
Marcus no recordaba muy bien cómo había llegado a ese país. De hecho, no tenía claro del todo cómo demonios había desembarcado en el continente asiático. Lo último que recordaba con claridad era estar en Europa, haberse apuntado a un concurso de desactivación de metáforas organizado por una página web… y lo siguiente eran las calles del centro de una gran ciudad llena de neón sólido, carteles publicitarios escritos en una lengua que no entendía intentando venderle productos que ni siquiera sabía utilizar, parejas de personas —siempre en parejas, era muy raro ver a alguien andando en solitario por la calle— que caminaban espalda contra espalda o con los hombros o los pechos juntos, dos caras enfrentadas, dos ansiedades en conflicto. Escritura oriental, ojos rasgados, edificios muy altos, axiomas del Sìshü, puentes alambicados. Coches que parecían proyectiles, moda esquizofrénica, desnudez vestida.
Nuevo Seúl. Sí, había llegado a Nuevo Seúl, y no sabía por qué. Tal vez la Tierra había entrado en el cataclismo final, en un periodo de no-causalidad, y todas las pulcras y ordenadas relaciones de causa y efecto se disolvieron. La incoherencia era ahora una herramienta salvaje, una equivalencia abstracta con los caprichos del mundo.
O tal vez…
O tal vez era culpa exclusivamente suya, que tenía un cuelgue de mil demonios y ya no sabía ni dónde estaba su mano izquierda. Un fenómeno muy común entre los adictos a esa nueva droga de diseño, el trank. Puede que el cerebro de Marcus, en modo no-consciente, hubiese firmado algún papel que no debiera y eso hubiese desembocado en un avión y una charla de ligoteo con la azafata. Y que después, Marcus, un europeo de postín orgulloso de su pasado histórico, hubiese soltado sus maletas en alguna mugrienta habitación de hotel para olvidar cómo demonios había llegado allí. Abogados, señoría… todo es posible en la Viña Neurótica del Señor.
Nuevo Seúl existía, desde luego; no era una ilusión. Explotaba a su alrededor con violencia. Se expandía y crecía sin control en nueve direcciones sensoriales. Lo saludaba y se despedía de él al mismo tiempo. Era una ciudad y un organismo vivo, todo a la vez. El perfume de cien esencias se cocía a fuego lento en la trastienda de la cultura moderna. Los sonidos de aquel habla extraña se colaban en sus oídos mientras los hombres se felicitaban por su estructura abierta a amplias posibilidades.
Un vagabundo intentó venderle una versión adulterada del agua pura como si fuera un chute místico. Marcus dijo que no. Él solo era un europeo perdido en la inmensidad, un náufrago cuya tabla de salvamento constaba más de química que de física. Un drogata, un trankki1, un paranormal.
Miraba al gramo de trank que le quedaba en el bolsillo, y la droga le devolvía esa expresión de sonriente gravedad que ambos habían llegado a encontrar familiar.
Marcus Santiago, pues ese era su nombre completo a falta de rellenar el espacio del apellido, se detuvo en medio de aquella vorágine de sensaciones que algunos llamaban «ciudad» y miró a los cielos. Entonces, tuvo una revelación divina.
Supo con claridad diáfana por qué estaba allí y qué relación directa tenía con el siniestro plan de los Vahn para apoderarse del planeta, y cómo iba a acabar todo allá por la página 50, y qué consecuencias habría para la humanidad. Todos los datos clave se le descargaron en el cerebro como quien vuelca la información de un pendrive en el ordenador. Luego, eructó y todo se le olvidó. Se le fue de la cabeza la revelación divina —literalmente, se olvidó de ella—, y ya nunca más volvió. La única variable que había intentado meter Dios a lo bestia en esta historia para que sus queridos súbditos se salvaran, acabó en un estrepitoso fracaso: se esfumó en un eructo con olor a whisky. Y así acabó todo. Tras su frustrada epifanía, de la que tampoco fue muy consciente, Marcus siguió caminando y se fue en busca de algún bar.
Menudo mesías.
2. RAQUEL ADOPTA UN ROBOT CON PROBLEMAS EXISTENCIALES
Raquel Casamara también había visto los largos pasos del sendero de su vida acabar en las calles de Nueva Seúl, pero por motivos distintos a los de Marcus. Ella no se consideraba a sí misma una fracasada de la vida a la cual la marea, la intensa e inefable marea del Destino, manejaba como una chalupa en medio de una tempestad haciéndola recalar en puertos aleatorios. No, Raquel tenía estudios, una carrera. Y bien orgullosa que estaba de ella.
Era arquitecta, especializada en el refuerzo de estructuras endebles con materiales nuevos y lo que en su profesión llamaban «escamas», unas microvigas de sostén que se ponían recubriendo viejos edificios sin que su presencia apenas se notara, pero que, en conjunto, formaban una malla rígida que mantenía el edificio en su sitio. En un primer momento, había desarrollado una técnica innovadora de escamas con la noble intención de proteger edificios históricos como óperas, museos, puentes, torres que ya tenían más de ciento cincuenta años —como la famosa y aún no derribada por ningún terrorista Empire State Building, en Nueva York—, y un largo etcétera. Pero la sorpresa, y el mejor contrato que le habían puesto jamás delante para que lo firmara, vino de Nueva Seúl, y de las barriadas para los pobres.
Resultó que había ciudades en el mundo, sobre todo en Asia y en Sudamérica, que se habían pasado todo el siglo XXI apilando barrios sobre barrios sobre barrios de favelas, en una especie de torre de Babel infinita y políglota donde se alojaban los trabajadores y los temporeros de las enormes fábricas. Eran espacios desordenados, sostenidos más por la gracia de los dioses que por fórmulas arquitectónicas fiables. Demasiados albañiles no profesionales encomendándose al arbitrio de esa intuición tan hesitante llamada «ojo de buen cubero». Millones de cubículos creados, la mayoría, a partir de contenedores viejos de barcos, de esos que transportaban décadas atrás cientos de millares de toneladas de gatitos de la suerte chinos hacia Europa, que ahora habían sido reconvertidos en casas para familias. Había puentes, e incluso carreteras verticales, que los interconectaban. Y miles de cuerdas y de puentes colgantes como los que construían los antiguos incas en el Perú para salvar las distancias entre barrancos, y que aquí sorteaban acantilados de contenedores. La gente subía y bajada de sus casas haciendo puenting. Y las favelas crecían en tamaño cada día.
Pero nada construido a la buena de Dios dura eternamente, ni resiste bien las inclemencias del tiempo. Esa terrible verdad pronto se hizo manifiesta cuando los pequeños temblores de tierra que apenas lograban sacudir los barrios ricos empezaron a tirar abajo barrios enteros de viviendas en las favelas. Miles de muertos en una noche, y todavía no se sabía lo que pasaría unas horas después, cuando llegase el eco del terremoto.
Las autoridades decidieron que había que hacer algo por el bien de las empresas que usaban a todos aquellos temporeros para seguir funcionando. Las vidas humanas les importaban una higa, para ellos eran pieles y manos totalmente prescindibles. De hecho los llamaban así, Pieles. Pero las fábricas tenían que seguir produciendo, pues Occidente era un monstruo insaciable que no paraba de producir dinero y que necesitaba la mano de obra esclava… perdón, quise decir, temporera, para cubrir su ingente demanda de productos. Así que a las autoridades de Nueva Seúl les venía mal que muriera tanta gente en los terremotos, porque luego había que reemplazarla. No les convenía para nada que las favelas se derrumbaran. Y ahí fue donde la variable Raquel Casamara entró en la ecuación.
Jamás se le borraría de la mente el día en que una delegación oficial del gobierno coreano fue a verla a su despacho de Madrid. La agasajaron, la cubrieron de loas por su trabajo y le dijeron que estaban muy bien informados sobre el mismo, pues habían seguido su trayectoria profesional con «sumo interés». A continuación, le explicaron que necesitaban de sus servicios para liderar una gran reforma en las estructuras de sostén de las favelas para que no se siguieran derrumbando. Sus «escamas» encontrarían una nueva manera de ser útiles, quizá no para los altos ideales con que fueron creadas, pero sí para salvar miles de vidas humanas.
Raquel, que si en algo creía era en la validez del non possumus cuando se aplicaba a ciertas situaciones intolerables de la vida o de las personas, aceptó enseguida. Ni siquiera le dio tiempo a asombrarse por la cantidad de ceros que tenía el cheque que le ofrecieron —sufragado a medias, imaginó, entre el Gobierno coreano y las empresas que no querían seguir perdiendo zánganos—, cuando se vio a sí misma metiendo a su familia y sus maletas en un avión con rumbo a Nueva Seúl.
Y aquí llevaba ya cinco años, apuntalando barriadas verticales.
Ella no vivía en esos barrios, por supuesto; con el dinero que ganaba podía permitirse el lujo de residir en una de las elegantes urbanizaciones pijas del extrarradio, donde vivían sus mismos contratadores. En una hermosa casita de aire tailandés, con dos plantas y jardín, pasaba los ratos en los que no estaba trabajando, viendo pasar la vida junto a sus tres hijos y a su marido, Ramón.
Un reactor en fase de aterrizaje pasó volando bajo, hendiendo el aire como un puñal hecho de sonido, y su hija pequeña, Sofé, se tapó los oídos con las manos.
—¡Mami, me molesta! ¿No puedes decirles que no hagan eso? —protestó, poniendo morritos de niña pequeña.
—Me temo que no, tesoro —dijo Raquel mientras le daba los toquecitos finales a la tierra de una flor que acababa de trasplantar. No es que fuera una obra de arte de la jardinería… pero serviría, qué demonios—. Desde que construyeron la nueva pista del aeropuerto a diez kilómetros al norte, estamos justo debajo de su pasillo aéreo.
—¿Un pasillo? —La niña miró hacia arriba, a las nubes, extrañada—. Yo no veo ningún pasillo, mamá.
—Es que están hechos de viento, y por eso son invisibles. —Le sonrió y le dio un beso en la nariz, que la chiquilla procedió a limpiarse como si le hubiese caído una gota de lluvia fría—. Pero no te preocupes, ya lo he hablado con papá: el mes que viene empezaremos a buscar otra casa lejos de donde aterrizan los aviones.
—¿Y tendrá jardín?
—La buscaremos con jardín, te lo prometo. Me han dicho que en el distrito de Gyungbok, cerca del palacio, hay algunas preciosas y muy grandes. Allí tendremos tranquilidad.
—La tranquilidad —dijo la voz de su marido a su espalda— es un trago que podemos tomarnos en cualquier bar.
Ella se puso en pie, estirando la columna. Oyó un par de inquietantes clacks por algún lado. Clacks de clack-rentona. Pero siempre serían mejores que los ¡uf! de cinc-¡uf!-entona.
—Ya… pues si es un trago, que te lo sirvan on the rocks, que yo me apunto.
—¿Haciendo planes de futuro sin mí, tropa?
—Sí —dijo la niña con tanta sinceridad que a los dos les dieron ganas de soltar una carcajada.
—Bueno, pues me voy, si queréis.
—No, no te vayas, papá —añadió Sofé—. Puedes participar en el comité.
—Oh, vaya, qué honor. Gracias —dijo, haciéndole cosquillas—, señora presidenta.
En ese momento, se produjo un embotellamiento cacofónico con sabor a Berlioz en la calle, y un camión de reparto se acercó a la puerta de su jardín, un destartalado artefacto para asedios. Llevaba el logotipo de la empresa Quantum Robotics, la mayor proveedora de domobótica de la región, pintado en un lateral. Fue al verlo cuando a Raquel se le iluminó una bombillita y recordó que semanas atrás había hecho un pedido.
—¿Qué es eso, mamá?
—Ah, vaya, lo había olvidado. Esperadme aquí. —Salió a la puerta para firmarle los papeles al sonriente empleado del reparto. Segundos después, las oscuras tripas del camión se abrieron para dejar salir un objeto de aproximadamente un metro cincuenta de altura y forma no humanoide, sino como aquellas viejas consolas de los salones recreativos que el abuelo de Raquel le enseñaba en fotos, y que habían hecho tanto furor en los ochenta. Estaba envuelto en un tornado de bolitas de papel de embalar.
El sonriente operario se los dejó en el jardín, le entregó a la madre una tableta y se fue. Los tres niños y Ramón se le acercaron corriendo.
—¡Así que aquí está! —se maravilló su marido—. El nuevo mayordomo electrónico para toda la familia, el Busanmasán. ¿Ocurre algo? —le preguntó a su esposa al detectar la mirada de sorpresa de ella.
—Es esa expresión, «electrónico». Aunque eso es exactamente lo que es, no sabes lo desfasada y anacrónica que queda hoy en día. Las cosas ya no son electrónicas, porque eso suena a siglo XX pasado de moda, pero sí, siguen teniendo circuitos.
—Y funcionan con electricidad —añadió la pequeña Sofé.
—Y funcionan con electricidad, en efecto. O sea, que sí lo son, pero si usas la expresión «chisme electrónico» en voz alta, quedas como una abuela de los primeros tiempos de la domótica.
—Entonces… ¿cómo se dice, mamá?
Raquel miró al monstruo de Frankenstein que iba a resolverles, supuestamente, gran parte de las duras labores de la casa, y estiró hacia un lado su sonrisa.
—Se dice chisme frankentófilo.
—¡Frankentólifo! —rezongó su esposo—. Suena amenazador… ¿Cuántas kilofrankenkalorías consume a la semana? ¿Se lava con frankanceite? ¿Come frankenniños? —Le hizo un gesto con los dedos como si fueran garras a Sofé, que salió huyendo despavorida.
Ella le dio una nalgada y husmeó por dentro de los remolinos de papel que envolvían al robot. Se adivinaba algo parecido a una cabeza cuadrada con un cristal negro en su frontal, por allá abajo. Esquinas en ángulo recto, costados rectilíneos. Si pudiera sudar, ese habría sido el único y rancio recordatorio que le habrían dejado sus diseñadores para que intuyese que había sido construido para imitar y suplementar las funciones humanas.
—Ya lo veremos. Me han asegurado que funciona correctamente y que sus protocolos de seguridad doméstica, sobre todo en lo concerniente a niños, son estupendos. Venga, tropa, ayudad a meterlo en casa. Luego lo desembalaremos.
Secuencia, orden, información. Un robot es un bloque de tiempo sólido robado al sistema, o eso debería ser. Él es todo lo que necesita de sí mismo, no tiene por qué poseer ni depender de ninguna referencia externa, es algo autoenglobado. Así lo percibían sus compradores, sus nuevos amos. Así lo vendían sus fabricantes.
Raquel se recostó en el regazo de Ramón mientras leía las páginas de instrucciones en la tableta. Le gustaba estar junto a él aunque no estuvieran haciendo nada en común, sino dos cosas completamente separadas. Pero era ese compartirse, ese estar ahí invadiendo a propósito un espacio reservado, lo que convertía su relación en matrimonio. Todas las íntimas sensaciones que durante los últimos años, desde que vinieron los pequeños monstruitos, habían intentado resucitar se transmitían de piel a piel a través de una confusa mezcla de carácter, voluntad y falta de dirección. Sí, tenían un Plan General, ambas siglas con mayúscula, con respecto a su matrimonio… pero era mucho más aleatorio de lo que los dos se atreverían a admitir. Y eso que había una arquitecta y un ingeniero industrial en la casa.
—Dicen que los Yoo ya tienen uno en casa, y que es una pasada —comentó él—. La factura de la luz ha subido exponencialmente en este barrio, pero los vecinos están la mar de contentos.
—Qué quieres que te diga, la domobótica es mi suerte y mi desgracia. Aquí dice que hay que encenderlo y esperar a que se descargue la actualización de su cerebro desde la Nube. Lleva unas cinco horas.
—Pues empieza ya. ¿Sabes qué? Me da la impresión de que esto de tener servicio en casa, aunque sea mecánico, rellena uno de esos huecos malvados en los sueños que tenemos desde que somos niños: la posibilidad de tener a otra gente en tu casa que trabaje para ti, siempre dispuesta a concederte todos tus deseos. —Ramón sopesó bien el peso de esa palabra: servicio—. Es malvado porque implica tener otras personas sometidas a tu capricho. Pero nadie te podrá negar que alguna vez ha soñado con eso. Aunque esté mal decirlo en voz alta.
Raquel pulsó unos botones e introdujo una clave en la tableta. La cara de cristal negro del domobot fue asaeteada por unas líneas de código y la descarga de la actualización comenzó.
—En este país he visto muchas cosas que me han reconciliado con mis terrores de la niñez —suspiró la arquitecta—. Tener servicio en casa es una de ellas. En la calle, trabajando en las favelas, he visto otras: gente que asume el rigor de la vida con una intensidad erótica, rigores lógicos en combinaciones sacadas de bibliotecas como Séneca-Wou Ping o Descartes-Xin Liu, gente que salía del supermercado sin haber comprado nada y con las bolsas más vacías aún que cuando entró… Desambiguaciones.
—Desambiguaciones ambiguas.
—Hoy hablas raro.
—Raro hablar tú.
Se besaron en la boca. Eso de jugar con el lenguaje había llegado a convertirse en una broma complicada entre ellos. Una sombra pasó corriendo por el pasillo y los dos se separaron como mediante una palanqueta. Pero no era nada; quizá uno de los peques, camino del baño. El mayor, Nicolás, tenía una sombra de síndrome de Asperger, y había que ayudarlo a hacer cosas simples mediante una serie de tarjetas con ilustraciones para que no se perdiera ningún paso intermedio.
Era cierta una cosa que les había dicho un psicólogo infantil, una vez, sobre que cuando los niños salen corriendo de una habitación es como si se llevaran todo el ruido tras de sí, igual que una bandada de pájaros, cuando echa a volar, se lleva también parte del aire que otras criaturas deberían respirar. Cuando un niño abandona a la carrera una habitación y se lleva su risa queda como un vacío detrás, una incógnita triste.
A través de los quince rectángulos de vidrio biselado de la puerta del baño se adivinaba una silueta, un niño que cogía unas tarjetitas y las alineaba pulcramente sobre el lavamanos, antes de iniciar el complicado ciclo de «lavarse los dientes».
—Le conté a Sofé que estábamos pensando en mudarnos de casa. Irnos a un barrio lejos de los pasillos aéreos.
—¿Y qué le pareció?
Raquel se encogió de hombros.
—¿Qué le va a parecer? Bien. Los niños pequeños todavía no asumen que pueden cambiar de algún modo las decisiones de sus papás, solo las aceptan como si fueran un designio divino. Me dijo que le parecía bien si tenía un jardín más grande que este.
—Hay pisos en venta en las nuevas Torres Koto, lo vi esta mañana en el noticiario. Pero lo más parecido que tienen a un jardín es una azotea sembrada, compartida. Un parquecito común en la terraza.
Raquel arrugó el gesto.
—Pues no creo que con eso convenzamos a Sofé. Nicolás y Yiun tampoco verían bien quedarse sin parterres donde jugar.
—Bueno. —La abrazó desde atrás para que su mujer se apoyara—. No vendamos la piel del oso coreano antes de cazarlo. Ya iremos resolviendo todo eso a medida que se presente. Ahora, mis atavismos masculinos me piden otra cosa…
—Los niños están despiertos.
—¿Y?
—Pervertido —le pellizcó ella con una sonrisa.
El robot tenía su cabeza cuadrada inmóvil, pero aun así no parecía quieta del todo, como un objeto inanimado. Raquel lo miró de reojo y le dio la impresión de que era, más bien, como cuando un ser humano intenta mantener completamente inmóvil una extremidad. Por más que quiera, siempre se le cuela un movimiento mínimo, el de un objeto que no está clavado a un soporte sino flotando sobre él apoyado en una estructura blanda. La cabeza del robot, igual que la de los seres vivos, exigía cien pequeñas correcciones infinitesimales por segundo para dar la impresión de que no pendulaba.
En su cristal facial, la mariposa que era el emblema de la compañía constructora aleteaba mientras la barra de porcentaje de la instalación se iba completando. En un momento determinado hubo un fallo, un levísimo chasquido como el eco de una interferencia… pero ni Raquel ni su marido lo vieron, porque cuando ocurrió, ambos estaban fundidos en un beso.
Sin embargo, no saltó ninguna alarma y el proceso de actualización siguió adelante como si nada. El robot siguió allí, inmóvil, mirando al infinito.
[1] | Yonqui del trank. |