ARGENTINA |
Veo a un hombre en un auto blancomoviéndose como un fantasma en el horizonte.Tomen todos sus sueñosy arrójenlos lejos…—Yes
Entrás en la ruta propiamente dicha luego de pasar la rotonda de Mar Chiquita. Los kilómetros se deslizan despacio, mucho más despacio de lo que te gustaría. Encendés la radio, espantado por la falta absoluta de sonidos. Siempre te horrorizó la ruta; el silencio, la soledad, la oscuridad ominosa, envolvente; el riesgo constante a una mala maniobra, un reventón, la rotura de una pieza; cualquier cosa pequeña llevándote inevitablemente hacia la catástrofe.
Estás tenso. Estuviste todo el día lejos de la familia, solucionando los problemas que te causó un ladrón de manos rápidas, verdugo de turistas. La frente te late con suavidad; sentís que la bronca te sale otra vez desde adentro, como ayer, como esta mañana. Arreglar la cerradura del auto, pedir un préstamo a Julio, cerrar la cuenta del banco, asegurarte de que la denuncia telefónica a Diners haya tenido el curso correcto. Cosas odiosas. Odiosas.
Cuanto más pensás en todo, más ganas tenés de llegar. Pero los kilómetros son interminables. La vuelta se hace larga. La ruta es oscura; y estás cansado.
Te agachás un instante para ajustar la sintonía. Un dolor súbito en el pecho, punzante, te hace abrir los dedos de ambas manos, separándolas por un momento del contacto con el volante. Te acomodás en el asiento, cerrando la pequeña ranura de la ventanilla: hace frío. Mucho frío.
La radio sigue desajustada. Se mezclan dos estaciones con programas muy diferentes: la voz resonante de un locutor de noticiero, algo distorsionada por la sintonía incorrecta, y una música suave, cantada en inglés con dulzura maravillosa. Una combinación verdaderamente atroz.
All your imagination, jewel of life. Trece grados. A guiding light. …la reforma finan… a joyous new dawn, a clear …conmoción en el… gifted time…
Ajustás el dial.
Divine Nature. Super Nature.
En unos minutos dejás atrás las luces de la rotonda, internándote definitivamente en el túnel largo y difuso que dibujan los faros en la noche. Esperás la aparición de un cartel indicador, pero pasan los kilómetros y no se ve ninguno. De cualquier modo eso no te preocupa: aún sin indicación sabés que faltan menos de cien kilómetros. Una hora.
Te das cuenta de la molestia en los ojos un poco más adelante. No se ve bien; para mantener el auto paralelo a la línea blanca del centro tenés que fijar mucho la vista. Pasás la mano por el interior del vidrio delantero para desempañarlo, mientras el limpiaparabrisas desparrama chorros de agua por el lado de afuera, dejándolo impecable. A pesar de todo no se ve bien. Hay una neblina baja, liviana, no demasiado perceptible, que molesta mucho para manejar.
Bien. Es sólo una hora. Seguís a ciento veinte.
… in this cacophony of life…
Empezás a ver los pájaros unos treinta kilómetros más adelante. Son oscuros, grandes y vuelan lenta, pesadamente. Aparecen casi siempre desde el lado opuesto al mar (tu izquierda en este momento), se deslizan en línea oblicua a escasos centímetros del cemento, tan despacio que parecen arrastrarse, y se pierden por la derecha, o a veces debajo del auto, aunque en ningún momento sentís un impacto. Son raros: tienen las plumas muy pegadas al cuerpo, como transpiradas, o quizás no tienen plumas en absoluto; más bien parecen cubiertos de cuero o piel. ¿Murciélagos?, te preguntás extrañado. Imposible saberlo: la velocidad, la neblina y esa forma azarosa de aparecer se confabulan para impedir una observación mejor.
Peace will come… un humo azulado. Come thru Horizon. Desast…
Aprovechás la distracción. La ruta es demasiado recta y monótona; sabes que en estos casos son comunes los accidentes: la monotonía adormece. Te entretenés buscando características nuevas de esos pájaros extraños, que parecen grandes fantasmas antediluvianos; grasosos, torpes, lentos. Así andás por kilómetros; observando, observando.
Oh Dios. All that is good ¡Cómo está! Is good, good is good. Una mancha en el cemento, no sé…
Poco después, la escena neblinosa se vuelve a animar. Ves personajes nuevos: pequeños cadáveres estampados en el cemento; unos cuerpitos peludos, indefinidos, aplastados por las ruedas de los autos. Los mirás con atención. No son cuises, esos ratones de campo que horrorizan a las mujeres; estos son unos animalitos de pelaje más variado, más colorido, como el de los gatos, aunque está claro que no lo son: no tienen cola ni orejas puntiagudas. Deben ser alguna clase de roedores locales, pensás, sin preocuparte demasiado. Vizcachas. O algo así.
Luego de cuarenta minutos te resulta sorprendente que no haya ningún cartel. Otra cosa rara es la falta de curvas, ya que esa ruta bordea el mar a corta distancia, y la costa es accidentada. Sin embargo el camino es recto, excesivamente recto. Y creés recordar que anoche, en el viaje de ida, no era así. Qué extraño.
The spirit sings in crashing tones… …quen ese hombre de… …the hour aproaches, pounding out the Devil’s sermon. ¡No puedo!
En un pantallazo fugaz, ves a alguien en el camino: un bulto informe a un lado, haciéndote señas para que lo lleves. Lo pasás a toda velocidad, casi sin verlo. No pensás llevarlo, claro, pero si hubieses querido tampoco te hubiera sido posible parar sin pasarte de largo por lo menos doscientos metros, ya que no lo viste hasta estar prácticamente a su lado. Y a ciento veinte kilómetros por hora…
La verdad es que el pobre eligió mal el lugar para conseguir que lo lleven, pensás, aunque en esa ruta sin curvas no le quedarían opciones. No va a tener suerte hasta que se haga de día. Seguro.
Faltando unos cuarenta kilómetros para Pinamar empezás a notar, ya conscientemente, que está ocurriendo algo raro. Los pájaros van raleando, pero los animalitos peludos aparecen cada vez más seguido, con brusquedad, cayendo bajo las ruedas del Renault con un ruido sordo y siniestro, muriendo a montones. La neblina sigue molestando la visibilidad dentro del primer metro desde el nivel de la ruta. Pero lo raro es que éste empieza a mostrarse muy deteriorado, con largas rajaduras cruzándolo de lado a lado y a lo largo. Grandes mordiscos han atacado parte de la banquina y el borde de la ruta.
Es asombroso, pasaste por ahí la noche anterior y -estás seguro, casi seguro- no viste semejante destrucción. Pensás en un sismo, algún tipo de temblor; pero después lo descartás. Te hubieses enterado. Sin duda.
El drama se desata cuando llegas a la rotonda de Gesell. Esperás ver los clásicos carteles verdes con el kilometraje, pero no están. La rotonda se ve igual que siempre, cubierta de esos pastos a medio amarillear, pero las luces están apagadas y sus columnas parecen fósforos quemados: están dobladas, caídas, herrumbradas casi del todo. Al girar por la rotonda descubres los restos de un cartel: un triángulo mordido de color anaranjado-rojizo, puro óxido, que se sostiene en sus postes por milagro.
Te asustás.
Tal vez ya… this endless night… nada que… soon oh soon the light…
Girás y te metés rumbo a Gesell. Podés frenar a tiempo gracias a que la presencia de todos esos detalles increíbles te hizo bajar la velocidad. Unas paredes enormes de arena tapan el camino: médanos, pero médanos gigantescos. Te sentís perdido, aterrorizado.
Volanteás y te zambullís en el camino a Pinamar. Acelerás con brusquedad, con la mente obnubilada por el terror. Estás perdido. Perdido.
De Gesell a Pinamar son unos veinte kilómetros. A lo largo de éstos te cruzas cinco veces con el bulto que hace señas. No es humano. Tiene el cuerpo cubierto de pelaje como el de los pequeños suicidas pero lleva cola, una cola gruesa y peluda. Su cara queda siempre entre sombras, pero vas armando poco a poco el rompecabezas, retazo tras retazo de destellos vislumbrados, y el resultado no te gusta. Es algo horroroso, realmente horroroso.
Cuando terminan los veinte kilómetros el acceso a Pinamar no aparece. Médanos enormes flanquean la ruta. En algunos casos las laderas de arena llegan casi hasta el pavimento. Sin embargo nunca sobrepasan la línea blanca lateral, como si alguien cuidase el camino, manteniéndolo despejado.
Bajás la velocidad, buscando la salida de esa ruta grotesca. El camino continúa indefinidamente; recto, deteriorado, fantasmagórico. Cruzás delante de moles gigantescas de arena, algunas tan enormes que no entendés cómo no engulleron la ruta. El rumor constante de los neumáticos transmite a tu cuerpo la geografía destruida de la superficie del camino: grietas, roturas, largas fisuras, como rayos furiosos de una tormenta subterránea. Los animalitos aparecen en manadas. Te parece que quieren hacerte parar, detenerte. El ruido sordo de sus cuerpos golpeando las cubiertas del auto es continuo, ominoso. Una ojeada al espejo te muestra el panorama trasero: cuerpos aplastados, destrozados, con las vísceras desparramadas, apenas iluminados por el fulgor rojizo de las luces posteriores. Otros que no han tenido la suerte de una muerte súbita, piadosa; se arrastran lenta, dolorosamente, tratando de seguir su camino interrumpido. Ves pájaros llevándose los pedazos, lo que explica esos vuelos lentos, rasantes: van a la caza de los moribundos. Les gusta la presa viva. Escalofriante.
On a sailing ship to nowhere, por favor… If the summer changed to winter, yours is no disgrace…
En dos ocasiones la imagen de las dunas te parece extraña. Bajás la velocidad (el miedo te llevó a correr a ciento cuarenta) y esperás. De pronto se desliza otro montículo a tu lado, sobre la derecha. No es arena, seguro. Parece una montaña de ramas y bolas blancas.
Pensás un momento y un escalofrío penetrante corre por tu columna vertebral: huesos. Eso parecen. Huesos. Huesos.
El autoestopista fantasmagórico sigue apareciendo con insistencia. Echás una ojeada al indicador de combustible: queda algo más de la mitad. A veces el ser peludo intenta cruzarse, ponerse en tu camino para lograr que te detengas. Lo esquivás con violencia, aterrorizado. Estás transpirando; hace frío pero estás transpirando. Es miedo. Miedo primal. Auténtico. Doloroso.
Las montañas blancas aparecen más y más seguido. En dos casos te parece ver unos seres zancudos, quitinosos, con pinzas en las patas delanteras, llevándose huesos hacia el extremo de sus cabezas puntiagudas. Tienen ojos negros y fríos. Tratás de no mirarlos.
Yours is no disgrace, Yours is no disgrace. Death-defying, mutilated…
De las grietas salen formas alargadas, zigzagueantes, que cruzan el cono de luz del Renault a toda velocidad. En algunos casos te parece que las pisás; la sensación del golpe es diferente a la de los animalitos suicidas: como pisar una rama; un toc apenas notable.
Mirás para atrás por el espejo lateral y ves el reflejo de tus luces traseras y unas serpientes brillosas, azuladas, que terminan de cruzar, ondulantes, y se deslizan con rapidez en las rajaduras azarosas.
Tenés la mente congelada. No podés pensar. Una única esperanza se aferra en los últimos restos de tu cordura: una salida, buscar una salida. La pared de médanos ahora es constante, sólo interrumpida cada tanto por los montones siniestros de tonalidad blancuzca. El cielo se volvió negro, totalmente negro. El espectáculo glorioso de la Vía Láctea se retiró y ahora reina la oscuridad. Las laderas se inclinan cada vez más hacia la ruta, imposibles, volviéndose verticales. Empezás a ver a los pájaros anidando en huecos oscuros. Están comiendo. Te miran interesados, con ojos rojizos. No tienen plumas sino cuero; una piel marrón, aceitosa. Esperan.
No puedo… no puedo hacer nada. Battleships come fighting me, está muerto Oh muerto oh Dios and tell me where you are. Lost…
Los sucesos se disparan. Ves una sombra que salta y se lanza sobre los faros: el ser peludo, esa monstruosidad. Frenás y pegás un volantazo. El auto se agacha y se sacude violentamente: uno, dos impactos. Golpes sordos sobre el radiador y el techo. Ves por el retrovisor que quedó tirado ahí atrás. Los pájaros se acercan. A la distancia ves que un ser con forma de cucaracha y ojos fríos lo arrastra hacia su montaña de huesos. Cuando volvés la mirada al frente te quedás sin respiración: a pocos metros hay una pared. Clavás los frenos y ves silenciosa, dolorosamente como se acerca, como se aplasta contra la trompa blanca del auto, como la atravesás, todavía sin sentir el impacto. Son arañas. Una telaraña inmensa que cruza toda la ruta, superpoblada por unos cuerpos gordos y jugosos llenos de patas. El parabrisas queda cubierto de cuerpos reventados de arañas, que derraman un líquido amarillo que te impide ver.
Ponés a funcionar el limpiaparabrisas, mientras las lágrimas del terror te corren por la cara. Las arañas sobrevivientes caminan por el ángulo que queda entre el capot y el vidrio. Algunas se aferran a los brazos del limpiaparabrisas y danzan siguiendo el movimiento pendular. Acelerás y el viento y el chorro del limpiador comienzan a llevárselas. Hay varias pegadas por sus propios líquidos en la parte superior del recorrido de las escobillas. Ahí quedan, moviendo sus patas débilmente. Sentís náuseas. Dejás de mirar. Preferís seguir buscando tu salida. La manera de huir.
El hombre peludo se lanza tres veces más frente a las ruedas. Te convertiste en un esquivador experto. No volvés a tocarlo, aunque rozás un par de veces los altos acantilados de arena, que ahora son los bordes ominosos de un cañadón, como si la ruta estuviese corriendo por dentro de una profunda grieta de paredes lisas, perfectas, habitadas por pájaros carnívoros y otros seres indescriptibles.
Lost in summer, born in winter… tápenlo por Dios.
Atropellás varias telas de arañas más, ya sin frenar y con los limpiaparabrisas funcionando al máximo para evitar los momentos de ceguera, que pretende aprovechar ese cíclico ente suicida para lanzarse y detener tu marcha. Te parece que las paredes de los médanos se han cerrado por encima; así se ve entre la niebla y el reflejo de los faros. Deberías mirar hacia arriba y asegurarte, pero no te animás a abrir la ventanilla. Temés a las arañas, a los pájaros, al ser peludo, a los trucos de esa ruta de pesadilla.
Recorrés miles de kilómetros -o así te parece- por un túnel silencioso de arena, huesos y telas de araña. Los pájaros ya no se ven, pero empezás a vislumbrar un movimiento constante sobre las paredes interminables. Son gusanos, millones de gusanos comiéndose vorazmente el propio túnel.
Ya no reaccionás. Superaste el umbral de horror máximo, de miedo supremo. Estás perdido en el Infierno, en un infierno privado y nauseabundo.
Seguís rodando infinitamente, atropellando criaturas monstruosas, rasgando de tanto en tanto las telas, viendo esas paredes que se desmoronan sobre vos, mientras tus manos se retuercen dolorosamente y el atroz reflejo de tu cara en el espejo te sonríe, con una mueca sardónica, una bienvenida triunfal.
Lost in summer, born in winter, / Travel very far; / Lost in losing circunstances, / That’s just were you are.
Eduardo Julio Carletti nació el 17 de abril de 1951 en Buenos Aires, Argentina. Actualmente vive en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires. Ejerce la profesión de Ingeniero en Electrónica Digital y Robótica desde 1972. También es un reconocido aficionado a la Entomología y un estudioso de las Ciencias Naturales. Sin embargo su mayor notoriedad (en Argentina primero, en Hispanoamérica luego) la adquirió como escritor y editor de ciencia ficción.
Desde 1983 y hasta la actualidad ha publicado una obra literaria no muy extensa, principalmente cuentos y una novela, aunque ha logrado diversos premios y es reconocido en el exterior. Tiene obras publicadas en revistas y antologías de España, México, Venezuela, Cuba, Estados Unidos, Uruguay, Alemania, Polonia e Italia, además de Argentina.
Eduardo Carletti es el fundador de la legendaria revista electrónica de ciencia ficción, fantasía y terror Axxón, pionera no sólo dentro del género, sino también en el mundo de habla castellana: Nacida en marzo de 1989, fue la primera publicación electrónica (esto es, realizada en formato digital) en este idioma. En un principio, la revista se distribuía en diskettes de 5 ¼, pero a partir de 2001 pasó a tener un sitio propio en Internet.
Ha ganado varios premios Más Allá, otorgados por el Círculo Argentino de Ciencia-Ficción y Fantasía: por el cuento Defensa Interna (1985); por el cuento En la escala (1986); por la novela Instante de Máximo Quebranto (1987); por el libro de cuentos Por media eternidad, cayendo (1991); por su compilación de artículos Una mirada a la realidad, en la revista Axxón (1992); por el libro de cuentos Un largo camino (1992/93); por la antología Visiones (como antologista) (1992/93); y en 1990, 1991, 1992, 1993 y 1994 en el rubro “Revista”, como director de Axxón. En 1994 recibió el premio Memoria Magnética, otorgado por el Círculo Puebla de Ciencia Ficción y Divulgación Científica, Puebla, México, por la revista Axxón.
El cuento esta bien. Ahora no entendi por que salta del VOS al TU todo el tiempo. Es un detalle, pero un detalle que no me dejo enfocarme cien por ciento en la historia del cuento.